Capítulo 2 parte 4: Conflictos
Entretanto, el conductor de Grúas Ishmael acababa de regresar a su taller, donde tenía varios coches en reparación. Era un mediodía tranquilo, por lo que no había tenido demasiado trabajo, y podía al fin descansar de su ardua ocupación. El hombre pronto entró al interior del taller tras dejar estacionada su camioneta en el exterior, procediendo a dirigirse al contestador automático, donde pulsó el botón rojo para escuchar los mensajes.
—Hola, Syd, soy Johnny —dijo una voz masculina—. Oye tenemos un exceso de grúas aquí, en la Empire Avenue. Todo esto es un desastre —continuó la voz, mientras Syd revisaba su correspondencia—. Los chicos detenidos, y los vehículos...
El conductor de Grúas Ishmael no pudo terminar de escuchar el mensaje, puesto que alguien lo golpeó en la nuca con un objeto contundente, dejándolo inconsciente. Al despertar, observó con horror cómo Cha-cha le colocaba unos cables de alta tensión agarrando los pezones. Estaba ahora desnudo, colgando de unos cables, atado de pies y manos.
—Dime cómo hiciste el trabajo de Londres del 66 —sentenció la mujer de piel negra en un tono demandante—. Un trabajo increíble, en serio.
—¡Le juro por Dios que no tengo idea de qué está hablando...! —exclamó, antes de que Cha-cha accionase la palanca, enviándole una gran descarga por los cables de alta tensión, provocando que éste se sacuda como un pez fuera del agua—. Solo soy un conductor de gua —recalcó, una vez ella detuvo la descarga—. Nunca he estado en Londres.
—¿Atún? Riquísimo —comentó Hazel, agenciándose el almuerzo del hombre, pegándole un buen bocado—. ¿Quieres medio? —preguntó a su compañera trajeada, quien le sonrió de lado.
—Paso. Gracias.
Hazel suspiró, dándole otro mordisco al sándwich, antes de levantarse y propinarle al hombre un rotundo golpe en el rostro, provocando que su cabeza se incline hacia atrás.
—Por no poner mayonesa —aclaró el hombre con vello facial, observando que su víctima comenzaba a llorar.
—¿Te cuadra que Número Cinco sea un llorica? —cuestionó Cha-cha, evidentemente insegura.
—Por lo que dicen, no —negó su compañero, mientras Cha-cha sacaba la fotografía de Cinco que tenía en el bolsillo, aquella en la que aparecía como un adulto—. Creo que se parecen bastante —comentó Hazel.
—El parecido es grande, desde luego —comentó ella—. Pero el espacio entre los ojos es distinto, la barbilla no es idéntica, y éste tiene un hoyuelo.
—Tiene un hoyuelo —comentó Hazel en un tono apático, pues era un rasgo genético, imposible el hacerlo desaparecer.
—¡No soy el hombre que están buscando...! —intentó hablar Syd, siendo recorrido nuevamente por otra descarga.
—No hables —sentenció Cha-cha en una voz severa.
—Él era el único que estaba en la tienda de Donuts, ¿no? —cuestionó Hazel, posando su mirada en su compañera y amiga.
—¿Anoche había alguien más contigo en la tienda de dónuts, Syd? —interrogó la agente trajeada, arqueando una ceja.
—No lo sé, solo la camarera, y dos críos —replicó Syd.
—¿Dos críos? Más detalles —ordenó el trajeado en un tono serio.
—No lo sé... Eran raros —comentó.
—No es un concurso de adivinanzas: raros, ¿cómo? —presionó el de cabello castaño y barba de varios días.
—El primero de ellos, un chico, dijo que iba a ese sitio cuando era niño —replicó el conductor de grúas—. Y el segundo crío, no hablaba. Estaba sentado en su mesa, con una capucha blanca cubriéndole la cara —lo describió—. Se quedó allí después de mi marcha, al igual que el otro chico.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —cuestionó Cha-cha, observando a su compañero.
—¿Pedir comida italiana?
—Céntrate, estoy hablando de esos dos niños —lo sermoneó la morena.
—¿Qué pasa con ellos?
—Primero: viajar en el tiempo es jodido... —comenzó a explicarse ella.
