| -El problema final- |
Las horas fueron pasando de forma inexorable hasta llegar la noche. Sherlock, quien ahora se encontraba tumbado sobre una mesa, se encontraba vestido con la gabardina. De pronto, una voz llegó a sus oídos.
–¿Hola? ¿Hola? ¿Sigue ahí? –se escuchó la voz de la niña, mientras Sherlock se sentaba en la mesa, masajeándose un costado de la cabeza con su mano derecha.
–Si, sí, eh... Aquí sigo. Estoy aquí –replicó en un tono aturdido el joven detective. Alzó el rostro, observando que se encontraba en una habitación rectangular de paredes y suelo de color negros. Se percató de que le habían colocado su gabardina.
–Se había ido –le indicó la niña en un tono que indicaba un reproche–. Dijo que me ayudaría y se fue –le espetó.
–Sí, lo sé –afirmó Sherlock en un tono apenado–. Lo siento mucho –se disculpó, sintiéndose apenado por no haber logrado reunirse con su mujer y su bebé–. Se ve que se cortó. Eh... –comenzó a decir antes de apoyarse en un codo y sacudir la cabeza–. ¿Cu-cuanto tiempo he faltado? –cuestionó.
–Horas –replicó la niña–. Horas y horas. ¿Por qué los adultos no dicen la verdad? –cuestionó en un tono lacrimógeno.
–No, yo digo la verdad –sentenció Sherlock tras carraspear–. Puedes confiar en mi –le aseguró en un tono suave, su tono aún con resquicios de amargura por lo sucedido a su mujer. Alzó el rostro, observando que sobre él había una reja que dejaba ver el cielo nocturno, con la luna llena en todo su esplendor.
–¿A dónde has ido? –le preguntó la niña en un tono suave. El joven de ojos azules-verdosos colocó sus piernas en un lado de la mesa, sentándose en el borde de ésta.
–No lo sé muy bien... –le respondió al final, su tono aún confuso y algo cansado por lo sucedido. Su psique aún intentaba procesar el hecho de que había perdido todo cuanto aún le era querido. El joven observó las paredes, poniéndose de pie a los pocos segundos–. Eh... Vamos a ver, tienes que ser muy, muy valiente... –le indicó, agachándose para recoger un farolillo que había en el suelo, encendiéndolo–. ¿Puedes ir a la cabina del avión? ¿Puedes? –inquirió, alzando el farol e iluminando las paredes.
–¿A la cabina? –preguntó la niña para asegurarse.
–Sí –replicó Sherlock, observando que en las paredes había cientos de imágenes suyas recortadas–. Eso es, a la cabina.
–¿Donde está el conductor? –preguntó la pequeña en una voz temblorosa.
–Sí, eso es –replicó mientras continuaba observando las fotografías de la pared.
–Vale. Ya voy –indicó la niña, quedándose en silencio por unos segundos, lo que le indicó que estaba encaminándose hacia allí.
–¿Ya has llegado? –le preguntó a la niña mientras caminaba por la habitación.
–Sí, estoy aquí –replicó John en un tono de voz abrupto, levantándose con celeridad y percatándose de que se encontraba sentado en agua.
–¡John! –exclamó Sherlock en cuanto reconoció la voz de su mejor amigo, un gran alivio invadiendo su cuerpo de pronto, aunque solo duró unos segundos, pues aún sentía el peso de la soledad sobre sus hombros.
–Dime –replicó el doctor en un tono aún desorientado.
–¿Dónde estás? –le preguntó el sociópata de cabello castaño.
–No lo sé. Me acabo de despertar –replicó John con sinceridad mientras intentaba dar sentido a lo que le rodeaba–. ¿Y tu?
–En otra celda –sentenció Sherlock–. Acabo de hablar con la niña del avión. Llevamos horas desaparecidos.
–¿Sigue ahí arriba? –se sorprendió el doctor en un tono nervioso, pues eso podría indicar que al avión ya no le quedaría mucho combustible.
–Sí. El avión seguirá volando hasta quedarse sin combustible –afirmó el detective asesor mientras John alzaba el rostro para mirar al techo–. ¿Está Mycroft contigo? –preguntó.
