El inicio del desastre.


Debiste de haberme dicho que no era suficiente. Qué seas muy feliz, entre todos los penes que puedas tener.

Con aún algo de afecto,

Tom.

Dejé la fotografía tomada la noche anterior en el pupitre de Sierra.

Algo parecido al dolor me embargaba, pero no tenía mucha opción al respecto.

Sí no era suficiente para ella, entonces debía dejarla ir.

Porque sabía lo que era tener a alguien que no te llenaba; era horrible.

Y por muy malvada que sea, quería que fuera feliz.

En cambio yo, me había hecho un ovillo en el auto en el estacionamiento de la universidad.

Desde las seis de la mañana, hasta las dos de la tarde.

No había dormido nada, las ojeras cubrían mis ojos.

Olía a ron añejo.

Me temblaban las manos, y la mandíbula se me trababa.

Todos pasaban apurados a clase, pero nadie reparaba en mí.

Nadie.

Excepto tú, claro.

Qué cada vez que caminabas por ahí, te dabas la media vuelta. El cabello te caía graciosamente sobre la frente regordeta.

Y me sonreías con amabilidad.

Era una sonrisa que lejos de reconfortarme, me rompía en mil pedazos.

Yo te ignoraba.

Porque así era nuestro juego, Gisselle.

El quererme en silencio era tu cosa favorita. 

La mía, el ignorarte.

Porque seguías sin ser lo suficientemente atractiva para inspirarme algo

que no fuera compasión.

Todo artista debe tener una musa perfecta. (¿No?)

Aunque también me fascinaba verte sonreír; era algo extraño.

De hecho, fueron tus sonrisas, ¿recuerdas? 

Esas sonrisas de una persona vacía, las que me intrigaron a saber porque siempre estabas tan bien.

Sí te iba tan mal.









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