—Y más aún sin maletín —apostilló Hazel, asintiendo.
—¿Y si ese primer crío es Número Cinco? —cuestionó—. Además de eso, nuestro objetivo a capturar parece estar interesado en él, ya que se quedó allí cuando los otros llegaron para matarlo —añadió—. Si encontramos a Número Cinco o a sus seres queridos, es probable que lo siga, y entonces atraparemos a nuestro objetivo.
—Eres muy retorcida... —comentó Hazel.
—¿Lo ven? Ya les he dicho que no soy el hombre... —habló Syd, interviniendo en la conversación.
—¿Qué más hablaste con el crío? —Cha-cha se volvió hacia él, caminando hasta estar suficientemente cerca.
—Creo que de nada más —negó el hombre—. Espere, espere, espere, ¿qué va a hacer? —se alarmó al contemplar cómo ella colocaba en aquella ocasión las pinzas en sus orejas.
—Voy a refrescarte la memoria —replicó ella, antes de activar la palanca, haciéndolo gritar.
—Solo recuerdo que me pidió la dirección de unos grandes almacenes. Nada más, ¡lo juro!
—¿Unos grandes almacenes? Vale. Más detalles —pidió Hazel, acercándose a su compañera, antes de dar otro mordisco al sándwich.
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En la mansión del difunto Reginald Hargreeves, Allison estaba ahora hablando por teléfono, en la planta baja. Su tono parecía serio, contrariado.
—Pero si salgo ya hacia el aeropuerto, no es tan grave que me pierda una sesión —rebatió al teléfono—. Patrick, he venido al funeral de mi padre —recalcó, haciéndose evidente que hablaba con su ahora exmarido—. Estoy segura de que el tribunal lo reconocerá como una circunstancia atenuante —argumentó—. ¿Está Claire ahí? —cuestionó, escuchándose unos pasos que se acercaban ella—. Sí, me gustaría saludar a mi hija, si te parece bien —rogó, bajando la persona las escaleras por completo: era Vanya—. No. ¡Patrick! ¡No...! —exclamó, antes de colgar el teléfono en una actitud molesta, enfadada.
—¿Estás bien? —cuestionó Vanya, atreviéndose a alzar la voz, dando unos pasos hacia su hermana.
—Sí —afirmó Allison tras unos segundos, recuperando el aliento.
—No he conocido a tu exmarido, pero... —comenzó a decir la castaña— Parece un capullo.
—Es una forma de describirlo —replicó su hermana en un tono viperino.
—¿Sabes qué? Seguro que estás mejor aquí —intentó animarla la castaña.
—No, donde debo estar es con mi hija —rebatió la actriz en un tono molesto.
—Claro —se amedrentó la violinista—. Perdona, no pretendía...
—Si necesitara un consejo, Vanya, no te ofendas, pero no te lo pediría a ti —sentenció en un tono airado, descargando sus frustraciones en su hermana.
—¿Qué insinúas con eso?
—Tú no tienes hijos —recalcó El Rumor—. Venga ya, nunca has tenido una relación.
—No es cierto —replicó Vanya, sintiéndose atacada.
—¿Sabes lo que es querer tanto a una persona, que si te separan de ella no puedes respirar? —cuestionó la actriz de forma emotiva—. Que darías... Que darías tu vida, sí, literalmente —dijo, con los ojos vidriosos—. La darías. Por saber que está bien y es feliz —concluyó—. Vamos, tú te alejas de todo y de todos. Siempre lo has hecho.
—Eso no es cierto —contestó la castaña—. Cora...
—No la metas a ella en esto —la interrumpió la actriz—. Nuestra hermana fue quien tuvo que acercarse a ti, que esforzarse por estar contigo, Vanya —la acusó—. Tú nunca moviste un dedo.
—Me alejé porque Papá me obligaba —comentó la violinista—. No dejaba que me acercase a ella.
—¿También te obligó a escribir ese libro sobre nosotros? —cuestionó de forma hiriente—. Al menos agradezco que dejases de mencionar a nuestra hermana —comentó—. Sé que ella estaría dolida y decepcionada si lo supiera —añadió, acercándose unos pasos hacia la Número Siete—. Ya eres adulta, Vanya —comentó, pasando por su lado, dispuesta a subir las escaleras al primer piso—. No culpes a los demás de tus propios problemas —añadió, antes de subir.
