7
— ¡Llegué! —exclamó Darcia. Buscó con la mirada a Emma y la encontró sentada sobre la cama de debajo de una cucheta. No cualquiera, sino la que ella compartía con Natalia cuando eran niñas.
No se le había ocurrido otro lugar para llevar a la pequeña. Se había jurado a sí misma nunca regresar, pero ahí estaba de nuevo. Suspiró. Recordaba a la perfección el instante en el que había logrado escapar de la prisión en la que la tenían después de haber sido capturada en el muelle. La habían interrogado con mayor crueldad que la que le correspondía a una chica de trece años. Le decían continuamente que solo se detendrían si se unía a la inquisición, o si aportaba información relevante sobre la actividad rebelde. El asunto es que a ella nunca le decían nada, y, aunque supiera, jamás se le hubiera ocurrido difundirlo.
Los días pasaron y nadie había intentado rescatarla. Entonces, le dijeron que la habían abandonado, que no la apreciaban y que podría ser de mucha más utilidad si jugaba para el otro lado del tablero. No les creyó. No al principio, al menos. Fue necesario comprobarlo para comprender lo insignificante que era en la vida de aquellos que creía que la amaban.
Había logrado escapar. Le había tomado unas semanas idear el plan, pero había funcionado. Huyó tan rápido como el debilitado cuerpo se lo había permitido. Esperaba regresar a la base y encontrarlos a todos allí. Los tranquilizaría, les aseguraría que se encontraba tan bien como alguien de ya catorce años podía dadas las circunstancias a las que había sido expuesta en el complejo. Sin embargo, lo que la esperaba era un lugar vacío. Abandonado.
Se habían mudado de base. Seguro que no esperaban que ella pudiera resistirse. Creían que les había contado todo. Ni siquiera habían intentado sacarla de allí. Ni una sola vez. Simplemente la habían dejado. Sola. Había buscado en cada rincón algún indicio de una nota, algo que le hubieran dejado como señal en caso de que regresara para que pudiera ubicarlos. Nada. Los guardias tenían razón.
Emma, al notar a la recién llegada, saltó del camastro. Habían conseguido limpiar un poco durante esos días. El polvo ya no invadía cada rincón del espacio. Todo permanecía tal y como lo había dejado la última vez. Lo único que faltaba era el pequeño retrato que solía descansar sobre la mesa de luz. En él posaban ella y su hermana, cuando eran más pequeñas, con una sonrisa en el rostro. Se preguntó qué le habría pasado. Dónde estaría ahora.
La niña saltó alrededor de Darcia. La alegría se le veía en el rostro. Había detectado las bolsas que cargaba.
—Ya. Ya. Deja que me siente y podemos cenar. Pedí una hamburguesa de más para que tengas algo para mañana al mediodía. ¿Qué te parece? —cuestionó la joven. No le costó demasiado dejarse caer en el suelo. Sin embargo, al hacerlo, un punzante dolor le recorrió el cuerpo. No pudo ocultar el sufrimiento que le causó. La pequeña aplacó la abundante energía que irradiaba, y le dedicó una pregunta silenciosa. Había preocupación en esos ojos color avellana—. Estoy bien. No es nada. Solo...
Se detuvo porque la sangre comenzó a salir de nuevo del corte en la mejilla. Se llevó una mano a la zona.
—Toma. Come. Yo me ocuparé de esto, ¿sí? —murmuró con tanta soltura como pudo. No quería que Emma creyera que era débil, o que Spiro le había pateado el trasero. Claro, seguro que no tenía ni la más pálida idea de quién era él, pero ese no era el punto.
Dejó las bolsas en el suelo y tomó la caja de fósforos que había robado unos días atrás. Pudo ver la duda en el rostro de su acompañante. La ignoró. Se dirigió hacia el sitio en el que recordaba que se encontraba la enfermería de la base. Solo habían conseguido reacondicionar el dormitorio, por el momento. Poco a poco planeaba expandir la cantidad de metros cuadrados habitables del espacio. Necesitaría tiempo para eso.
