2. Huida
Carlos odiaba tener que dejar su pueblo natal y mudarse lejos. Sin embargo, y como sus padres bien ya lo habían explicado, no había otra opción; ya era demasiada la cantidad de gente que sospechaba algo sobre él estaba mal, y no lo dejarían en paz hasta que tuvieran pruebas suficientes para acusarlo, de lo que fuese que se les ocurriese primero.
Carlos era un lobizón, un hombre lobo argentino. Ya se había hecho a la idea de que se convertía en bestia una vez al mes, pero odiaba el hecho de que después de la trasformación, todos los meses, no recordaba absolutamente nada de lo ocurrido al día siguiente.
Perdía el conocimiento, o de alguna manera él no era consciente de lo que hacía mientras estaba en ese estado. No podía controlar lo que fuera que hacía. Y al no poder controlar a esa bestia en la que se convertía, Carlos había acabado con la vida de una persona.
No podía creer que él había sido el responsable de aquello, no recordaba haberlo hecho, ni cómo había sucedido, mas había ocurrido, y debería vivir con ello.
Ser un hombre lobo era una maldición que llevaría consigo por el resto de su vida. Por más que quisiera escaparse, eso iría con él adónde fuese.
Al menos, vivir en el campo reduciría las posibilidades de que alguien volviese a salir lastimado, por eso mudarse a ese lugar había sido la decisión más sabia. Sus padres habían escogido aquella casa porque estaba bien cercada a sus alrededores, y tenía galpones que podían ser modificados para contenerlo durante las noches de luna llena. Pensaban que éste lugar era ideal para esconder a un lobizón adolescente.
Carlos se mudaba junto a sus padres, que lo amaban por más que estuviese maldito. Después de todo, ellos eran los responsables de haber tenido siete hijos varones, ¿no? No había sido culpa de él, y ellos no lo culpaban de nada.
También se mudaban con el hermano mellizo de Carlos, Felipe, quien había tenido la surte de nacer unos diez minutos antes que él. Sus demás hermanos ya eran mayores de veinte, y no vivían más con ellos. Los que no estaban casados, se encontraban estudiando en Santa Fe o en Paraná. Solo quedaban los mellizos, y sus padres no habían tenido que preocuparse por conseguir una casa para la gran familia que solían ser.
Carlos fue el primero en bajarse ni bien llegaron a la nueva casa. Carlos pensó que los antiguos dueños debían de haberse ido hacía relativamente poco tiempo, ya que el área estaba llena de olor a humanos desconocidos.
Tras su primera transformación, alrededor de seis meses atrás, cuando Carlos había cumplido sus diecisiete años, todos sus sentidos se potenciaron en gran manera. Él pensaba que esa era la única ventaja de su maldición.
Podía escuchar a sus padres cuando trataban de hablar en secreto en otra habitación, podía sentir el olor de algo desde alrededor de cien metros de distancia, y era más veloz y más fuerte de lo normal. Felipe sabía que cualquier pelea que comenzara contra su hermano no terminaría bien para él, por eso siempre lo dejaba en paz; aunque para Carlos eso a veces resultaba aburrido. No le gustaba que siempre le dejasen ganar.
Tampoco había sido fácil para su hermano, quién le tenía envidia y lástima al mismo tiempo. Lo había visto transformarse una vez, y estaba al tanto de la tremenda agonía que la transformación le causaba.
Felipe le había confesado que tenía horribles pesadillas desde aquella noche en la que lo había visto transformarse, convirtiéndose en un gran perro negro a la luz de la luna llena, aullando de dolor y retorciéndose, a la vez que sus huesos crujían y se amoldaban al cuerpo canino. No era algo para nada agradable de presenciar, y mucho menos en alguien tan cercano y querido como lo era un hermano mellizo.
Carlos sólo recordaba el tremendo dolor. Nunca se había visto como lobo, ni podía recordar haber sido uno. Tal vez por eso no se sentía del todo culpable por las cosas que el lobo había hecho. Él era como una entidad separada de sí mismo, y la odiaba con todas sus fuerzas.
Tal vez todo sería diferente si él estuviese en control de la situación. Si así fuera, tal vez incluso podría sacarle provecho a eso que lo hacía diferente al resto de la gente. Pero él no era el lobo, el lobo era una entidad de lo poseía una vez al mes, a la medianoche y hasta una hora antes del amanecer, cuando los gallos comenzaban a cantar. Carlos y el lobo eran entidades separadas, o al menos él lo consideraba así.
Y a pesar de mostrarse valiente, Carlos le temía a la bestia que acarreaba en su interior. Sabía de lo que ésta era capaz, y temía por su familia. ¿Estarían ellos seguros viviendo con él? ¿Qué pasaría si un día el lobo se soltara y, en vez de irse al gallinero a matar, fuese directo a su casa?