Vanya se quedó allí, pensativa. Allison se equivocaba: ella no había querido nunca alejarse de su familia. Su padre había estado siempre sujetando su correa, evitando que hiciera cualquier amigo, cualquier conexión, y sin embargo su hermana de pelo cobrizo había logrado entrar en su círculo. Ella había sido su única amiga, su única conexión... Ninguno de ellos podía entender lo que era estar solo y de pronto encontrar una luz al final del oscuro camino. Ella era su luz... Y se había apagado.
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Por su parte, en la clínica de prótesis, Klaus y Cinco charlaban con el médico que había atendido con anterioridad al niño, habiendo sido amenazado por éste. La ilusión de la pelirroja simplemente los observaba, apoyada en la pared de cristal.
—Como le he dicho antes a su hijo, toda la información sobre las prótesis que hacemos es estrictamente confidencial —comentó el doctor, sentado en su despacho, con Número Cuatro sentado y Número Cinco de pie frente a él—. Sin el consentimiento del cliente, no puedo ayudarle.
—Pero no puedo pedirle el consentimiento si no me da su nombre —rebatió El Chico, inclinándose levemente sobre la mesa, usando las manos como soporte.
—Cálmate —le sugirió la de ojos esmeralda—. Solo te está buscando las cosquillas.
—No es mi problema —replicó el de bata blanca—. Lo siento, pero no puedo hacer nada más por ustedes, así que...
—¿Y qué pasa con mi consentimiento? —interrumpió Klaus.
—Oh, esto va a ser bueno —mencionó la chica—. Dejemos que se encargue.
—¿Cómo dice? —cuestionó el doctor.
—¿Quién le ha dado permiso para ponerle la mano encima a mi hijo? —su tono era ahora nervioso, atemorizado, señalando a Cinco con el dedo índice de su mano izquierda.
—Ya veo por dónde van los tiros... ¡Bien hecho, hermanito! —exclamó Cora, dando palmadas, claramente entusiasta.
Cinco observaba a su hermano con confusión y una mezcla de sorpresa.
—¿Qué? —el doctor aún continuaba confuso.
—Ya me ha oído.
—Yo no he tocado a su hijo —recalcó, dando una mirada de reojo al adolescente.
—Ah, ¿no? —se sorprendió Klaus—. ¿Y cómo es que tiene el labio hinchado? —cuestionó, levantándose de la silla.
—Prepárate, Cinco —lo advirtió la pelirroja con una sonrisa malévola—. Esto va a doler.
—No tiene el labio hinchado —rebatió el doctor.
Sin previo aviso de sus intenciones, el adicto le propinó un puñetazo de fuerza considerable a su hermano en el labio, provocando que éste profiriera un leve grito de dolor.
—Te lo dije —masculló Cora.
—Disfrutas con esto, ¿eh? —cuestionó Cinco en un tono inaudible, dando la espalda a ambos adultos, masajeándose el rostro.
—Un poco —admitió ella—. Te lo mereces: por todas esas ocasiones en las que eres un grosero con nuestra familia —lo aleccionó.
—Lo quiero —dijo Klaus entonces, inclinándose sobre el escritorio—. Nombre, por favor.
—Está loco —lo acusó el académico.
—No se lo puede ni imaginar —afirmó el adicto, posando sus ojos en una bola de cristal que había sobre la mesa, tomándola en su mano derecha—. ¡Paz en la tierra! Oh, que monada... —comentó, antes de estrellarse la bola de cristal contra la sien derecha, saliendo sangre por la herida recién abierta—. Dios, ¡qué daño! —exclamó.
—Deberías darle más mérito que el que le confieres, Cinco —recalcó la ilusión de la pelirroja, caminando tras él, quien ahora se había girado, observando a su hermano con asombro—. Ya te dije que era el mejor.
—Voy a llamar a seguridad —dijo el médico, tomando su teléfono inalámbrico, antes de que el adicto se lo arrebatase—. ¡¿Pero qué hace!?