En la desesperación por llegar hasta el escondite, había olvidado por completo las heridas. La batalla había sido dura y se encontraba muy magullada. No podía regresar en ese estado lamentable al complejo de la inquisición. No. Eso incitaría a Mateo a indagar al respecto. ¿Qué respondería si lo hacía? ¿La verdad? Se estrujó los dedos.
No requería mirar el sendero por el que sus pies avanzaban. Conocía cada corredor como la palma de la mano izquierda, aun si no lo había visitado desde hacía ocho años. Soltó un silbido, que le sirvió para acordarse de que tenía el labio partido. El tiempo volaba.
Encendió un fósforo al encontrarse junto a la puerta de la enfermería. Lo sostuvo delante de ella mientras buscaba en los cajones algo que le resultara útil. Agua tenía, porque Spiro se la había pagado. La sola idea de que el mismo que casi la había asesinado era el que le había proporcionado medios para curarse, le daba risa. Con eso podía desinfectar los cortes, aunque también podía hacerlo al regresar del patrullaje. Añoraba darse un largo y relajante baño.
Encontró material para el vendaje después de que la quinta cerilla se consumiera. Un par de curitas, también. Por suerte, no había nada que requiriera de puntos o algún tipo de cirugía demasiado sofisticada. O eso creía. La verdad es que no tenía idea. Suspiró.
Era evidente que tendría que visitar a los médicos del complejo. Necesitaba ayuda profesional. Ya vería qué hacer al respecto. El asunto es que, en ese preciso instante, solo debía conseguir que el dolor fuera soportable para poder pasar el rato con Emma. Y para que no se preocupase por nada. Estaría bien. Siempre sobrevivía. Y justo en el momento en el que no quería morir había estado a punto de hacerlo.
Odiaba admitirlo, pero Lulú la había salvado. Bueno, el recuerdo que Spiro tenía de ella. Le había dado pena acabar con la patética existencia de la mujer que alguna vez había sido una amiga. No podía quejarse, porque era imprescindible que le llevara el alimento a la niña, pero no le agradaba nada que le hubiera perdonado la vida. Significaba que le debía, que estaba en deuda con él en algún sentido.
Quería gritar, dispararle a algo, hacer explotar cosas, cualquier objeto. Sin embargo, se vio obligada a reprimir el deseo. No podía. La pequeña estaba cerca. No tenía la intención de asustarla. Era la primera persona a la que Darcia agradaba. Todos siempre buscaban a Lucía, o detestaban aquello en lo que se había convertido. Era extraño, en el buen significado de la palabra, que alguien la considerara una heroína. No quería echarlo a perder, aunque, con la suerte que tenía, era muy probable que lo hiciera.
Regresó a la habitación y encontró a Emma engullendo una hamburguesa. Tenía los pies descalzos y había colocado otra justo al frente. Al notar la presencia de la joven, se la señaló con el dedo índice.
— ¿Esa es la mía? ¿Quieres que cene contigo? —cuestionó Darcia con una voz inusualmente dulce. Recibió un asentimiento como respuesta—. Primero tengo que solucionar este pequeño problemita.
La niña ladeó la cabeza y olvidó la comida. No despegaba la vista de los elementos que la castaña cargaba en los brazos.
—Puedo hacerlo sola, gracias. ¿Cuántos años dijiste que tenías?
Levantó todos los dedos de las dos manos.
—Exacto. Eres prácticamente un bebé.
Hizo un puchero y se cruzó de brazos. Fue ignorada. La salvadora se sentó sobre la cama de abajo, tomó la botella de agua, y comenzó una rápida y superficial limpieza de los cortes visibles que se esparcían a lo largo del cuerpo. Eran más de los que recordaba. A algunos ni siquiera los sentía. Eso solo le hizo comprender lo cerca que había estado de dejar de respirar para siempre. Un escalofrío le recorrió la espalda. Inhaló con profundidad. No podía alterarse. No cuando había niños presentes. Se forzó a sonreír. Cubrió las zonas afectadas con las vendas.
