Capítulo 13: El Detective Mentiroso | -Un mes después- |
Había pasado casi un mes desde lo sucedido en el Acuario de Londres. John se encontraba sumido en una vorágine de auto-complacencia, aún resentido con los detectives por la suerte que había corrido su esposa. Aquel día soleado, el primero desde hacía semanas, se encontraba en la consulta de su nueva psicóloga, la cual tenía el pelo rubio corto, ojos azules, y gafas cuadradas. Vestía con ropas holgadas de un estilo hippie.
–Hábleme de esta mañana. –le pidió la mujer a su paciente–. Desde el principio.
–Me desperté. –replicó John con una sonrisa forzada y tensa.
–¿Durmió bien? –inquirió, observándolo, ante lo cual John desvió la mirada, centrándose en la moqueta granate del suelo.
–No. –replicó John simple y llanamente–. No duermo.
La habitación era de pared blanca, suelo de madera, las cortinas que eran azules como el océano, estaban recogidas dejando entrar la luz natural por las grandes ventanas de la sala de estar, las cuales dejaban ver un hermoso jardín trasero.
–Ha dicho que se despertó. –apuntó la psicóloga algo confusa.
–Dejé de estar tumbado. –se corrigió el doctor rápidamente.
–¿Solo?
–Por supuesto.
–Me refería a Rosie, su hija. –recalcó la rubia de ojos azules.
–Eh, está con amigos. –replicó John algo nervioso por cómo iba encaminada la conversación.
–¿Por qué?
–A veces me faltan fuerzas –admitió–, y había pasado mala... Noche. –apostilló, recordando que había pasado la noche anterior en vela, bebiendo para olvidar sus penas.
–Es comprensible. –se sinceró con un tono amable la psicóloga, observando al doctor tras los cristales de sus gafas.
–¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Por qué es comprensible? ¿Por qué todo tiene que ser comprensible? –inquirió con una sonrisa amarga, antes de dar una carcajada irónica–. ¿Por qué no puede haber cosas inaceptables, y que no de reparo decirlas? –reflexionó, haciendo un leve gesto de dejadez, antes de colocar su mano sobre la otra, golpeando su dorso con el dedo índice.
–Me refiero a que no pasa nada.
–Dejo de lado a mi hija, ¿cómo que no pasa nada? –inquirió en un tono algo brusco.
–Acaba de perder a su esposa. –indicó en un tono suave.
–Y Rosie a su madre. –apostilló John antes de suspirar de forma pesada, para después carraspear.
–Lo que se exige no es razonable.
–No. Que va.
–¿Y no tiene a nadie con quien hablar? ¿En confianza? –cuestionó en un tono apenado.
–A nadie. –replicó John tras pasar por su mente la imagen de cierta joven de ojos escarlata y cabello carmesí.
–¿Me está ocultando algo? –indagó la psicóloga, obviamente notando que la conducta de John era de pronto defensiva.
John se mantuvo en silencio. Era cierto que le ocultaba algo a su nueva psicóloga: el hecho de que veía y escuchaba a su mujer fallecida en todo momento, en cada sitio en el que se encontraba. Incluso hablaba con ella como si aún siguiese viva. El doctor de cabello rubio miró a su psicóloga antes de observar a Mary detrás de ella, a quien ahora le caían lágrimas por las mejillas.
–No. –logró responder, ante lo cual, la mujer siguió la vista de John, dándose la vuelta y observando por encima de su hombro izquierdo.
–¿Qué está mirando?
–Nada. –se apresuró en responder.
–Se le van los ojos hacia mi izquierda. –recalcó la doctora, fijando su vista en él.
–Estaré apartando la vista –trató de justificarse–, digo yo.
–Hay una diferencia entre apartar la vista y fijarla. Esas cosas no se me escapan. –indicó, lo que hizo a John recordar a esos dos detectives, a quienes echaba la culpa de su actual situación.
–No lo dudo. –dijo en un tono rencoroso, el cual ella captó al instante.
–Le recuerdo a sus amigos, creo. –comentó tras dar una leve sonrisa nerviosa, por la mirada fija y enfadada que su paciente le estaba dando.
–Lo cual no tiene por qué ser bueno. –apostilló John, su tono recalcando el dolor y la ira de su interior.
–¿Habla con Sherlock y Cora Holmes? –inquirió entonces la mujer.
Aquella pregunta, hizo recordar a John una llamada que había recibido hacía tres semanas por parte de Mycroft.
John se encontraba sentado al borde de su cama, cuando de pronto, su teléfono se encendió con la melodía característica de una llamada. Tras exhalar un hondo suspiro, el doctor cogió el teléfono, observando el nombre que aparecía en pantalla: Mycroft. Tras carraspear y suspirar de nuevo, negó con la cabeza.
–Deberías cogerlo. –escuchó decir a Mary, quien en ese momento se encontraba apoyada en el marco de la puerta que se dirigía al cuarto de Rosie.
–Es Mycroft. –sentenció Watson.
–Podría ser por Sherlock y Cora. –indicó Mary con una sonrisa amable y cariñosa.
