6
Spiro no podía creer la mala suerte que tenía. ¿Por qué le estaba sucediendo esto? En un santiamén, toda esperanza de que Darcia no fuera quien creía, de que Lulú seguía estando allí, se hizo añicos. Solo bastó con mirarla a los ojos. El odio era demasiado evidente como para ignorarlo.
—Dime, ¿qué es lo que planeabas hacer? ¿Hasta cuando pretendías seguir con tu pequeña actuación? —espetó ella.
—Hasta que pudiera deducir dónde tienes a la niña.
Los ojos marrones de la joven se abrieron con algo de... ¿temor? El sentimiento fue tan fugaz que parecía un sueño. Al instante, solo quedaba la ira. Lo empujó con más fuerza contra la pared.
—Te encantaría saberlo, ¿verdad? —canturreó, como si nada le importara en este mundo, como si la vida de un inocente no valiera un centavo. A un costado, sobre el suelo, descansaban las bolsas de comida. Esa era la única prueba de que no planeaba matar de hambre a la cautiva.
—Dime dónde está.
—Tranquilo, genio, deberías saber que solo hay uno de los dos en posición de hacer exigencias. Y me parece que no eres tú —exclamó entre risas. Fue solo entonces que Spiro se concentró en la pistola que atentaba contra su vida. No era la de siempre, no. Frunció el ceño a pesar de la situación en la que se encontraba.
—Vaya, tranquilizantes. Me halaga que hayas pasado de querer asesinarme a dejarme inconsciente. A eso le llamo progreso.
Fue lo peor que pudo haber dicho. Los orbes de Darcia se trasladaron de él al arma una y otra vez. Le temblaba el brazo, al igual que el ojo. Nunca la había tenido tan cerca. Bueno, sí, pero no de esta manera. Siempre luchaban. Por primera vez, pudo inspeccionar minuciosamente a la persona en la que se había convertido Lulú.
Mientras dentro de ella se desarrollaba un debate interno, que parecía haberla trasladado a miles de kilómetros de la realidad, notó las pronunciadas ojeras bajo los ojos marrones, la palidez de la piel, los despeinados mechones que habían logrado escapar de la coleta. Respiraba con fuerza.
—Silencio —soltó de repente, tanto para regresarse a ella misma a la realidad, como para que él también lo hiciera. Spiro no recordaba haber dicho nada, sin embargo, no comentó al respecto. No sería inteligente seguir provocándola, no cuando se encontraba en una posición de desventaja—. No necesito balas para matarte. Es lo que más quiero en el mundo. Hay otras maneras.
Le creía. Por supuesto que sí. Se notaba el poco aprecio que le tenía. Después de tanto tiempo luchando en bandos opuestos, después de cada rebelde que ella había asesinado, la verdad seguía doliéndole. Él no quería acabar con ella, porque si lo hacía, significaba que ya no quedarían oportunidades para Lulú. Sin embargo, debía hacerlo. Como líder de la rebelión, como la enemiga que era para la causa por la que luchaba, no existía otra opción.
—Es una pena. Pero supongo que no quieres que nadie se entere de que abandonaste tu puesto de patrullaje, ¿verdad?
La pregunta la descolocó. Lo pudo ver en la forma en que ella abrió y cerró los ojos.
— ¿Cómo me reconociste? —indagó entonces, con suma curiosidad. El cambio de tema fue tan abrupto que le costó responder.
—Las uñas, los zapatos. ¿Qué hay de ti?
—Me di cuenta cuando reprodujeron nuestra canción.
—Mi canción y la de Lulú —corrigió él. Recibió un gruñido como respuesta.
—El asunto es que debes pensar que soy muy estúpida si creías que no me daría cuenta.
—Para nada. Nunca te he subestimado. Pero tú a mí sí.
Mientras conversaban, Spiro había logrado sacar una daga del bolsillo del tapado negro que llevaba. Siempre la traía consigo por las dudas. Le hizo un corte a su adversaria en la pierna. Ella soltó un grito que denotaba tanto sorpresa como dolor. El arma se le cayó al suelo. Al segundo siguiente, las posiciones se habían invertido.
