Capítulo 6: Desesperación y respuestas

Eran las once y media de la mañana cuando salí del chalet de Alma, después de haberme acostado con mi marido que, insisto, seguía siendo un robot. Por mucho que sus caricias fuesen dulces y excitantes, por mucho que me enloqueciese perderme en su cuerpo, y por mucho que lo amase.

Por alguna razón, pensé en la Organización Mundial de la Salud y en si pondrían nombre a la enfermedad que yo padecía. Quizás lo catalogarían como un fetiche. Podrían llamarlo «Robotismo», para todo aquel que se prendase de una máquina y quisiese tener relaciones con ella.

Saqué el móvil y escribí un mensaje a Esteban. Necesitaba estar con un humano de verdad. Quizás así se me quitaría la tontería. Lo pillé estudiando para el máster, pero le insistí en que era urgente. Al final accedió a verme y me dio la dirección de su piso. Íbamos a necesitar un techo para lo que yo quería hacer. Tardé bastante en llegar, entre esperar al autobús en la urbanización y un par de trasbordos.

Esteban vivía en la segunda planta de un edificio modesto. Subí las escaleras de dos en dos con un solo objetivo en mente: acostarme con un humano. Llamé a la puerta y Esteban me recibió. Llevaba unos vaqueros oscuros y una camiseta negra que le quedaba ajustada al torso.

—Hola, pasa y me cuentas a qué viene tanta urgencia.

Se hizo a un lado y entré. No me fijé en cómo era la casa, en cuanto cerró la puerta me lancé a por él. Agarré su rostro y me puse de puntillas para poder besarlo. Él me agarró por la cintura y me atrajo hacía sí, sorprendido.

—¿Qué pasa? —volvió a preguntar.

No le respondí y tiré de su nuca para profundizar el beso. Se rindió por un momento e introdujo su lengua en mi boca. Le mordí un poco más fuerte de lo necesario, pero no se quejó, sino que me apretó más. Llevé mis manos a su camiseta y la empecé a subir con intención de quitársela.

—Lucía, espera.

Frenó mi mano y cortó el beso en mi boca. Nos quedamos a un centímetro de distancia y su respiración chocó contra mis labios.

—Por favor... —le rogué.

No podía explicarle lo mucho que necesitaba sentir algo diferente sin sonar como una desquiciada o una ingenua. ¿Quién se casaba con un robot y no se daba cuenta? Intenté volver a besarle, pero se apartó.

—No te voy a decir que no me tiente, pero esta no eres tú.

—Apenas me conoces —me defendí.

—Lo suficiente. O me dices qué pasa aquí o no seguimos.

Me mordí el labio con fuerza hasta hacerme sangre. Las lágrimas vinieron a mis ojos y sacudí la cabeza para tratar de evitarlo.

—Me voy entonces. —Agarré el pomo de la puerta, lista para irme. Él me cortó el paso apoyándose en la puerta.

—Confía en mí y dime qué te pasa.

—Apártate —dije con la voz rota.

Esteban dudó. Lo vi en sus ojos. Al final suspiró y se retiró. No intercambiamos ninguna palabra más. Bajé corriendo por las escaleras con tan mala pata que tropecé en el último tramo y me caí. Me golpeé la cara contra la barandilla. Me levanté mareada y me miré en el espejo del portal. Piel roja, nada de sangre. Podía continuar con mi cometido. Si Esteban no quería, sabía de otro que sí. Saqué el papel del bolsillo del uniforme. Un número de teléfono acompañado de: «Gael. Cuando quieras :) ».

Saqué el móvil. Las manos me temblaban del encuentro que acababa de tener con Esteban y de la torta que me acababa de dar por las escaleras. Un rayo de cordura quiso entrar en mi mente. Apreté el botón de llamada para acallarlo.

—¿Sí?

—Hola, ¿Gael?

—Sí, soy yo. ¿Quién eres?

—Soy Lucía, la de la tienda.

—¡Ah! ¡Hola! Qué rápida has sido llamando. No es que me vaya a quejar.

—¿Puedes verme ahora?

—¿Ahora? No, me pillas en el trabajo.

Me di cuenta de que no sabía ni a qué se dedicaba.

—¿Y no puedes escaparte un momento?