–No tengo ni idea. Apenas veo nada –replicó en un tono desalentado–. ¿Mycroft? ¿Mycroft? –empezó a preguntar, Sherlock pasando una mano por su rostro, claramente nervioso.
–¿Estás bien? –le preguntó Sherlock tras tomar aliento, continuando su camino, observando las paredes.
–Sí.
–Seguiremos explorando. Descríbeme el lugar donde estás –le pidió Sherlock mientras caminaba por el oscuro cuarto, observando las fotografías, su tono apenas simulando un susurro.
–Las paredes son... Irregulares. De piedra, creo –contestó el ex-soldado, tanteando las paredes con sus manos.
–¿Qué estás pisando? –le preguntó el sociópata. John bajó su vista, observando el lugar en el que se encontraba, intentando vislumbrar dónde se encontraba.
–Eh... Roca. Pero hay como sesenta centímetros de agua –contestó observando la turbia agua que mojaba sus pies–. Cadenas... –murmuró en un tono molesto y en parte preocupado–. Sí, tengo los pies encadenados –comenzó a moverse para intentar liberarse–. Toco algo... –comentó, sacando algo del agua–. Huesos, Sherlock. Hay huesos... –mencionó, lo que pareció provocar que Sherlock se quedase momentáneamente sin habla, percatándose de un pequeño objeto bajo la mesa en la que se había despertado. Se agachó, dejó el farol en el suelo, y lo tomó en sus manos.
–¿De qué clase? –preguntó el detective en un tono algo misterioso.
–No lo sé... Pequeños –contestó John mientras Sherlock alzaba el cuenco en sus manos, observándolo en shock pues había una palabra escrita en su superficie: Barbarroja.
–Barbarroja –mencionó Sherlock en un tono suave, cerrando sus ojos.
–¿Quién es Barbarroja? –escuchó decir a la niña en el auricular que llevaba en una de sus orejas. Al escuchar su voz, Sherlock se sobresaltó, frotando su sien.
–Ah, hola, ¿ya estás en la cabina del avión? –le preguntó mientras continuaba frotando su sien, las imágenes de su perro y la pelirroja sonriente invadiendo su mente.
–Sí, pero sigo sin poder despertar al conductor –indicó la niña, escuchándose el ruido de la cabina.
–No pasa nada –dijo Sherlock en un tono suave, intentando hacer honor a la memoria de su mujer, comportándose con la niña de la forma más cariñosa que pudiera–. ¿Qué ves ahora?
–Veo un río –contestó ella–. Ha-hay una noria...
–Vale. Tu y yo vamos a tener que conducir ese avión juntos –le propuso en un tono suave, levantándose del suelo–. Tu y yo –intentó hacerla sentir segura.
–¿Ah si?
–Sí, es facilísimo –afirmó Sherlock con una sonrisa suave–. Solo tenemos que contactar con unas personas en tierra –comentó intentando sonar confiado, agachándose para recoger el farol–. A ver, ¿ves algo que se parezca a una radio? –le preguntó, de pronto la imagen de la pelirroja apareciendo frente a él, como un espejismo.
–Esta habitación tiene algo raro, ¿no te parece? –dijo la ilusión de Cora en un tono suave mientras paseaba por la habitación, acercándose a una de las paredes, colocando su mano en ella. Sherlock parpadeó en varias ocasiones, desapareciendo la imagen de su vista.
–No... –escuchó decir a la niña.
–No pasa nada, pero sigue buscando –la animó Sherlock tras masajear su sien de forma suave–. Tenemos tiempo –dijo. De pronto escuchó gritar a la pequeña, sobresaltándolo–. ¿Qué pasa? –le preguntó, ahora nervioso y preocupado por su situación.
–¡Tiembla el avión! –exclamó ella, aterrorizada.
–Son turbulencias. No hay de qué preocuparse –la trató de tranquilizar.
–Me duelen los oídos... –mencionó la niña en un tono lloroso.