–Claro que es por ellos. Todo gira en torno a ellos. –replicó en un tono enfadado, negándose a coger el teléfono que vibraba a su lado. Eventualmente, y tras unos largos minutos, descolgó–: Intento dormir, ¿quieres parar con el telefonito?
–Sherlock ha salido de casa por primera vez en una semana. –sentenció el hermano del detective.
–¿Ah, sí? ¿Y por qué me llamas a mi en vez de a Cora? Moléstala a ella. –se quejó en un tono enfadado.
–¡John! –exclamó Mary, enfadada por cómo había hablado de la joven detective.
–Lo haría, pero parece ser que mi querida cuñada ha desaparecido del mapa. Como si se la hubiera tragado la tierra. Hace varios días que abandonó Baker Street, en un estado lamentable debo añadir. He intentado localizarla pero ha sido en vano. Parece que también se ha asegurado de desconectar su teléfono móvil. Por lo que estoy siguiendo a Sherlock. –replicó Mycroft, su tono aunque no de forma evidente, preocupado por la mujer de su hermano. Aquella respuesta por parte de Mycroft hizo que los ojos de John se abriesen con pasmo por unos segundos, pues aquello no era propio de la de ojos escarlata. En los años en los que la conocía, ella jamás se marcharía sin su marido. E incluso si decidiera abandonar a Sherlock, no sería sin un motivo muy grave, lo cual podría ser realmente alarmante, si como Mycroft decía, se encontraba en un estado lamentable.
–Que bien. Me conmueve cómo te aprovechas del aparato estatal para velar por tu familia, bueno, casi toda. –recalcó el doctor, recuperando su tono enfadado–. ¿Puedo acostarme ya?
–Sherlock trastornado es un problema de seguridad. Que yo sea su hermano no cambia absolutamente nada. Así fue la última vez, y te aseguro que tampoco cambiará con... –comenzó a decir Mycroft en un tono severo, antes de interrumpirse, esperando un lapso de tiempo antes de continuar–. ...con Sherlock.
–¿Cómo dices? –cuestionó John en un tono confuso.
–Llámame si Sherlock o Cora se ponen en contacto. Gracias. –comentó rápidamente el hombre de hielo, antes de finalizar la llamada.
Tras recordar aquellos eventos, John dio un largo suspiro, antes de observar a su psicóloga para contestar a su pregunta.
–No los he visto. Nadie los ha visto. Sherlock se ha enclaustrado en su apartamento, y Dios sabe lo que Cora estará haciendo. Parece haber... Desaparecido de la faz de la tierra.
–¿Los culpa? –le preguntó en un tono sereno.
–No los culpo... No pienso en ellos. –contestó mientras hacía puñetas con sus pulgares, moviéndolos en círculos de una forma compulsiva.
–¿Han intentado contactar con usted?
–No. –replicó casi de inmediato, a pesar de recordar que hacía dos días Cora le había hecho una llamada, llamada que él había decidido ignorar.
–¿Cómo puede estar seguro? Quizá lo hayan intentado.
–No, si Sherlock y Cora quieren ponerse en contacto, no pasarán desapercibidos. –comentó John tras suspirar.
En ese preciso momento el claro sonido de un coche acelerando se pudo escuchar en la parte frontal de la casa. John giró su rostro hacia la habitación contigua, logrando ver la silueta de un coche deportivo rojo a través de la ventana, el cual hizo un leve derrape en curva, quedándose estacionado frente a la casa de la psicóloga. John y su psiquiatra se levantaron de sus respectivos asientos, caminando hacia la puerta principal, donde se podía escuchar ahora el inconfundible sonido de las sirenas policiales acercándose. Tras abrir la puerta y caminar al exterior, Watson se percató de que un helicóptero sobrevolaba sus cabezas, antes de volver a fijarse en el coche deportivo rojo, abriéndose la puerta del copiloto, escuchándose El Himno de la Alegría por sus altavoces interiores. Los ojos del rubio se abrieron con pasmo al ver salir a la Sra. Hudson del asiento del copiloto.
–¿Bueno, no... Me va a presentar? –inquirió la psicóloga en un tono confuso, mientras la casera del 221-B se acercaba a ellos con una sonrisa, antes de darse una corta carrera, abrazando al doctor.
–¡John!
–¿Sra. Hudson? ¿Qué está... Espere, quién iba en el asiento del conductor, si usted estaba en el del copiloto? –inquirió más confuso que antes, cuando de pronto, a modo de respuesta, la puerta del conductor se abrió, saliendo de su interior la mujer que menos esperaba ver en ese momento: Cora Holmes.
–¡Eso sí que ha sido una carrera! –exclamó la mujer de cabello carmesí, dando una palmada tras cerrar la puerta del coche. En ese momento, un oficial de policía se acercó a ella.
–¿Sra. Holmes...? –inquirió, reconociéndolo ella como el padre de uno de sus alumnos.
–Oh, hola Sr. Robins. –lo saludó ella.
–¿Pe-pero... Qué hace aquí? ¿Sabe a la velocidad a la que iba?
–Claro que no, estaba al teléfono. Oh, por cierto... Tenga. Es para usted. –indicó, entregándole su teléfono móvil al oficial.
–¿Para mi?
