Prólogo
— La novia está a punto de llegar— dice alguien entre la multitud, por lo que, efectivamente es mi turno para intervenir.
— Abrid las puertas del vehículo a mi señal— la voz me sale en un mero susurro, la misma produce un pequeño eco en el lugar camuflado por las nerviosas voces de los familiares. Presiono el auricular bordeando el altar, buscando entre la multitud a Claire—. ¿Por qué tarda tanto en llegar?
— Estamos terminando de preparar al novio, así que, cuando usted diga, comenzamos con la boda— ignoro el aviso sustituyéndolo por una mota de inquietud.
— Rachael— distingo aquella voz entre las demás. Por fin la encuentro, por lo que suspiro un poco más aliviada— .La novia está a punto de llegar.
—Él también—asiente. Imito el gesto ya preparada para dar la señal.
— ¿Estás bien?— Susurra al lado de mí.
— Sí, eh... Solo un poco impaciente— miento sin convencerme ni un poco siquiera de mis palabras.
Observo a los demás. Aquella boda, al igual que el resto, sería tan bonita como inolvidable. Contemplando el estupendo trabajo que ha realizado la empresa, no podría estar más de acuerdo con que esta sería distinta, especial. Ya queda menos para poder terminar con esto.
Busco un sitio libre entre la fila de sillas que rodean la alfombra que conduce hacia el decorado y carísimo altar. Mis ojos barren la zona, trato de mantener una expresión estoica y lo más formal posible y me acerco a una silla con el cuerpo temblando de los nervios. Y no de manera positiva.
— Qué grandes se hacen— me dice una voz en el oído libre. Una mujer de unos sesenta o setenta años ha elegido también la segunda fila de sillas para contemplar la manera en la que una pareja feliz se da el sí quiero-. Mi niña. Recuerdo el día en el que nos presentó a su prometido- ríe, gesto que no le puedo devolver. Aunque quisiera, aunque utilizase cualquier método de introspección para buscar en algún recoveco de mi mente algo por lo que sonreír. Para mí, todo eso no es más que una pantomima.
Esa mujer no tiene la culpa de absolutamente nada. Tan sólo de estar feliz por una boda que había creado más expectación de la que habría esperado. No puedo mirarla mal. No puedo gritar, aunque todo mi ser me empuje a hacerlo. Como si estuviese en el borde de un precipicio y mi mente buscase ayuda.
Quiero acercarme al altar que está tan bien decorado, con tonalidades de blanco mate, crema y beige fundiéndose y elevando al cura que parece algo impaciente.
Pero no puedo hacerlo. No debo y no quiero.
Mi compañera chasquea la lengua seguido de una palmada en el aire.
— Ya están aquí, da la orden.
— Me alegro señora.-Ignoro la voz que me perfora el tímpano y me giro hacia la mujer. Mi tono es lo más neutro que puedo articular. Cualquiera se habría dado cuenta de mi incomodidad pero aquella señora parece estar viviendo su propio enlace, ajena a cualquier cosa que pueda salir mal.
¿Hay esperanza o al final mi corazón mal herido acabará por fragmentarse? ¿Acaso no está ya roto en mil pedazos? ¿Podrían volver a psiotearme una última vez y deshacer todos los trozos que ahora forman mi corazón?
No. Tengo que aguantar. He soportado, seguido y avanzado por situaciones peores. Entonces, ¿por qué mi corazón se niega a dejarle marchar? ¿por qué me siento como si una parte de mi alma, de mi esencia se quedase allí para siempre?
— No, qué va, al principio no deseaba que se casase con él— eleva un poco los hombros—, pero así es la vida.
— Rachael— interrumpen de nuevo nuestra pequeña conversación.
Asiento pero la señora no despega su mirada de la mía. Denoto la simpatía brillando en sus ojos, cosa que no me gusta. Nada me gustaría en aquel momento, lo único que me haría feliz sería coger el micrófono que descansa junto a una especie de atril y decirle a los invitados la verdad. Decirles todo por lo que he pasado, todo lo que han sufrido personas ajenas a mí para que ese día se cumpla.
Pero la hipocresía, las sonrisas falsas, la ilusión creada a partir del dinero...Todas esas cosas se podían ver en aquellos que conocen la verdad.
Pero, ¿existe la verdad? Ya ni siquiera confío en mis recuerdos, en los hechos que he vivido y en los sentimientos que se han visto maleables en los últimos meses.
— Abrid las puertas— con aquello me doy cuenta de lo nerviosa que me encuentro. Intento convencerme, repitiendo mentalmente que aquel es mi trabajo y nada más. Me pongo rígida y vuelvo a mi expresión neutral inicial. Todo es más fácil si te convences de ello y finges no sentir ni ser nada.