–¿Parece que el río se esté acercando? –preguntó el detective, sujetando el farol.
–Un poco.
–Muy bien, eso es que estás casi en casa –le indicó en un tono suave, tratando de no mostrar su preocupación por ella. Colocó de nuevo la mano en su rostro, sintiendo una leve jaqueca.
–¿Sherlock? –escuchó la voz de John, quien alzó el rostro y observó el cielo estrellado y la luna llena–. Estoy en un pozo. Eso es... Estoy en el fondo de un pozo –sentenció, su voz temblando ligeramente. Sherlock se giró y frunció el ceño al escucharlo decir esto.
–¿Qué pinta un pozo en Sherrinford? –reflexionó, acercándose a la pared en la cual había visto la ilusión de su mujer, percatándose de un pequeño hueco entre dos paredes, justo debajo de una fotografía de él de adolescente. Alzó el farol, iluminando la pared–. ¿Por qué hay corriente? –se preguntó–. Las paredes no encogen al pintarlas. Ni las de verdad –sentenció, de pronto escuchando la voz de la joven de ojos carmesí.
–Bien hecho. Ahora, empieza el juego –la escuchó decir, girándose a su espalda y observando su imagen de nuevo, igual al día en el que la conoció–. Resuelve el caso –lo animó, parpadeando de nuevo y la ilusión de Cora desapareciendo de allí.
Se giró de nuevo, empujando con fuerza la pared que tenía delante, cayendo las cuatro que componían el cuarto en el que se había despertado. Frente a él había ahora una casa en ruinas. Una casa que reconocería en cualquier parte.
–Estoy en casa. Musgrave Hall –murmuró el detective en un tono bajo.
–Entre Jim Moriarty y yo saltaron chispas en seguida –escuchó decir a Eurus a través del auricular, agachándose para coger el farol que había depositado en el suelo para empujar la pared–. Lo que me recordó a mi hogar –comentó, el joven de ojos azules-verdosos comenzando a caminar hacia la casa.
–Sí, es una casa vieja. Me da igual. ¡Dime más del avión! ¡VAMOS! –exigió en un tono lleno de ira, ahora su furia dirigida a ella, pues ella había sido en última instancia la culpable de la muerte de su amada esposa y su hijo nonato.
–El bueno de Jim. Nunca tuvo mucho interés por estar vivo, sobre todo si podía causar más problemas muerto –comentó Eurus, haciendo caso omiso de su grito airado.
–Ya. Es que no me interesa –repitió Sherlock en un tono brusco–. ¡El avión! –exclamó, aún caminando con pasos rápidos hacia la que fuera su antigua casa.
–Sabías que se vengaría –dijo Eurus–. Sabías que quemaría tu corazón –apostilló, utilizando aquella frase que Moriarty le dirigiera tiempo atrás. Aquello lo hizo estremecer–. Su venganza, por lo visto, soy yo –sentenció, Sherlock acercándose a la puerta principal, abriéndola y entrando por ella.
–¡Eurus, déjame hablar con la niña del avión y jugaré a lo que quieras! –exclamó tras entrar, encontrándose con unas escaleras que subían al piso superior.
–Primero encuentra a Barbarroja –replicó Eurus, apareciendo su rostro en una televisión colocada cerca de las escaleras, encima e un mueble tapado con una sábana–. Voy a meter el agua ya. ¿No querrás que ahogue a otra mascota tuya, no? –le indicó, el rostro de Sherlock desencajándose por un instante–. Por fin, Sherlock Holmes, es el momento de resolver el ritual de Musgrave –sentenció, Sherlock retrocediendo de la pantalla unos pasos–. ¡Tu primer caso! Y el problema final. Oh. Adiós.
–¿Sherlock? –lo llamó John por le auricular, el agua comenzando a inundar el pozo en el que se encontraba mientras escuchaban cantar a Eurus:
Me he perdido,
¿Quién me encontrará?
Me encuentro enterrada
Bajo la vieja haya.
Ven a socorrerme,
Sopla el Viento del Este.
