CAPÍTULO 21: Doble venganza

Aguardé por el regreso de Franco, pero este no volvía, en ese punto yo me comportaba más como una madre preocupada que como un trozo de su alma. Me dirigía a la cocina por completo desconcertado, mantenía una diminuta esperanza de que todo fuera un malentendido, puesto que yo estuve presente cuando Franco le dijo a Yena y Mort que tenían que salir de sus tierras, aun así, el lacayo estaba muerto junto al río y Yena en el pueblo.

Frida apareció justo antes de mi ingreso a la cocina, alimentaba a las gallinas con esa tranquilidad que la caracterizaba, seguía vistiendo ropas de moza.

—Es tiempo de irnos, James. Te has involucrado más de lo necesario —expuso sin siquiera mirarme.

—Me casé con Harper hace una vida, y ¿crees que aquí me he involucrado demasiado?

—Es diferente, tú y yo desobedecimos las reglas —puntualizó señalándome.

—No hablaste de retroceder el tiempo, dijiste que no debía decirle a nadie mi verdadera identidad y eso hice. ¡No me digas que me equivoqué! Amelia sigue bajo el resguardo de Franco y eso es todo lo que cuenta.

—¿Bajo su resguardo? ¿No has visto que se fue con Yena? —replicó dejando de lado la comida de las gallinas.

—No —contesté tajante—. Algo más debió pasar, Franco está enamorado, casi puedo asegurarlo.

—¡Basta ya! ¡Tú no puedes sentir amor! —aseguró Frida con ambas manos en la cintura—. Tenemos que marcharnos antes de que alguien sepa de tu identidad. Has caído en la desesperación.

Estaba a punto de responderle a Frida con cualquier tontería que me apareció por la cabeza; no obstante, la cocinera interrumpió nuestra nada tranquila conversación.

—¡Menos mal que ya apareciste! Casi que creímos que te habías comido un trozo de ese maldito pan del infierno, mira a este pobre animal como ha quedado —señaló al perro tieso que estaba justo al lado de la puerta—. Tienes que ir en busca de sus excelencias y evitar que coman el pan. Ya enviamos a Ruperto, pero no ha vuelto. ¡Estoy tan preocupada!

—Pero ¿qué tiene que ver el pan? —inquirí rascando la nuca. En el acto, recordé el trozo de pan que la mujer arrebató de mi mano y calló al suelo para que se lo comiera el perro.

»El pan tenía veneno... —dije en un susurro y arrastrando las palabras, casi como si no quisiera que salieran de mi boca.

—Todo, obra del panadero —aseguró la mujer sollozando—. ¡Anda en busca de mis señores ahora mismo!

Me sorprendía la preocupación de aquellas personas, pese a la mala reputación de su actual Conde.

—No, ellos volvieron, están bien, pero el Conde salió. Y ya sé por qué fue al pueblo con Yena.

—¡James, no se te ocurra buscarla! —soltó Frida quien seguía de pie a mi costado.

Sin embargo, yo no escuché de palabras, sabía en el interior que la noble alma de Amelia lloraba en silencio por una falsa creencia. Eran celos, ella tenía celos de Yena y Franco sabía lo del pan envenenado.

Entré por la cocina empujando y esquivando todo lo que se interponía en mi camino, aparecí en el enorme comedor y luego salí para llegar al recibidor donde residían unas enormes escaleras con destellos dorados.

No sabía dónde estaba la habitación de Amelia, no tenía idea, así que busqué a una de las mozas y por medio de amenazas obtuve la respuesta que buscaba. Golpeé la enorme puerta blanca con detalles de dorados que me separaban de ella.

—Lady Amelia, soy James, tengo que hablar con usted.

La puerta se abrió casi de inmediato, pero no era el rostro de Amelia el que me encontré, sino el de una de las doncellas que con regularidad la rodeaban.

—La Condesa quiere dormir —dijo sin el menor indicio de que me dejaría pasar.

—¡Amelia, Franco no fue en busca de Yena por la razón que tú crees! —grité sin medir las consecuencias.

—¿Acaso no comprendes que la Condesa no desea hablar? —Me reprendió irritada, intentando cerrarme la puerta en la cara.

—¡Es verdad! —grité una vez más, ignorando la atención de la doncella.

Los ojos de la muchacha se abrieron, escondió el rostro tras la puerta y luego fue abierta desde adentro por la misma Amelia. Vestía un camisón blanco cubierto por una bata celeste, el cabello estaba despeinado y un color rojizo rodeaba sus ojos, igual al día que la vi por primera vez.

—Tú qué vas a saber sobre esto... —emitió molesta. —¿Acaso crees que me importa lo que haga tu señor?

—Pero es que él no la quiere a ella, él te quiere a ti...

—¡¿Qué?! —cuestionó casi sin palabras y con el llanto surgiendo de sus ojos—. ¡Tú y tu señor se han vuelto locos!

—¡¿De nuevo estas donde nadie te ha solicitado, james?! —emitió Franco, quien aparecía con un semblante desgastado, cansado y fulminante—. ¿Con qué derecho se atreve a hablarle de mis sentimientos a mi esposa, mientras ella viste un camisón en su habitación?

Era cierto, yo estaba totalmente fuera de lugar, Frida me lo dijo, pero no me iría sin tener claro que ese par estaba enamorado.

—¡Fuera de aquí los dos! —ordenó Amelia al tiempo que empujaba la puerta, pero fue el mismo Franco el que en un arrebatado movimiento interceptó el fallido intento de Amelia por dejarnos fuera de su intimidad.

—¿Por qué lloras? —preguntó descontento.

—No es por ti, si eso es lo que piensas —respondió la mujer con rebeldía.