—Mira. Ya estoy perfecta. Nada puede conmigo —exclamó y se señaló a sí misma con el dedo. Emma aplaudió y tomó asiento en el suelo de nuevo. Darcia la imitó. Se habían conocido hacía una semana y ya habían establecido una dinámica: la niña no podía salir del escondite, no sin estar acompañada. Las calles eran peligrosas. Ella la visitaba todas las noches sin falta y encontraba la forma de traer algo de alimento y suplementos para que no se aburriera durante el día. Por supuesto, era consciente de que no podía obligarla a quedarse allí. Algún día, existía la posibilidad de regresar y encontrarse con la base vacía, como había sucedido ocho años atrás...
— ¿Te digo una cosa? Antes vivía aquí —musitó mientras masticaba la otra hamburguesa, la que había sido apartada para ella. Tenía la boca llena, pero eso no parecía desagradarle a su acompañante.
La había visto luchar, lo que era capaz de hacer y, aun así, no le temía. Tal vez era por eso que un pequeño espacio de su corazón se había ablandado solo para ella. Se le tiñeron las mejillas de rosa cuando recordó que le había suplicado a Spiro que la dejara vivir. No era una persona que rogara o se sometiera a los demás, sin embargo... ese era el grado en el que la pequeña se había insertado en su vida. Y solo habían convivido por siete días.
No podía mentir: le aterraba. Hacía demasiado tiempo que no se sentía así. Y, en su experiencia, siempre terminaba mal. Había preferido alejarlos a todos después del abandono por parte de su propia familia. Tal vez, por eso no tenía amigos en el complejo. A veces, la soledad era insoportable. Solo la acompañaba el fantasma de Natalia y las voces que le rondaban por la cabeza. Pero era mejor eso a sufrir, prefería cualquier cosa antes que vivir otra decepción.
Se le ensombreció el rostro. La sonrisa y soltura que había logrado mantener, decayeron. Emma lo notó. Sin dejar de comer, inspeccionó la habitación con ojos brillantes. Miles de preguntas le rondaban la mente. Era evidente a simple vista. Darcia suspiró y tragó.
—Aquí dormía con mi hermana Natalia —explicó. Se adelantó a responder antes de que la niña pudiera preguntar al respecto—. Está muerta. Yo la maté.
Esperaba una reacción por parte de la pequeña. Se alejaría, huiría, se horrorizaría. Bebió un poco del agua directo de la botella. Los segundos pasaban y el único movimiento que había realizado la criatura fue el de ladear la cabeza con algo de curiosidad. No soltó la hamburguesa, no dejó de comer ni se atragantó. Nada.
—Fue parte del rito de iniciación para que me aceptaran en mi trabajo actual. Tenía que demostrar mi lealtad. No había mejor forma de hacerlo. La capturaron durante una misión de reconocimiento. Yo no estaba enterada de nada. Un día, simplemente la trajeron, me pusieron una pistola en las manos, y me ordenaron disparar. No quería hacerlo. Al principio. Luego, recordé que yo no significaba nada para ella. Me había dejado allí. Ya llevaba varios meses de entrenamiento entonces, y la ira me había consumido. Había aprendido a manejar armas, pero nunca había puesto en práctica mis conocimientos en la vida real. La primera gota de sangre que ensució mis manos fue la mía, la de mi familia. Y desde ahí solo he acumulado bajas. Así que entiendo si crees que soy un monstruo y no quieres saber nada conmigo. Solo... creí que debías saberlo. Yo soy inquisidora.
Los ojos color avellana de Emma se abrieron. Escuchó con atención la historia y no interrumpió. Podía verle la sorpresa en el rostro, pero ni una gota de temor. Para ese entonces, estando en ese lugar, Darcia había revivido todo lo que había sucedido. Le estaba costando demasiado mantenerse firme y no sucumbir ante uno de los ataques de locura en los que quería destrozar todo a su paso. Deseaba tener una pistola que funcionara de verdad para dispararle a algo, o a alguien. En algún momento, sin siquiera percatarse de ello, se había terminado la hamburguesa. Jugaba con la caja de fósforos, que le había llegado hasta las manos. No recordaba haberla agarrado. La idea de incendiarlo todo, de terminar de eliminar, así, los recuerdos que la perseguían cada vez que pisaba ese lugar, era demasiado tentadora.