–¡Sherlock! –exclamó de nuevo John en un tono desesperado, Sherlock abriendo la puerta a una estancia contigua al hall con las escaleras–. ¡Sherlock!
Tras entrar a la estancia, Sherlock posó sus ojos azules-verdosos en otra pantalla de gran magnitud, la cual mostraba el pozo donde John se encontraba, y en el cual el agua había comenzado a caer.
–¡John! –exclamó el detective, pero su mejor amigo no respondía–. ¡John! ¿¡Me oyes!? ¡John! –exclamó, la voz de Eurus no deteniéndose.
Dieciséis por seis,
Y abajo nos vamos.
–¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme, por favor! –escuchó gritar a la niña del avión en un tono de voz histérico.
–¡Sherlock! –exclamó John, las voces agolpándose en el auricular.
–¡John! –lo escuchó al fin, tras colocar una mano cerca del auricular.
–¡Sí, se está inundando! ¡El pozo se está inundando! –le gritó el ex-soldado.
–¡Procura no ahogarte... En lo posible! –le indicó en un tono que aparentaba tranquilidad, pero que en el fondo estaba preocupado y muy nervioso.
–¿Qué?
–¡Voy a buscarte! ¡Te voy a encontrar! –exclamó Sherlock antes de salir de la estancia, caminando al hall en el que anteriormente se encontraba.
–¡Pues date prisa, porque no me queda mucho tiempo! –le exhortó John en un tono nervioso, intentando encontrar un lugar para evitar en la medida de lo posible el torrente de agua que caía sobre él.
–¡Ah! ¡Se está inclinando todo el avión! –exclamó la niña del avión en un grito horrorizado.
John intentó en vano trepar por la ahora escurridiza pared de roca del pozo, sus dedos no logrando sujetarse el tiempo suficiente y la cadena en sus pies impidiendo su ascenso, acabando por caer al agua de espaldas.
–Eurus, dijiste que la respuesta estaba en la canción, ¡pero la he repasado línea por línea durante estos años, y no he encontrado nada! ¡Nada! Había un haya en el jardín y cavé, cavé, cavé y cavé. Dieciséis pies por seis. Dieciséis yardas, dieciséis metros ¡y no encontré nada! –le explicó a su hermana menor de un modo frenético–. ¡Ni a nadie!
–Sherlock... –escuchó la voz de John por el auricular, la cual sonaba urgente.
–Era un enigma muy ingenioso, ¿verdad? –le dijo Eurus con una sonrisa, ladeando su cabeza en la pantalla del hall–. ¿Cómo es que no pudiste descifrarlo?
–¡Sherlock! –volvió a hablar el ex-soldado de cabello rubio, esta vez sonando más fuerte–. Tengo que decirte una cosa.
–Contexto emocional –sentenció Eurus, el rostro del detective expresando una gran confusión–. Y allá... Vamos.
–Sherlock –lo llamó John, su tono ahora sonando apenado, provocando que el aludido suspirase–, los huesos que he encontrado...
–Sí, son huesos de perro –replicó Sherlock, caminando a la otra estancia, en la que había observado el pozo llenándose de agua–. Es Barbarroja.
–Mycroft te ha mentido –sentenció John en un tono apenado–. Nos ha mentido a todos –sentenció, el rostro de su mejor amigo contrayéndose en una gran confusión–. No son huesos de perro.
–¿Te acuerdas de la alergia de Papá? ¿Qué le daba alergia? ¿Qué no te dejó tener nunca por mucho que se lo suplicaste? Nunca te dejó tener un perro –sentenció, comenzando a revelar la verdad–. La graciosa de tu memoria, Sherlock. Estabas triste... Así que te buscaste un recuerdo mejor. Pero nunca tuvimos un perro –recalcó sus últimas palabras, los ojos de Sherlock comenzando a llenarse de lágrimas una vez más.
Todo comenzó a volver a su mente una vez más. Barbarroja no era su perro... Era un niño. Su amigo. Su mejor amigo.