—Dime dónde está la niña, Lu...Darcia —pidió, aprisionándola entre el cuerpo y la pared. En lugar de acobardarse, la joven sonrió.
—No vas a llevártela. No vas a convertirla en una de tus secuaces —escupió—. La estamos pasando genial las dos solitas.
—Claro, porque supongo que tú no la vas a convertir en una de las tuyas —retrucó él. Una risa amarga, que estaba lejos de la locura habitual, salió de los labios de Darcia. Lo descolocó tanto que la situación fue aprovechada. Una patada en la entrepierna fue todo lo que se necesitó para desencadenar el terremoto. Cada vez que alguno de los dos intentaba hacerse con la pistola, el otro conseguía alejarla del alcance.
En esos momentos, era fácil para Spiro olvidar las reservas y dudas que tenía con respecto al Huracán. Lo único que predominaba era el instinto de supervivencia. Era ella o él. No había forma de escapar.
—Vas a pagar por lo que me hiciste —logró decir su enemiga, mientras se pasaba un brazo por la boca para quitarse la sangre que le caía de la nariz.
— ¿De qué estás hablando?
No hubo respuesta por parte de la joven, solo un grito de guerra desaforado. Volvieron a arremeter uno contra el otro. No se contenían, lo estaban dando todo. Solo habría un vencedor esa noche.
La castaña le clavó las uñas en los brazos, hasta el punto en el que pequeñas gotas de sangre tiñeron las marcas. Él le atinó un golpe con la cabeza y un tajo en la mejilla a modo de respuesta. Ambos habían olvidado la pistola cargada con tranquilizantes. Ya no buscaban derrotar al otro, sino acabar, definitivamente, con la vida del contrincante.
—Ah, por un instante pensé que te morías por besarme en ese bar. Te hubiera encantado, ¿verdad? Hacer conmigo todo lo que nunca pudiste con la fracasada de tu queridísima Lulú —le susurró Darcia al oído después de lanzarlo contra el concreto. Había un dejo de burla en la forma en que lo dijo, como si aquella idea le divirtiera muchísimo y fuera una tontería.
Por más que no se le había siquiera cruzado por la cabeza, Spiro cayó en la provocación. El enfado le renovó las energías. La empujó hacia atrás con todas las fuerzas que le quedaban. Fue lanzada de espaldas al suelo. No tardó en incorporarse. Sin embargo, cuando lo hizo, recibió un puño en la clavícula.
Ambos tenían la respiración agitada. La adrenalina les recorría el cuerpo, minimizando el dolor de cada caída, de cada impacto.
—No digas su nombre —exigió él. Si eso no lo había hecho entender que su antigua amiga estaba perdida, entonces nada lo haría. No podía seguir encontrando excusas para creer en ella, para justificar la debilidad que sentía por el Huracán. Tenía que matarla de una vez por todas. Por Lulú, por la rebelión, por todos los que habían muerto gracias a ese monstruo. Cerró los ojos un instante. Tomó aire, y los abrió.
Una nueva emoción le surcó el rostro: la determinación. Si bien sabía que había podido pedir ayuda en un principio, no lo había hecho. Y ya era demasiado tarde. El comunicador se había hecho añicos y le lastimaba el oído. Se lo quitó.
—Uy, parece que ahora sí estás solo. ¿Qué se siente? —comentó Darcia con algo de satisfacción.
—Mejor de lo que te imaginas.
Spiro avanzó a gran velocidad. Blandió la daga de izquierda a derecha. Ella lo esquivaba con demasiada facilidad. De hecho, a juzgar por lo que veía, se la estaba pasando de maravilla, como si fueran niños jugando, como si no estuviera en riesgo la vida de nadie. Eso solo lo enfadaba más. Necesitaba que todo terminara.
En uno de los ataques, la joven lo tomó del brazo y se lo dobló hacia atrás. Un intenso dolor se apoderó de él y soltó el arma. La inquisidora apartó el objeto filoso hacia un costado con un pequeño empujón del pie.
—Ahora sí estamos en igualdad de condiciones —sentenció.
