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La calma que azotaba a Xonar esa noche era letal, un indicio de que algo estaba por ocurrir. Todos lo sabían. Los ciudadanos se aseguraron de cerrar las puertas de las casas con candado, como siempre. Los únicos que salían después de la cena eran los maleantes, los adictos y los rebeldes. Sin embargo, no era sencillo distinguir entre un grupo y el otro, por lo que era recomendable simplemente no conversar con nadie.

Un grupo de sombras se deslizaba entre las construcciones de paredes mohosas. Se movían con tal agilidad que parecían fundirse con la oscuridad. Era un arte que habían perfeccionado con los años. Los ayudaba a mezclarse con el ambiente, a pasar inadvertidos. Era así como conseguían la mayor parte de la información. Casi nadie se daba cuenta de que, cuando hablaban, solía haber un par de oído de más para escuchar.

No rompieron la formación en ningún momento. Eran profesionales. Bueno, a excepción de Joaquín, y era solo por eso que Spiro los acompañaba. No era habitual que el líder de la rebelión saliera de los cuarteles generales. Sin embargo, lo hacía cada vez que uno de los miembros alcanzaba la edad suficiente como para poder jugar una parte activa en los operativos. Era un deber que le correspondía iniciarlos en la participación de los operativos. Antes esa regla no existía, la había instaurado él tan pronto como todo el movimiento había quedado a cargo de él.

Muchas cosas habían cambiado desde entonces. Por empezar, estaba solo. Bueno, no del todo, porque había conseguido formar amistades a lo largo de los últimos años, pero, en el momento en el que la responsabilidad le cayó sobre los hombros, lo sintió así. Ya no tenía a León, que había sido como un padre para él, ni a Natalia, que había ocupado el papel de la hermana mayor, ni a Lulú, que... no sabía con exactitud qué había sido ella antes de que se fuera. ¿Su mejor amiga? ¿Su primer enamoramiento? No importaba. Eso había quedado atrás.

El grupo se detuvo cerca del muelle. Las rejas grises los separaban del sitio en el que se encontraba el objetivo. Habían escuchado hablar del cargamento de armas, por supuesto. Y Spiro había decretado que debían apoderarse de él antes de que los inquisidores pudieran usarlo en contra de los ciudadanos. No le había costado demasiado tomar la decisión.

Lo que sí había supuesto una gran deliberación era si debía permitir que Joaquín los acompañara o no. Ya tenía dieciséis años. Ante sus ojos todavía era un niño, pero no podía ignorar que Natalia había tenido esa misma edad cuando ya era una parte central del movimiento. También estaba el hecho de que necesitaban la mayor cantidad de personas posible. Desde que el huracán llamado Darcia había sido librado por la ciudad, las bajas habían aumentado drásticamente y los reclutamientos disminuían todos los días. La gente no quería saber nada con ellos, que solo intentaban ayudar, por miedo a tener que encontrarse con ella y la ira descontrolada que emanaba.

Él no podía decir que los culpaba. Lo entendía, de verdad. También deseaba evitar los enfrentamientos con ella todo lo que fuera posible, aunque por otros motivos que los demás.

—Podemos proceder, jefe. En un minuto se producirá el cambio de guardia —murmuró Magdalena a un costado. Spiro asintió y se volvió hacia el iniciado. Lo tomó por los hombros.

—Ya sabes lo que tienes que hacer. Por nada del mundo tomes más riesgos de los necesarios. Si tienes que escoger entre cumplir el objetivo y salvar tu vida, ya sabes cuál debe ser la primera opción.

El jovencito asintió con determinación. Una sonrisa confiada decoraba el rostro aniñando. Si tan solo supiera... a veces los menores idealizaban lo que implicaba formar parte de un operativo. No era simplemente jugar a ser un espía o disparar dardos. No. Eran balas las que se cargaban en las armas, y se ponía en riesgo la vida. Si tan solo Lucía hubiera entendido eso, tal vez en ese mismo momento se encontraría peleando junto a ellos.

El grupo, conformado por cuatro integrantes, aguardó a escondidas detrás de los escombros de un edificio que se había demolido hacía años. Todos se agacharon, ocultos en las tinieblas de la noche. Los trajes de un color verde militar les facilitaban el camuflaje. Magdalena asomó los binoculares para tener una mejor vista del enemigo.