Franco asintió, y sin importarle nada, lo vi entrar a la habitación con la arrogancia que le caracterizaba.

—Yena murió hoy.

—¡Eso a mí no me importa! —soltó Amelia enfurecida entrelazando los brazos.

—Envenenó el pan que el panadero envió especialmente para ti, iba en la canasta que no pudimos disfrutar gracias a la intromisión de James y Mort —informó consumido por el cólera—. ¿Te das cuenta? ¡Fuimos víctimas de un doble intento de asesinato!

Amelia seguía desconectada, sin decir nada, incrédula de sus palabras. Franco lo notó y me llamó como testigo.

»James, ven y dile a Amelia lo que sucedió durante la tormenta —agregó Franco, ahora me usaba para que ella le creyera.

—Mort se involucró con Yena y su excelencia los corrió a ambos de Aragón —expuse feliz de que todo saliera a la luz.

—Y por su puesto a mi marido lo mataron los celos, eso solo me confirma tu entendimiento con ella.

—Sí, era mi amante, pero ya no más. Después de esa noche no volví a verla —replicó sin perder el porte insolente que como amo y señor tenía.

—Hasta hoy... Apenas sabes de su presencia y tú corres tras de ella.

—Es cierto —expuse, pues me interesaba que aquello culminara—. Esta tarde, yo quería probar un poco, pero la cocinera me lo arrebató y calló al suelo. El perro lo comió y ha muerto.

La mujer me vio tan confundida como podía estarlo después de tantas emociones durante el día.

—¿Y la mataste igual que mataste a Mort? —inquirió la mujer con cierto desespero, enfocando sus ojos en Franco.

—No, ella se envenenó a sí misma por un descuido.

—Corriste a sus brazos apenas supiste de su muerte, cuando minutos antes me hablabas a mí de sentimientos que en realidad no sientes. —Las palabras de Amelia fluyeron con dolor, como el día que su caballo fue ejecutado y Lorenzo fue encontrado. Igual al día de su boda con Franco y a las tantas veces que la hice volver a su lado.

Amelia padecía la presencia de aquel ser en su vida, la presencia de mi alma. Me aferré a retenerla sin darme cuenta de que de nuevo la lastimaba.

—Déjenos solos —indicó Franco con un ensombrecido semblante.

La doncella y yo salimos de inmediato.

Mi interior se partía en dos, quería creer que nada malo sucedería y que el amor por fin aparecería, ¿acaso aquello tenía solución? Además, Frida insistiría en regresarme a casa.

Esa noche no supe más, fui directo a mi habitación permitiendo que me invadiera un vacío en el pecho que solo me recordaba a Amelia, Harper, Diana y por supuesto, mi Samanta. Ella sí era mía, era mi alma gemela.

Frida apareció de nuevo frente a mí con esa mirada acusadora que yo conocía bastante bien, me castigaría sin duda por mi osadía de hablarle de amor a Amelia. Un amor que ni siquiera me pertenecía.

—¿Tienes idea de todo lo que has hecho hoy? —cuestionó con furia.

—Lo sé. —Agaché la mirada, escondiendo mi vergüenza—. Cometí un error tras otro y ahora Amelia...

—Te arriesgaste —interrumpió mi momento de desahogo—. Lo arriesgaste todo.

—Tenía que hacerlo, Amelia, mi Sam, se merece la felicidad. —Respiré hondo y asentí esquivando los ojos de Frida—. Ahora que volvamos, le daré su libertad a Samanta. No quiero que siga al lado de un hombre que solo la hará sufrir.

Frida me sonrió y su acción me pareció de mal gusto.

»¿No ves lo mucho que me duele? —pregunté decepcionado de todo.

—Tú eres el que no ve lo enamorado que estás —respondió conectando sus ojos con los míos.

Mi corazón palpitaba tan a prisa que bien pude confundirlo con un paro cardiaco, me dejé caer sobre la cama, confundido, aturdido, ¿eso era verdad? ¿Así se sentía el amor?

—Frida, ¿el amor duele? —interrogué con un llanto que yo no lograba contener.

—Duele, James.

—¿Por qué? —inquirí elevando los ojos, mientras me olvidaba de la vergüenza de que me vieran llorar—. Dijiste que amar me llenaría, dijiste que amar me daría la felicidad que no encuentro por ningún lado.

—Es cierto, pero es así cuando la otra parte es feliz, si no lo es duele —explicó colocando sus manos sobre mi hombro y entregándome un pañuelo que antes dejó Amelia en mi habitación—. Si Franco ve esto en tus manos se pondrá furioso.

—No puedo irme ahora, Frida, ¿qué pasará con Amelia? Ella está condenada a vivir...

—Al lado de un hombre igual de enamorado que tú —agregó ella, satisfecha con la respuesta.

—Pero que no has visto que la obligué a estar con Franco.

Frida levantó ambas manos y asintió con la cabeza.

—Se aman, James. Hablaron, se han perdonado y en este momento están consumando su matrimonio como debió de ser desde el principio. Olvídate de ellos, que ahora es tiempo de que tomes mi mano. —Extendió la palma para que yo la cogiera y después de escucharla decir que todo estaría bien, la seguridad que me caracterizaba me volvió al cuerpo. No obstante, me hubiera gustado despedirme de una mejor manera.

—¿Puedo despedirme?

Frunció el ceño y me vio contrariada.

—No esperarás interrumpirlos, ¿verdad?

Sonreí, era noche y no quería esperar al día siguiente, así que acepté la idea de Frida de volver a casa lo más rápidamente posible. Ella señaló la puerta de mi cuartucho, me acerqué y apenas la empujé, entre en un espacio totalmente blanco.

En definitiva, esa no era mi vida. 

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