—Lucía, déjame serte sincero. Sería un placer conocerte y, si eso lleva a algo más, bienvenido sea. Pero no soy un aquí te pillo y aquí te mato. Siento si te he dado esa impresión. Tengo mis sentimientos, ¿sabes?

—Ah, perdona —dije cortada—. Yo tampoco soy así normalmente. Es que no deja de salirme todo mal.

—Tener sexo conmigo no creo que fuese a solucionarlo.

—Por probar.

—¡Ja, ja! No me tientes más, anda. Si quieres quedamos a tomar un café cuando salga a las cinco. ¿Te va bien?

Que si me iba bien. Quise gritarle que no, que no quería tomar ningún puto café. Que necesitaba acostarme con un humano. Lo que me recordó que todavía no le había preguntado a Gael si lo era.

—Mejor no, adiós —contesté con la mejor educación que pude tragándome mi frustración.

—Pero...

Colgué sin darle tiempo a más. Quise estampar el teléfono contra el suelo.

—¡¿Es que nadie va a tener sexo conmigo?! —grité enfadada en mitad de la calle.

Un anciano se quedó parado a mi lado, me miró de arriba a abajo y me sonrió con picardía. Estupendo.

—No estoy tan desesperada.

—Tú te lo pierdes, guapa —me dijo el muy descarado.

Aunque tampoco le podía reprochar demasiado, era yo la que había gritado en plena calle en busca de sexo. Anduve sin ninguna dirección durante varias calles, tratando de idear un plan. ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil?

Entonces lo vi. Un anuncio en una marquesina con dos personas de aspecto normal. «¡Únete a la revolución!». Debajo ponía Robo-people. La maldita empresa que hizo a Octavio. Saqué mi móvil y busqué la sede más cercana. Estaba a las afueras de la ciudad. Llena de propósito, fui a mi casa a por las llaves del coche y conduje hasta allí. Llegué a las cuatro de la tarde, ignorando a mi tripa que me exigía la comida que me había saltado.

Eran un complejo inmenso, lleno de edificios de distintas alturas, todos con ventanales que reflejaban como espejos. Muy moderno. Pude aparcar sin problemas y me dirigí hacia lo que parecía la puerta principal.

—Bienvenida a Robo-people, ¿tiene una cita? —me preguntó una amable mujer en la recepción.

—¿Eres un robot? —pregunté enseguida.

—Sí.

No me esperaba la respuesta, así que me quedé en silencio y boquiabierta. El primer robot que conocía, después de Octavio. De nuevo las ganas de correr vinieron a mí. A este paso iba a tener que apuntarme a hacer maratones, me iría mejor.

—¿Tiene una cita? —repitió.

—No, pero quiero una.

—¿Con qué servicio?

—No sé, con quien esté al mando.

—Las citas con la dirección no son a demanda, ha de tener usted permiso para solicitarlas. ¿Lo tiene?

—No.

—¿Con qué otro servicio desearía una cita?

—¡Yo que sé! Ponme a hablar con alguien. Por ejemplo, con una persona de verdad.

La mujer sonrió con tensión. Pude ver que la había ofendido. En ese instante estaba demasiado en mi mundo como para que me importase.

—Un momento —dijo y descolgó el teléfono—. Le pasaré con atención al cliente.

—Gracias —murmuré y me alejé del mostrador.

No quería estar al lado de esa «cosa». La recepción de las instalaciones era amplia. Tenían sofás de respaldo bajo y mesitas donde anunciaban la contraseña de wi-fi gratuito. Parecía un hotel.

—Buenas tardes —escuché a mi espalda una voz masculina.

—Buenas. ¿Eres un robot?

—No. Acompáñeme, ¿señorita...?

—Señora Lucía Villaverde, que estoy casada —dije con retintín.

—Por aquí, señora Villaverde.

El hombre debía tener unos cincuenta y tantos años, era bajo y de rostro agradable. Llevaba un traje impoluto y una tablet en la mano en la que no dejaba de marcar cosas. Pasamos unas puertas automáticas y subimos a un ascensor. Nos paramos en la novena planta. Una serie de cubículos y escritorios nos recibieron. Los atravesamos y me llevó a un despacho cerrado. Allí había otro hombre, más joven y de rostro aguileño.

—¡Bienvenida, señora Villaverde! —exclamó y se lanzó a estrecharme la mano con efusividad—. Tenía muchas ganas de conversar con usted, siéntese.