—Listo. Es hora —informó. Comenzó la acción. Se aproximaron a las rejas. A unos metros, el cambio de guardia se estaba efectuando. Era el mejor momento para que no los notaran.

Mario abrió un bolso negro y tomó uno de los últimos inventos de Spiro. Había sido diseñado exclusivamente con el propósito de convertir los elementos inflexibles en moldeables. Colocó el líquido sobre los barrotes frente a ellos y aguardaron. Esperaba que funcionara. Desde que se le habían atribuido más responsabilidades, no había tenido mucho tiempo para dedicarse a lo que realmente le gustaba: crear, inventar. Sin embargo, de vez en cuando, alguna idea hacía una aparición inesperada y se encerraba en sus recámaras a trabajar sin parar.

Magdalena sabía, cuando eso sucedía, que no debía ser molestado. Ella quedaba a cargo de todo. Spiro sabía que era riesgoso delegar esas tareas a otra persona, pero la conocía desde que era pequeña y ambos habían formado un vínculo de amistad cercano desde ese momento. No había nadie en quien confiara más dentro de la rebelión. Hasta ahora no le había fallado. Parecía saber exactamente lo que él haría y cómo manejaría cada situación.

— ¿Ya está? —cuestionó Joaquín. Parecía ansioso. Se frotaba las manos y no se quedaba quieto.

—No. Y no hables, ¿o quieres que nos descubran? —devolvió Mario, que tenía un reloj entre las manos. No recibió respuesta. Un minuto, eso era todo lo que tardaba la loción en surtir efecto. Chasqueó la lengua cuando el tiempo de espera finalizó.

Spiro dio un paso hacia adelante, tomó entre las manos las dos rejas, y las empujó hacia los costados. El espacio entre ambas se ensanchó hasta que fue lo suficientemente grande como para que un cuerpo entero pudiera pasar sin inconvenientes.

Puso un pie delante del otro. Los pasos no se oían en el suelo. Por un momento se permitió dudar de si sus compañeros lo seguían, pero sabía que sí. Era un grupo eficiente, formado por los dos mejores amigos que podía desear, y el pequeño que buscaba iniciar los pasos dentro de la rebelión. La mayor preocupación era él. Los otros sabían a la perfección cómo realizar ese tipo de trabajos y los distintos protocolos a seguir según los distintos desvíos que podían producirse.

Los contenedores eran miles. Se apilaban unos sobre otros y formaban laberintos. Era una suerte que sabían lo que buscaban y dónde encontrarlo. El auricular que cada uno tenía conectado a la oreja izquierda emitió un pequeño pitido y la voz de Clara se escuchó del otro lado. Y ahí entraba en acción el quinto integrante. 

—Ya tengo localizado el objetivo. Los guiaré —informó. Todos la escucharon y asintieron, como si esperaran que ella los pudiera ver. En la pantalla que manipulaba al antojo desde la base, ellos eran solo cuatro puntos de diferentes colores gracias a los localizadores que traían aferrados a los tobillos.

Siguiendo las instrucciones, los rebeldes giraron a la derecha, avanzaron, y volvieron a doblar. De no ser por la tecnología actual, estarían perdidos. Spiro lo sabía. Antes tomaba demasiado tiempo encontrar los cargamentos que requerían, pero ahora simplemente podían infiltrarse en las bases de datos e identificarlos con suma facilidad.

—Debería estar justo al frente de ustedes —les comunicó la guía a larga distancia. Se detuvieron frente a un contenedor de color azul.

—Magui, ya sabes que hacer —murmuró Mario. La muchacha asintió. Se quitó un pequeño mechón de cabello rubio de la frente, lo acomodó detrás de la oreja, y tomó del bolsillo de los pantalones de cargo estilo militar un objeto similar a una bomba.

Lo colocó sobre el candado que les impedía acceder a las armas, y apretó un botón ubicado sobre la parte superior. Era una de las creaciones más útiles de Spiro. La utilizaban, sobre todo, para eso: abrir puertas, forzar cerraduras. Producía una explosión, pero más pequeña, contenida, y, lo más importante, sin sonido.