–Del Gobierno. –replicó en un tono suave, antes de caminar hacia su amigo, su lenguaje corporal tornándose apenado y algo temeroso, puesto que la joven sabía a ciencia cierta que aún debía encontrarse enfadado con ella y su marido.
El doctor suspiró de forma suave al verla, aliviado en cierta forma de que se encontrase bien. Sin embargo, algo en su mente lo hizo percatarse de que la mujer del detective se veía distinta: las leves ojeras de sus ojos indicaban que no había dormido demasiado en un tiempo, pero lo más extraño, su rostro parecía resplandecer... Aunque John negó con la cabeza, pues seguramente su mente estaba jugándole una mala pasada.
–Hola John. –lo saludó la detective en un tono suave, insegura de cómo actuar con él.
–¿Cora? ¿Qué haces aquí? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde te habías metido? –inquirió de forma veloz, casi sin darle tiempo a la joven para que respondiese. Sin embargo, la Sra. Hudson intervino antes de que la aludida pudiese decir nada.
–¡Es Sherlock! –exclamó la casera de Baker Street antes de abrazar a John entre lágrimas–. ¡No te haces idea por lo que he pasado!
Hacía tres semanas y algunos días, la pelirroja tuvo que abandonar Baker Street, pues Sherlock había comenzado con el plan para salvar a John, pero aquello conllevaba que debía tomar muchas drogas, las cuales hicieron mella en él, tratando a su mujer como una extraña, o incluso como a un desecho del que no quería saber nada. Ella lo comprendía: sabía que las drogas eran las responsables, pero esa situación comenzaba a agotarla y entristecerla, por lo que, haciendo honor a su promesa, salió del 221-B, siendo recogida por un coche blanco. Tras bajar la ventanilla del copiloto, Cora observó quién era la persona que la recogía: Irene Adler.
–Vamos Sra. Holmes, suba. –indicó con una sonrisa amable.
–Justo a tiempo, Srta. Adler. –dijo ella con una sonrisa aliviada, entrando al coche y alejándose de allí–. ¿Cómo has sabido que necesitaba ayuda?
–Oh, no ha sido difícil, Cora. Siempre he estado velando por ti para que nada te ocurriese. –replicó la Dominatrix con un tono casual, mientras conducía–. Sabía que tu familia no te ayudaría, y que incuso estarías demasiado preocupada y triste como para contar con tus amigos de la infancia. Además debías evitar a toda costa que Mycroft te localizase, así que, yo era la mejor opción en muchos sentidos. –apostilló–. Y ahora –comentó, entregándole una manta mullida y cálida–, descansa. El viaje es largo. Te despertaré cuando hayamos llegado.
–Gracias... –logró decir Cora, antes de que sus ojos se cerrasen por el cansancio que la invadió de pronto.
La de ojos escarlata permaneció con Irene en una pequeña casa de campo hasta esa misma mañana, cuando había decidido regresar a Baker Street. En aquel momento se encontraba sentada en el asiento del copiloto del coche de La Mujer.
–¿Estás segura de que estás lista para volver? –inquirió Irene–. Ya sabes en qué estado podrías encontrarlo...
–Lo sé, Irene. –admitió la mujer del sociópata–. Pero es mi marido, y debo estar con él, a las buenas y a las malas... –comentó antes de frotar sus manos en un gesto nervioso–. Y tiene derecho a saberlo. –indicó, observando una puerta que le era muy familiar, habiendo aparcado Irene el coche frente a la puerta de Baker Street.
–De acuerdo. Pero ya sabes que no puedes usar tus poderes ahora. Sería muy peligroso. –le recordó con una voz severa–. Cora, si algo fuese mal...
–Te llamaré de inmediato. Lo prometo. –sonrió la detective antes de darle un abrazo–. Tengo la corazonada de que todo ira bien esta vez. No volverá a ocurrir lo de hace dos años. –indicó, antes de salir del coche para coger su maleta, la cual por fortuna, no pesaba demasiado. Tras cogerla y cerrar el maletero, la mujer de pelo carmesí se acercó a la ventanilla del copiloto–. De nuevo, gracias por dejar que me quedase contigo.
–Sin problema. Al fin y al cabo, esa casa de campo es ahora tuya. –comentó La Mujer.
–¿Qué? –inquirió incrédula la de ojos rubí.
–Considera esto mi regalo de bodas. Sin devolución posible. –afirmó con un guiño, antes de encender el motor de nuevo–. Ya te he añadido las llaves al llavero.
–Adiós, Irene... Y gracias. –sonrió Cora, antes de observar cómo el coche se alejaba de allí.
La mujer del Detective Asesor caminó entonces hacia la puerta principal de Baker Street, cuando de pronto vio salir de allí a Bill Wiggns. Por su cara, parecía como si se hubiera encontrado cara a cara con el mismísimo Satán.
"¿Qué habrá pasado para que...? ¡Oh, no! ¡Sherlock!", pensó la joven, apresurándose en entrar al piso, dejando la maleta en la entrada, subiendo las escaleras que conducían al 221-B, encontrándose a la Sra. Hudson, temblando en el rellano, antes de la puerta que daba a la sala de estar. La mujer de cabello carmesí escuchó con claridad el sonido de golpes y un gran tumulto en el interior de la vivienda, así como gritos incoherentes.
