Capítulo 2 parte 2: Objetivos
Entretanto, en una parte alejada del centro de la ciudad, en un motel de paso, dos personas trajeadas entraron a la recepción de este mismo. La primera de ellas era una mujer negra, de cabello castaño corto, liso, de ojos marrones. Su compañero era un hombre blanco, de cabello negro y barba de varios días, de ojos castaños. Éste levaba un maletín en su mano derecha.
—Una reserva a nombre de Hazel y Cha-cha —sentenció en un tono severo la mujer, dirigiéndose al recepcionista del motel.
—Aquí tienen —replicó éste algo dubitativo tras observarlos de pies a cabeza, entregándoles una tarjeta para desbloquear la puerta de su habitación—. Habitación 225.
—¿Y la otra habitación? —cuestionó Cha-cha, confusa.
—Solo se ha reservado una —la informó el recepcionista en un tono amable.
—Joder, estoy hasta las narices de los recortes —masculló Hazel, desviando la mirada.
—Pero al menos tendrá dos camas —intercedió Cha-cha, esperanzada.
—Sí, señora. Y muy firmes —aseguró el joven—. Dígame, ¿cuánto tiempo van a quedarse con nosotros?
—Solo una noche —replicó la mujer trajeada—. Creo que hay un paquete para nosotros.
El dependiente asintió lentamente, como si se le encendiese una bombilla, antes de caminar a la trastienda a coger el paquete. Éste era voluminoso, y tuvo que hacer un gran esfuerzo por levantarlo, pues pesaba bastante. Una vez lo tuvo en sus manos, se lo entregó a los compañeros de traje negro. Cha-cha tomó en sus brazos el paquete como si fuera una pluma, saliendo de la recepción, seguida por Hazel, quien volvió a sujetar el maletín en su mano derecha.
—Buenas noches —dijo el recepcionista, algo inquieto y molesto por su actitud.
Habiéndose dirigido a la habitación 225, Hazel y Cha-cha abrieron la puerta con la tarjeta magnética, entrando en su interior, encontrándose dos camas que parecían ser cómodas, una televisión en la pared, y un aseo en la parte más alejada de la estancia. Contaba con una pequeña mesa y dos sillas a juego al lado de la ventana, cerca de la entrada. Asimismo, una pequeña cocina había sido dispuesta para su uso personal. La morena dejó entonces el paquete sobre la cama más alejada de la entrada, sacando un cuchillo afilado, mientras Hazel investigaba su nuevo alojamiento. Una vez abierto el paquete, Cha-cha encontró que había sido aprovisionado con cuatro armas (dos revólveres, una recortada y una ametralladora), dos máscaras de un material casi impenetrable (una de oso y otra de conejo), así como munición de varios calibres.
—Venga, suéltalo —dijo la mujer trajeada a su compañero de cabello negro, quien ahora exhibía una expresión de molestia.
—¿El qué?
—No es bueno que te lo guardes dentro —le indicó—: luego te da acidez y me toca aguantar que te quejes también por eso.
—Huele a pis de gato —se quejó Hazel, dejando salir su molestia—. Primero nos reducen las dietas, la atención dental, y ahora no dan ni habitación propia —continuó—. ¿Cuándo acabará esto?
—Cuando nos retiremos... O nos muramos —recalcó ella en un tono casual—. Lo que llegue primero. Al menos, no nos toca currar en un cubículo.
—La muñeca me está matando —dijo Hazel, moviendo su mano derecha en círculos—. ¿No podrán habernos dado una mochila en vez de esto? —indicó, abriendo la rendija que daba al conducto del aire acondicionado en el suelo, cerca de la primera cama.
—¿Qué estás haciendo? —cuestionó Cha-cha.
—De todas formas, no vamos a usarlo mientras hacemos el trabajo —argumentó Hazel, introduciendo el maletín en aquel compartimento.
—Eso incumple el protocolo —recordó ella en un tono sereno—. Hay que llevarlo encima en todo momento —añadió, contemplando cómo su compañero cerraba la rendija.
—Esa norma la dictó un burócrata que no ha llevado uno en su vida —rebatió Hazel—. Que se metan el protocolo por el culo, que carguen con uno de estos y verán qué gracia...
Cha-chá sacó entonces dos fotografías del paquete: en la primera se podía ver a un hombre de aspecto anciano, con pelo corto y bigote blanco, vestido de traje.
—Nunca habíamos ido a por uno de los nuestros —mencionó la morena, antes de fijar sus ojos en la otra fotografía del paquete, la cual sujetaba ahora en su mano izquierda.
En ella había una figura encapuchada de blanco, con jeans vaqueros y deportivas negras. Apenas se le apreciaban los rasgos faciales, pero se le llegaba a apreciar una cicatriz vertical en alguna parte no identificada del rostro.