Sus padres afirmaban estar preparados para todo. Su familia siempre había conocido leyendas de lobizones y de cómo hacer para defenderse de ellos. Su madre era descendiente de guaraníes y ella les había contado la historia sobre su tío, quien también había sido un lobizón. Era una historia horrible, y ella no quería que su hijo sufriese el mismo destino, había prometido que con él sería diferente.
Carlos, como la mayoría de los séptimos hijos varones nacidos en Argentina, era ahijado del presidente del momento en que había nacido. En su caso, del ex presidente Carlos Saúl Menem; y Carlos odiaba que le hubiesen puesto el nombre de su padrino, ya que ese ex presidente no era nada querido entre la gente.
Pensaba que no había nombre peor que ése, y le guardaba cierto rechazo. Sus amigos se reían de su nombre: Carlos Saúl Contreras. “Carlos Saúl, como Menem. ¿Tus padres eran menemistas?” se burlaban.
Sus padres solían llamarlo Carlitos, pero él prefería que lo llamasen Carlos, o Charly. Cualquiera de esos dos estaba bien. Y ahora que había sufrido su primera transformación, menos que nunca quería ser asociado con la figura del presidente de turno, y la posibilidad que alguien descubriese que era un séptimo hijo varón. Alguien podría llegar a sospechar demasiado.
¡Si tan sólo ser ahijado del presidente y ser llamado como él hubiese impedido el cumplimiento de su maldición! Pero no había salvación para él, no había cura ni antídoto alguno. Carlos estaba seguro.
–¡Carlitos! ¡Ayúdame con esto que pesa mucho! –lo llamó Felipe, pidiendo ayuda para bajar el armario del acoplado en el que habían traído sus pertenencias.
–Esperá –lo detuvo Carlos–, ¿qué pieza nos toca a cada uno?
–No sé –replicó Felipe–. Agarrá la que quieras.
Carlos sabía que su hermano no hubiese actuado de esta forma seis meses atrás. Si se hubiesen mudado en ese entonces, Felipe hubiera peleado con uñas y dientes por la mejor habitación. Pero ahora era distinto. Ahora Felipe se resignaría en dejarle lo mejor para él.
Ambos dejaron que sus padres decidieran primero cuál de las tres habitaciones sería la de ellos. Por supuesto, eligieron la más grande. Luego, Carlos recorrió los dos restantes para decidir cuál prefería. Uno de ellos tenía un aroma hermoso, como a flores silvestres, mezclado con el agradable olor de una chica que había estado ahí hace poco tiempo. Le gustó esa habitación y decidió que sería la suya.
Mientras arreglaba su nuevo refugio, Carlos miró por la ventana. Se dio cuenta que la casa estaba en una alta lomada y que tenía una hermosa vista desde esa ventana: Podía ver el río, y los campos y casas a su alrededor. Tal vez más tarde se sentaría allí cuando quisiera pasar un tiempo solo; ahora debía ayudar a organizar la casa.
Para la noche ya estaba hambriento. Él tenía mucha energía, pero una vez que la gastaba, debía alimentarse, y en gran manera. Desde su primera transformación, Carlos comía tres veces más de lo normal. Su madre ya lo sabía y estaba preparada para ello; le había cocinado tres milanesas para él sólo, seis huevos fritos y media olla de puré de papas. La mitad de la comida era toda para él.
–Es como si Ulises y Roberto todavía estuviesen en casa –bromeó María, su madre. Ulises y Roberto también eran mellizos, y eran los más cercanos en edad a Carlos y Felipe. Tenían veintiuno, y ambos estudiaban en Santa Fe. Ricardo, de veinticuatro, estaba estudiando en Paraná. Daniel, de veintisiete, y Martín, de treinta, eran ambos casados y estaban viviendo en Concordia.
Hacía ya varios años que solamente eran ellos cuatro en la familia, y su madre gastaba una fortuna llamándolos a todos sus hermanos cada dos o tres días. “Ese es el problema de tener tantos hijos,” pensó Carlos mientras saboreaba su comida.
Se prometió a si mismo que nunca se casaría ni tendría hijos, no quería arruinarle la vida a ninguna mujer. Sabía que, si alguna vez se enamoraba de una, no podría esconder su secreto por mucho tiempo, y eso era algo que posiblemente la traumaría para siempre, o que haría que ella huyese lo más lejos posible. Prefería que eso nunca sucediera. Era mejor guardar su secreto por la eternidad.
Esa noche, Carlos soñó con una chica con el cabello del color del trigo y los ojos de un verde esmeralda. Ella era chica más hermosa que jamás hubiese visto en su vida. Tenía un aroma a flores y estaba en su nueva habitación, junto a él, bailando lentamente bajo la luz de la luna creciente que entraba por la ventana, que él había dejado abierta. Pero ella no parecía percatarse que él estaba allí, ni siquiera lo miraba. Era como si la habitación le perteneciese solamente a ella, y a nadie más.
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