–Víctor... –musitó el detective en un tono entristecido, mientras que en el pozo, John tomaba en sus manos una pequeña calavera, claramente perteneciente a un niño pequeño. La observó horrorizado–. Víctor Trevor –dijo Sherlock con una voz temblorosa–. Jugábamos a los piratas. Yo era Barbamarilla y él... Barbarroja –recordó, las lágrimas cayendo por sus mejillas, posando sus ojos en el rostro de Eurus.
–Erais inseparables. Pero yo también quería jugar –le comunicó Eurus. Sherlock desvió la mirada, percatándose de cuál había sido el detonante para su psicosis.
–Oh. Oh Dios –sentenció, agachando su cabeza, cerrando sus ojos, dejando escapar unas pocas lagrimas–. ¿Qué... Qué hiciste? –le preguntó en un tono entristecido, sin embargo, ella no respondió, comenzando a cantar de nuevo aquella canción. Sherlock recordó en ese instante el día que Víctor desapareció, el día que fue a buscarlo y jama llegó a encontrarlo–. Víctor –murmuró de nuevo con añoranza.
–Aguas profundas, Sherlock, toda tu vida. En todos tus sueños. Aguas profundas –le recordó la morena de ojos azules en un tono suave.
–Lo mataste... Como has matado a mi mujer y mi hijo –dijo en un tono destrozado–. Mataste a mi mejor amigo.
–Yo nunca tuve un mejor amigo –sentenció Eurus–. No tenía a nadie –apostilló en una ira contenida.
Sherlock alzó su rostro al techo: Eurus había acabado con su mejor amigo y con su mujer e hijo sin contemplaciones. Todo porque ella jamás había tenido a nadie. Entretanto, John hacía todo lo posible para no ahogarse dentro del pozo, intentando mantenerse a flote el máximo tiempo posible. De pronto, Sherlock logró escuchar en su mente cómo una voz infantil, la cual supuso que era la de Eurus, decía: ¡Juega conmigo, Sherlock! ¡Juega conmigo! El joven de ojos azules-verdosos mordió su labio con calma antes de posar su mirada en la pantalla en la que aparecía el rostro de su hermana menor, observándola con confianza. Recordó que el nombre de una de las lapidas cerca de la casa decía NEMO, que en Latín significaba: NADIE.
–Vale. ¡Vamos a jugar! –exclamó, cogiendo el farol de nuevo, corriendo al jardín trasero de la casa, al lugar en el que se encontraban las lápidas de los supuestos familiares muertos de la familia Holmes.
En cuanto se acercó a la aglomeración de lápidas, comenzó a iluminar los nombres con la luz del farol, intentando leer con claridad los nombres allí escritos. En ese preciso instante, la voz de la niña del avión se escuchó por su auricular.
–¿Hola? ¿Está ahí?
–Ayúdame, estoy resolviendo un enigma –le dijo a la niña en un tono urgente, pues el tiempo apremiaba y John no tenía todo el día.
–¿Pero y el avión? –preguntó ella.
–El enigma salvará el avión –respondió Sherlock, continuando su tarea de leer todos los nombres en las lapidas y memorizándolos–. Las fechas erróneas. Utilizó las fechas de las lápidas como clave para el cifrado... Y el cifrado era la canción.
–Bien hecho, Sherlock –escuchó la voz de su mujer, lo que no hizo solo más que añadir más dolor a su corazón–. Pero deberías darte prisa. John está con el agua al cuello... Literalmente.
–¿¡Eso es estrictamente relevante!? –exclamó John, mientras Sherlock sacudía la cabeza, intentando labrarse de la presencia de Cora en su mente.
–Sí. Estoy contigo en un minuto... –comentó el detective, observando las fechas de las lápidas.
–¡Las luces se acercan cada vez más! –escuchó decir a la niña.
–Calla. Estoy trabajando –le dijo a la niña en un tono ligeramente brusco, haciendo un gesto con su brazo derecho .
–Sé amable, Sherlock. ¡Está muy asustada! –le recordó la imagen de Cora, quien hizo de pronto aparecer las palabras de la canción sobre las lápidas–. A enumerar las palabras de la canción.
