1-Mensaje de otro mundo

Ryan:

—Es todo por hoy, chicos —se despidió la profesora Jules, al mismo tiempo que la campana empezaba a sonar.

Me puse de pie y empecé a guardar mis cosas en silencio. El día había sido largo, y al fin había terminado mis clases a las seis treinta de la tarde. Agarré mi mochila con una mano y empecé a avanzar hacia la salida, pero me paré en seco cuando escuché a alguien llamarme.

—¡Hey, Ryan!

Miré hacia atrás y mi mirada se posó en un chico de mi edad. Era más alto que yo y una enorme sonrisa iluminaba su rostro, mientras que sus ojos ámbar me observaban con emoción.

Era Max, uno de los pocos amigos que tenía. Me encantaba salir con él, pero ahora mismo no estaba de ánimos para salir.

Lo miré con una mirada apagada, intentando darle el mensaje de que estaba cansado y que quería ir a casa, pero el chico no desanimó para nada.

—¡Ven con nosotros al cine! —me pidió, poniéndome una mano en el hombro.

—No dormí ayer, estoy muy cansado —me disculpé, encogiéndome de hombros.

—Entonces duerme en el cine —siguió otra voz, una voz femenina.

—Eso es raro —susurré, frunciendo el entrecejo.

—Max siempre lo hace —explicó la chica.

Miré con diversión como Max la miraba con una mirada ofendida. Era una chica alta, de pelo rubio liso y ojos azules. Era otra de mis amigos de la escuela. Podía parecer débil o calmada, pero el que se metiera con ella no saldría vivo.

—Estoy cansado, Tess —me disculpé, mirándola con un encogimiento de hombros.

—O vienes o te secuestramos —me amenazó Max, mirándome con una sonrisa burlona.

—¿Secuestrarme? —pregunté con incredulidad.

—Sí, llevarte a la fuerza al cine y obligarte a mirar la película —añadió Tess, mientras Max asentía con seriedad.

Nos miramos los tres durante un par de segundos, antes de que mis dos amigos explotaran en carcajadas. Sonreí inconscientemente, pero aun así seguía firme en mi decisión. Me iría a casa a descansar finalmente.

—Ustedes son muy raros —fue lo último que dije, dando media vuelta y empezando a alejarme.

—¡Ve y duerme bien, pequeño bebé! —se despidió Max, volviendo a reírse solo.

Ya me había acostumbrado a la compañía de los chicos. Aunque podían parecer raros, eran demasiados amables y siempre estaban ahí cuando los necesitaba.

Caminé hacia la salida y tomé el camino que siempre tomaba para irme a casa. Vivía algo lejos de casa, pero ese día había querido ir caminando en la mañana. Mala idea. Ahora me sentía cansado y solamente quería llegar a casa.

Pocos minutos después, algo captó mi atención. Una chica se encontraba sentada en el parque por el cual pasaba siempre para llegar a casa. Se encontraba acompañada de otra chica, pero no le presté atención.

Solo le presté atención a la chica rubia que agitaba la mano para llamar mi atención. Me acerqué a ambas con el ceño fruncido.

—¿Lea, que haces aquí? —le pregunté a la chica rubia.

—El profesor estaba ausente y vinimos al parque con Jade. No quería volver a casa tan pronto, igual solo me aburriría sola.

Miré a Lea, y luego a Jade, la cual me miraba también. Lea era mi hermanita, era dos años menor que yo. Teníamos el mismo pelo rubio y los ojos azules que habíamos heredado de papá.

Por otro lado, Jade era su mejor amiga. Era una chica amable y estudiosa. Tenía la piel oscura y su pelo marrón esponjoso era realmente admirable. Me gustaría tocarlo, pero no quería incomodarla.

—¿Quieres ir a casa ahora?—le pregunté a mi hermana.

Lea asintió, antes de darle un rapido abrazo a Jade y ponerse de pie. Me giré hacia su amiga y le sonreí.

—Que tengas un lindo día, Jade—me despedí.

Lea tomó su mochila y empezó a caminar a mi lado. Puse mis manos en los bolsillos de mi pantalón mientras ella sacaba su celular y me lo ponía frente a la cara.

—¡John va a actuar en una nueva pelicula! ¡Tenemos que ir a verla cuando salga!

Sonreí, poniendo los ojos en blanco. John era el actor favorito de Lea, y se había visto sus películas una y otra vez. Que saliera ese anuncio seguramente le había alegrado la semana.

