4

Darcia caminaba en círculos sobre el tejado de una de las casas de la ciudad. Tenía los puños apretados y murmuraba por lo bajo con completa indignación. Le dio una patada al aire. ¿Cómo se atrevían? Todo esto era muy injusto. Ya bastante enfado le provocaba el patrullaje obligatorio. Y, luego, esto.

Observó el arma de juguete que colgaba del cinturón de utilería. Sí, de juguete, porque en lugar de balas, disparaba tranquilizantes. Solo aturdía. Nada más que eso. Así no podía provocarles ningún daño significativo a los oponentes.

—No importa. Si total... tú eres un arma —se dijo a sí misma y se batió a duelo con un enemigo invisible.

No había estado nada feliz cuando Mateo le había pedido que entregara su pistola. Con lo que detestaba que le tocaran las pertenencias... Además, sentía una fuerte conexión con ella. Había estado a su lado desde el comienzo, cuando había cometido el primer asesinato. Desde entonces, la habían aceptado los inquisidores como uno de los suyos.

Por supuesto, las otras compañeras de unidad, Raquel, Elena y Tamara, habían demostrado lo felices que estaban con la decisión del líder. Darcia no entendía por qué Mateo le había comunicado la noticia frente a las demás, durante la cena del día anterior. Los ojos le habían temblado al escucharlo. Tuvo que contenerse para no dispararles a todos los que compartían la mesa con ella. Y le había costado mucho.

Como siempre, la envidiosa y odiosa de Raquel no se había quedado callada. Adoraba echarle leña al fuego. Tenía como pasatiempo favorito provocar reacciones violentas por parte de la joven.

—Es que está loca por Mateo y él muestra favoritismo conmigo. No le da ni la hora —murmuró desde la posición en la que se suponía que debía quedarse toda la noche. Sí, había llegado a esa conclusión. Era obvio que lo hacía por celos.

Una lenta sonrisa se esparció por el rostro de Darcia. Ella no tenía el más mínimo interés en una relación con el líder, pero Raquel no lo sabía, y tampoco hacía nada para demostrárselo. Era por eso que aquella detestable mujer siempre buscaba sacarle la locura que guardaba dentro. Seguro que pensaba que, en algún momento, su amado la olvidaría. Qué patética que era.

El asunto es que, Darcia, tras soportar los insultos disfrazados de chistes y los murmullos de las compañeras de equipo, regresó al dormitorio con suma tranquilidad, cerró la puerta, y lo destrozó todo en un ataque de ira. La estaban empujando demasiado con el castigo excesivo. No sabía cuánto más lograría mantener la compostura. Era en esos momentos en los que detestaba a todos. Se sentía, incluso, capaz de matarlos. Sin embargo, algo siempre la mantenía a raya: el conocimiento de que no tenía adonde ir. La consideraban una de las principales enemigas de la rebelión y, aunque muy pocos fuera de aquella banda de insurgentes sabían quién era, el pueblo de Xonar debía odiarla también. Actualmente, el complejo de la inquisición era el único sitio en el que no corría riesgo de ser atacada. Bueno, la mayor parte del tiempo. Si conseguía convertirse en una amenaza para el gobierno, no habría rincón en el que fuera recibida.

Podía marcharse... huir de Xonar e iniciar de cero en alguno de los países vecinos. Sin embargo, abandonar la ciudad era un trámite cada vez más complicado. Los guardias se apostaban a lo largo de las fronteras. No, eso no funcionaría. Además, tenía que llegar a salvo hasta allí primero, y eso sería imposible.

Así que... a veces a Darcia le daba la sensación de estar atrapada. Y esa impotencia, de tener que obedecer al pie de la letra para evitar que la echaran, la hacía explotar de indignación.

—Me aburro, me aburro, me aburro muchísimo —se quejó en voz alta. Ya no quería seguir dándole vueltas al asunto, porque eso le hacía doler la cabeza. Y el arrepentimiento y la culpa eran, después, utilizados en contra de ella por las voces que adoraban molestarla. Observó los alrededores. Tal como sospechaba, no había actividad problemática. Nada emocionante ocurría si no se trataba de un operativo rebelde.

Soltó un respingo y tomó asiento en el borde de la azotea. Los pies colgaban en el vacío. A veces le intrigaba cómo debía sentirse caer desde semejante altura. Nunca lo sabría, no tenía planes de descubrirlo, pero la curiosidad existía.

Movió las piernas de adelante hacia atrás y tarareó una suave melodía. Su hermana se la cantaba antes de dormir cuando era pequeña. Dejó de hacerlo cuando cumplió los diez años, sobre todo por ella, que aseguraba ser demasiado mayor como para disfrutar de una canción de cuna. No recordaba la letra, pero no la olvidaba tampoco.