Lo iba a hacer. Tenía un fósforo en la mano, y se preparaba para generar la fricción necesaria, cuando la niña se puso de pie, saltó sobre ella, y le rodeó el cuello con los delgados brazos. Ocultó la cabeza en el hombro de la joven y no la soltó. La abrazaba con fuerza, pero cuidado a la vez, como si fuera consciente de que podía ocasionarle dolor debido a las heridas que le había dejado la pelea con Spiro.
La castaña se prometió que no perdería los estribos frente a ella. Tenía diez años, por Dios. Sin embargo, por más que lo intentó, se le nubló la vista. Las lagrimas le comenzaron a caer sin consentimiento. Devolvió el gesto y, al hacerlo, tuvo que soltar lo que tenía en las manos. El peligro pasó.
Jamás le habían dado tiempo para procesar el dolor de la pérdida. Se había llenado de furia y deseos de venganza. Pero ni siquiera asesinar a su hermana había ayudado a curar el vacío que la acompañaba constantemente. Una vez que empezó, no pudo parar. Lloró con fuerza y la pequeña no se apartó hasta que ella misma finalizó el contacto.
—Esto del sentimentalismo no es lo mío —musitó, retomando una actitud desinteresada. Soltó una pequeña risa. Su compañerita se alejó unos pasos, le dio dos mordiscos finales a la comida, y corrió hasta la cama. Actuaba como siempre, como si no acabara de revelarle los secretos más oscuros que la perseguían en la vida. No le importaban. La aceptaba, aun sabiendo que era peligrosa, que era capaz de hacer cualquier cosa. No merecía semejante compasión.
—Un cuento, ¿eh? ¿Eso es lo que quieres? —cuestionó con la voz rasposa después de aquel arrebato de tristeza teñido de nostalgia. Emma asintió con una dulce sonrisa—. Está bien. Pero que sea interactiva, porque sino hasta yo me aburro. ¿De qué quieres que trate?
La niña sacudió los brazos hacia los costados, y se dejó caer en la cama con la boca abierta. Darcia contuvo las ganas de reír.
—Eres de las mías. Te gusta la acción, el espectáculo, las explosiones. Está bien. Puedo contarte sobre aquella vez en la que hice explotar una casa entera. ¿Eso te interesa?
Recibió un asentimiento como respuesta. Se sentó a los pies de la cama e hizo exactamente lo que había prometido. Decoró un par de detalles y olvidó mencionar que toda la familia que habitaba allí no sobrevivió. Al terminar, para su sorpresa, Emma se encontraba profundamente dormida. Una pequeña sonrisa afloró en los labios de la inquisidora. Se sentía tan bien poder ser tal y como era con alguien más. Esos ojos tan parecidos a los suyos no la juzgaban, escuchaban. Aceptaban las locuras como parte del paquete completo que la conformaba...
Nadie le tenía mucho afecto a Darcia. Bueno, hasta ese momento. Observó el torso de la niña. Subía y bajaba de forma pausada. La invitaba a imaginar en qué estaría soñando. Esperaba que no fuera nada malo. Estaba llena de vida. El alma, impoluta. Podía hacer lo que quisiera, construir un camino digno de gloria. Para la castaña ya era tarde. Había escogido un sendero y ya no podía desviarse. Pero Emma... tenía el futuro por delante. Solo con verla allí, descansando con tanta paz, recordó la razón por la que alguna vez había formado parte de la rebelión.
La causa era buena. No le agradaba Alexandro Darlow, para nada. ¿Entonces qué la retenía? La propia culpa, el conocimiento de que en ningún lugar sería recibida. Era mejor mantener la reputación que todos le habían asignado, seguir con las etiquetas de la sociedad. No tenía las fuerzas para luchar en contra de eso. Estaba dañada, demasiado. Había ido demasiado lejos. Y ya no podría regresar.
Salió de la antigua base rebelde y regresó al puesto que le correspondía. No sabía qué sucedería cuando el mes de patrullaje terminara, pero no dejaría sola a la pequeña. Era lo único bueno que le había sucedido en mucho tiempo. Encontraría la manera de escaparse del complejo o de conseguir que la castigaran de nuevo, aunque eso significara pasar más tiempo en la cámara sensorial.
PRÓXIMO CAPÍTULO: SÁBADO QUE VIENE. Me despido.
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