1. Mudanza

Mariel nunca se había sentido tan feliz en su vida.  Al fin sus padres habían vendido su casa en el campo y se irían a vivir al pueblo, a Villa Rita, donde estaba su colegio y toda su vida social.

“Nueva casa, nuevo comienzo,” pensó con alegría. Lo que ella no sabía era que su vida estaba a punto de cambiar para siempre, dando un salto abismal. Mudarse a su nueva casa sería el comienzo de una nueva aventura. Muy pronto lo descubriría.

Desde el día en que nació, un poco más de dieciséis años atrás, Mariel siempre había vivido en el campo, exactamente a diez kilómetros de Villa Rita, un pueblo de alrededor de cinco mil habitantes cerca de la costa del río Paraná, en la provincia de Entre Ríos.

Ahora se iría a vivir al pueblo y todo sería diferente, todo sería mejor. Podría salir a bailar los fines de semana con Ana y Gisela, sus mejores amigas; y tal vez hasta conocería al chico de sus sueños en el bailable que los alumnos del sexto año de la secundaria organizaban todos los fines de semana para recaudar fondos para su tan anhelado viaje de estudios a Bariloche, tradicional para todos los estudiantes de la zona.

Mucha gente de los pueblos vecinos, incluso hasta de Santa Fe y Paraná, iba a bailar allí. Gisela siempre le contaba historias sobre los chicos con los que había bailado, con los que se había besado, y con los que hasta había llegado a incluso algo más. Esto generalmente ocurría en el auto de ellos, en algún camino vecinal, o en el motel de una localidad vecina, ya que Villa Rita era un pueblo demasiado pequeño como para contar con uno. Además, no resultaría para nada rentable instalar un motel en un pueblo como ése, donde el chisme corría más rápido que el agua.

Gisela no se guardaba ningún detalle para sí misma, pero a Mariel esto ya le parecía demasiado. Ella no quería tener muchos amores como su mejor amiga, tan sólo quería conocer al chico de sus sueños. Su corazón le decía que no podía estar muy lejos; tan sólo aún no lo había conocido.

No le gustaba ninguno de sus compañeros de clase, ni los chicos más grandes, los del sexto año. Todos les parecían demasiado inmaduros para ella. A pesar de su rechazo por estos chicos, muchos ya habían dejado bien en claro sus intenciones amorosas. Marcos Pietro había sido uno de los primeros.

Mariel siempre había querido a Marcos como amigo, desde la escuela primaria. Fue por eso que le dolió mucho tener que dejar de hablarle cuando él le dijo que, si no podían ser novios, no quería más ser su amigo. Era muy injusto tener que perder una amistad de toda la vida porque uno de los dos estuviera enamorado del otro. Fue después de este incidente que Mariel decidió no tener más amigos del sexo opuesto.

“Pero eso ya es pasado,” pensó, mientras se preparaba para ir a la escuela.

Era viernes, el último día de su primera semana de clase como alumna de quinto año de la secundaria. Al día siguiente, su familia se mudaría a su casa nueva en calle Villaguay al 320, a tan sólo unas pocas cuadras de su escuela. Su padre la había comprado el día anterior, y ésta ya estaba lista para ser habitada.

Mariel estaba muy entusiasmada. Hacía mucho tiempo ya que deseaba dejar atrás su vieja casa en el campo y mudarse al pueblo, aunque éste fuese pequeño.

A las siete y cuarto de ese día, su papá les informó a ella y a su hermana Vanesa que ya estaba listo para llevarlas a la escuela. Vanesa le sacó la lengua a Mariel mientras corría hasta la camioneta.

–¡A que no me alcanzás! –exclamó en todo de burla.

Mariel sacudió la cabeza mientras tomaba su mochila, y caminó despacio y sin apuros hasta la camioneta. No le llevaría el apunte a su odiosa hermana quien, lamentablemente, ese año había empezado a ir a la misma escuela que ella. Debería soportarla allí también. No le gustaba esa idea en lo más mínimo.

–¿Por qué no repetiste sexto? –le dijo a su hermana con sarcasmo, mientras subía a la parte de atrás de la camioneta, molesta porque Vanesa ya se había sentado adelante.