Era en esos momentos en los que se percataba de que nunca podría erradicar a Lucía de verdad, no del todo. Sus pasados eran los mismos. Sus seres queridos, también. Por más que intentaba apartarse, tomar distancia, no podía ignorar que a veces extrañaba que las cosas fueran como antes. Lulú estaba muerta, eso era cierto. Nunca podría volver a ser como ella, no después de todo lo que había hecho. Había cambiado demasiado.

Y Spiro también. El preadolescente callado, que se conformaba con ayudar desde la posición de inventor, había terminado liderando a la rebelión. Se preguntaba cómo había sucedido eso. No había estado ahí para verlo.

—No me importa, no después de lo que me hizo. Él, mi hermana, León, todos —se recordó. Así de sencillo fue arrancarse del pecho la nostalgia que había comenzado a apoderarse de su cuerpo. La rabia era más poderosa que todos los qué pasaría si que pudiera imaginar.

Regresó la atención al paisaje. Solo había oscuridad y sombras frente a ella. Alguna que otra luz titilaba en la distancia. Se preguntaba qué hora era y cuánto tardaría en amanecer. Quería largarse de allí lo antes posible.

—Igualmente tendrás que regresar mañana. Y pasado mañana —le dijo a la nada con algo de frustración. Se pasó una mano por la frente y empujó hacia atrás los mechones de cabello que se habían soltado de la coleta. Estaba cansada y emocionalmente agotada. Ni siquiera una noche de sueño sin interrupciones había conseguido eliminar los horrores de la cámara sensorial. Las bolsas debajo de sus ojos nunca terminaban de esfumarse. Ya se había acostumbrado a su presencia eterna desde hacía años.

¿Qué día era? Si los cálculos no fallaban, y no tenía ninguna garantía de eso, faltaba poco para su cumpleaños. Y, por lo tanto, para el aniversario de la primera y última misión en la que había participado para la rebelión. Detestaba esa fecha con todo el alma. Soltó un grito y se abrazó a sí misma. Se puso de pie, examinó con desprecio el arma de juguete y la disparó una y otra vez, hasta que se cansó.

Se colocó las manos en las rodillas. Tenía la respiración agitada y sentía el latir atolondrado de su propio corazón.

Escuchó un ruido. Uno que no era habitual en las noches de Xonar. Agudizó los sentidos y permaneció quieta hasta que consiguió calmarse. Sonaba a golpes. Una pelea. Recorrió con la mirada el horizonte, intentando detectar la fuente del escándalo. No lo consiguió.

Sonrió lenta y perezosamente. El primer patrullaje y ya debía entrar en acción. Qué suerte. Descendió del tejado utilizando la escalera de mantenimiento, que se ubicaba a un costado de la pared.

Tomó entre las manos la pistola. Ya solo le quedaban tres dardos por culpa del arrebato. Se agachó y avanzó con pasos lentos en dirección al origen de la conmoción. Se deslizó entre las sombras de forma casi imperceptible. Los pocos transeúntes que circulaban la zona no notaron su presencia.

Llegó hasta un callejón. Divisó tres hombres de contextura robusta. Se reían, insultaban. Solo podía distinguirles las espaldas. Estaban pegados uno al lado del otro, como si buscaran armar una barrera.

El rostro de la joven morfó en una expresión de disgusto. Esperaba que no estuvieran acosando a una mujer.

—Mira eso. Muerde —dijo uno de ellos. No hubo respuesta. Darcia puso los ojos en blanco. Cerdos había en todos lados. Se alejó un poco y detectó una enredadera que trepaba por el edifico de al lado. Necesitaba evaluar la situación desde una posición de ventaja.

Trepó hasta la terraza. No le resultó tan difícil. Había resbalado un par de veces y las palmas de las manos se les habían decorado con pequeños raspones, pero no lo consideraba grave.

Se inclinó hacia adelante. Había una niña frente a los matones. Se encogía sobre sí misma a causa del miedo mientras ellos reían desaforadamente. No lograba verla del todo por culpa de la oscuridad.

— ¿Qué vamos a hacer con la pequeña revoltosa? —cuestionó uno de los asaltantes.

—La venderemos, claro. Siempre hay gente dispuesta a pagar por un pequeño esclavo —respondió otro.

La sangre de Darcia hervía. Normalmente no le importaba la miseria de los demás. Mientras no le afectara a ella... pero esto era distinto. ¿Cuántos años debía tener la pequeña?