–Sra. Hudson. –apeló a ella la detective, percatándose la casera al fin de su presencia, apresurándose para abrazarla.
–¡Oh, Cora, querida! ¡Tienes que hacer algo! –rogó la anciana mujer en una voz queda, la cual fue interrumpida por la voz barítona del detective, quien ahora gritaba a pleno pulmón entre golpe y golpe.
–¡Una vez más en la brecha, queridos amigos! ¡Una vez mas! ¡Tapemos el muro con nuestros muertos Ingleses! ¡Apretad los dientes, abrid las fosas nasales y contened el aliento! ¡Forzad los ánimos a su cabal altura! ¡Adelante! ¡Adelante los más nobles de los Ingleses, cuya sangre viene de padres probados en la guerra! ¡Y vosotros buenos soldados, cuyos brazos se hicieron en Inglaterra, mostradnos aquí el temple de vuestro pacto, cosa que no dudo, pues no hay ninguno de vosotros tan bajo y vil, que no tenga lustre de nobleza en la mirada!
Cora abrió los ojos como platos por una fracción de segundo, pues recordaba que Sherlock había recitado aquellas mismas palabras en una obra de teatro de la universidad.
–Está recitando Enrique V, de Shakespeare... –musitó ante lo cual, tanto ella como la Sra. Hudson decidieron acercarse a la puerta de la sala de estar, asomando la casera su cabeza a través de ella, mientras el detective continuaba su monólogo.
–¡Yo os veo como galgos que tiran de la correa, queriendo a echar a correr! –exclamó antes de pegar un tiro a la pared, la casera retrocediendo.
–Dios mío, no debería haberlo dejado seguir con esto... –se dijo en voz baja la detective, antes de escuchar la voz casi maníaca de su marido.
–La partida está en marcha. –comentó, la casera de Baker Street armándose de valor para entrar a la estancia–. Oh, hola. –la saludó con calma–. ¿Me sirve una taza de té?
La Sra. Hudson, a pesar de estar aterrada por el comportamiento del sociópata, caminó hacia la cocina, comenzando a prepararle un té a su inquilino. Incluso Cora, quien lo había visto alguna vez colocado estaba aterrada de su estado actual.
–¡Le persona que está en la puerta! ¡Márchese ahora! –exclamó, lo cual hizo que Cora diera un breve respingo, antes de suspirar y decidir entrar al piso, encontrándose con que estaba lleno de fotografías de un hombre del que había oído hablar: Culverton Smith. Así que él era el blanco de su marido... No dejaba de ser arriesgado, puesto que incluso siendo un plan de ambos, en su actual estado, Sherlock apenas podría seguir sus propias directrices. La joven caminó con lentitud hacia la cocina, observando a su marido de espaldas a ella, quien llevaba una bata de color azul oscuro.
–Oh, no creo que quieras que esta persona se vaya, Sherlock. –mencionó la Sra. Hudson mientras preparaba el té.
–¿Y por qué no? –inquirió molesto el sociópata.
–Porque se trata de una esposa, que ha decidido regresar con su esposo tras semanas de añoranza. –decidió contestar la de ojos rubí, notando cómo su marido se tensaba al escuchar el característico timbre de su voz, girándose para encararla.
Cora dio un leve respingo al observar el estado de su marido, colocando sus manos frente a su boca: su pelo parecía no haber sido lavado en días, de igual forma, no se había afeitado, habiéndole crecido una barba no muy espesa. Asimismo, y casi con una total certeza, había estado comiendo mucho menos de lo que acostumbraba. Sin embargo, su mirada triste pasó a una desolada al observar el temblor de su mano derecha, confirmando sus suposiciones de que su estado había empeorado desde su marcha. En su mano izquierda sujetaba ahora una pistola.
–¿Cora...? ¿Eres tú, querida...? –cuestionó el detective en shock, pues no podía creer que tras tantos días su mujer había vuelto.
–Por Dios, Sherlock, estás hecho un asco... –comentó la pelirroja con un marcado tono de preocupación.
El joven de ojos azules-verdosos se acercó entonces a su mujer con pasos lentos y dubitativos, acariciando con su mano derecha su mejilla, la cual había palidecido de forma casi imperceptible. La había añorado muchísimo, incluso habiendo logrado soportar el dolor de haber provocado su marcha, Sherlock no había podido soportar el haber vivido sin ella todo aquel tiempo. Sabía que todo formaba parte de su plan para salvar a John, pero estar sin Cora había sido un autentico tormento... Como si le quitaran un bálsamo que necesitaba desesperadamente. Tras dar un suspiro de pesar, la mujer de orbes escarlata tomó con suavidad el brazo derecho de su marido, remangando la manga de su camisa, encontrando dos hondos y oscuros agujeros que habían sido rascados.
–No debería haberme marchado por mucho que te lo hubiera prometido. –sentenció la joven en un tono casi inaudible, tratando de no llorar por el estado en el que su querido Sherlock se encontraba.
El apartamento del 221-B se mantuvo en un incómodo y largo silencio por unos minutos, hasta que la Sra. Hudson decidió romper la tensión.
