1
Darcia saltó de la cama y se acercó al escritorio. La música retumbaba a todo volumen alrededor de la pequeña cabina que consideraba su habitación. Movió los hombros al ritmo de la canción mientras limpiaba una pistola. Tenía que estar perfecta, pulcra. Esa noche saldría en una misión y nada podía salir mal. La última vez la habían castigado por asesinar a un rebelde.
Nada tenía sentido para ella. Si eran los enemigos, ¿no era mejor que estuvieran muertos? Así no estorbaban. Pero no. Los querían vivos para poder sacarles información. Quizás lo comprendería si la dejaran ser parte de los interrogatorios. No era justo que no pudiera dañarlos, se perdía de la parte divertida.
Una mueca se le dibujó en el rostro. Recorrió con las uñas pintadas de negro cada centímetro del arma que tenía entre las manos. Había sido la primera que le entregaron tan pronto como aceptó unirse a los inquisidores. La misma con la que había pasado la prueba final, el rito de iniciación.
Una sonrisa perezosa hizo aparición en aquellos labios. Lo recordaba todo como si fuera ayer. ¿Cómo olvidarlo? Lo que había hecho ese día nunca la dejaría en paz. Una pequeña carcajada le surgió de la garganta, apuntó la pistola, y disparó hacia el otro extremo de la habitación.
Se acercó a ver el resultado del pequeño arrebato. Un círculo pequeño adornaba el centro de uno de los tantos garabatos en la pared. Lo recorrió con la punta de los dedos.
—Ay, que mal. Parece que estás muerto —murmuró con tono burlón, como si la persona que había dibujado, y a la que había atravesado con una bala por la cabeza, pudiera escucharla. Como si estuviera allí presente.
Sacudió los hombros al ritmo de la música y cerró los ojos para perderse en él. No quería pensar en otra cosa. Sin querer, apretó nuevamente el gatillo y la bala, esta vez, se disparó hacia arriba. Se escuchó un grito escandaloso.
Darcia se tapó los oídos, miró el arma, la aseguró, y la guardó en el cinturón de utilería que le rodeaba la cintura. Nadie tenía por qué saber que había sido ella. Se preguntó a cuál de los imbéciles del área de inteligencia había dañado. No le importaba demasiado. Nadie allí le tenía mucha estima, pero estaba bien, porque el sentimiento era mutuo. Era mejor de esa manera, porque implicaba que no tenía que preocuparse por cuidarle la espalda a nadie durante las misiones. Podía tomar todos los riesgos necesarios e innecesarios que quisiera. Y si alguien salía herido... no le afectaba.
Regresó al escritorio sin dejar de bailar. La expresión de concentración y felicidad que portaba, difícilmente la hacían parecer culpable de acabar de dispararle a uno de los suyos. Pero no necesitaba fingir inocencia, ya todos la conocían demasiado bien. La primera sospechosa ante cualquier acontecimiento extraño era ella. Si explotaba uno de los experimentos del área de investigación, Darcia tenía la culpa. Si se desataba una pelea en el comedor, también. Si regresaba de un enfrentamiento sola, un descuido de parte suya había sido la causa de la muerte de los demás. Y, aun así, sus superiores jamás le habían negado la participación en un operativo. De hecho, era la principal candidata para llevarlos a cabo cada vez que se presentaban.
Tal vez se debía a que parecía tener una suerte descomunal para salir viva de cualquier situación. O, tal vez, a su inteligencia, que no muchos lograban detectar detrás de la locura. Tal vez... tal vez se debía a la habilidad que había desarrollado para el manejo de armas y el combate cuerpo a cuerpo.
—Tal vez solo esperan que de alguna misión no regreses con vida —dijo la voz de la derecha. Fulminó a la entrometida con la mirada y entrecerró los ojos.
—Puede ser. Pero ya deberían saber que tengo más vidas que un gato —respondió Darcia con orgullo, como si el hecho de saber que querían deshacerse de ella, y de que no lo hubieran logrado todavía, fuera todo un triunfo.
— ¿Lo crees? A mí me parece que eres bastante débil. Estás tan loca, que en cualquier momento tú misma te disparas. Seguro ni cuenta te das hasta ser una pila de sangre en el suelo —comentó ella. Sí, ella. No la dejaba en paz. Nunca. El cabello marrón, corto por arriba de los hombros, esos ojos del mismo color... no parecía envejecer nunca. Siempre estaba allí cuando menos la necesitaba, se presentaba tal y como la última vez que la había visto.
Darcia la ignoró, pasó a su lado sin dirigirle la palabra, y subió el volumen de la música. Solo así podía concentrarse, cuando no le quedaba espacio en la cabeza ni para sus propios pensamientos. Mucho menos para las voces molestas que la acompañaban adonde fuera que estuviera.
La puerta de metal se abrió.
—Darcia.
Ella no lo escuchó.
—Darcia.
