| -Eurus- |

Tras dos horas y unos cuantos y largos minutos para lograr consolar a su amigo, los Holmes y Watson estaban preparándose para salir de Baker Street, vistiéndose con sus respectivos abrigos.

–¿Y hemos quedado con Molly en una pastelería? –inquirió Sherlock, quien ahora se veía ligeramente forzado a celebrar su cumpleaños con sus amigos, aunque esto no le disgustaba demasiado, pues ahora estaba muy feliz por la reciente noticia de Cora.

–Es tu cumpleaños. Es obligatorio tomar tarta. –sentenció John con una sonrisa amable, su tono algo burlón–. Y antes de que digas nada, Cora, por tomarte un capricho esta vez no será perjudicial para el bebé, siempre y cuando controles lo que comes y sea saludable. –apostilló rápidamente, observando que la joven quería replicar algo.

–Está bien, John. –sonrió ella con alegría.

–Bueno, supongo que un subidón de azúcar lo reemplaza... –comentó Sherlock, vistiéndose con su característica gabardina.

–Compórtate. –le advirtió su mujer en un tono algo severo pero amable, ante lo cual él sonrió, antes de acercarse a la mesa y coger el fichero que contenía la ecografía–. ¿Qué haces?

–Bueno, es mi cumpleaños, ¿no? Quiero presumir un poco del mejor regalo que me han dado en la vida. –replicó, enterneciendo al rubio y a la mujer de cabello carmesí.

–Ah, ¿y qué hay del Stradivarius que te regalé? –comentó ella con una sonrisa pícara, alzando una ceja.

–No te ofendas, querida, pero comparado con esto –dijo, posando una mano en el pequeño vientre de ella que ya había comenzado a formarse–, apenas llega a colmar mi felicidad. –finalizó, besando la frente de su mujer con afecto–. No sé cuántas veces te habré dicho esto ya, Cora, pero jamás me cansaré de decírtelo: te quiero.

–Yo también te quiero, Sherlock –reciprocó ella, besándolo en los labios con ternura–, y jamás me cansaré de escucharte decirlo.

–Y dime –interrumpió John tras carraspear, ambos detectives sobresaltándose y volviendo su vista hacia él–: ¿Has pensado algún nombre? –cuestionó con curiosidad el doctor, sus ojos fijos en los Holmes.

–Tengo algunos en mente, pero eso deberé discutirlo con mi marido aquí presente. Por ahora no lo decidiremos, pues aún es bastante pronto... –replicó Cora con un tono suave, claramente encariñada con la pequeña vida en su interior–, pero cuando lo hayamos hecho serás el primero en saberlo, ¿verdad, cielo?

–En efecto, y ahora vámonos. No deberíamos hacer esperar a Molly. –afirmó el detective, John y Cora comenzando a caminar haca la puerta–. Oh, eh... –murmuró en voz alta, acercándose a la mesa de la sala de estar, donde empezó a rebuscar en los cajones.

–¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? –inquirió John, habiéndose detenido junto a la mujer del sociópata, observándolo. En ese momento, Sherlock se giró hacia ellos, habiéndose puesto la gorra de caza–. Será posible... –se burló John, Cora carcajeándose por lo bajo.

–Soy Sherlock Holmes. Llevo el dichoso sombrero. –sentenció Sherlock con una sonrisa antes de cerrar con un golpe seco el cajón de donde lo había sacado, caminando hacia su mujer y tomando su mano.

¿A que sí, Mary? –apostilló Cora con una amplia sonrisa de añoranza, caminando junto a su marido. Las palabras de la joven hicieron que por un momento John se volviese hacia la sala del 221-B, algo nervioso, antes de sonreír de forma leve, siguiendo a sus dos amigos.

Unas semanas más tarde, habiéndose cumplido ya el tercer mes de embarazo, Cora se encontraba en Baker Street, recostada en el sofá con una sonrisa, observando cómo su marido echaba a dos clientes en un estado de ánimo nada amable.