Una vez que se activó el dispositivo, se apresuraron a apartar las cadenas. Estaban por abrir el contenedor, cuando el rostro de Joaquín se deformó en una muestra de pánico.

No había que ser brillante para comprender lo que significaba. Cerraron las compuertas nuevamente y se ocultaron entre las sombras justo cuando un grupo de patrullaje pasaba por allí.

Los cuatro aguardaron, con los cuerpos tensos y el corazón en la boca, hasta que el ruido de las voces se alejó lo suficiente como para que no lo pudieran escuchar.

Salieron del escondite y retomaron el trabajo. El cargamento estaba distribuido en diversas cajas, que tenían suspensores debajo para evitar que cargarlas fuera una tarea difícil. Si supieran que con eso solo les facilitaban el trabajo de robarlas...

Tan pronto como Joaquín logró bajar la primera, un pitido agudo los ensordeció a todos. Se llevaron las manos a los oídos. En un principio creían que provenía de los comunicadores con Clara, pero, pronto descubrieron que no era así. Y, la verdad, una falla en el sistema habría sido preferible a lo que los esperaba en la realidad.

Un par de risitas agudas invadieron el espacio. Venían de todas partes y de ningún sitio a la vez. A Spiro se le erizaron los vellos de la nuca. Supo exactamente lo que estaba sucediendo. Los habían descubierto, atrapado, y habían enviado a la peor persona posible a ocuparse de ellos.

Los cuatro se colocaron espalda con espalda. Buscaban con la mirada la localización de la enemiga, pero no la hallaban.

—Si no podemos robarlas, las haremos explotar. Si no las usamos nosotros, tampoco lo harán ellos —les susurró Magui a los demás. Los tres asintieron.

De pronto... ¿eso era música? Una canción de rock comenzó a sonar a todo volumen. Las risas regresaron. Eran escalofriantes, llenas de locura apenas contenida.

—Uy. Los atrapé —exclamó la voz risueña de Darcia, como si hubieran estado jugando a las escondidas y ella acabara de ganar la partida. Spiro tuvo escasos minutos para observarla antes de que se desatara el caos. Sin embargo, lo que notó es que se veía igual que durante el último enfrentamiento, que había tenido lugar unos meses atrás. El cabello castaño, lacio, se amarraba en una coleta y le llegaba hasta la cintura. Un mechón del flequillo había sido teñido de un violeta oscuro e intenso. También llegó a la conclusión de que todavía no habían conseguido que portara el uniforme oficial de la inquisición. En lugar de eso, vestía con un top negro y unos pantalones sueltos de estilo cargo del mismo color que aquella tintura que le había aplicado al pelo. Los pies se los protegían unas botas de cuero negras, que tenían pinches en la zona de los talones. Ese calzado era un arma en sí mismo.

Tal vez se detuvo demasiado tiempo a inspeccionarla, porque no se enteró del momento en el que un pequeño explosivo fue lanzado en su dirección. Joaquín lo apartó del camino justo a tiempo para evitar que le impactara justo en el pecho. Spiro cayó al suelo y rodó junto con el joven. Fue solo entonces que regresó a la realidad, a lo que la presencia de Darcia allí implicaba.

—Ya sabes qué hacer. Corre —le gritó al iniciado. El chico asintió y se dispuso, enseguida, a obedecer. Magui lo siguió. Eso habían acordado. No podían pretender que encontrara la salida solo. Y si se cruzaba con un adversario en el camino, lo mejor es que estuviera acompañado.

Pronto, no era solo una amenaza a la que se enfrentaban. Los guardias habían sido atraídos por el escandaloso ruido. Spiro le dedicó una última mirada de reojo al contenedor antes de salir disparado en la dirección contraria. No había forma de que llegara a colocar los explosivos para destruir el cargamento. ¿Eso significaba que habían fallado? ¿Cómo sabía el gobierno que vendrían?

Encontró a Mario luchando cuerpo a cuerpo con dos guardias a la vez. Con la música todavía aturdiéndolos a todos la escena se veía completamente irreal.

—Que feo. ¿Ahora traes niños para que hagan lo que tú no puedes? ¿Cuántos años tiene? ¿Trece? —cuestionó la voz de Darcia, que en algún momento se había acercado lo suficiente sin que lo notara. Sabía que se refería a Joaquín y a la situación de Lulú antes de embarcarse en la que sería su primera y última misión. Si esperaba lograr algo con esa provocación, no lo consiguió.