El hombre de la tablet desapareció y tomé asiento.

—¿Es usted un robot? —le pregunté sin miramientos.

—No, aunque no me importaría serlo. En cuanto Roberto ha puesto su nombre en la tablet le he pedido que la suba a mi despacho.

—¿Esto es atención al cliente?

—No, yo soy el jefe de desarrollo de personalidad —dijo con orgullo—. Me llamo James Barrington.

—Bien por usted. —Supuse que debía ser alguien importante, pero no me sentía impresionada, sino enfurecida.

—Su hermana nos puso al tanto de su nuevo adquirido conocimiento y de la problemática creada. Lo siento por un despertar tan brusco.

—¿Qué lo siente? ¡Han actuado sin mi permiso!

—Nadie la ha obligado a nada. Se ha enamorado usted sola.

—Seguramente pueda ponerles una demanda —dije y miré el caro despacho.

—Puede intentarlo. Nuestros abogados son muy eficaces. Pero no me interesa enemistarme con usted, señora Villaverde. Me gustaría poder conversar.

—Perdone que le diga, pero parece que ya lo sabe todo sobre mí. En todo caso el que va a responder a preguntas es usted. ¿Por qué me eligieron a mí?

—Daba el perfil. Nuestros robots irán destinados a personas con distintas necesidades. Usted forma parte del programa In-love. Y por lo que veo ha sido un éxito total.

—¡Tendrá narices! —me levanté y di un golpe en la mesa—. ¿Le gustaría que le engañasen?

—Si es por una buena causa.

—No, la respuesta es no. Deje de intentar justificarse. Ahora, otra pregunta. ¿Por qué los hacéis sufrir?

—¿Sufrir?

—Sí, lloran, sufren y parece que sienten.

—Ah, sí. Estoy muy orgulloso de la inteligencia emocional que les hemos implantado. Los robots son personas estupendas. Nunca harían daño a nadie, incluso aunque nosotros les dañemos.

—Es usted despreciable —le dije con asco.

—Bueno, si esto se va a convertir en un intercambio de frases e insultos, podemos dejarlo aquí. Dígame, ¿qué busca, señora Villaverde? ¿Quiere devolver el robot?

Me dejé caer en la silla de golpe.

—¿Devolverlo?

—Claro, si no está contenta con el producto, puede devolverlo. No habrá reingreso de dinero ya que ha formado parte de la fase de betatest y ha disfrutado del robot de forma gratuita. Simplemente lo sacaríamos de su vida.

—Pero eso haría sufrir a Octavio.

—Haríamos un reset y le buscaríamos otro propósito.

—Eso es... horrible.

—Si le parece demasiado radical, podemos simplemente reprogramarlo para que deje de amarla. Aunque no sé para qué lo querría en su vida entonces.

Mi corazón bombeó con fuerza, mis extremidades se quedaron frías y agarrotadas. Perdí la respiración.

—No... no puedo... no puedo respirar —logré decir.

—Ya veo —dijo James, que cogió su tablet y marcó algo en ella—. Enseguida le ayudan.

Resetear a Octavio. Reprogramarlo. Hacer que me olvidase. Todas las opciones me parecían una locura y un atentado contra mi marido. ¿Acaso no tenía ningún derecho sobre su vida? ¿Acaso no sentía como yo y como cualquiera? La presión en el pecho fue tan fuerte que pensé que iba a tener un infarto.

Un equipo médico entró en la habitación. Me examinaron y me hicieron preguntas. Me conectaron a varias máquinas.

—Parece un ataque de ansiedad —dijo una médica.

—Señora Villaverde, le voy a poner una pastilla bajo la lengua —dijo otro.

—¿Os la podéis llevar? —dijo Julián—. Tengo cosas que hacer.

Los médicos me alzaron y me ayudaron a salir. Antes de estar fuera, me giré y miré al jefe de desarrollo de personalidad con seriedad.

—Ni se le ocurra hacerle nada a Octavio, pedazo de psicópata.


✶✶✶✶✶✶

Aiii, qué tanto Esteban como Gael han rechazado a Lucía, ¿qué os parece?

¿Y qué pensáis de Robo-People? ¿Tienen derecho a reprogramar a los robots a su conveniencia?

¿Y qué hará Lucía?

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