—¿Y como fue tu día?—intentó iniciar una conversación.

—Aburrido—suspiré—. Al contrario de tu caso, no faltó ningún profesor, y me duele la cabeza de dormir tan poco ayer.

—Te dije que debías dejar de desvelarte para leer historias—me regañó la chica.

—No es mi culpa que la historia sea tan buena—me encogí de hombros—. Deberías darle una oportunidad a esta también, seguro te encanta.

—Después—prometió.

Seguimos caminando, pero de golpe, sentí un frío en todo mi cuerpo. Un escalofrío pasó por mi espalda y me tensé, incomodo. Lea dejó también de caminar y me miró con el ceño fruncido, preocupada.

—¿Qué ocurre?—se preocupó.

Fijé mi vista en ella y vi que su labio inferior temblaba ligeramente. Ambos teníamos esa conexión especial que nos revelaba que el otro no estaba bien. Y claramente, Lea sentía que yo no iba bien.

Aun así, no quise preocuparla. Sonreí con calma y pasé un brazo por sus hombros. La chica se relajó un poco, pero seguía mirándome con confusión.

—Recordé que olvidé el cuaderno en el que tengo que hacer mis tareas en la escuela—mentí—. Pero no tengo esa clase hasta en la tarde, así que en el almuerzo lo termino.

Lea puso los ojos en blanco y me empujó con el hombro, exhalando con fuerza.

—Me preocupaste por nada—se quejó—. Por un instante, pensé que ya te habías vuelto loco.

—Quizás ya lo esté y ni lo sepas—bromeé.

Lea se relajó aún más y me siguió hablando sobre su día y sobre lo que había hecho con Jade en el parque. La escuchaba distraídamente, echando de vez en cuando una mirada disimulada hacia atrás.

Porque estaba seguro de que lo que había sentido minutos antes había sido algo raro. Me sentí observado, como si alguien se quedaba mirándome fijamente durante un largo tiempo.

Ya había pasado una infinidad de veces previamente por lo que empecé a acostumbrarme poco a poco. Pero seguía deseando descubrir quien era la persona descerebrada que lo hacía.

Después de un tiempo me di cuenta de que quizás no era alguien, sino que "algo". No un objeto, sino que algo que no era humano, pero tampoco inanimado. No sabía como explicarlo, por lo que nunca se lo dije ni a Lea, ni a mis padres, ni a nadie más.

Y no solo eran miradas, a veces sentía que alguien me tocaba el hombro o algo respirar en mi oreja, antes de volver a notar que estaba solo y que nadie podía haberlo hecho.

Intenté prestar atención a lo que me contaba Lea, prefiriendo no preocuparla de nuevo. Pocos minutos después llegamos a casa. Subí las escaleras de dos en dos y entré a mi cuarto, dejándome caer finalmente en mi cama.

Era un cuarto espacioso, con una cama pegada a la ventana y un escritorio a su derecha, donde siempre me sentaba a hacer mis tareas. La pared estaba cubierta de fotos de todo lo que me gustaba: series, películas, actores, equipos de futbol o simplemente fotos de cuando era más pequeño, donde aparecíamos Lea, yo y mis padres.

Me acosté en mi cama, intentando dormir, pero era imposible. Cada vez que cerraba los ojos, sentía algo cálido, como un respiro, acercarse a mi cara. Era incomodo y ya me había pasado antes, por lo que solo esperé a que acabara.

Diez minutos después, salté de mi cama, me senté en mi escritorio y abrir mi mochila, sacando mi libros para hacer mi tarea.

—La profesora Jules no nos dio mucho, así que debería empezar con eso —susurré sacando mi libro de matemáticas.

Empecé a hacer el primer ejercicio, antes de volver a sentir alguien mirándome fijamente. Me quedé en mi lugar unos segundos, antes de darme vuelta de golpe gracias a mi silla, pero...

Nadie ni nada.

Miré todo el cuarto con detenimiento, y comprobé con nerviosismo que estaba solo. Me puse de pie y me acerqué a la ventana, mirando por ella, pero también noté que nadie me miraba desde afuera.

Aproveché la oportunidad para cerrar la ventana, esperando no volver a sentir el aire cálido en mi cara. Lo que debería haber sido raro para mí en primer lugar. Nos encontrábamos en invierno, cualquier aire que entraría por la ventana debiera ser frío. Tenía la costumbre de dejar mi ventana ligeramente abierta cada vez que salía, para que cuando volviera la casa tuviera mejor aire que respirar.