Darcia retrocedió un paso, aún sujetando el brazo del oponente. Lo mantuvo detrás de la espalda. Aprovechó el momento para empujar con fuerza, y lo lanzó al suelo. Él aterrizó con un gruñido, y rodó para evitar el ataque que sabía que vendría. La castaña no tardó en abalanzarse sobre él, pero Spiro fue más rápido. Levantó ambas piernas y las impulsó hacia adelante. La proporcionó un fuerte golpe en el abdomen. Ella trastabilló y chocó contra la pared. Otra vez.
Los dos se pusieron de pie con dificultad. Tenían las respiraciones agitadas. El rebelde miró alrededor con rápidamente. Detectó el brillo de la hoja de la daga, pero estaba demasiado lejos, al igual que la pistola tranquilizante. No podía llegar a ninguna de las dos. Ni importaba, porque no las necesitaba. Sin embargo, no tuvo tiempo de pensar en ello. La joven corría hacia él como un torbellino. Realmente le hacía honor al apodo que le habían inventado.
El primer golpe lo esquivó, pero el segundo, un puñetazo en la mandíbula, conectó de lleno. El dolor le entumeció el lado izquierdo de la cara, pero no fue suficiente para intimidarlo. Spiro contraatacó con un codazo al costado, seguido de un rodillazo que la hizo encogerse en el lugar. Ambos habían alcanzado el límite. El enfrentamiento estaba durando demasiado. Darcia no sabía cómo haría para explicar una futura visita al centro médico del complejo. Jadeaban, se encontraban cubiertos de sudor y sangre.
— ¿Eso es todo lo que tienes, Espi? —se burló ella, aunque su voz sonaba más áspera ahora y las palabras eran interrumpidas por pequeños jadeos. ¿Espi? ¿Qué clase de nombre era ese? Uno que detestaba, eso lo sabía con certeza.
—Todavía no he terminado —replicó él, limpiándose la sangre de un corte en la ceja. El equipo lo mataría cuando se enterara de que había decidido enfrentarse al Huracán sin ayuda, si es que lograba regresar a la base.
Su enemiga no le dio tiempo para descansar. Saltó hacia él y logró derribarlo de nuevo, esta vez sin mucho esfuerzo. Ambos rodaron por el suelo mientras intercambiaban golpes y patadas. La lucha era brutal, una mezcla de fuerza y rabia contenida. Buscaban liberar la tensión, los problemas personales. Darcia consiguió sujetar las muñecas del líder contra el suelo. Acercó el rostro al de él con una sonrisa teñida de locura.
—Te voy a destrozar —susurró. Le estaba clavando las uñas en la piel. Otra vez. Eso dolía más que cualquier cosa que pudiera hacer.
Spiro no se rindió. Con un movimiento brusco, levantó las rodillas y logró desequilibrarla. La hizo a un lado. Giró sobre sí mismo y se puso de pie una vez más. Si uno de los dos saldría con vida, sería él. Antes de que la joven pudiera recuperarse por completo, la tomó del cuello y la empujó contra la pared. Ahora era él quien tenía la ventaja. Y se sentía tan bien...
—Esto termina aquí, Darcia —gruñó, tenía los ojos llenos de bronca.
Ella luchó con algo de desesperación. Le arañó los brazos, pateó sin control, pero nada de eso consiguió que la liberase. Con una mano sostuvo aquella que se le aferraba a la garganta, intentando apartarla para conseguir un poco de aire. Buscó con la mirada la daga, que estaba a unos metros de distancia. Cada segundo parecía eterno. Seguía resistiéndose, pero con movimientos cada vez más débiles. La piel del rostro le había comenzado a cambiar de tonalidad. Lo asustaba.
En una última tentativa desesperada, Darcia logró inclinarse hacia adelante lo suficiente como para hundir los dientes en la muñeca de Spiro. Se sentía un animal haciéndolo, pero no tenía otra opción. No le importaba morir, no. Al menos hasta hacía unas dos semanas. Luego, Emma había aparecido. Si algo le pasaba a ella, la pequeña estaría sola y moriría de hambre. No lo permitiría, no por culpa de aquel imbécil.