–¿Esas fotos, son del hombre que sale en la tele, verdad?
–¿Qué fotos? –inquirió Sherlock, observando a su casera.
–¿Que qué fotos? Sherlock, están por todas partes. –recalcó Cora con un punto de dureza en la voz, recordando cómo de insufrible se podía llegar a comportar su marido con las drogas.
–¿¡Ah, estas fotos!? ¿Las dos podéis verlas también? ¡Que bien! –exclamó, comenzando a dar vueltas sinsentido por el piso, provocando que Cora retrocediese unos pasos, asustada, pues nunca lo había visto así. En ese momento, la Sra. Hudson comenzó a temblar del miedo que le provocaba el joven detective–. ¡Una taza de té! ¡Por Dios bendito! –exclamó de forma histérica, antes de caminar hacia la casera–. ¿¡Pero qué le pasa!? ¿¡Está sufriendo un terremoto!? –inquirió a voz en grito, elevando sus manos en el aire como si se tratase de un maníaco.
La Sra. Hudson dejó caer la taza de té debido a la sorpresa y el miedo del momento, ante lo cual, Sherlock se apresuró a cogerla, tirando la pistola a la mesa de la cocina, cosa que esperaba la casera, cogiendo ella la pistola mientras que él lograba atrapar la taza de té, sin que se estrellase contra el suelo. Cora observó a su casera con una mezcla de sorpresa y alivio, quien ahora apuntaba con la pistola al sociópata.
–¡Hasta aquí hemos llegado, jovencito! Dame las esposas. Sé que hay unas en el cajón de las verduras. Las he cogido alguna vez. –comentó con una sonrisa.
–¡Sra. Hudson...! –exclamó Cora, sorprendida y a la vez algo avergonzada por lo que acababa de escuchar.
–Oh, vamos, querida. Tengo una vida además de ser vuestra casera y de cuidar de vosotros. –replicó con una sonrisa dirigida a la mujer del detective, a quien aún le temblaban las manos–. Ahora, Cora, por favor, coge las esposas y esposa a tu marido.
Cora sonrió en parte aliviada de haber logrado detener a Sherlock en su vorágine de locura, por lo que se apresuró a abrir la nevera, encontrando las esposas en el cajón de las verduras, tal y como su amable y cariñosa casera había dicho. Sherlock aún se encontraba asombrado por lo sucedido, su vista fija en su casera, cuando ésta le espetó:
–¡Oh, no pongas esa cara! ¡A ver si te crees que eres mi primer drogata, Sherlock Holmes! –exclamó, mientras la pelirroja se acercaba a él, colocándole las esposas en las muñecas.
Tras contarle con pelos y señales a John lo que había sucedido a la llegada de la joven detective a Baker Street, los tres entraron a la casa de la psicóloga. El doctor observó a las dos mujeres, mientras que su nueva psicóloga consultaba en su portátil.
–¿Habéis llamado a la policía? –inquirió el rubio.
–¿Cómo voy a llamar a la policía? ¡No soy civil! –replicó la Sra. Hudson, ante lo cual Cora sonrió de forma breve.
–¿Culverton Smith? –le preguntó la nueva psicóloga de John a la mujer del detective, quien notó que había algo en ella que le ponía los pelos de punta.
–Así es. –afirmó la de ojos rubí, de alguna forma inconsciente, alzando aquel muro que evitaba que dedujesen sobre ella.
–Esto me parece relevante. Es de esta mañana. –comentó, enseñándoles a la detective y al doctor una noticia, donde Sherlock acusaba a Culverton Smith de ser un asesino en serie.
–Por Dios, Sherlock en Twitter... Ha perdido el oremus. –murmuró John, lo que provocó que Cora inmediatamente reaccionase, su tono enfadado.
–No te atrevas a hacer chistes, ¡no te atrevas! –exclamó la joven, mientras que la Sra. Hudson hablaba al unísono.
–¡Estábamos aterrorizadas!
John se quedó algo cortado por el repentino estallido de furia por parte de la pelirroja, quien no solía enfadarse casi nunca, manteniendo en control sus emociones casi con una precisión matemática, aunque en aquella ocasión parecía que sus emociones se estaban desmadrando.
–¡Tienes que ir a verlo John, y echarle una mano! –le dijo la anciana mujer al doctor, su voz esperanzada y algo asustada aún por lo sucedido.
–No. –se negó el doctor de cabello rubio.
–¡Te necesita! ¡Cora te necesita también! ¡Necesita tu ayuda, ahora más que nunca!
–¡Será a otro! A mi no, ahora no. –replicó, dando la espalda a las dos mujeres.
Aquella respuesta y aquel gesto por parte de John enfureció aún más si era posible a la detective, quien en dos zancadas se colocó frente al doctor, su rostro lleno de ira, antes de proceder a amenazarlo.
–¡Escúchame por una vez en tu puñetera vida! ¿¡Sé que Mary a muerto, y que tienes el corazón roto, pero si muere también Sherlock, quién te va a quedar!? –le espetó, ante lo cual, John la miró de forma intencionada–. Porque una cosa te digo, John Hamish Watson, ¡con nosotros NO cuentes! –exclamó, antes de salir casi corriendo de la casa.