—Ha habido una agresión en el despacho del señor Bickenby, que venga seguridad —sentenció al teléfono—. ¡Schnell! —exclamó, lo cual significaba "rápido" en alemán, colgando la llamada—. Esto es lo que va a pasar, Grant...
—Soy Lance.
—Dentro de 60 segundos dos guardias irrumpirán por la puerta, verán un montón de sangre y se preguntarán qué leches ha pasado —se explicó, logrando que una sonrisa triunfal apareciese en el rostro de Cinco, por primera vez, orgulloso de su hermano—. Y les diremos que tú te has ensañado con nosotros —concluyó—. Estarás muy bien en la cárcel. Hazme caso: he estado —añadió con una sonrisa—. Un mindundi como tú... Madre mía, se te van a turnar para... —Cinco frunció el ceño, deseando eliminar aquella imagen mental de su cabeza— Estarás genial. No te digo nada más.
—Por Dios, es un cerdo sin escrúpulos.
—¿En serio acaba de darse cuenta? —cuestionó la ilusión de la pelirroja, carcajeándose—. A ver si además de gallina va a ser idiota...
Cinco se carcajeó por lo bajo al escucharla, desviando su mirada pícara hacia el doctor.
—Gracias —dijo Klaus en un tono amable, antes de escupir algunos cristales que se habían introducido en su boca.
No hicieron falta más que unos minutos para que el doctor Bickenby accediese al historial de las prótesis oculares, buscando el número de serie que correspondía al cliente que buscaba El Chico. A los pocos segundos de comenzar su búsqueda, encontró el fichero que necesitaba.
—Qué raro —comentó el de bata blanca, observando el fichero.
—¿Qué? —cuestionó el Chico Maravilla.
—El ojo todavía no se ha vendido a ningún cliente —aclaró Lance, mientras Klaus se acercaba para ver el fichero con atención.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir? —preguntó el adicto, confuso.
—Pues según nuestro registro, el ojo tiene un número de serie... —comentó antes de sorprenderse— Esto no puede ser —negó—. Todavía no se ha fabricado —alzó su rostro para observar al adolescente de ojos azules—. ¿De dónde has sacado ese ojo?
Sin siquiera dignarse a responder, los dos hermanos salieron de la estancia, y con ello del edificio, con la ilusión de la pelirroja tras ellos, dando sus característicos saltitos.
—Esto pinta mal —comentó Cinco una vez estuvieron en el exterior.
—Pero yo he estado bastante bien, ¿verdad? —cuestionó su hermano en un tono extasiado—. "¿Y qué hay de mi consentimiento? ¡Toma!" —se carcajeó.
—Klaus, eso da igual —sentenció el muchacho.
—No seas borde. Deja que disfrute —comentó Cora, cruzándose de brazos.
—Que yo me entere... ¿Por qué es tan importante ese ojo? —cuestionó el adicto.
—Allá vamos... —murmuró la pelirroja, rodando los ojos.
—Hay alguien ahí fuera que va a perder este ojo en los próximos siete días —recalcó El Chico—. Y desatará el fin de la vida en la Tierra tal y como la conocemos.
—Oye, ¿me puedes dar mis veinte pavos ahora o qué? —preguntó Klaus de pronto.
—¿Tus veinte pavos? —cuestionó el viajero del tiempo, irónico.
—Se lo has prometido, te lo recuerdo —dijo ella.
—Sí, mis veinte pavos.
—¿El Apocalipsis está llegando, y tú solo piensas en colocarte? —dijo, molesto.
—Bueno, y además tengo hambre —admitió el adulto con una sonrisa suave—. Me suenan las tripas.
—Eres un inútil —sentenció el chico capaz de teletransportarse—. ¡Sois todos unos inútiles!
—Sin faltar, Cinco —lo sermoneó su ilusión.
—Venga hombre, tienes que relajarte un poco —le comentó el adicto con amabilidad, observando que su hermano se sentaba en las escaleras que conducían al edificio—. Oye, espera, ¡acabo de caer en por qué estás tan amargado! —exclamó el joven, acercándose a Número Cinco—. ¡Tienes que estar cachondo perdido!