Cierro los ojos. Siento que podría desmayarme allí mismo o en cualquier momento. Me froto las sienes con ambas manos cuidadosamente para no deshacer la trenza que me ha costado más de una hora hacer; tengo la cabeza embotada por la resaca y aún así el miedo es el que se apodera de mí. El miedo de que, a partir de ese momento, mi vida cambiará y lo peor es que no deseo admitirlo.
Y así sin más, mis pensamientos vuelven a ser confusos. Una parte de mí, lucha por seguir adelante, fingiendo, sin sentimientos y otra martillea para recordarme quién soy y qué he hecho.
— Está preciosa— abro demasiado rápido los ojos sin darme apenas cuenta de aquel acto. La que, deduzco que es la abuela de la joven, saca un pañuelo de mano.
Supongo que aquella mujer está más emocionada de lo que aparenta con su relajante voz.
Suena aquella melodía que estoy tan acostumbrada a escuchar. Los violines y demás instrumentos de la orquesta, que se encuentran apartados entre unos arcos ojivales de flores blancas y azules, se sincronizan para dar la bienvenida a la novia. Aprieto los dientes en un acto de frustración.
El corazón me da un vuelco en el pecho cuando la veo, con sonrisa triunfante, agarrada del brazo de la persona que la llevará hacia el altar. Se encuentra preciosa, tanto por su vestido cuidado hasta el más insignificante de los detalles como por el trabajado peinado. Su pelo rubio platino está recogido en un elaborado moño que corona lo alto de su cabeza, hecho por trenzas y horquillas que se esconden por todas partes junto a pequeños pétalos y perlas. Todo está en su sitio, ningún pelo parece estar rizado al azar. Y para finalizar, su largo velo de encaje se extiende por el suelo varios metros detrás de ella.
Y, aquel sentimiento que había intentado reprimir hasta el momento, golpea mi estómago. Los familiares se levantan de sus sitios, gesto que no imito debido a que no me había sentado en ningún momento. Desvío la mirada y aguanto las lágrimas que parecen más pesadas con cada segundo que transcurre. Me obligo a mirarme las manos, apoyadas en la gigantesca silla presente delante de mí. Fijo la vista en un pequeño copo de nieve que se me ha quedado pegado en el guante.
No le mires. No obstante, me es inevitable cumplir aquella pequeña orden mental.
Desde el otro extremo de la novia se encuentra expectante la persona a la que más he querido y la que más daño me ha hecho.
Se encuentra, al igual que siempre, hermoso con el cabello repeinado hacia atrás y las manos entrelazadas. Lleva un traje tres piezas de color azul marino, liso y bien planchado con una pajarita negra oscura. Aparto la mirada al instante. Otro golpe hace que me revuelva en el sitio, lo he intentado, pero no puedo evitar que mis sentimientos se interpongan en el trabajo. Esta vez, me agarro al asiento con más fuerza ya que las piernas me fallan. Siento una irracional sensación de desear huir de allí, escaparme de todo el lío en el que me he metido. Me mareo, así que me obligo a respirar con profundidad, como tantas veces he hecho.
Inspirar y expirar, inspirar y expirar...pero la melodía ceremonial me lo está poniendo muy difícil.
Pronto acabará todo. Piensa en eso, solo en eso...
Ambas familias contemplan a la novia, por lo que me permito el pequeño capricho de volverle a observar, mirada que, sorprendentemente, es correspondida.
El corazón se me empequeñece entre las costillas, las que se contraen con el gesto del músculo.
Intento esquivar su penetrante y, aunque no llego a entender el motivo, triste mirada. No tiene motivos para estar triste. No tiene ningún derecho a sentirse la víctima, en el fondo todo esto ha sido su culpa. Estar hoy aquí, que todas esas personas que se han girado para ver a la novia hallan viajado cientos de kilómetros para el gran día, que yo esté más herida y destrozada que nunca. Todo ha sido su culpa. Su culpa, sus decisiones. No ha sido la víctima en ningún momento y no tiene derecho a sentirse así.
El tiempo parece detenerse durante una larga fracción de segundo, la suficiente para saber que todavía me ama como yo le amo a él. Y odio volver a caer en su hechizo, me odio y lo odio, nos odio. Porque nunca debió de existir un nosotros, nunca debí de haber cedido a él y a sus encantos. Y vuelve esa fuerza que nace desde algún sitio, me empuja a mirar esa profundidad azul, esos labios, ese rostro afilado.
Me había destrozado, pero ya no importa, al menos no durante ese momento en el que nuestros ojos observan cada movimiento del otro. Me quedo inmóvil, siendo incapaz de procesar nada más que el brillo de su mirada en la mía. Ni siquiera el dolor ni los recuerdos hacen que sea consciente de la realidad en la que me encuentro, una muy distinta a la que está viviendo mi mente en este preciso instante.
Pero debo dejarle ir, ser feliz, aunque algo en algún lugar dentro o fuera de mí es consciente de que ninguno de los dos desea huir de aquella realidad en la que solo ambos podemos entrar y ninguno de los dos salir.
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