–Y re-organizarlas para hacer que coincidan con la secuencia de las lápidas –continuó Sherlock, siguiendo el razonamiento de la ilusión de su mujer, la cual desapareció a los pocos segundos. Comenzó a mover las palabras, organizándolas como él mismo había dicho–. Me... He... Perdido... Ayúdame... Hermano. Sálvame... La... Vida... Antes... De... Que... Muera. Estoy... Perdida... Sin... Tu... Amor. Salva... Mi... Alma. Busca... En... Mi... Habitación –sentenció, sus ojos abriéndose como platos al repetir aquella última frase–. Ay Dios –murmuró. Aquello lo hizo salir corriendo con el farol en su mano, hacia la casa en ruinas que antaño fuera su hogar.
–¡Nos vamos a estrellar! ¡Voy a morir! –dijo la niña del avión en un tono histérico. Mientras, en el pozo, John intentaba por todos los medios el aflojar las cadenas para no ahogarse.
Sherlock corrió y corrió lo más rápido que le era posible hacia la casa, entrando con un golpe seco por la puerta principal y subiendo los escalones casi de tres en tres.
–Es hora de que me digas tu verdadero nombre –le dijo a la chica que aún estaba en el avión.
–No me dejan decírselo a desconocidos –sentenció. Sherlock se detuvo frente a una puerta cerrada en el piso superior.
–¿Pero yo no lo soy, a que no? –cuestionó antes de abrir la puerta de la habitación lentamente, observando con gran intensidad a Eurus, quien se encontraba sentada en medio de una habitación quemada hasta los mismos cimientos, con sus rodillas pegadas al cuerpo, sus brazos rodeándolas y los ojos cerrados–. Soy tu hermano –le dijo, dejando el farol en el suelo con suavidad antes de extender su mano hacia ella–. Estoy aquí, Eurus –le aseguró en un tono que intentaba hacerla sentir segura.
–Estás jugando conmigo, Sherlock. Al juego –comentó Eurus en un tono infantil, sin siquiera abrir los ojos.
–El juego, sí. Ahora lo entiendo –replicó Sherlock, su tono suave, pero al mismo tiempo ocultando su enfado y tristeza por lo que ella había provocado... Por lo que ella le había arrebatado–. La canción no eran las instrucciones –dijo, dando un paso hacia su hermana.
–Voy en el avión. Me voy a estrellar. Y tú vas a salvarme –indicó ella aún con su tono infantil, mientras su hermano de cabello castaño se arrodillaba frente a ella.
–Eres la más brillante. Tu mente ha creado la metáfora perfecta. Estás por encima de todos, sola en el aire y entiendes todo, menos cómo aterrizar –le comentó antes de sentarse frente a ella, intentando dominar su ira interior contra ella–. Yo seré un idiota, pero estoy en tierra. Puedo traerte a casa –sentenció, colocando su mano derecha con suavidad sobre las manos de Eurus.
–No, no, no. Ya es tarde –negó ella, su voz retomando su tono habitual, su rostro contrayéndose en una expresión aterrada–. Todo lo que he hecho... Todo lo que te he hecho...
–No, no. Aún no es tarde –intentó hacerla entrar en razón el detective de ojos azules-verdosos.
–Cada vez que cierro los ojos, voy en el avión. Estoy perdida, perdida en el aire y... No me oye nadie –se explicó en un tono lleno de miedo.
–Abre los ojos. Estoy aquí. Ya no estás sola –le dijo Sherlock en un tono suave. En ese instante, observó cómo unas manos suaves tomaban las suyas, provocando que se acercase a Eurus y la abrazase. Cuando desvió la vista a su derecha, contempló de reojo el rostro sonriente de la pelirroja. De nuevo una ilusión. Ella asintió antes de desaparecer tras un parpadeo. No pudo evitarlo, y junto a su hermana menor, dejó escapar sus lágrimas, ambos abrazándose con cariño–. Te equivocaste de camino la última vez... Nada más. Esta vez acertarás –le dijo entre lágrimas–. Dime cómo salvar a mi amigo –le rogó en un tono suave tras carraspear y dominar su voz. Se separó de su hermana, posando una mano en su mejilla–. Eurus, ya no hay nada que hacer por Cora... Así que... Ayúdame a salvar a John Watson.