–¡Ay, Cora! –exclamó la casera de Baker Street yendo en su busca.
John suspiró, observando la entrada, encontrando a Mary, quien estaba ahí de pie. Ésta asintió, haciendo un gesto hacia la entrada, indicándole que siguiera a las dos mujeres. Tras resoplar de nuevo, John procedió a salir de la casa, haciendo lo que Mary le había aconsejado.
La joven docente de cabello carmesí caminó rápidamente hasta el coche de la Sra. Hudson, el miedo de pronto aprisionando su corazón: ¿y si no podía hacer regresar a Sherlock de aquella vorágine de destrucción? ¿Y si, incluso tras intentar cumplir la última voluntad de Mary, John se negaba a ayudarla? ¿A ayudarlos a ambos? La joven no soportaba la idea de perderlos a ambos. Sintió un escalofrío de terror que la invadía, diciéndose a si misma que debía permanecer en calma, que no debía deprimirse... No debía repetirse lo sucedido hacia dos años. Impotente, lo único que pudo hacer fue hundir su rostro entre sus manos, sollozando. Sintió la mano de la casera de Baker Street en su hombro, a modo de consuelo, aunque no logró detener su llanto. En ese momento, John se acercó a ellas.
–¿Has hablado con Mycroft? ¿Con Molly? ¿Con alguien? –le preguntó a la joven.
–Ellos no importan. Tu sí. –sentenció Cora.
–¡Por favor, ve a verlo, te lo ruego! –le pidió la anciana mujer, girándose hacia John, aún con la mano en el hombro de la mujer del detective–. ¡O échale un vistazo como médico! Sé que cambiarás de opinión si lo haces. –apostilló, John posando su mirada en la sollozante mujer que tenia a su derecha.
–Sí, bueno... Puede ser, si tengo un rato.
–¿Me lo prometes? –inquirió Cora tras girarse para mirarlo, secando sus lágrimas.
–Lo intentaré, si paso por allí.
–Prométemelo. –insistió la de cabello rojo.
–Lo prometo.
–Gracias. –dijeron ambas mujeres, antes de caminar al maletero del coche.
John observó a ambas de forma confusa, cuando de pronto observó cómo abrían éste, revelando que Sherlock Holmes estaba dentro, observando su entorno de forma confusa y aterrada, sus manos esposadas, todo su cuerpo temblando debido a las drogas.
–¿Y bien? Adelante: examínalo. –dijo la Sra. Hudson.
–Están de los nervios... ¡solo he pedido una taza de té! –exclamó Sherlock una vez le quitaron las esposas, caminando al interior de la casa de la psicóloga de John, agarrando un florero lleno de agua y flores, quitando éstas y pegando un trago al agua.
–¿Cómo lo habéis metido en el maletero? –preguntó John a la pelirroja.
–Los chicos de la cafetería. –replicó ella con un tono suave, algo divertido.
–¡Me han tirado al suelo! ¡DOS veces! –exclamó el sociópata, girándose hacia ellos, caminando a la sala de estar de la casa, bebiendo del florero.
–¿Y sabes por qué, cielo? –inquirió Cora, observando a su marido–. Porque te conocen. –comentó, en el mismo momento en el que Sherlock se percató de la presencia de la psicóloga de John.
–¿Quién es esa? ¿Es una persona nueva? –inquirió, señalándola–. No quiero saber nada de nuevos.
–Es mi psicóloga.
–¡Fantástico! ¿Da citas a grupos? –preguntó a la psicóloga, quien estaba hablando por teléfono.
–¿De quién es ese coche? –preguntó John, observando cómo Sherlock se sentaba en el asiento en el que él había estado anteriormente sentado.
–Es suyo. –indicó la pelirroja, caminando hacia la estancia en la que estaba su marido.
–¿¡Cómo va a ser suyo!? –exclamó John, incrédulo ante sus palabras.
–¡Hay que fastidiarse! Soy la viuda de un narcotraficante, tengo propiedades en el centro de Londres, y por última vez, John, ¡NO soy tu asistenta! –sentenció, saliendo de la habitación por algunos momentos. Entretanto, la psiquiatra de John se acercó a éste, entregándole su teléfono.
–Lo siento mucho, he cogido su teléfono. Estaba ocupado. Creo que querrá atenderlo. –le dijo con un tono suave, la Sra. Hudson devolviéndole su teléfono móvil a la pelirroja, quien había salido a la entrada para encontrarse con ella. Tras devolverle el dispositivo, la Sra. Hudson se encaminó a la cocina de la casa. Cora por su parte, se acercó a John mientras contestaba la llamada.
–¿Sí? ¿Dígame?
–¿Es usted John Watson? –inquirió una voz.
–Sí, ¿quién es? –inquirió, confuso al escuchar que la otra persona lo identificaba al instante.
–Culverton Smith. Habrá oído hablar de mi. –replicó el hombre, lo que hizo que Cora se tensase de forma imperceptible, pues su plan había comenzado a desarrollarse, sin embargo, no estaba segura de qué sería capaz de hacer ese tipo.
–Pues... Sí.