Él gritó y la soltó por instinto. Retrocedió abruptamente. La castaña cayó al suelo. No podía dejar de toser. Tomó aire con desesperación. Eso había estado cerca. Demasiado. Llevó una mano al sitio en el que la de Spiro había estado. Había apretado con tanta fuerza que le quedaron las marcas de los dedos en la piel. Se recompuso tan rápido como pudo y rodó hacia donde había visto la pistola tranquilizante. Sin embargo, no fue lo suficientemente veloz.
El pequeño genio la tomó por los hombros y la giró con violencia para alejarla del arma. Estaban cara a cara, ambos con la furia y la determinación reflejadas en la mirada.
Spiro logró sujetarla contra el suelo. Ella respiraba entrecortadamente, pero en los ojos marrones aún había una chispa desafiante.
—No importa lo que hagas —susurró ella, con una sonrisa débil—. Nunca ganarás. No te librarás de mí.
Sacudió el cuerpo con fuerza debajo del de él. Si iban a asesinarla, quería tener la certeza de que había luchado hasta el final. Pensó en Emma, en lo que sería de la niña.
—Parece que tenía razón. Al final, sí eres débil. ¿Te da miedo morir, hermana? A mí también. No te importó mucho cuando te imploré que no lo hicieras, ¿verdad? Me disparaste igual. Espero que recibas el mismo trato —se burló Natalia, que la contemplaba con las manos en jarra. Se encontraba detrás de Spiro y le dirigía una mirada de satisfacción.
—Espera. Por favor —pidió Darcia. Él levantó un puño y se lo estrelló contra la cara. Luego, otra vez—. No, espera. Por favor. Me necesita. Ella me necesita.
Spiro se detuvo en el instante en el que planeaba asestar el golpe final. Solo entonces consiguió ver la desesperación cruda en el rostro de la mujer que se había adueñado del cuerpo de Lulú. Deseaba vivir, pero no por sí misma, sino por la pequeña. Lo desconcertaba. ¿Alguien como Darcia era capaz de sentir amor por otra persona? ¿Cómo podía hacerse cargo de un niño? Divisó las bolsas de comida, que seguían intactas en el suelo. Ella era la única que sabía el paradero de la niña. Debía estar hambrienta, esperando a que regresara su captora. Porque la había secuestrado, ¿verdad?
En el momento preciso en el que no debía, comenzó a dudar. No pudo evitarlo. En esos ojos marrones no veía rastro de la locura de Darcia, no. Esa era Lulú. ¿Y si no era demasiado tarde? Sacudió la cabeza. Ya había caído en la trampa un millón de veces. No, no podía dejarla ir solo porque lo miraba de aquella forma tan intensa. Pero...
Soltó un grito desgarrador, tomó más impulso y dejó caer su puño a un costado de la cabeza de la joven. Hubo un silencio abrumador en el que solo se contemplaron mutuamente. Ambos sentían el palpitar de los corazones dentro del pecho.
—Vuelve a casa. Por favor —le pidió él en un susurro. Se lo estaba rogando. Arreglarían las cosas de alguna manera. Con un poco de tiempo conseguiría que la aceptaran en la rebelión. Podían volver a ser como antes: inseparables, imparables. En lugar de reírse de la ingenuidad que destilaban aquellas palabras y atacarlo por la espalda, el rostro de Darcia morfó en una expresión de profundo dolor y tristeza.
—No puedo. Es demasiado tarde para mí —murmuró. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y se mezclaban con la sangre del corte que él le había hecho. Spiro suspiró. No había caso. Se puso de pie, tomó entre las manos la daga, y se marchó. Ella no hizo ningún movimiento. Permaneció tendida sobre el suelo, con la mirada perdida en el cielo.
No fue hasta que pasaron unos minutos, que reunió la fortaleza para sentarse. Se arrastró hasta la pistola, recogió las bolsas, y, cuando consiguió levantarse, se dirigió hacia el sitio en el que ocultaba a Emma.
Él la siguió entre las sombras. Por supuesto que no se había marchado sin más. No. Pero era imperativo que la castaña pensara que sí. La vio renguear y soltar pequeños quejidos. Se le hizo un nudo en la garganta. Esperaba no arrepentirse de haberle perdonado la vida.
Próximo capítulo: Sábado que viene.
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