Al cabo de unos minutos, una fuerte luz procedente de un gran foco inundó el pozo donde John se encontraba, la policía apareciendo en tropel allí para ayudarlo. Uno de los policías descendió con una cuerda hasta el pozo, donde lo ayudaron a deshacerse de las cadenas que lo aprisionaban. Tras serle colocada una toalla para que se secase y recuperase el calor, John se reunió con su mejor amigo. En ese instante, ambos observaron cómo tres policías sacaban a Eurus de la casa. En ese instante, Lestrade caminó hacia ellos con una expresión complicada de descifrar.
–Acabo de hablar con tu hermano.
–¿Cómo está? –le preguntó Sherlock en un tono suave, secando sus lágrimas.
–Algo conmocionado, nada más. No le hizo daño; solo lo encerró en su propia celda –contestó Greg mientras se detenía frente a ellos.
–Cada uno recoge lo que siembra –comentó John en un tono casi satisfecho.
–Disculpadme un momento –dijo Lestrade antes de caminar un momento hacia la ambulancia que habían traído.
–Eh... Mycroft que esté bien atendido –le pidió el sociópata–. No es tan fuerte como se cree.
–Claro, descuida –replicó el Inspector de Scotland Yard.
–Gracias, Greg –se sinceró Sherlock, recibiendo una mirada sorprendida por parte del aludido y su mejor amigo. El Inspector caminó hacia la ambulancia que habían traído, donde un joven policía acudió corriendo.
–¡Señor! ¡La hemos encontrado! –exclamó, de pronto alertando a Sherlock, quien ahora se encontraba interesado en la conversación–. No parece que haya heridas graves...
–¡Rápido, tráiganla! –exclamó Greg antes de volverse hacia Sherlock con una sonrisa amable–. Creo que hay algo que te pertenece –indicó, el rostro del sociópata de cabello castaño siendo la viva imagen de la confusión en aquel momento.
De pronto, sin que ninguno de los dos hombres pudiera dar crédito a lo que estaban viendo, una mujer con la ropa casi achicharrada por completo apareció allí, acompañada por otros dos agentes de Scotland Yard. Lestrade se acercó a ella con rapidez, entregándole una gran manta para que tapase su cuerpo. Como era de noche, Sherlock y John no pudieron ver su rostro mientras caminaba, hasta que la luna llena iluminó el lugar con su blanco resplandor. Sherlock sintió de nuevo las lágrimas agolpándose en las córneas de sus ojos en cuanto posó su vista en ella, su pulso acelerándose, el cuerpo temblándole de forma incontrolable y un nudo formándose en la garganta... De pronto, sus piernas comenzaron a moverse solas, y notó como unos firmes y temblorosos brazos lo abrazaban. Era Cora. Su Cora... Estaba viva. Rodeó con sus brazos su cuerpo, incapaz de distinguir si aquello era real o solo otra ilusión de su mente, pero el aroma a cerezo que emanaba de ella era inconfundible. Estaba allí, con él. Sintió cómo sus piernas flaqueaban, ambos cayendo de rodillas al suelo mientras se abrazaban. Su piel estaba pálida, pero estaba viva... No se la habían arrebatado. La estrechó con más fuerza aún entre sus brazos, apoyando su rostro en la clavícula derecha de ella. La pelirroja de ojos escarlata reciprocó el abrazo, sus manos aferrándose con fuerza a su espalda, las lágrimas saladas cayendo sin detenerse por sus mejillas, ahora disimulándose por las tenues gotas de lluvia que comenzaron a caer sobre ellos.
–Estás viva... Estás viva... –fue lo único que logró decir el sociópata mientras la estrechaba contra él, notando de pronto un movimiento súbito que lo hizo mirar a su mujer a los ojos, quien le sonreía como siempre lo había hecho.
–Estamos vivos –afirmó ella con una voz emocionada, bajando su vista hacia su vientre. Sherlock posó su mano izquierda sobre él con suavidad, notando la inequívoca patada de su bebé. Su hijo... Ambos habían regresado.