—Esto es raro —susurré, asegurándome de cerrar bien la ventana.

Volví a sentarme en mi escritorio, antes de agarrar el lápiz y empezar a resolver los problemas matemáticos. Al instante sentí mi mano resbalar, rayando el lugar que debía contestar. Me puse de pie de un salto y agarré con más fuerza mi lápiz, mirando alrededor mío con desconfianza.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté, apretando los labios con nerviosismo— ¡No se meta conmigo, soy peligroso! ¡Tengo un lápiz! —le informé a la nada, levantando en el aire mi lápiz.

—¿Qué harás con un lápiz como arma? —preguntó mi voz interna— ¿Firmarle un autógrafo a la persona que te anda molestando?

—Cállate, voz interna —le ordené, sin moverme ni un centímetro.

La puerta de mi cuarto se abrió y Lea pasó la cabeza por ella, mirándome con completa confusión. Bajé con rapidez el lápiz y lo escondí atrás de mi espalda, esperando que no me haya escuchado.

—¿Soy yo o acabas de decir "No te metas conmigo, soy peligroso, tengo un lápiz"? —preguntó Lea, acercándose a mí— Definitivamente necesitas dormir, Ryan.

—¡Estoy bien, estoy bien! —la tranquilicé, dejando mi lápiz encima de mi escritorio.

—¡No abandones tu arma! —gritó mi voz interna.

—¡Cállate, voz interna! —repetí, antes de darme cuenta de que Lea seguía aquí.

—¿Y ahora es cuando me dices que estás entrenando para una obra de teatro en la escuela? —preguntó mi hermana menor—. Okey, fingiré que te creo.

—¡No era lo que iba a decir! —me ofendí, antes de darme cuenta de que no tenía una mejor excusa— Okey, sí, estoy entrenando para una obra de teatro.

—Duerme o haz tus demás tareas —me pidió Lea—. En poco la cena estará lista. Te llamaré para que bajes.

—¿Estás segura de que eres mi hermana menor? —cuestioné, mirándola con diversión— Pareces tú la que tiene diecinueve y yo diecisiete.

Lea se encogió de hombros, sonriendo con diversión, antes de dar media vuelta y salir de mi cuarto. Suspiré con cansancio, antes de volver a sentarme en mi escritorio y darme cuenta de que mi libro seguía rayado. Busqué mi goma de borrar, sin resultado.

—¿Qué me pasa hoy? —susurré, poniéndome de pie y saliendo del cuarto— ¿¡Lea, tienes una goma de borrar!?

—¡Deja de gritar! —me regañó Lea, gritando también.

—Ahora mismo estás gritando —contraataqué, sin bajar la voz.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lea, apareciendo abajo de las escaleras.

—Necesito una goma de borrar, ¿me puedes prestar la tuya? —le pedí, mirándola con súplica.

—Una amiga me robó la mía ayer —suspiró la chica—. Pero hace unos días vi una en el cuarto de mamá y papá.

—¡Gracias! —le agradecí, antes de dirigirme al cuarto de mis padres.

Intenté abrir la puerta del cuarto de mis padres, pero estaba cerrada. Suspiré con molestia y busqué en mis bolsillos, sacando una horquilla de cabello. La introduje en la cerradura, y segundos después la puerta se abrió sin gran dificultad.

—Que genial soy—me felicité a mi mismo—. Fue buena idea siempre andar con una horquilla en el bolsillo.

Me adentré en el cuarto, teniendo cuidado en no pisar nada. El lugar estaba totalmente oscuro: las cortinas cerradas, la luz apagada, y además de eso las paredes del cuarto eran negras.

Encendí la luz y miré el cuarto con curiosidad. Muy pocas veces entrabamos aquí, simplemente por el hecho de que cada cosa en este lugar era valiosa, y no podía permitirme arruinar algo.

El lugar estaba lleno de hojas esparcidas por todos lados: por la cama, en el suelo, sobre el escritorio o la mesita de noche. Por eso mismo no entraba ahí. Cualquier hoja era importante, y si faltaba alguna, el caso entero quedaría sin resolver.

Papá y mamá eran policías. Por eso tanto desastre. Iban al centro de policía a encargarse de resolver casos, ayudar a inocentes y hacer patrullas. Los admiraba un montón y deseaba ser como ellos de grande.