—¿Y se puede saber qué es lo que quiere la jefa de un adolescente? —cuestionó.
—Ya sabes: lo típico —replicó Hazel, ahora recostado en la cama—. Por lo visto tiene algo especial. Habilidades que considera útiles... Y peligrosas —explicó—. Tenemos que encontrarlo.
—¿Se sabe qué les ha pasado a los primeros que enviaron a por ellos? —cuestionó la trajeada, mencionando al equipo de siete agentes enviados hacía unos días.
—Los han liquidado esta misma noche —contestó el hombre con vello facial—. Parece que nuestro objetivo estaba en compañía del sujeto a capturar —comentó—, aunque por lo que sabemos no hubo contacto entre ellos —añadió—. Sin embargo, por lo que se sabe, ambos causaron una gran conmoción... Y una desintegración.
—¿Desintegración? —cuestionó Cha-cha.
—Si. Desintegración —recalcó Hazel.
—Bueno, eran mano de obra barata —comentó la morena en un tono indiferente—. Lo barato sale caro —añadió, antes de sacar un localizador, como el que Cinco había encontrado la noche anterior—. Vamos a ver dónde está nuestro hombre... —murmuró, encendiéndolo, comenzando este a pitar—. Con suerte, habrá algún testigo que pueda darnos más información sobre nuestro objetivo y el sujeto.
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Por su parte, la policía acababa de personarse en la escena del crimen en Griddy's Doughnuts, acordonando la zona. El servicio de ambulancias se encontraba retirando los cuerpos que le eran posibles. Una inspectora, de cabello castaño, piel sonrosada pero algo bronceada, y ojos oscuros, examinaba el interior de la cafetería con ojo crítico.
—Me atrevería a decir que este escenario es totalmente excepcional —mencionó, dando una mirada al cuerpo del hombre estrangulado, antes de posar su vista en su compañero, de cabello oscuro, tez bronceada y gafas.
—Sospecho lo mismo —concordó su compañero.
—Todas las víctimas con la misma arma, una M4... Todos los cartuchos son de una 223 —continuó—. Y... Un montón de ceniza que no debería estar aquí —añadió, observándola—. Oye, manda esto al laboratorio, a ver si estos restos pueden darnos algo de información útil —le indicó a uno de los forenses en la escena, quien se apresuró en recoger varias muestras de la ceniza—. ¿Sabes qué es lo que creo? —cuestionó, volviendo su mirada hacia su compañero—. Que esos idiotas se han drogado demasiado y disparado entre ellos.
—Y apuñalado —apostilló su amigo de gafas—. Uno en la garganta, otro en el ojo —señaló, observando los cuerpos—, y a este le han partido el cuello tras romperle la espalda de un fuerte traumatismo —analizó—. Sin hablar de la ceniza del rincón —apostilló—. Todas ellas muertes rápidas y eficientes...
—Claro que estos tíos eran profesionales —admitió la inspectora—. Tontos, pero profesionales —comentó con un tono bromista—. ¿Algún testigo? —cuestionó, levantándose, pues se había quedado en cuclillas para observar uno de los cuerpos.
—Sí: una —replicó su compañero, señalando a la mujer vestida de rosa, ahora sentada en una de las mesas del local, en su rostro aún una expresión asustada—. Ha ocurrido en su turno.
—Pues vaya suerte... —simpatizó la mujer castaña, acercándose a ella—. Señora —apeló a ella, provocando que la observase—, soy la Inspectora Patch —se presentó.
—Hola —la saludó la mujer de rosa—, soy Agnes. Agnes Rofa —se presentó, dándole su nombre completo—. No sé si quería saber mi apellido... —mencionó en un tono inseguro.
—Me vendrá bien saberlo —replicó Patch con una sonrisa—. ¿Ha visto lo que ha pasado aquí?
—No, no exactamente —negó Agnes en un tono nervioso.
—Empiece por el principio —le pidió la agente de la ley.
—Era una noche floja, tranquila —empezó con una voz tranquila—. Mis últimos res clientes fueron un adolescente, un hombre y... Creo que era otro adolescente.
—¿Cree? —cuestionó, curiosa por sus palabras.
—Llevaba una capucha y me costó verle la cara —admitió Agnes—. Además, su voz parecía distorsionada... Era rara, pero juraría que pertenecía a una mujer.
—¿De qué color era la capucha? —cuestionó.
—Blanca. Llevaba vaqueros azules marinos, y deportivas negras —recordó la de rosa.
—¿Algún rasgo distintivo?
—No pude verle bien la cara, pero parecía tener una cicatriz en la mejilla.
—Ya veo —comentó Patch, anotándolo—. Continúe.