Nada. De pronto, el parlante fue desconectado. La joven giró en la silla, se puso de pie y apuntó la pistola a la cabeza del intruso. ¿Quién se atrevía a interrumpirle el proceso creativo? ¿No se daban cuenta de que estaba ocupada? Miró de reojo a la derecha. La figura de su hermana seguía allí. Apoyaba el peso del cuerpo contra la pared y tenía los brazos cruzados.
— ¿Qué? —le preguntó en señal de desafío. Ella se encogió de hombros.
—Darcy. Te estoy hablando. Y harías bien en dejar de apuntarme con esa pistola —interrumpió la voz del visitante. Ah, cierto. Regresó la atención a él.
—Eres tú. ¿Qué quieres? —preguntó con algo de irritación.
—Que dejes de apuntarme a la cabeza, para empezar —contestó el hombre. Tomó entre las manos el arma, que de ser activada lo mataría, y la empujó hacia abajo. La joven la guardó de nuevo en el cinturón. Tendría que volver a limpiarla. Odiaba que otros tocaran las cosas que le pertenecían.
—Yo no fui —comentó, por si el motivo de la visita era el disparo hacia el piso de arriba, y regresó la atención al escritorio. Enchufó el parlante de nuevo, pero no lo encendió.
— ¿La que le disparó a Lázaro? Claro que fuiste tú.
Él no recibió más que un gruñido como respuesta. Sí, la habían descubierto. ¿Y qué? Ni que hubiera sido tan difícil de adivinar. ¿Qué le iban a hacer? ¿Encerrarla en la cámara sensorial? Un escalofrío le recorrió la espalda.
—Seguro que sí. Y te dejarán ahí por horas. Sola. Conmigo. Y no podrás hacerme desaparecer. No podrás callarme sin tu estúpida música, Lulú —opinó su hermana. Darcia se llevó las manos a la cabeza, como si eso fuese suficiente para evitar que la escuchara.
—No. La cámara no —soltó con algo de desesperación.
—No será necesario si compensas tu falta con la misión de hoy —respondió el hombre frente a ella con una pequeña sonrisa. Mateo Lanter era el jefe de la unidad a la que pertenecía dentro del equipo de los inquisidores. Utilizaba el mismo uniforme que todos los demás, ese que nunca habían conseguido que ella adoptara como suyo. Lo habían intentado, sí, pero nadie le decía cómo vestir. Habían desistido, eventualmente.
Las botas de cuero se encontraban recién lustradas. Vestía de negro de pies a cabeza, dado que la mayoría de las misiones se llevaban a cabo durante la noche. Era ahí cuando los rebeldes solían atacar. Ella lo sabía más que nadie. Tenía el cabello rubio prolijamente peinado hacia la derecha, y los ojos celestes le centelleaban. Si bien era un hombre que mantenía la figura, ya debía rondar los cincuenta años. Tenía experiencia. Toda la vida había luchado para fortalecer el gobierno de Alexandro Darlow. Era por eso que lideraba a otras cuatro inquisidoras más jóvenes, entre las que se encontraba la más explosiva de todas.
—De todas formas, es obligatorio pasar ocho horas en las cámaras al regresar de una misión —murmuró Darcia desanimada. Si se cometían errores, el periodo dentro se prolongaba como castigo. No había peor tortura. Eran pocas las veces en las que realizaba un trabajo a la perfección. Casi siempre terminaba más de dos días totalmente privada de estímulos. Allí dentro todo era negro. No había ruido, nada para ver, solo las voces de todas aquellas personas a las que había herido o asesinado. La enloquecían.
—Pero no tendrás que pasar allí más tiempo del considerado como estándar. Recuerda, la consigna es simple: no dejes que roben el cargamento. Puede que los rebeldes ni siquiera se presenten y la noche transcurra con tranquilidad. Pero si lo hacen...
—Nada de muertos. Blah, blah. Sí, ya me conozco ese discursito de memoria.
—Si ya lo conoces tanto, podrías demostrarlo y seguir las instrucciones alguna vez. Ya sabes, para variar. Al final, la que se mete en problemas eres tú.
—Y tú. Es tu unidad. Soy tu responsabilidad —apuntó Darcia, mientras comenzaba a empacar todo lo que creía necesario para cumplir el objetivo.
—No sabía que me odiabas tanto como para arrastrarme contigo —comentó con ligereza Mateo. Ella se encogió de hombros.
—No es personal, oh, gran líder. Solo hago lo que siento que debo hacer. Y eso a veces va en contra de lo ordenado.
El hombre soltó un respingo y observó a su subordinada mientras metía todo tipo de cosas dentro de un remendado bolso de tela. Era lo único que poseía, de antes de formar parte del gobierno, que todavía no había desechado. Y no era porque quería aferrarse a algo de su vida pasada, no. Se trataba de practicidad. Era cómodo, espacioso y ligero.
—No lleves el parlante, ¿para qué lo necesitas? —cuestionó confundido. Lo tomó entre las manos y lo colocó justo donde estaba antes. Se suponía que debía actuar en silencio, pasar desapercibida. Darcia rio. Si fuera cualquier otra persona, ya se habría encargado de que esa mano dejara de funcionar. Nadie le tocaba las cosas, mucho menos se metían con su música.