–¡No tenés ningún sentido del humor! –le gritó Vanesa, enojada, puesto que su hermana no había querido competir con ella. Vanesa era muy caprichosa.

–No, no tengo –le contestó Mariel con el ceño fruncido, mientras su padre, el ingeniero agrónomo Luis Gleim, se subía a su camioneta, listo para viajar hasta el pueblo y llevar a sus hijas a la escuela. 

–¡Pórtense bien, nenas! –las retó Luis para hacerlas callar.

A Mariel le molestaba mucho que su padre todavía le llamase “nena”. Ya no era más una nena, pero sus padres todavía la trataban como si fuese una. Decidió que debería demostrarles que ya había crecido, que ahora era una mujer. Ya vería cómo.

Las dos hermanas se quedaron calladas mientras su padre manejaba su camioneta durante los quince minutos que tardaban en llegar a la escuela secundaria de Villa Rita. Mariel se puso a mirar el Facebook en su Smartphone, mientras Vanesa miraba por la ventana. Actualizó su estado a: “Camino a la escuela con papi y Vanesa. Por última vez en la camioneta. ¡La semana que viene voy caminando! Ya no veo las horas de mudarme a mi nueva casa en Villa Rita”.

Esperó un par de minutos, tratando de adivinar quién comentaría en su estado primero. Como era de esperarse, fue Gisela quien lo hizo. “El lunes vamos y volvemos juntas chiki!!!

Más tarde, Ana comentó: “No se vale, yo estoy del otro lado del pueblo. No me pasan a buscar?

Riéndose, tanto que Vanesa la miró con muy mala cara desde el asiento de adelante, Mariel comentó en su actualización: “¡Noooo Ana! Lo siento mucho pero… ¡no me voy a levantar media hora antes para pasar a buscarte!”.

El siguiente comentario de Gisela fue similar. Mariel no contestó más porque ya habían llegado a la escuela, y tendría que ocultar su teléfono en la mochila. Tenían terminantemente prohibido usar los teléfonos allí, especialmente en horas de clase.

Ya dentro del aula, se sentó junto a Gisela. Ana se encontraba detrás, ya que no había forma en la que pudiesen sentarse las tres juntas. Una chica llamada Romina, estaba a su lado. Ninguna soportaba a la pobre Romina, pero no había otro lugar para que ella se sentase.

Todos los quince bancos dobles estaban ocupados; excepto por uno, pero nadie se animaba a sentarse con Riki. No obligarían a Romina a hacerlo, sería demasiado cruel. Riki sabía bien cómo hacerle la vida imposible a cualquiera que estuviese cerca, y a veces lejos también.

Las cuatro tenían los primeros dos bancos en la fila del medio para poder ver bien el pizarrón. Aunque Mariel usaba lentes de contacto, le costaba mucho ver desde atrás; y además, allí era donde casi todos los varones se sentaban. Casi no se podía escuchar a los profesores desde allí cuando a ellos se les daba por ponerse a molestar, gritando y tirando aviones de papel.

“Otra razón para no fijarme en ellos,” pensó Mariel, tratando de pensar en un compañero que no fuese un completo inmaduro. No había uno sólo que no lo fuera.  

En el primer banco de la fila situada a su derecha estaba sentada Johanna. Mariel la odiaba desde el séptimo grado, pero Johanna la odiaba mucho más. Le molestaba en gran manera que Mariel tuviera mejores notas y que todos los profesores la quisieran.

Mariel miró hacia delante cuando la profesora de lengua entró a la clase.

–¡Buenos días, chicos! –saludó la profesora.

–¡Buenos días! –contestó la mayoría, excepto Riki.

–¡¿Qué tienen de buenos?! –exclamó él, desubicado como siempre. Mariel pensó que, esta vez, a Riki le había faltado originalidad. La profesora lo miró con esa cara que sólo los profesores saben poner,  y Riki se quedó callado, al menos por un rato.  

–Bueno chicos –dijo finalmente la profesora–, abran la carpeta donde quedamos el miércoles, voy a seguirles dictando.

