Capítulo 1 parte 3: Un lugar para nosotros
De vuelta en el presente, Klaus se encontraba ahora en la sala de estar, observando la urna que contenía las cenizas de su padre, sobre una mesa, junto a un retrato enmarcado y de pequeño tamaño del susodicho.
—Escúchame, viejo —dijo el Número Cuatro, mientras se acercaba a la mesa sobre la que estaba la urna funeraria—. Si me hubieran matado, y resultara que uno de mis hijos adoptivos tuviera el don de comunicarse con los muertos, yo me plantearía... —comenzó a reír, seguramente por el efecto del alcohol en su sangre, pues aún estaba bastante drogado— No sé, no sé... ¡Manifestarme! —exclamó, alzando los brazos al cielo en forma de cruz—. Haría una aparición estelar en plan fantasma cabreado —continuó, colocando en esta ocasión sus manos en sus caderas—. Diría a todos quién me mató, y encontraría la paz eterna —concluyó, antes de añadir en un tono algo sombrío—. La paz eterna debe estar sobrevalorada.
Klaus se pasó unos minutos en silencio, tratando de despejar su mente para poder usar su don, el cual parecía ser anulado al consumir drogas u beber sustancias alcohólicas.
—Venga Reggie —apeló a la urna en un tono meloso—. Cuando quieras. Por favor —pidió, formando aquella ultima frase con un tono bromista, jugando con los pliegues de su ombligo, como si fuera éste quien hablaba—. ¡Tienes que despejarte! —se dijo a si mismo, pegándose palmadas en el rostro de forma no demasiado intensa—. Mente clara... —se dijo.
Comenzó a rememorar aquel evento del pasado, antes de su desaparición, cuando ella le brindó uno de los consejos que más había recordado durante sus años en la clínica de desintoxicación.
Klaus, ahora con dieciséis años el 21 de diciembre de 2005, ya era un ávido consumidor de estupefacientes debido a su terror por los muertos, y por consecuencia, a usar su don. Aquel día en concreto, uno lleno de nieve, se encontraba en el jardín privado de la casa, disfrutando de su última dosis antes de su condena: su padre había decidido enviarlo por un tiempo (lo que para Reginald equivaldría a las vacaciones de Navidad) a una institución para que se desintoxicase. Cuando se acabó su último cigarro, pronto comenzó a sentir los efectos del mono, pues llevaba sin consumir drogas desde hacía poco menos de veinticuatro horas. Su adorado progenitor adoptivo las había encontrado todas y las había escondido, o algo peor: las había quemado. Sintió una mano amable en su hombro. Alzó su rostro y la observó mientras los escalofríos recorrían su espalda.
—Klaus, ¿qué haces aquí fuera? —cuestionó la pelirroja en un tono cariñoso—. ¡Estás helado!
—N-no es por e-el frío —tartamudeó Número Cuatro entre castañeteos—. Ne-necesitaba un momento a-antes de mar-marcharme pasado mañana.
Aquello hizo comprender a su hermana el motivo de su temblor y su palidez, la cual era ahora más visible gracias a las nubes que empezaban a clarear aquel día nublado. Con calma, se despojó de su abrigo, tapándolo con él, y frotando sus hombros en un gesto tranquilo. Klaus comenzó a negar con la cabeza.
—Van a volver —murmuró, claramente temeroso—. Van a volver y van a atormentarme —le indicó, observándola con ojos vidriosos—. ¡Necesito tomarlas para no verlos!
La Incógnita fortaleció su agarre sobre los hombros de su hermano: no quería verlo sufrir, pero hasta ella sabía que, recurrir a los estupefacientes no era sino una medida temporal para huir de su lucha interna. Sabía que Klaus no quería marcharse y dejarlos atrás. Sabía que tenía miedo.
—¿Sabes qué es lo que yo hago para calmar mi mente cuando mis poderes no me dejan dormir? —comentó, esgrimiendo una sonrisa suave y llena de afecto—. Hago una lista mental de tres cosas buenas y útiles que he logrado con mis habilidades, y después, completo esa lista con otras tres cosas imposibles que quiero hacer antes de desayunar —le contó, sus ojos posándose en el horizonte.