No lo pensó demasiado cuando sostuvo el arma en las manos, apuntó y disparó. Un zumbido surcó el aire y, al segundo, el hombre de la izquierda había caído al suelo. Los otros dos compañeros lo contemplaron en silencio. La sorpresa y el miedo era evidente en ellos.

Miraron hacia los costados, hacia arriba, pero no encontraron nada.

   — ¿Qué fue eso?

   —No lo sé. Pero ya se fue.

   Si tan solo supieran lo equivocados que estaban... una risa tonta se le escapó de los labios. Eso los puso en alerta de nuevo. La niña se incorporó, apretó los puños y se colocó en posición de combate. Le pegó a uno de los atacantes.

   —Esta se cree que puede contra nosotros. Qué gracioso. Mira, si tus padres no pudieron, tú tampoco. ¿Acaso quieres terminar como ellos?

   Esa amenaza fue la gota que rebalsó el vaso. ¿Quiénes se creían que eran? Se apresuró a bajar de la terraza en la que se encontraba. Esos tipos merecían algo peor que un pequeño dardo tranquilizante. No pensó en las consecuencias, en si la castigarían todavía más por esto. No dejaría que esos cretinos dañaran a nadie. Nunca jamás.

   No sabía por qué todo aquello la descolocaba tanto. No conocía a la víctima. Sin embargo, no podía negar que sentía una conexión con ella. Esa situación le recordaba a la muerte de sus propios padres. Habían sido asesinados tras escapar de una misión. No habían sido los inquisidores, no, sino matones callejeros. Habían estado tan pendientes de que no los siguieran los guardias, que ni siquiera los notaron hasta que fue demasiado tarde.

   La situación frente a ella era aterradoramente similar. Esos imbéciles acababan de dejar huérfana a una pobra criatura. Apenas había visto la diminuta figura, pero dudaba que tuviera más de diez años. Ella, al menos, había contado con la contención de León, Nati y Spiro.

   —Está bien. Es suficiente, caballeros. Se van —ordenó. La postura que portaba lucía amenazante. El arma que presumía tenía un aspecto más peligroso de lo que realmente era. La sonrisa en el rostro los invitaba a desafiarla. Uno de ellos silbó con apreciación.

   —Vaya. ¿Qué podría hacer una muñeca como tú sola a estas horas de la noche? Seguro que nos pagarán muy bien, no solo por la mocosa, sino por ti también.

   Darcia lo inspeccionó lentamente con la mirada. Una mueca de asco se le dibujó en la cara. El que había hablado era el más petiso de los dos que todavía quedaban de pie. Ambos vestían con una musculosa negra y pantalones grises roídos. A juzgar por el olor que le inundaba los sentidos, no se bañaban con frecuencia. Se tapó la nariz.

   —Esta muñeca será lo último que verás antes de morir —exclamó. Por un segundo olvidó que la pistola no estaba calibrada para matar. No importaba, porque había otras formas mucho más sangrientas de terminar con ellos.

   Ni siquiera intentó dispararles. No. Quería impartirles sufrimiento antes de noquearlos. Si morían en el proceso sería un pequeño accidente. No podían culparla por eso.

   Se abalanzó sobre los matones. Lo que tenían de músculos, ella lo compensaba con agilidad y técnica.  Le proporcionó un puño en la cara a cada uno, y una patada en la entrepierna. Gritaron de dolor, pero no tardaron en recomponerse. Logró que uno cayera al suelo. Se sentó sobre él y lo golpeó con todas las fuerzas que tenía una y otra vez.

   La niña, que antes temblaba de miedo, observaba la escena con profunda admiración. Se colocó en instancia de pelea, y pateó al otro hombre, que intentaba atacar a Darcia por la espalda. No le costó mucho al enemigo deshacerse de ella. La empujó a un costado de un manotazo. Cayó al suelo y rodó.

   —Que no la toques —amenazó la de cabellos castaños. Aplicó una llave y consiguió que uno chocara contra la superficie de cemento. Mientras se enfocaba en él, el otro había conseguido incorporarse. Se aproximó por detrás y le tiró del pelo con violencia. La joven chilló por la sorpresa al sentir el dolor en la cabeza. Fue apartada del contrincante. Chocó de espaldas contra la pared. Un puño le impactó de lleno en la cara. No tardó en saborear la sangre. Era suya.

   En lugar de desistir, se llenó de ira. Perdió el control. Clavó con fuerza las largas uñas negras en el brazo del atacante. Los gritos de ambos penetraron el silencio de la noche.