—Esta clienta encapuchada —Agnes, convenida en su apreciación de que se trataba de una mujer, la identificó como tal—, pidió un chocolate caliente —prosiguió—. El hombre pidió una bomba de chocolate, y el niño un café —añadió—. Antes de entrar a la trastienda, para buscar más cambio para cuando la encapuchada me pagase la consumición, vi que se retiraba al servicio. En ese momento escuché la camioneta arrancar —comentó—. El hombre y el niño se fueron —aseguró—. Oí disparos y me escondí —admitió—. Escuché que la gramola se encendía, lo cual es extraño e imposible, porque se necesita estar cerca de ella para presionar el botón de encendido, y no digamos para elegir una canción —añadió—. Cuando volví a entrar aquí... Todos estaban... Estaban... —parecía no poder articular la palabra.
—¿Y que hay de la figura encapuchada? —preguntó Patch—. ¿Seguía aquí?
—Oh, sí —afirmó la mujer de rosa—. Cuando ya estaba de vuelta en la barra, ella acababa de salir del servicio. Pagó su cuenta antes de irse.
—¿Además de esos tres clientes y usted, sabe si había alguien más en el local?
—No, que yo sepa no —negó—. Perdone, no quiero ser maleducada —dijo de pronto en un tono amable—, pero será porque es usted encantadora, pero ¿tengo que volver a contárselo todo otra vez?
—¿Otra vez? —Patch parecía confusa.
—Ya se lo he contado todo al otro inspector.
—¿A qué otro inspector? —cuestionó Patch, antes de maldecir por lo bajo—. Diego...
A continuación, la agente de la ley de cabello oscuro caminó con celeridad, saliendo del bar por la puerta principal, dirigiéndose a la entrada trasera con pasos rápidos, donde encontró al susodicho vigilante, saliendo sigilosamente del local.
—Mierda —masculló Número Dos en cuanto posó sus ojos en la inspectora—. Espera, deja que...
Diego no tuvo tiempo de terminar su frase, pues Patch sacó su taser, dándole una descarga con él, logrando dejarlo incapacitado. En cuanto estuvo segura de que no podría escapar, lo esposó, levantándolo a la fuerza del pavimento, comenzando a caminar con él hacia su coche patrulla.
—No hables con mis testigos, ¿queda claro? —lo aleccionó ella en un tono molesto.
—Deja que te pona al día, Udora —intentó negociar Diego, recibiendo un agarre más intenso como respuesta—. ¡Au!
—No me llames así.
—Es verdad... Inspectora Patch —apeló a ella en un tono meloso—. Acordamos limitar lo nuestro a lo profesional.
—Nunca nos hemos entendido fuera de este ámbito —negó ella, deteniéndose para mirarlo a los ojos.
—En algunas cosas sí... —Diego arqueó una ceja, mirándola de forma intencionada.
—¿Sí, estás seguro? —cuestionó la castaña, comenzando a cachearlo, encontrando su radio—. Esto te lo confisco.
—Material militar. Casi lo regalaban —rebatió Diego.
—Y esto —recalcó, sujetando una navaja en una funda de piel.
—No es cuero. Una ganga —recalcó el chico—. Lo compré en eBay.
—Esto puedes quedártelo —añadió ella, sacando su máscara, antes de guardársela en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Antes te gustaba.
—Ahora ya no —recalcó ella, caminando con el hacia su coche patrulla.
—Por cierto —comenzó a hablar el justiciero—, la escenita parece un robo fallido, pero mi olfato me dice que hay algo más detrás —continuó—. La camarera ha mencionado a un conductor de Grúas Ishmael —rememoró—. Puede que el viera algo.
—Te recuerdo que no eres policía, ¿vale Diego? —lo amonestó ella.
—Sí —afirmó él, molesto—. Ya lo sé.
—¿En serio? —Patch no se creía que su exnovio continuase con su ilusión de ser un justiciero vengador, como cuando era un niño—. Te presentas aquí como si tuvieras derecho a involucrarte, pero no lo tienes, ya no —añadió, abriendo la puerta del pasajero y haciéndolo entrar dentro.
—Esto se me da bien —dijo Número Dos, observándola por la ventanilla bajada—. Sabes que puedo ayudarte.
—Lo que sé es que me produces acidez —rebatió ella—. Y no lo necesito... No quiero tu ayuda. ¿Vale? —clarificó, antes de alejarse del coche—. Dios, qué paciencia... —murmuró entre dientes.
Siendo desconocido para ella, Hazel y Cha-cha se encontraban entre la multitud de testigos que ahora observaban el lugar, pues el localizador los había llevado hasta allí. Estaba claro que su objetivo había estado por allí, al igual que su sujeto a capturar. Ahora solo necesitaban reunir la información pertinente para encontrarlos a ambos.
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