—¿Cosas como qué? —preguntó el castaño en un tono curioso—. ¿Levantar una mesa con Luther sentado sobre ella? —bromeó.
—Sí, cosas así —afirmó ella, carcajeándose por un instante—. En tu caso, podrías intentar mantener una conversación tranquila con uno de esos fantasmas que puedes ver —sugirió—. Al fin y al cabo, seguro que, si recurren a ti, es porque necesitan desahogarse y contar su tragedia a alguien.
—Pero yo no quiero tener esa carga sobre mis hombros —negó el muchacho con la cabeza—. Cada vez que lo intento, todos ellos hablan al mismo tiempo, exigiéndome que los ayude y escuche... Es agotador. Acabo siendo tragado por la oscuridad...
—Siempre habrá momentos oscuros, Klaus, porque es parte de la vida —continuó—. Pero —se interrumpió—, al igual que hay momentos de oscuridad, siempre habrá luz para iluminarnos el camino correcto —finalizó, observando cómo el sol emergía entre las oscuras nubes, iluminando con su luz y calidez el jardín—. Solo inténtalo —lo animó—: haz una lista, piensa en esas tres cosas buenas que has hecho con tu poder, y proponte hablar con un fantasma de forma calmada como una de tus cosas imposibles. El resto de ellas deberás decidirlas tu.
—Gracias hermanita —sonrió Número Cuatro, alzando su mano izquierda para acariciar la mejilla de ella—. Te quiero mucho.
—Y yo a ti, hermano —reciprocó ella, brindándole un beso en la mejilla—. Siempre me tendrás aquí para ayudarte. Siempre. Te lo prometo.
Klaus secó las lágrimas que amenazaban por caer de sus ojos, frotando su brazo izquierdo contra ellos. Tuvo que respirar en varias ocasiones para calmar su respiración acelerada, pues había pasado mucho tiempo desde que había recordado aquello. Y aún dolía como la primera vez.
«¿Por qué tuviste que romper tu promesa? ¿Por qué no estabas aquí cuando volví?», pensó con amargura, pues recordar aquel momento lo animaba y lo deprimía a partes iguales, pero debía intentarlo y concentrarse... Por ella.
—¡Venga! —exclamó, alzando los brazos como si esperase que el espíritu de su difunto padre lo poseyera—. ¡Venga, espabila! —era frustrante—. Cosas imposibles, cosas imposibles... —comenzó a repetir como un mantra, aunque no tardó en perder los estribos—. ¡Siempre fuiste un cabronazo testarudo! —espetó a la foto de su padre—. No sé tú, pero yo necesito un trago —dijo, observando cómo le temblaban las manos.
Su mirada se dirigió de pronto a una pequeña fotografía, escondida entre las páginas de un libro de psicología, probablemente de su madre, Grace. En ella se veía a la pelirroja de ojos verdes y piel sonrosada, con el mismo uniforme de la Umbrella Academy que conocía tan bien.
—Lo siento, hermanita...
Klaus fue a alargar la mano izquierda al mueble-bar, cuando se topó con la urna funeraria de por medio, golpeando ésta y volcándola sobre la mesa, su contenido desparramándose por esta. Tapó su boca, para evitar la risa histérica que amenazaba con salir de sus labios.
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Luther caminó con calma por el pasillo de sus habitaciones, observando en sus paredes aquellos dibujos que Reginald había hecho pegar a Grace. Todos ellos eran descripciones gráficas para realizar movimientos ofensivos: rodillazo, desarmar, arrancar... Sí, definitivamente su padre se había tomado muy en serio su instrucción en combate. Sin embargo, hasta él admitía que no se había preocupado tanto por sus necesidades emocionales, dejando a Grace a cargo de ello. Caminó hasta llegar al final del pasillo, donde se encontraban la habitación de Allison y la suya propia.