–¡Largo! –les gritó, abriéndoles la puerta de la sala de estar.

–¡La ha poseído el diablo! –exclamó el hombre–. ¡Le juro que mi mujer canaliza a Satán!

–Me aburre -comentó el detective de cabello castaño, haciendo un gesto hacia el rellano de la escalera–. ¡Fuera! –exclamó, el hombre caminando y atravesando el umbral tras exhalar un hondo suspiro. Su mujer lo siguió pocos segundos después, deteniéndose un instante para mirar a Sherlock.

–¡Que voy a canalizar a Satán! –se exasperó la mujer.

–¿Por qué no, dada la alternativa? –cuestionó el detective, antes de cerrarles la puerta en sus narices con un golpe fuerte. La mujer del detective dejó escapar una risa suave en cuanto su marido posó sus ojos azules-verdosos en ella.

-Ay Sherlock, es genial que hayas vuelto a ser tú. –comentó con una sonrisa, acomodándose mejor en el sofá, dejando escapar un suspiro. El sociópata de cabello castaño le sonrió, acercándose al sofá, y recostándose con ella en sus brazos.

–¿Está bien? –inquirió el joven, posando su mano izquierda en el vientre de su mujer, acariciándolo de forma suave–. Espero que él no se haya estresado con la discusión... –comentó, provocando que Cora arquease una ceja con una mirada divertida.

¿Él... Y si resulta que es ella? –cuestionó en un tono divertido pero tierno, su amado detective riendo de forma suave ante sus palabras.

–Bueno, en ese caso... Será igual de hermosa que su madre –comentó, provocando que Cora expresase un sonido de ternura–, y por ello, no la dejaré tener novio hasta los treinta. –apostilló, lo que provocó la carcajada de ella.

–¡Madre mía... La que le espera a la pobre! –se lamentó entre carcajadas.

–Aunque tengo la impresión de que será un niño. –sentenció Sherlock con una mirada confiada y tierna hacia el vientre.

–Entonces espero que sea igualito a ti –indicó Cora con una sonrisa–. Tan inteligente y bueno como tú. –acarició su mejilla.

–Lo será –afirmó el detective, acariciando la mano de su mujer que ahora acariciaba su mejilla–. Será nuestro hijo, al fin y al cabo... Y por ello será muy inteligente. –aseguró, sus ojos tomando un brillo extraño que su esposa pronto identificó, apresurándose a replicar.

–Ah, no. Ni hablar, Sherlock. –negó con un punto severo en la voz–. No vas a llevar a nuestro bebé a una escena de un crimen hasta que no tenga al menos diecisiete años.

–¡Pero querida...!

–¡De pero querida nada! –expresó con rotundidad la de ojos escarlata antes de suspirar–. De todas maneras, ya lo hablaremos más adelante... –concedió con una sonrisa algo preocupada, Sherlock notándolo al instante.

–Te preocupa que herede algún rasgo genético sobrenatural por tu parte, ¿verdad?

–¿Lo has deducido? –inquirió ella con calma y algo sorprendida, pues aquella cuestión era justo lo que acababa de cruzar su mente.

–No... Sabes que sigues siendo un enigma precioso para mi. –admitió el joven, posando sus ojos en los de ella–. Pero ha sido lógico pensar eso.

–¿Y si lo hiciera? ¿Qué haríamos? –se cuestionó en voz alta la pelirroja, desviando su mirada–. Lo apartarían como un paria... Como un monstruo.

–Eh –el joven tomó su mentón de forma delicada, provocando que volviese a mirarlo–, tiene a la mejor profesora imaginable para enseñarle a controlar sus habilidades, si es que heredase alguna, me tiene a mi, que no dudaré en protegerlo,... Y aunque esto último me desagrade, tenemos al Gobierno Británico de nuestra parte –intentó animarla–. No olvides, querida, que haré lo que sea necesario por ti y mi familia: incluso matar cientos de dragones si eso os mantiene a salvo. –vapostilló antes de besarla en los labios, la de ojos escarlata ahora más tranquila. Fue en ese momento, cuando la mujer de Holmes notó algo en el suelo por el rabillo del ojo, levantándose del sofá y saliendo del abrazo cariñoso de su marido, acercándose a una esquina de la sala de estar, donde había una nota doblada en dos.