   —No volverás a tocarme un solo pelo —le aseguró. Tomó impulso y pateó al primero en el estómago. Luego, al segundo. Lo hizo con tanto ímpetu que consiguió que retrocedieran hasta el muro contrario y se golpearan la cabeza con la superficie de concreto.

   La niña contemplaba la escena que tomaba lugar sentada junto a unas bolsas de basura que habían amortiguado la caída. Ya no había rastro de temor en aquellas facciones suaves. Sabía quién resultaría vencedora en aquella disputa.

   Darcia no esperó a que se recuperaran antes de retomar la ofensiva. Se ocupó de ambos a la vez. Lanzó patadas a izquierda y diestra. Las manos subían y bajaban a un ritmo constante. La respiración se le aceleraba. El corazón le latía desbocado en el centro del pecho. Un poco más y no volverían a ver la luz del día.

   Soltó una risa maníaca y levantó el brazo para proporcionar el golpe final. Lo haría. Los mataría a ambos. Algo la detuvo.

   No podía, no frente a la pequeña. Seguramente, ya había visto morir a los padres. No quería que se enfrentara a la brutalidad de un asesinato más a tan temprana edad, como le había sucedido a ella.

   Se volteó y la escudriñó con la mirada. Encontró un par de ojos color café, como los suyos. Sí, no debía tener más de diez años. Tal vez... ¿ocho? No los mataría. No mientras la criatura pudiera presenciarlo.

   Se puso de pie y les dio un brusco empujón a los cuerpos inconscientes de los agresores. Maldición. Tenía muchas ganas de terminar con ellos.

   Se dirigió hacia la salida del callejón. Se volteó. La chica seguía sentada en el suelo, rígida. Tenía la respiración agitada por la adrenalina, por el miedo. Por un instante, le recordó a la pequeña Lulú. Aquella que había tenido una primera muestra de las maldades que acechaban al mundo cuando ni siquiera tenía la edad para aprender a leer o escribir. La que había sido arrancada de la burbuja en la que creía que nadie podía lastimarla.

   Un escalofrío recorrió la espalda de Darcia. No había nada más que pudiera hacer por ella. El trabajo que debía realizar allí había finalizado. Aseguró el arma y la guardó en el sitio habitual. Consideró entregar los delincuentes a las autoridades. Sin embargo, decidió no hacerlo, porque tan pronto como pudiera, les daría lo que se merecían.

   De pronto, una pequeña y tímida sonrisa apareció en el rostro de la niña. Se puso de pie de inmediato. Dio un par de pasos cautelosos al caminar junto a las figuras inertes de los malhechores, y, luego, aceleró hasta llegar hacia la que consideraba una salvadora divina. Saltó en el sitio varias veces para demostrar la emoción que sentía. Festejó con los brazos hacia arriba.

   —Sí, sí, sí. Ya estás a salvo. Ya puedes irte —murmuró la joven. Se cruzó de brazos, se volteó y retomó el camino. Tenía que regresar al punto de patrullaje antes de que alguien notara que se había ausentado.

   Sintió algo molesto en la pierna, un peso que no estaba allí antes. Al mirar hacia abajo, encontró la respuesta que buscaba. La rodeaban un par de brazos pequeños y menudos. Se aferraban a ella con fuerza y determinación, como si no estuvieran dispuesta a dejarla ir.

   —Haces una cosa bien en tu vida y esto es lo que pasa. Vaya, ya aprendí la lección —se regañó a sí misma. Luego, sacudió el pie, como si esperara librarse de un bicho molesto. El agarre no cedió, se intensificó—. Oye, ya suéltame. No sé qué esperas que haga. ¿Quieres dinero? No tengo.

   La pequeña no respondió, sacudió la cabeza en señal de negación. Fue solo entonces que Darcia se percató de que no la había escuchado gritar ni decir nada durante todo el enfrentamiento.

   — ¿No sabes hablar o algo así? ¿Demasiado traumático para ti? Hay cosas peores, ¿sabes? —le aseguró. Al instante se estaba castigando mentalmente por eso. Había sido cruel.

   Recibió un nuevo gesto de negación como respuesta. Finalmente, la niña la liberó. Se señaló la boca e hizo con la mano el gesto de cortar algo.

   —Ah. Te cortaron la lengua.

   Asintió.

   — ¿Esos imbéciles?

   Negó. Una chispa de curiosidad se encendió dentro de la joven.

   —A ver... no quiero sonar descortés ni nada por el estilo, pero... ¿cómo se siente?