Estaban enfrentados. Solo unos metros los separaban.

Spiro desenfundó la pistola al mismo tiempo que ella. No lo pensaron dos veces. Dispararon al unísono. Él ni siquiera intentó esquivar la bala. Colocó una mano sobre el anillo que llevaba en el dedo anular, presionó la gema colorada en el centro, y un enorme escudo de plasma se desplegó para protegerlo.

Su adversaria, en cambio, apenas logró apartarse. Le escupió al suelo con fastidio.

—No es divertido si haces trampa —le recriminó con evidente enfado. Y, a pesar de que sabía que no le provocaría ningún daño, levantó nuevamente el arma y apretó el gatillo una y otra vez. Y siguió haciéndolo incluso cuando la munición se le terminó. Fue cuando amagaba a meter la mano dentro del bolso para hacer una recarga, que él pasó a la ofensiva. Desactivó el escudo y apuntó.

Al segundo siguiente, el objeto se encontraba en el suelo. Le había disparado, no a ella, sino a la fuente de todos los trucos. Darcia observó horrorizada la bolsa de tela, que se había alejado varios metros y tenía un agujero en el centro. Soltó un gruñido. El rostro se le distorsionó en una expresión de puro odio. Sin importarle que tuviera una pistola en la mano, y que no había nada pudiera hacer si decidía utilizarla en contra de ella, se abalanzó sobre él.

Le clavó las uñas negras en los brazos y comenzó a lanzar golpes sin parar. Nadie tocaba las cosas que le pertenecían. Mucho menos un rebelde asqueroso como él. ¿Cómo se atrevía?

A Spiro le costó un poco comprender lo que estaba sucediendo. Sin embargo, cuando lo hizo, no dudó en atacar también. Los dos rodaron por el suelo. Ella encerró las manos alrededor del cuello del enemigo con fuerza. No podía respirar. Él imitó esos movimientos, aunque con menor intensidad. Los dos se quedaban sin aire. El agarre que tenía sobre él disminuyó. El rebelde giró sobre sí mismo, y le proporcionó una patada en el centro del estómago. Eso la impulsó hacia atrás. La tomó por los brazos y la lanzó con fuerza al suelo.

Alrededor, la batalla continuaba. Magui había logrado sacar a Joaquín del sitio y había regresado para ayudar, junto a otros dos rebeldes que había encontrado en la base. Mario se batía a duelo utilizando una daga como única arma.

A pesar de que le faltaba el aire, Darcia apartó a su adversario de un empujón y se puso de pie. El corazón le latía desbocado en el pecho. El cuerpo le sudaba, el labio le sangraba y la tierra le cubría la piel. Se tomó unos segundos para estudiar al oponente, unos que, para sorpresa de ambos, no fueron aprovechados por él para tomar la delantera. Al contrario. Los dos necesitaban recomponerse un poco antes de continuar.

Ya debía tener veintidós, porque ella siempre había sido un año más chica. El cabello negro seguía igual de despeinado que cuando eran niños, o, tal vez, eso se debía a la pelea. Los ojos verdes se le habían oscurecido. La piel dorada presentaba varios raspones. Un hilo de sangre le resbalaba por el cuello y tenía una hinchazón en la mejilla. Llevaba puesto el mismo estúpido uniforme que todos los rebeldes. Esos conjuntos sin ningún gusto de color verde militar. 

Verde. Como las paredes de la sala en la que solían trabajar juntos, con la música a todo volumen, como en ese momento. Solo que la situación era muy distinta. Lo único que quería era librarse de él y evitar a toda costa que robaran el cargamento. No permitiría que la castigaran.

La castaña soltó un grito y le proporcionó una patada en la entrepierna al hombre contra el que luchaba. No había nada que detestara más que verlo. ¿Por qué tenía que seguir vivo? ¿Cuántos intentos de asesinato se requerirían para que dejara la faz de la tierra? No es que lo odiara por algo más que por el hecho de ser el líder de los rebeldes, no. Pero todo en él le recordaba al pasado que había jurado olvidar. Era el único que quedaba. El único que todavía podía inducirla a algún grado de debilidad. Mientras antes terminara con el sujeto, antes acabaría con el recuerdo y la pesadilla de la ingenua, dulce e imbécil de Lucía.