La ilusión de la pelirroja dio un traspiés, puesto que se encaminaba a sentarse junto a Cinco, cayéndose de bruces al suelo, sorprendida por sus palabras. Su rostro estaba ruborizado.
—Todos estos años solo... Estar solo es lo peor —continuó Klaus, sentándose al lado de Cinco.
—Retracto lo que he dicho: es un idiota —comentó la ilusión de Cora, ruborizada aún.
—Bueno, no estaba solo —admitió El Chico, observando a la pelirroja, quien acababa de levantarse del suelo, sacudiendo sus ropas.
—Oh... Cuenta —lo animó Klaus.
—Se llamaba Dolores —rememoró el adolescente, posando sus ojos azules en su hermano—. Estuvimos juntos más de treinta años —continuó—. Pero Cora también estaba conmigo —admitió, fijando su vista en ella, provocando que Klaus también lo hiciese, contemplando que no había nada ni nadie ahí—. Siempre ha estado conmigo... Todo este tiempo.
La ilusión de su hermana adorada le dedicó una sonrisa enternecedora.
—Cinco... No hay nadie ahí —musitó Klaus.
—Lo sé —afirmó El Chico—. Pero yo la veo... Y está conmigo —añadió, extendiendo una mano hacia ella, la cual ella acarició, antes de apartarla—. Eso me basta.
—Comprendo... —sentenció el adicto, dándose perfecta cuenta de que su hermano tenía a la ilusión de su hermana como compañía— Lo siento —dijo, antes de suspirar—. Así que treinta años, ¿eh? Me alegro de que Cora estuviera contigo... Al menos de esta forma —admitió—. Aunque no creo que le haya hecho mucha gracia compartir tu atención con esa tal Dolores...
—Tienes razón: ni pizca —afirmó ella, frunciendo el ceño.
—Lo máximo que he durado con alguien han sido... ¿No sé? Tres semanas —comentó Klaus, provocando que Cinco arquease una ceja, incómodo—. Y solo porque estaba demasiado cansado como para buscar un sitio donde dormir —continuó, sin percatarse de que su hermano rodaba los ojos, teletransportándose junto con su ilusión, lejos de allí—. Aunque el tío preparaba el mejor osobuco del mundo... —añadió, antes de girarse y percatarse de que El Chico no estaba—. ¿Cinco?
El aludido reapareció entonces en un taxi que pasaba cerca de allí, con la ilusión de la pelirroja sentada a su derecha. Ésta tenía una expresión molesta en el rostro. El taxista se sorprendió al verlo de pronto en su coche, mirando hacia atrás por el retrovisor.
—No pare. Siga conduciendo —sentenció el adolescente, antes de hacer un gesto de saludo militar a Klaus, cuando el taxi pasó por delante del edificio.
—No deberías haberlo hecho —masculló entre dientes la chica de uniforme—. Klaus no se lo merece.
—¡Eh! ¿¡Y mi dinero!? —exclamó el adicto, levantándose con celeridad de las escaleras, observando impotente cómo su hermano desaparecía.
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Vanya, ahora en su piso tras haber tenido aquella discusión tan poco amable con Allison, tocaba el violín, siendo una de las piezas de Stravinski que más admiraba y deseaba interpretar como violinista. En aquel instante, alguien tocó a la puerta. Tras indicarle a la que, supuso ella, era la señora Kowalski, que su gato no se encontraba en su piso, hizo amago de retomar su interpretación. Sin embargo, la puerta resonó una vez más. Hastiada, dejó el arco y el violín de lado, procediendo a abrir la puerta, encontrándose a un hombre joven, quizás de su misma edad, de cabello castaño y ojos marrones.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó, confusa por su presencia allí.
—Soy Leonard —se presentó—. Tu alumno de las cuatro —clarificó.
—Lo había olvidado —admitió la castaña en un tono tímido—. Cómo lo siento...
—Te juro que yo no sé nada del Sr. Puddles —comentó, haciendo mención del nombre del gato de la vecina de la violinista.
—Lo siento —se disculpó de nuevo—. La señora Kowalski es mi vecina. Tiene un gato que siempre se pierde y cree que yo sé dónde está, pero no —se excusó con rapidez—. Ya es mayor... —mencionó— Será mejor que me calle —dijo más para si misma—. Lo siento mucho. Pasa, por favor —se apartó, dejándole sitio para internarse en su apartamento, cosa que él hizo.