–Cariño, ¿qué es esto...? –inquirió, cogiendo la nota en sus manos y abriéndola, encontrando varias palabras escritas en ella: POLICÍA, ¿JUEZ?, PRESENTADOR, YO, TENGO QUE MATAR, ¿A QUIÉN?

La joven pelirroja de ojos escarlata abrió los ojos con pasmo durante unos instantes, observando las palabras una a una, percatándose de que la palabra YO tenía un trazo de sangre seca sobre ella. Sherlock observó la expresión de sorpresa y nerviosismo de su mujer, por lo que se acercó con celeridad hacia ella, posando sus ojos azules-verdosos en la nota. En cuanto lo hizo, se sorprendió, tomó el papel en sus manos y corrió a la cocina, alzando el papel para que fuera iluminado por la luz de la lámpara.

–Fue real... –murmuró, ante lo cual, Cora caminó hasta él, alzando una ceja.

–¿Quién? ¿Faith? –inquirió, aunque estaba casi segura de la respuesta.

–Sí. –afirmó Sherlock con el ceño fruncido.

Segundos después abrió uno de los cajones de la cómoda antes de cerrarlo con frustración, abriendo el adyacente, comenzando a rebuscar en su interior. Al momento encontró lo que buscaba: una lampara de luz ultravioleta. Procedió entonces a apagar la luz de la cocina, dejándola en una casi total oscuridad, encendiendo la lampara ultravioleta y escaneando la nota de Faith, donde cuatro palabras habían sido escritas. Cuatro palabras que ambos reconocieron al instante, las cuales parecían perseguirlos sin descanso: ¿ME ECHABAS DE MENOS?

–¡Dios mío...! –murmuró Cora en shock al observar aquellas palabras.

Entretanto, John se encontraba en la consulta de si psicóloga, sentado en su silla habitual, con sus piernas cruzadas.

Le veo mucho mejor, John. –dijo su psicóloga con un tono amable y una sonrisa.

–Sí, lo estoy. O eso creo. No todo el día, y no a diario, pero... Bueno... –replicó el rubio, no terminando la frase, siendo la mujer quien lo hiciera por él.

–¿Es lo que hay?

–Sí. –replicó el doctor.

–¿Y Rosie? –pregunto la psicóloga con suavidad.

–Preciosa. Perfecta. Sin parangón en el mundo de los niños, y no lo digo yo, es un dato científico. –contestó con una sonrisa el ex-soldado, asintiendo con la cabeza.

–Bien. –dijo ella–. ¿Y Sherlock Holmes?

–Ha vuelto a la normalidad.

–¿Que hay de su mujer? –preguntó con remarcado interés–. Me dijo que acababan de saber que esperaba un hijo...

–Está radiante y llena de felicidad, como es lógico. –comentó John–. Incluso me estoy planteando el pedirles que me dejen ser su padrino...

–Vaya, eso es fantástico, John –se alegró la mujer–. ¿Y qué hay de su hermano?

–¿Mycroft? Está bien. –sentenció John tras mirar por la ventana, recordando que Cora le dijo que su cuñado estaría relajándose con su mujer, Anthea, en casa–. Es evidente que, normalidad y bien son términos relativos cuando se trata de Sherlock y Mycroft.

–Por supuesto –admitió la psicóloga con una sonrisa–, pero no me refería a Mycroft, sino al otro.

–¿Qué otro? –inquirió John, de pronto confuso.

–Ya sabe el--hermano--secreto. –recalcó ella.

–Ah, eso lo dije por decir, no creo que... –comenzó a decir John antes de interrumpirse y fijar su mirada en su psicóloga durante un largo minuto–. ¿Cómo lo sabía? Yo no se lo he contado.