–¿Me trae un vaso de agua limpio? ¡Este está asqueroso! –exclamó el sociópata, sujetando el florero.
–¿De verdad? ¿Por qué será...? –inquirió su mujer con ironía, caminando hacia él y cogiendo el florero y caminando a la cocina.
–Estoy al tanto de lo ocurrido esta mañana. No se preocupe, la reunión sigue en pie.
–Sí, seguro que ha sido desternillante... ¿perdone, ha dicho la reunión sigue en pie?
–Usted, el Sr. Holmes y su mujer. Les he enviado un coche. Estará en la puerta. El Sr. Holmes me dio la dirección. –replicó Culverton.
–Es imposible que le haya dado esta. –rebatió John, justo en el instante en el que el timbre de la puerta sonaba. El doctor caminó a la puerta principal, abriéndola, encontrando que había un hombre trajeado esperando, una limusina cerca de la casa de la psicóloga.
–Cuando quiera. –dijo el hombre frente a él, antes de hacer una leve reverencia, mientras que John cerró la puerta.
–¿Cuándo le dio Sherlock esta dirección? –cuestionó John, su tono de prono molesto.
–Hace dos semanas.
–¿Hace dos semanas? –intentó confirmar.
–Sí. Dos semanas. –replicó Culverton, ante lo cual, John colgó la llamada, girándose hacia la pelirroja, quien estaba limpiando el florero–. ¿Cómo supisteis la Sra. Hudson y tú dónde encontrarme?
–Oh, Sherlock nos lo dijo. A punta de pistola no se hace tanto de rogar. –replicó Cora, dejando secar el florero en el fregadero. Al ver que John caminaba enfadado hacia la sala donde Sherlock se encontraba, ella lo siguió. La mujer observó a su marido, quien estaba durmiendo, al cual John despertó con un sobresalto debido a sus gritos.
–¿¡Cómo lo sabías!? ¿Cómo? El lunes decidí cambiar de psicóloga. La elegí el martes por la tarde. –exclamó el doctor, señalando a su psicóloga, el sociópata fijando su vista en él–. El miércoles por la mañana pedí cita para hoy. Hoy es viernes, y hace dos semanas, dos antes de ser secuestrado a punta de pistola y traído aquí, más de una semana antes de saber yo siquiera que iba a venir aquí, ¿¡tu sabías donde tenían que recogerte para ir a comer!? –se exasperó, la ira irradiando de sus palabras, ante lo cual, Sherlock alzó el rostro para mirarlo.
–¿En serio? Anticipé las reacciones de personas que conozco bien ante situaciones que yo idee, ¿no sabe hacerlo cualquiera?
–¿Cómo? –preguntó la Sra. Hudson, quien caminó hasta estar junto a Cora, quien se encontraba cerca de John.
–Menos lo del maletero. Eso ha sido ruin. –replicó Sherlock, señalando a su mujer y a su casera, la primera encogiéndose de hombros de forma leve.
–Da igual cómo. Se muere por contárnoslo. Yo quiero saber ¿por qué? –intercedió John, hastiado del carácter del sociópata.
–Porque Cora y la Sra. Hudson tienen razón. Me consumo. Estoy en el fondo de un pozo y sigo cayendo, sin posibilidad de salir de él. –replicó el joven de cabello castaño con un tono suave, la Sra. Hudson saliendo de la habitación con una expresión apenada. El joven se levantó del asiento, observando a su mujer y su amigo–. Necesito que sepas, John, porque Cora lo sabe perfectamente, que aquí arriba –señaló a su sien–, necesito que veas que aquí arriba no he perdido facultades. Y cuando te diga que ese es el ser humano más peligroso, y despreciable que he conocido, cuando te digo que hay que pararle los pies a ese monstruo, por favor, recuerda dónde estás, porque es justo donde anticipé hace dos semanas. –comentó tras señalar el portátil, sentándose en la silla cercana a la mesa. La pelirroja observó a su marido, pues el plan continuaba desarrollándose, ella sabiendo de antemano los planes de su marido hasta cierto punto, incluyendo la dirección de aquel lugar–. Estoy fatal. Estoy en un infierno. Pero no me equivoco: no con él. –apostilló, señalando de nuevo la pantalla del portátil
–Sherlock, cariño, ¿qué es exactamente lo que necesitas? –le preguntó su mujer, su tono suave, apenado por las actuales circunstancias.
–Ese bicho, ese ser inmundo... Es un coagulo de maldad humana de carne y hueso. Y si lo único que hago en este mundo es sacarlo de él, mi vida habrá valido la pena. –le dijo, su tono suave, igualando el de ella–. ¡Miradme! No puedo hacerlo. Ahora no. Solo no. –se lamentó, las lágrimas saladas inundando sus ojos azules-verdosos.
–Sabes que no te abandonaré, Sherlock. Siempre me quedaré contigo. –sentenció la detective, acercándose a su marido, a pesar de que seguía pensando que su estado era realmente alarmante, habiendo cruzado una línea que no debería haber cruzado. Colocó su mano izquierda en el hombro derecho del sociópata, éste cogiéndola y dándole un beso en el dorso. La joven docente fijó sus ojos entonces en John, esperando su respuesta.