—Supongo que soy diferente de tus alumnos habituales —comentó el joven despojándose de su chaqueta.
—Sí —afirmó, observándolo—. Veinte años de diferencia.
—Bueno, en el anuncio no ponía límite de edad —rememoró.
—No, no, claro que no —negó ella rápidamente—. Es que muchos de mis alumnos son niños. La música es más fácil si empiezas más joven, como un segundo idioma.
—Estudié alemán tres años en el instituto —confesó Leonard—. Lo único que recuerdo es cómo se decía "lo entiendo" —añadió, riéndose.
—Ven —lo exhortó—, tengo el violín aquí —señalo hacia su atril—. Deja que... Me organice un poco —comentó, cambiando algunas cosas de sitio—. Perdona...
—No pasa nada —la disculpó él con una sonrisa—. Tranquila.
Leonard tomó entonces el violín y el arpa de la castaña, probando a hacerlo sonar. Era muy estridente, evidenciando que no había dado clases en su vida. Vanya se sorprendió.
—Lo has cogido con ganas —comentó ella, divertida.
—Sí.
—No, el violín lo cojo yo —indicó con una sonrisa, alargando su mano para tomarlo—. Vamos a empezar por lo básico.
Tras pasar unos minutos enseñándole a Leonard lo básico para tocar el instrumento, éste se encontraba ahora interpretando (de una forma bastante horrible) la pieza que Vanya le había encomendado.
—Ya te va saliendo —alabó la castaña.
—Entonces he elegido bien a la profesora —hizo él un cumplido con una sonrisa, dejando de tocar.
—No sé. Tengo mis dudas —admitió ella—. Mi próxima alumna podría darme clases a mi —le contó—. Es un auténtico prodigio.
—Conmigo puedes estar tranquila —dijo Leonard en un tono conciliador—. Nunca he sido un prodigio en nada.
—Pues ya somos dos —comentó la violinista con una sonrisa que él reciprocó—. Nos vemos la semana que viene —indicó en un tono sereno, retomando su actitud profesional—. Practica el agarre, y necesitarás un violín.
—Dime la verdad —le pidió—: ¿te parece raro que quiera aprender a tocar el violín a estas alturas?
—No —negó ella rápidamente—. De hecho, Monet no empezó a pintar hasta los cuarenta, y consiguió triunfar —Leonard sonrió al escucharla—. Si te gusta la música, estás en el sitio adecuado.
—Estás describiendo a mi padre, más que a mi —recalcó el joven—. Él era el amante de la música. Por eso estoy aquí —se sinceró—. El murió hace poco.
—Vaya, lo siento...
—No, no. Tranquila —se apresuró en calmarla—. Teníamos una relación complicada —confesó—. No nos entendíamos, ¿sabes? El adoraba el violín, y eso no era lo mío —continuó—. He venido para intentar entenderlo mejor, si es que tiene algún sentido... La familia nunca es fácil, ¿verdad?
Vanya, sintiendo una conexión con aquel joven, una experiencia de vida similar a la suya no pudo evitar sonreír sinceramente.
—Perdona por soltarte este rollo —se disculpó el castaño—. Es absurdo... —comenzó a caminar hacia la puerta del apartamento.
—No, no. Lo absurdo es no aprender —recalcó ella, mientras él se colocaba de nueva cuenta la chaqueta—. Créeme: te entiendo.
—Pues... Gracias —le sonrió—. Nos vemos la semana que viene —sonrió.
—Sí.
—Oye, soy ebanista —dijo de pronto, antes de marcharse—. Tengo un taller en Bricktown. Podrías pasarte algún día para echar un vistazo... —sugirió.
—Esta semana no puedo, pero...
—No te preocupes, lo entiendo —se apresuró él—. En otra ocasión —comentó—. Hasta la semana que viene.
—Adiós —se despidió la violinista.
La mujer sentía cómo su corazón latía desbocado: era la primera vez que alguien se fijaba en ella de aquella forma. Estaba deseando volver a verlo... Sentía que él la comprendía como nadie había hecho antes (además de Cora).
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