—Para no aburrirme —respondió, como si fuera lo más obvio del mundo.
—Ah, genial. ¿Quieres gritarles a los rebeldes que estás allí? ¿Ese es tu gran plan? —había cierta exasperación en aquel tono de voz. A veces era extremadamente difícil lidiar con alguien como ella. Si no fuera por su talento y los resultados que brindaba...
—No lo había pensado, pero es una excelente idea.
—Si se puede evitar un enfrentamiento...
— ¿Qué hay de divertido en eso?
—Eres solo tú, y los guardias usuales del puerto, contra los rebeldes. Y no sabemos cuántos vendrán. O si siquiera se atreverán.
—Tú deja de preocuparte tanto. Para mañana, el armamento estará intacto. No se habrán llevado nada.
—Te creo. Lo que no estoy seguro es de los métodos que implementarás para conseguir cumplir esa promesa.
—Son rebeldes. Son escoria. ¿Qué importa? Todo por la causa —exclamó Darcia y extendió un puño.
—Todo por la causa —musitó Mateo con algo de cansancio. Chocó los nudillos contra los de ella. Sabía que no había forma de hacerla entrar en razón cuando se obstinaba. Le llevaría la contra a todo lo que dijera, así que lo mejor era no insistir. Si desobedecía, luego pagaría el precio que le impartieran sus superiores. No tenía que preocuparse por eso. En nada le afectaba a él.
—Perfecto. Me encanta que estemos de acuerdo. ¿Ves? Cuando me dan la razón puedo ser muy amable —señaló la joven, mientras repasaba con la mirada todo lo que planeaba llevar consigo: la música, balas de repuesto, la pistola (que ya era una extensión de su propio cuerpo), explosivos de corto alcance...
La puerta se cerró y, entonces, se percató de que se encontraba sola de nuevo. Bueno, nunca lo estaba del todo. Los fantasmas del pasado la perseguían adonde sea que fuera. Había aprendido a ignorarlos la mayor parte del tiempo, pero a veces se ponían demasiado insistentes y abrumadores.
— ¿Qué vas a hacer? ¿Los vas a matar a todos como lo hiciste conmigo? —preguntó la voz de su hermana. Ni siquiera la miró al responder:
—No, Natalia. ¿No te das cuenta? Dijeron que no podía acabar con ellos.
—Eso nunca te ha importado. Tu sed de sangre es tan incontrolable que...
—Eso es mentira. Silencio. Déjame en paz.
—Sabes que es la pura verdad. ¿Cuántas víctimas tienes ya? ¿Cientos? ¿Miles?
Darcia sacudió la cabeza, como si eso la ayudara a librarse de la molesta presencia en la habitación. A veces, solo a veces, las palabras de su hermana sí tocaban una fibra sensible. Detestaba eso. No quería sentirse culpable. Nadie allí lo hacía. Actuaban y listo. Todo se justificaba. Un medio para un fin.
La verdad es que sabía a la perfección cuántos asesinatos había cometido. 137. Y el primero había sido el de Natalia. No había vuelta atrás después de algo así. Una cosa había llevado a la otra, y la pila de cuerpos que la atormentaba cada vez que la encerraban en las cámaras sensoriales era más y más grande. Y las voces chillaban con mayor fuerza.
—Eres débil y un monstruo a la vez. ¿Qué clase de persona se divierte matando y luego se arrepiente?
—No me divierte. Solo finjo que sí. Así, tal vez, me afecta menos —murmuró en defensa propia.
—No sirve.
—Claro que sí.
—Que no. Sino yo no estaría aquí ahora. Mi presencia no te atormentaría.
—Ya. ¡Cállate la boca o te juro que te mato de nuevo! —chilló Darcia con fuerza. Sacó la pistola del cinturón y la apuntó en dirección a Natalia.
Solo recibió risas ante la amenaza. No parecía preocupada en lo más mínimo.
—No puedes matar a alguien que ya está muerto, hermanita —contestó con tono burlón.
La joven soltó un grito gutural y apretó el gatillo repetidas veces, una detrás de la otra. Los disparos la aturdieron y la llenaron de adrenalina en partes iguales. La visión se desvaneció, como si estuviera hecha de polvo. Sin embargo, aunque sintió algo de alivio, sabía que no duraría. Regresaría. Nunca conseguía librarse de ella.
Se llevó una mano a la frente. Sudaba.
—Espero que los idiotas rebeldes muestren la cara, porque sino será una noche muy larga —murmuró para sí misma. Observó la pistola, que todavía tenía en la mano. Se lamentó por la pérdida innecesaria de balas.
Cargó el arma a la máxima capacidad de nuevo, se pasó el bolso por debajo del brazo izquierdo, y salió de allí. Tenía una misión que completar. Con un poco de suerte nadie moriría y la estadía reglamentaria en la cámara sensorial no se extendería más de lo considerado habitual.
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