Spaceboy (el apodo que recibió Luther) abrió la puerta de su habitación, encontrándola igual que el día en el que se marchó a la luna. Sus litografías de la luna pegados en la pared, el escritorio lleno de documentos, las estanterías repletas de libros, el tocadiscos impecable, sus vinilos de música clasificados por año y género... Incluso el avión seguía colgando del techo, sobre su cama.
Allison, quien ahora estaba en su propia habitación, rememorando momentos de su infancia y observando las pertenencias que había dejado olvidadas allí, entre las que se encontraba un collar de oro en cuya superficie había grabado: A+L. Con una sonrisa añorante, El Rumor (el apodo de la actriz) se colocó el collar, abrochándoselo por la nuca.
Sesión (el apodo de Número Cuatro) por su parte, acababa de bajar al sótano, donde se encontraba una pequeña cocina y una mesa de comedor bastante larga (aunque no como aquella de comedor), con la firme intención de drogarse. Había recogido el desastre provocado en la sala de estar, llevándose la urna de su padre con él.
Kraken volvió a la sala de estar, donde se recostó en uno de los sofás con un gesto pesado a la par que molesto. En sus manos había de nueva cuenta un cuchillo. Lo observó durante unos segundos, no logrando evitar el recuerdo asociado a éste que vino a su mente. Un recuerdo de hacía años... Uno que no se permitía olvidar.
Era el 3 de septiembre de 2003. La Incógnita aún seguía inconsolable por la desaparición de Número Cinco, y Diego notaba cómo la afectaba: había dejado de comer, no era constante en los entrenamientos, y sus poderes habían comenzado a disminuir y descontrolarse con mayor regularidad. Tanta era su depresión, que su padre adoptivo había prohibido que ella los acompañase a más misiones, optando por mantenerla encerrada en la mansión tanto tiempo como le fuera posible, haciendo compañía a Vanya. De igual forma, Reginald Hargreeves había optado por reiterar su abuso verbal hacia la pelirroja, de la misma forma en la que lo hacía con Número Siete, recordándole que, en caso de no estar en óptimas condiciones, sus poderes no le eran de ninguna utilidad, y que, de hecho, debía ser apodada La Inexistente. Mientras ella no aportase nada al equipo, la de cabello cobrizo no existía para él, ni para sus hermanos. Había dado esa orden de forma explícita, instando a los muchachos a dejarla de lado, tal y como lo hacían con su otra hermana.
El joven justiciero no lo soportaba. No podía dejar de lado a su hermana cuando estaba sufriendo tanto, además por culpa de Cinco. Sí, lo reconocía, siempre había tenido una gran rivalidad con El Chico, pero cuando se trataba de la pelirroja, era una guerra campal. Ella sufría por su culpa, por no haber escuchado a su padre, y lo detestaba por ello. Ella no se merecía sufrir así. Y parecía ser que no era el único que lo pensaba, pues sus otros hermanos habían decidido ignorar las ordenes de su padre de forma sutil, interactuando con ella cuando éste no podía atraparlos.
El Kraken caminó lentamente al recinto de entramiento, pues su padre lo había citado allí hacía unos minutos sin la más mínima explicación, y cuando el muchacho se la había exigido, éste únicamente le había respondido que "era la hora de perfeccionar sus habilidades". Con el ceño fruncido, llegó al lugar designado, sorprendiéndose al encontrar a la pelirroja allí, cabizbaja.
—¿Qué haces aquí, hermanita? —preguntó, siendo de pronto sorprendido por su padre, quien apareció al lado de la muchacha.
—Has venido aquí a entrenar Número Dos, no para hablar sobre el pasado —lo aleccionó—. Ya que La Inexistente se niega a entrenar, y por ello sus habilidades se han deteriorado, lo mejor para estimularla será tu propio poder.
—Yo no... No lo entiendo.