–Se ve que sí.

–Le digo que no. –rebatió John, su mirada de pronto confusa y desconfiada.

–Puede que me lo dijera Sherlock... –intentó salvar la situación, ante lo cual John rápidamente apuntó.

–Pero ha visto a Sherlock una vez en esta habitación, y estaba totalmente ido...

–Ah, no-no-no, lo conocía de antes. –sentenció ella, su voz bajando poco a poco de tono.

–¿De cuándo?

–Pasamos una noche juntos... Fue precioso. Tomamos patatas fritas. –replicó ella con una sonrisa algo perturbadora, antes de cambiar su registro de voz–. No es como esperaba, Sr. Holmes. Es... Más amable. –comentó antes de mirar a John de reojo, quien tenía el ceño fruncido. A los pocos segundos, ella se despojó de sus gafas, parpadeando en varias ocasiones para ajustar la vista–. Culverton me dio la nota original de Faith. Un amigo común nos puso en contacto. –admitió, levantándose de la silla en la que se encontraba, caminando hacia las grandes ventanas de la estancia, donde había una puerta, cerrándola con la llave que allí había, antes de cogerla en sus manos y volverse hacia John–. ¿Le había hablado Sherlock de la nota? Añadí unas deducciones para él. Fue muy bueno, pero... No vio lo más importante. –dijo antes de depositar las gafas y la llave encima de una cómoda, suspirando tras doblarse hacia delante, enderezándose a los pocos segundos, observando su mano derecha, en cuyo dedo índice había una lente de contacto. Tras atusarse el pelo, revelando que era originalmente de color negro y sus ojos azules, la mujer se volvió hacia John–. Aunque en honor a la verdad, diré que tiene buen gusto para las patatas fritas. –comentó, retirando el pelo del lado derecho de su rostro, revelando que tenía colocada una margarita de plástico.

–¿Qué es eso? –inquirió John, su mirada sorprendida aumentando a cada segundo.

–¿El qué?

–La flor del pelo. Es como la que llevaba yo en el autobús. –replicó John, recordando de nuevo aquel día. La psicóloga se despojó de la margarita de plástico, acercándose a él.

–Estaba muy mono. Es que... –comenzó a decir, arrodillándose frente a él antes de volver a cambiar su tono de voz-. Tiene unos ojos muy bonitos. –comentó, el horror y el shock haciéndose presentes en el rostro de John, quien la reconoció al momento, apoyando su espalda en la silla–. Es asombroso la de veces que un hombre no te mira a la cara. Puedes esconderte tras una bonita sonrisa, o un bastón, o ser una psicóloga que habla de ti... Todo el rato. –apostilló. John, al fin habiendo procesado lo que estaba sucediendo, intentó levantarse de la silla para marcharse, cuando la mujer rápidamente cogió un revolver de una cómoda cercana, apuntándolo con el–. Oh por favor, no se vaya. La psicóloga que vive aquí no querrá manchas de sangre en la alfombra. Ah, no. tranquilo. Está en un saco en ese armario.

–¿Quién eres? –preguntó John tras alzar los brazos a modo de defensa, su voz tensa ante la situación, su mirada fija en esa mujer.

–¿No es evidente? ¿No lo ha adivinado? Soy Eurus. –se presentó.

¿Eurus?

–Un nombre absurdo, ya... Es griego. Significa Viento del Este. A mis padres les encantaban los nombres absurdos, como Eurus... O Mycroft... O Sherlock. –explicó, por el rostro de John pasando infinidad de emociones–. Anda, míralo: ¿no se le ocurrió--ni una sola vez--que el hermano secreto de Sherlock pudiera ser una hermana secreta? –inquirió, John parpadeando en varias ocasiones–. Oh, ahora pone una cara rara. –comentó Eurus observando al rubio antes de alzar su revolver, apuntándolo de nuevo–. Creo que le voy a hacer un agujero. –concluyó, apretando el gatillo.

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