Pero no solo eran eso. Tambien, al mismo tiempo, eran detectives. Podían llegar a escenas del crimen, intentar reunir pistas y atrapar al asesino si el caso era simple. Pero lo que más adoraba era cuando se vestían de simples civiles y se infiltraban en lugares, para despues revelar su verdadera identidad.

El ruido que hizo mi pie golpeando un vaso de vidrio llamó mi atención y volví a fijarme en donde estaba y en lo que hacía. Avancé con cuidado y me acerqué al escritorio, donde había un estuche negro.

Agarré el estuche de papá y lo abrí, buscando una goma. Al instante mi vista se posó sobre una foto adentro, ligeramente torcida para poder caber dentro entre tantas cosas. Desvié mi mirada con rapidez.

Pero ya había despertado mi curiosidad.

La saqué y me quedé observando lo que había en ella. Se trataban de tres personas: dos adultos, una mujer y un hombre, y un joven entre ambos.

El hombre tenía el pelo rubio corto, los ojos azules y una enorme sonrisa iluminándole la cara. Tenía el brazo sobre el hombro del joven, el cual también tenía el pelo rubio, pero parecía tener los ojos verdes.

Al otro lado del joven, agarrándole el brazo, se encontraba la mujer. Con el pelo recogido en una coleta y los ojos verdes brillando de felicidad, los tres se veían como una familia feliz.

Y eso era lo más raro... dos de esas tres personas eran mis padres.

¿Pero quién era el joven en el medio?

Papá y mamá se veían más jóvenes que ahora. Unos 10 años más jóvenes quizás. Le di la vuelta a la foto y vi algo escrito abajo, con tinta casi indistinguible. Aun así logré leer lo que estaba escrito en ella.

"Jason, Amy y James".

A Jason y a Amy los conocía muy bien. Ellos eran mis padres. Pero James... ¿quién era ese chico?

—¿Ryan?—gritó Lea, seguramente desde la cocina—. La cena ya está lista.

Me sobresalté tanto que la foto se me cayó de las manos. La agarré con rapidez y la devolví a su lugar, fingiendo que no había estado mirando en las cosas de papá.

Pero de repente, algo nuevo ocurrió, algo tan inesperado que me quedé en mi lugar, sintiendo un escalofrío cruzarme la espalda. Solté un grito de terror y retrocedí. Mi espalda dio contra la parte afilada del escritorio, por lo que me la agarré, reprimiendo otro grito, ahora de dolor.

La foto, por un momento, había quedado en su lugar, pero de la nada, había empezado a flotar en el aire, como si una mano invisible la hubiera levantado. El grito que había soltado había sido tan fuerte que no me sorprendió cuando Lea abrió la puerta, con una cacerola en la mano.

—¿Y ahora qué, Ryan? ¿De nuevo tú obra de teatro? —preguntó, mirándome con molestia— ¿Cuántos infartos quieres darme hoy?

—No, la foto empezó a...

Volví a mirar el lugar donde se encontraba el estuche, pero la foto estaba encima de la mesa, como si nada hubiera ocurrido. Por un segundo, hasta pensé que me había imaginado todo, que el ver tantas películas me había perjudicado. Pero no... estaba seguro de que no había alucinado.

—Sí, es mi obra de teatro —susurré, sintiéndome idiota de golpe—. Lo siento.

No podía decirle lo que había presenciado. Me tomaría por un idiota. Nadie se lo creería si no lo viviera. Por lo que preferí dejar el asunto para mí, al menos, hasta que saliéramos de este cuarto.

—Vuelve a asustarme así de nuevo y no cenarás hoy —me advirtió Lea, acercándose a la puerta.

Asentí, al mismo tiempo que Lea volvía a cerrar la puerta. Iba a dar media vuelta yo también y salir corriendo de ahí, pero algo nuevo llamó mi atención. Y no saben cuanto me arrepentí de no haber fingido no haber visto nada y haber salido detrás de Lea.

Un lápiz salió lentamente del estuche. Me quedé helado en mi lugar, sin poder hacer nada. Se dirigió lentamente en dirección de una hoja blanca y empezó a escribir algo en ella.

No podía ver lo que hacía. No podía ver lo que escribía "la cosa". Me daba curiosidad, y al mismo tiempo me daba miedo saber qué era. Pocos segundos después, el lápiz volvió a su lugar, y al ver que no ocurría nada nuevo, me acerqué dudoso a la hoja, leyendo finalmente lo que había escrito en ella.

—"Al fin te das cuenta de mi presencia, hermanito" —susurré, al mismo tiempo que mi sangre se helaba en mis venas.

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