–Creí que te había perdido –dijo Sherlock en un tono emocionado, casi no logrando hacer salir las palabras de su boca, antes de besar su frente–. Que os había perdido a ambos –añadió, capturando sus labios en un apasionado y desesperado beso, como si quisiera aún cerciorarse de que era real.
–Te dije que jamás te abandonaría, ¿lo recuerdas? –le recordó ella, posando una mano en su mejilla, estrecharla el detective de nuevo en sus brazos. Tras continuar el abrazo por varios minutos en los que ninguno de ellos necesitó palabras para describir todo lo que sentían al haberse rencontrado, Sherlock la ayudó a levantarse del suelo, contemplando cómo Eurus, ahora sentada en un helicóptero que la llevaría a Sherrinford, posaba sus ojos en ellos, sorprendiéndose al percatarse de la presencia de Cora–. Ni siquiera ella se esperaba que sobreviviera... Y sinceramente, yo tampoco lo pensaba –admitió Cora en un tono suave, su marido abrazándola por la espalda–. Pero como dijo Sarah... El ave fénix siempre renace de sus cenizas –mencionó, recordando aquel día en Baskerville, hacía ya tantos años.
–¿Usaste tus poderes? –cuestionó el de cabello castaño, su agarre fortaleciéndose al escucharla.
–No tuve más remedio –afirmó–. Si tenía que protegernos, era la única manera, por mucho riesgo que esto implicase para el pequeño –continuó–. Sabía que la bomba se activaría debajo de nosotros, por lo que apenas tuve unos segundos para prepararme y canalizar la explosión dentro de mi propio cuerpo. Cuando me cercioré de que la cámara se había apagado, devolví el fuego al exterior, dejándome caer en el suelo. El resto fue puro teatro. Solo tuve que esperar a que Eurus pensase que había muerto para salir del sótano en el que me encontraba. Pensé que no sobreviviría a aquello, pues una bomba y una hoguera son dos cosas distintas, pero... Ambos lo logramos –le contó.
Sherlock suspiró, pues aunque detestaba que hubiera usado sus habilidades en su estado, sabía que aquello les había salvado la vida, devolviéndolos a su lado, por lo que decidió no comentar nada al respecto. En ese instante, John se acercó a ellos, abrazando a la pelirroja con gran cariño, aliviado y realmente dichoso de tenerla de vuelta. Cora suspiró y observó cómo Lestrade hablaba con un policía.
–Señor, el helicóptero está listo –le dijo, dando una mirada a los detectives y el doctor.
–Vamos a trasladarla –indicó Lestrade, antes de observar al policía.
–¿Es él? ¿Sherlock Holmes? –preguntó, Sherlock rodeando los hombros de su mujer y dando la espalda a los policías para aislarla de sus ojos.
–¿Eres admirador?
–Es un gran hombre, señor –admitió el policía, Lestrade sonriendo ante su comentario.
–No, es más que eso... Es un buen hombre –comentó antes de alejarse con el policía del lugar. Cora observó a su marido de reojo mientras se tapaba con la manta.
–¿Cariño, estás bien? –le preguntó en un tono suave.
–Cuando esa bomba explotó... Creía que lo había perdido todo. No tenía nada por lo que mereciera la pena vivir –admitió, la mano derecha de Cora posándose en su mejilla en un gesto afectuoso.
–Sherlock...
–Dije que la traería a casa... ¿No puedo, verdad? –se cuestionó el detective en un tono apenado, tomando la mano de su mujer con ternura.
–Bueno, le diste lo que buscaba: contexto –comentó Cora, quien no tardó en averiguar lo que Eurus deseaba tras haber interactuado con ella.
–¿Eso es bueno? –le preguntó con una sonrisa suave, acariciando su mejilla antes de posar una mano en su vientre, sintiendo la pequeña vida en su interior.
–Ni bueno, ni malo... –comenzó a decir Cora antes de intercambiar una mirada con su amigo de cabello rubio.
–Es lo que es.
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