—Lanza tus cuchillos —sentenció Reginald en un tono sereno, como si estuviera observando un experimento de laboratorio en directo—. Manipúlalos para que vayan directamente hacia ella —ordenó—. Pero ni se te ocurra intentar desviarlos —clarificó—. Número 𝛘 será quien lo haga con su telequinesis.
Diego se sorprendió por una milésima de segundo, ya que era la primera vez desde la desaparición de Número Cinco que escuchaba aquella nomenclatura, pues su padre había evitado referirse a ella de esa forma desde el incidente.
—Pero padre, sus poderes... —intentó negarse, pues estaba consciente del poco control que ella tenía sobre ellos en aquel estado tan deprimido.
—¡Silencio! —exclamó Reginald—. ¡Hazlo, ahora!
Número Dos no tuvo más remedio que hacer lo que se le ordenaba, bajo la estricta mirada de su padre, por lo que asió el cuchillo con firmeza, antes de lanzarlo y manipularlo para que se dirigiera hacia su hermana. Desvió la mirada en el último segundo, escuchando un quejido de dolor a los dos segundos. Volvió su vista hacia la de pelo cobrizo, observando que había un corte en su brazo izquierdo. Su ropa estaba desgarrada.
—Otra vez —ordenó el jefe de la Umbrella Academy.
Diego tragó saliva, volviendo a asir uno de sus cuchillos con firmeza. Las manos habían comenzado a sudarle a cada segundo. Lanzó su cuchillo de nuevo, observando cómo en aquella ocasión Número 𝛘 lograba detenerlo a escasos centímetros de su abdomen.
—Lanza otro —indicó su padre en un tono severo—. Ella debe mantener el otro en el aire —se explicó—. ¡Número Dos! —exclamó, llamando su atención, pues Diego estaba reticente a hacerlo—. ¡Haz lo que se te ordena!
El muchacho de cabello oscuro no tuvo más remedio: con evidente temor en sus ojos castaños lanzó el cuchillo, dirigiéndose éste directamente al rostro de su hermana. Contempló con horror cómo la pelirroja perdía el control de su telequinesis, clavándose el anterior cuchillo en su abdomen. Diego intentó detener o por lo menos manipular la trayectoria del cuchillo que acababa de lanzarle, pero ya era demasiado tarde: estaba demasiado cerca de su cara. Sin embargo, logró desviarlo unos centímetros, aunque desgraciadamente consiguió dar en el blanco: su hermana cayó al suelo entonces, sujetándose el ojo izquierdo, donde el cuchillo había cortado su piel, sangrando abundantemente.
—Que esto sirva de lección, Número Dos —sentenció el cabeza de familia—: controla tus emociones y mantén a raya tus habilidades, para que éstas no te controlen a ti —lo aleccionó, antes de chasquear la lengua—. Lleva a esta inútil con Grace —finalizó, antes de marcharse de allí con pasos firmes.
Desde aquel día, Diego había entrenado a conciencia para evitar que una situación como aquella se repitiera. La ira lo había invadido una vez más: por culpa de aquel vejestorio, su querida hermana había quedado marcada de por vida con una cicatriz vertical que atravesaba su ojo izquierdo. Suerte había tenido de no perder la vista. Su relación con ella se había resentido levemente desde aquel incidente, pues no soportaba haber sido el responsable de su herida, aunque ella siempre le había asegurado que no lo culpaba. Con evidente frustración, lanzo su cuchillo, impactando éste contra una de las estatuas en la balconada superior. Ni siquiera había podido disculparse. Todo por su maldito orgullo. No, no por su orgullo. Todo era por culpa de Número Cinco. Si hubiera estado con ellos, aquello no habría sucedido, y ella no habría... Desaparecido.
Vanya por otro lado, se encontraba sentada en el primer peldaño de la escalera del hall principal, reflexionando sobre todo lo que había sucedido en los años anteriores, así como en las palabras que su hermano Luther les había dirigido. Estaba segura de que, si Número 𝛘 estuviera allí, sabría cómo unir a la familia. Se sentía impotente. Inútil. Vanya nunca había sido tan fuerte como ella...
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