   Se encogió de hombros. Llevaba cabello negro, enrulado, que le llegaba hasta los hombros. Vestía con un pequeño y remendado conjunto azul, que parecía ser un pijama. La piel era morena y tenía los pies desnudos. Darcia se preguntó cuál era la historia detrás de ella y cómo había llegado hasta allí. Era más complicado obtener la información ahora que sabía que no podía hablar. Y nunca se había interesado por aprender el lenguaje de señas antes.

   — ¿Hace cuánto tiempo sucedió el accidente?

   La niña levantó cuatro dedos.

   —Y... ay, disculpa, pero ¿quieres mostrarme? Es que... nunca he visto una lengua cortada y... olvídalo. Lo siento. Es asqueroso. Soy una mala persona —se retractó a último segundo. ¿Por qué estaba haciéndole ese tipo de preguntas? Era una mujer horrible e insensible al dolor ajeno. Sin embargo, se encontró, un segundo después, con la boca abierta de la pequeña persecutora. Estaba oscuro. No logró ver nada, pero le sorprendió el gesto.

   —Bueno... supongo que debo despedirme, ¿sí? Y no me mires con esa cara. Este tipo de trucos no funcionan conmigo —le aseguró. Esperaba sentir el agarre de nuevo. Sin embargo, ella no insistió. No es que no quisiera ayudar, pero no había manera de que permitieran que la llevara al complejo. A menos que fuera para entrenarla. No. Nunca.
 
   Por un segundo, se sintió decepcionada. Luego, se golpeó la cabeza en un intento por olvidarlo todo. No sabía qué había sucedido esa noche, ni por qué le había afectado tanto, pero no dejaría que esa vulnerabilidad se asentara.

   Regresó al puesto. Rogaba que ninguno de los patrulleros se hubiera acercado a comprobar que siguiera en el sitio. Con un poco de suerte, el asunto de los maleantes sería interpretado como una típica pelea entre amigos borrachos. No había razón por la que alguien sospechara que ella había estado involucrada. Esperaba no arrepentirse de haber intervenido.

   No pasó mucho tiempo antes de que amaneciera. Darcia soltó un bostezo y se desperezó. Había sido una jornada larga y agotadora. Y tendría que repetirla por un mes. Gruñó ante la simple idea.

   Se puso de pie y descendió del tejado. Inició el camino de regreso al complejo. Quería ducharse y pasar tiempo a solas en su habitación. Quizás dibujaría, o se le ocurriría algo para un nuevo invento. Algo que los inquisidores pudieran usar contra los rebeldes. Hacía tiempo que no construía nada. Se estaba quedando atrás. A Spiro parecían lloverle las ideas. Ese anillo que se desplegaba en un escudo... detestaba admitirlo, pero era una genialidad.

   Se detuvo. Se le erizaron los vellos de la nuca. Todavía era temprano, por lo que no mucha gente merodeaba las calles. Tenía la impresión de que la seguían. Con algo de disimulo, inspeccionó la zona. Nada.

   Prosiguió. Se desvió. Aceleró el paso. Corrió. Se insertó en un callejón y desapareció entre las sombras. Aguardó en silencio. Las manos descansaban sobre la pistola. Estaba lista en caso de que la necesitara.

   Una figura se acercó hacia donde se encontraba. La niña. Maldita sea. ¿La había seguido? ¿Se había quedado toda la noche con ella y no lo había notado? La observó mientras esta inspeccionaba el lugar, en busca de la mujer que le había salvado la vida. Al llegar a la conclusión de que no se encontraba allí, y de que le había perdido el rastro, lloró en silencio. No podía soportarlo.

   —Ya. Ya. Aquí estoy —le reveló Darcia, saliendo del escondite. Se le había formado un nudo en la garganta a causa de la desesperación que emanaba de la pequeña. De pronto, dos brazos le rodearon las piernas. Perdió el equilibrio y cayó sentada al suelo. No tuvo tiempo para reaccionar. La estaban abrazando. No se inmutó al principio. A su cerebro le costó comprender lo que sucedía. Hacía tanto que nadie le demostraba afecto de esa manera... devolvió con manos temblorosas el gesto.

   —Está bien. No vas a dejarme en paz, ¿verdad?

   La niña se apartó un poco y sacudió la cabeza.

   —No tienes adonde ir —adivinó la joven. La respuesta fue afirmativa—. Está bien. Por suerte para ti, conozco el lugar perfecto. Jamás creí que volvería a pisar ese sitio, pero son tiempos desesperados, ¿verdad? Medidas desesperadas.

   Se pusieron de pie y abandonaron el callejón sin ser conscientes de que no estaban solas. Una figura contemplaba la escena desde la altura de una casa cercana.

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