–Está bien. –comentó, alargando su brazo derecho. Sherlock se levantó y extendió su brazo derecho para darle la mano, cuando John retiró la manga, observando los pinchazos–. Y esto también es de carne y hueso.
–¿Por qué iba a disimular?
–¡Porque eres un mentiroso! ¡Mientes siempre, como si fuera tu misión! –le espetó en un grito el doctor–. Ni siquiera puedo llegar a imaginar cómo Cora puede aguantar estar contigo todavía.
–¡John! –exclamó ella algo irritada–. ¡Es mi marido y lo amo!
–Seré muchas cosas, John, ¡pero NO se me puede llamar impostor! –exclamó Sherlock al mismo tiempo que su mujer respondía a su amigo rubio.
–¡Simulaste estar muerto durante dos años!
–¡Aparte de eso! –dijo Sherlock tras unos minutos de mantenerse en silencio.
–Antes de nada, necesito saber en qué estado estás. Por el bien de Cora, pero también por aquellos que te rodean. –indicó el viudo.
–Pues eres médico, ¡examíname! –propuso el sociópata de cabello castaño, sentándose de nuevo en la silla, extendiendo los brazos a los lados en anticipación.
–No, necesito una segunda opinión.
–Oh, ¡tranquilízate, hombre! –exclamó Cora, comenzando a molestarse por su actitud.
–Dos opiniones son demasiado para ti. Te harías un lio. –apostilló Sherlock en un tono bromista.
–Necesito a la única persona, que a diferencia de Cora y de mi, aprendió a reconocer tus patrañas.
–¿Y quién es? Me habría dado cuenta. –espetó el Detective Asesor, ante lo cual Cora dio una sonrisa disimulada, pues aunque no estaba al tanto de los actuales planes de Sherlock, ella se percataba de a quién había avisado su marido.
–La última que se te ocurriría. Quiero que te examine Molly Hooper. –dijo John–. ¿Me has oído? Molly Hooper. –añadió, ante lo cual, el detective sonrió de forma amarga pero algo divertida.
–Esto no te va a gustar un pelo...
–¿El qué? –inquirió John al escuchar el comentario del marido de Cora, ante lo cual, el timbre de la vivienda sonó una vez más. Esto provocó que el rubio suspirase, apresurándose en abrir la puerta, seguido por Cora, encontrando a Molly allí.
–Eh... Hola. Esto... Perdona, Sherlock me pidió que viniera. –dijo la forense de forma nerviosa. Detrás suyo había una ambulancia con varios para-médicos.
–¿Hace dos semanas? –inquirió John con un tono algo irónico y molesto.
–Sí, más o menos. –replicó, apareciendo Sherlock por el pasillo de la casa.
–Si quieres saber cómo predigo el futuro-
–¡No! ¡Me da igual! –lo interrumpió el rubio con un tono enfadado.
–Bien, una ambulancia. Molly puede examinarme de camino, para ahorrar tiempo... ¿Cuánta pasta quieres? –le preguntó a la castaña.
–Pues... –dijo ella de forma nerviosa.
–Dime cuándo toser. –la interrumpió el sociópata–. Cora, espero que me hayas traído el abrigo. –comentó antes de caminar hacia la ambulancia, pasando al lado de Molly.
–Lo siento, no sabía que ibais a estar aquí. Lo último que oí de ti, Cora, es que habías desaparecido. –comentó, observando a la mujer del detective con pena, pues sabía lo mucho que la joven de ojos escarlata adoraba a Rosie, sintiendo lástima porque no pudiese tomarla en brazos ni verla.
–Necesitaba alejarme un tiempo de Baker Street, pero ha resultado ser una muy mala idea.
–¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa?
–Sherlock ha recaído. –sentenció la pelirroja en un tono apenado, ahora los planes habiéndose salido de su control y planificación. Lo que fuera que Sherlock planeaba hacer para ayudar a John, era un misterio para ella, lo cual... La aterraba.
–Vaya por Dios, ¿estás segura?
–No. Es Sherlock, cómo vamos a estar seguros... –apostilló John–. Examinalo. –pidió, ante lo cual, Cora sonrió, rodeando sus hombros con su brazo izquierdo.
–Vamos, Molly. –dijo Cora, caminando con ella a la ambulancia.
–Sra. Hudson, como siempre, usted y Cora son increíbles. –la alabó el rubio en un susurro, siendo aquellas las primeras palabras amables dedicadas a la pelirroja, aunque esta no pudiese escucharlo.
–No... Pero vas a tener que espabilar un poco, ¿lo sabes, no? –le preguntó con una sonrisa–. ¡La partida esta en marcha!
–Si necesitas algo, cualquier cosa, cuando sea, no tienes más que pedirla. Cora y yo siempre estaremos ahí.
–Gracias. –agradeció con una sonrisa, caminando al exterior, hacia la limusina–. ¿Me... Me prestaría su coche alguna vez? –preguntó, girándose hacia ella.
–No. –replicó ella tras unos segundos.
–Vale... –comentó John con una sonrisa divertida, caminando a la limusina y subiéndose a ella, encaminándose a su cita con Culverton Smith.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top