Recibió un puño en la mandíbula que la tomó por sorpresa. Había conseguido esquivarla. ¿En qué momento? Por eso, justamente por eso lo odiaba. Ya había conseguido que se distrajera. Un sabor metálico y dulzón le invadió la boca. Eso no la detuvo. Nada lo haría.

Se sumieron en un baile de golpes, patadas, rasguños. Ninguno podría aguantar mucho más, pero tampoco se detendrían hasta ver al adversario caer. Temían que, de bajar la guardia, el otro los acabase.

—Estás loca —soltó Spiro abruptamente. Darcia lanzó una pequeña risotada.

—Descubriste la electricidad, genio —devolvió a modo de burla, y golpeó con la punta de las botas la parte trasera de la rodilla de su contrincante.

Genio. Así es como le decían las hermanas cuando era más chico. El pequeño genio. Ese era él, el apodo que le habían escogido. Era en esos momentos, cuando ocurrían esos deslices imperceptibles, que dudaba de si realmente Lucía había muerto. Hubo un tiempo en el que se aferraba a esos pequeños atisbos de esperanza e intentaba apelar a la humanidad que habitaba en el interior de esa persona desconocida que se había adueñado del cuerpo de Lulú. Sin embargo, ya sabía por experiencia que todo era en vano. No había retorno para ella. Y había sido tonto pensar que en algún momento había creído que sí. Le tendría tanta piedad como ella le tenía a él: ninguna.

Durante una fracción de segundo, Spiro encontró los ojos celestes de Magui. Asintió levemente con la cabeza. Era la señal.

—Hora de partir —masculló. Sus compañeros ya habían comenzado la retirada. Se dispuso a seguirlos. Tomó carrera.

—Tú no te vas a ningún lado. Mueres aquí, hoy —exclamó la voz de Darcia. La vio correr detrás de él. A ella no le quedaban más fuerzas. La pierna le cojeaba. Lo dejaba satisfecho saber que había podido provocarle tanto daño. Nunca antes había conseguido superarla en una pelea.

Ignoró las amenazas y continuó el camino hacia la salida.

— ¡Voy a hacerte pagar por esto! —exclamó. Al notar que no se daría por vencida, Mario, que era el que más cerca se encontraba, le lanzó al líder una esfera.

Spiro se detuvo solo un instante. Elevó el brazo y los ojos se clavaron en los de Darcia. Pudo ver exactamente el momento en el que la joven reconoció lo que tenía entre los dedos. La expresión en aquel rostro pálido morfó de la sorpresa, al miedo, y, por último, a la furia.

—No es justo. No puedes usar mis inventos en mi contra —gritó desaforada y retomó la carrera. Se acercaba a mayor velocidad de la que la creía posible en el estado en el que se encontraba.

—Hasta donde yo sé, estas las inventamos Lulú y yo. Como no te cansas de repetirlo, ella está muerta. Y es solamente poético que las use en contra de su asesina, ¿no lo crees?

La joven vaciló una fracción de segundo antes de que él dejara caer la bomba de color al suelo y saliera corriendo de allí. Mientras se alejaba, escuchó el chillido de sorpresa y, ¿era eso angustia?, de Darcia.

No miró hacia atrás cuando las toses de las personas que habían quedado atrapadas en el humo le resonaron en los oídos. Ni cuando los explosivos que Mario había conseguido colocar se activaron, arrasando con todo el cargamento. Atravesó las rejas por el mismo agujero por el que había entrado y no se detuvo hasta que ya se había alejado unas cuadras del muelle.

Solo podía pensar en que deseaba que, por algún golpe de suerte, Darcia hubiera sido alcanzada por la explosión. Lo dudaba. Ya habían intentado tantas veces acabar con ella... y siempre regresaba. En cada ocasión, peor que antes. Más retorcida. Más determinada a prenderle fuego al mundo. A Spiro le daba la impresión de que ese tornado se negaba a morir. Lo que no comprendía era por qué.


A partir de ahora, las actualizaciones serán semanales: los sábados.

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