Mariel odiaba que le dictasen en clase, ya que era poco lo que podía hablar con sus amigas cuando tenía que escuchar y copiar al mismo tiempo. Era muy buena alumna, pero aprovechaba todos los momentos posibles para hablar con sus amigas durante las clases. Les dio una mirada cómplice a Gisela y Ana, como diciendo que en el recreo se pondría al día con ellas. Sabía que las dos estaban ansiosas por saber más sobre la casa nueva.

Y así fue. En el recreo, en vez de ir al quiosco de la escuela a comprar galletas o golosinas, las tres se fueron al baño, su lugar de encuentro favorito, donde podían hablar sin que las escuchara todo el mundo.

 –¿Así que te mudás mañana? –preguntó Gisela, entusiasmada.

 –¡Sí! Ya no veía las horas. Papi por fin compró la casa acá en el pueblo ayer a la tarde, y le dijeron que ya mañana podemos mudarnos.

–¿Tenés idea quién compró el campo? ¿Van a ocupar la casa? –preguntó Ana, curiosa por saber si alguien se iría a vivir a la casa de su amiga.

 –La verdad que no estoy segura –contestó Mariel–, pero tienen que tener bastante plata para poder comprar todo eso.

El padre de Mariel no había vendido todo el campo que la familia poseía, tan solo la casa y unas hectáreas alrededor de ella, pero entre todo sumaba más  de un millón de dólares, lo cual le parecía una barbaridad a Mariel.

Si le preguntaban por qué había vendido, Luís Gleim diría que fue porque vivir en el campo era complicado para las chicas, ya que los días de lluvia era prácticamente imposible salir de allí. Mariel, por alguna razón, no estaba del todo segura que ése hubiera sido su motivo principal, pero no cuestionaría a su padre al respecto. Ella estaba feliz de mudarse. No quería que su padre se arrepintiese de ello.

Cuando menos se dieron cuenta, sonó de vuelta el timbre y volvieron a clase. La mañana pasó lenta. Mariel no veía las horas de volver a su casa y ponerse a empacar. Había decidido ayudar a su madre y, además, no quería que nadie le tocara sus cosas.

Se pasó la tarde completa ayudando a su madre a guardar todas las pertenencias familiares en grandes cajas, especialmente las suyas. Lo único que no desarmaron fueron las camas, para poder dormir en ellas esa noche, y dejaron afuera los cubiertos para usar durante la cena y el siguiente desayuno.

Esa noche, se bañó y se acostó a dormir temprano; tendría que levantarse a las cinco de la mañana para ayudar con la mudanza. Sabía que, del entusiasmo que tenía, probablemente no podría dormir en toda la noche, pero se esforzó todo lo posible para poder dormir bien. Necesitaba descansar.

A la mañana siguiente, se despertó cuando el gallo empezó a cantar, cumpliendo con su rutina de todos los días. Se dijo a sí misma que no extrañaría en lo más mínimo a ese bicho escandaloso y que, por suerte, ésa sería la última vez que lo escucharía. Desayunó rápidamente y lavó los platos, mientras su madre terminaba de guardar las últimas cosas que faltaban.

Vanesa estaba muy malhumorada, la habían obligado a levantarse temprano y se negaba a ayudar en lo que fuera. Mariel sabía que, por más que su madre, Andrea, fuera muy tranquila, ésta se moría de ganas de darle un cachetazo a su hija menor para que dejara de quejarse y lloriquear.

En un par de horas, ya tenían todo cargado en el camión de mudanzas, y estaban listos para irse a su nueva casa. Mariel se acordó que tenía que preguntarle algo a su padre.

–Papi. ¿Se va a mudar alguien a esta casa?

 –Sí, nena –le contestó–. Una familia de San Salvador se viene a vivir acá. Creo que dijeron que van a poner colmenas de abejas en las diez hectáreas alrededor de la casa.

–Sí. Si no, no creo que les sirva de mucho tener diez hectáreas, ¿no te parece? –comentó Mariel, todavía un poco asombrada de que alguien quisiera venir a vivir a esa casa.  La moda era dejar el campo e irse a la ciudad, no al revés.  Su padre asintió y se subió a su camioneta, haciéndola arrancar.

–Vamos hija, subí –le ordenó.

Mariel se dio la vuelta y miró por unos segundos a la vieja casa que no pensaba extrañar en su vida, antes de subirse a la camioneta y abandonarla, con la intención de jamás regresar. 

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