Capítulo Sesenta y nueve: Un Suspiro de Alivio

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Nadia

Todo era oscuridad, salpicada de destellos de luces con formas y colores diversos. A lo lejos, se escuchaba un sonido mecánico, acompañado por un bip que parecía seguir un ritmo bipolar.

Mi nariz comenzó a captar diferentes aromas: uno a medicina, otro a limpieza total, pero entre ellos se destacaba un aroma dulce, fresco y masculino que me brindaba una sensación de paz y tranquilidad, una seguridad en dondequiera que estuviera.

Los destellos de colores se transformaron en molestos destellos completamente blancos. Movía mis ojos, pero mis párpados estaban pesados y perezosos, reacios a abrirse. Lentamente, con dificultad, logré entreabrirlos y divisar luces y paredes blancas. La calidez de una mano se sentía en la mía derecha. Con los ojos aún entrecerrados, miré en esa dirección y lo vi.

Su cabeza descansaba cerca de mi mano, sus ojos estaban cerrados y su ceño fruncido en una expresión de preocupación. Al verlo, una oleada de emoción me recorrió el cuerpo. Quise llamarlo, decir su nombre, pero algo en mi boca y garganta me lo impedía. Sentía un tubo que me recorría la garganta, haciéndome imposible emitir sonido alguno.

Intenté moverme, pero el esfuerzo me resultaba agotador. Solo pude apretar ligeramente su mano, esperando que él sintiera el pequeño gesto. Sus ojos se abrieron lentamente, y al verme despierta, su expresión de preocupación se transformó en una mezcla de alivio y alegría.

—Nadia… —susurró, su voz quebrada por la emoción. Acarició suavemente mi cabello, mientras las lágrimas llenaban sus ojos—. Estás despierta.

Quise sonreírle, pero el tubo y la incomodidad lo hicieron difícil. Aun así, intenté transmitirle con mi mirada todo el amor y alivio que sentía por estar allí con él. Sentir su calidez y su presencia me daba fuerzas, incluso en medio de la debilidad que me envolvía.

Leonardo se inclinó más cerca, sosteniendo mi mano con más fuerza.

—No te preocupes, estoy aquí. Todo va a estar bien —dijo, su voz llena de ternura y promesa.

Sentí sus palabras como un bálsamo, llenándome de esperanza. Aunque no podía hablar, supe en ese momento que no estaba sola y que, con él a mi lado, tenía la fuerza para enfrentar lo que viniera.

De repente, Leonardo pareció recordar algo. Se levantó rápidamente de la silla y salió por la puerta del cuarto, llamando a los médicos y enfermeros.

—¡Necesitan venir rápido! —gritó, su voz llena de urgencia—. ¡Nadia ha despertado!

En cuestión de segundos, la habitación se llenó de actividad. Un equipo de médicos y enfermeros entró apresuradamente, rodeándome. Leonardo se hizo a un lado, dándoles espacio pero sin perderme de vista. Uno de los médicos se acercó, revisando mis signos vitales mientras los demás preparaban el equipo necesario para las valoraciones.

—Nadia, necesito que te mantengas tranquila —dijo el médico, su voz firme pero calmada—. Vamos a hacer algunas pruebas para asegurarnos de que todo esté bien.

Asentí ligeramente, aunque el movimiento era limitado. Sentía la presencia constante de Leonardo, lo cual me daba una extraña mezcla de tranquilidad y ansiedad. Los médicos comenzaron a evaluarme, revisando mis reflejos, pupilas, y signos vitales. El bip constante del monitor seguía siendo el fondo de todo.

—Está respondiendo bien —dijo uno de los médicos, y vi a Leonardo exhalar un suspiro de alivio.

Después de varios minutos de exámenes, los médicos parecían satisfechos con los resultados.

—Vamos a proceder a retirar el ventilador mecánico —anunció uno de ellos—. Necesitarás cooperar con nosotros, Nadia. Vamos a retirar el tubo de manera cuidadosa, pero necesitas intentar respirar por ti misma una vez que esté fuera.

Sentí una mezcla de alivio y miedo. Sabía que esto era un paso importante, pero el proceso de retirar el ventilador me asustaba. Leonardo se acercó nuevamente, tomando mi mano.

—Estoy aquí contigo —dijo suavemente, su voz un ancla en medio de la tormenta de emociones que sentía.

Los médicos comenzaron a trabajar con destreza. Sentí el tubo moviéndose en mi garganta, causando una incomodidad intensa, pero traté de mantenerme calmada, enfocándome en la voz de Leonardo. Finalmente, sentí cómo el tubo se deslizaba fuera de mi garganta. Inhalé profundamente, sintiendo el aire fresco llenando mis pulmones por primera vez en lo que parecía una eternidad.

Tosí ligeramente, pero seguí respirando por mi cuenta. Los médicos me observaron de cerca, listos para intervenir si era necesario, pero pronto sonrieron con aprobación.

—Muy bien, Nadia —dijo uno de los médicos—. Estás respirando bien por ti misma. Vamos a seguir monitoreándote, pero este es un gran paso.

Sentí una oleada de alivio y gratitud. Leonardo me sonrió, sus ojos llenos de orgullo y amor. Aunque aún estaba débil y convaleciente, sabía que con su apoyo, tendría la fuerza para seguir adelante. La peor parte parecía haber pasado, y ahora, con Leonardo a mi lado, podía enfrentar lo que viniera.

—¿Qué…? —tosí al instante al intentar hablar. Era como haber perdido la voz; sonaba tan bajo que no estaba segura de haber pronunciado algo.

—Tranquila, debes esperar a que tus cuerdas vocales se desinflamen —Leo acarició mi mejilla, mostrándome una mirada y sonrisa llenas de ternura.

Hice un esfuerzo por asentir, aunque apenas podía mover la cabeza, sentía el cuello entumido. Tenía una necesidad urgente de saber qué había pasado, de entender cómo había llegado hasta aquí. Leonardo pareció adivinar mis pensamientos y comenzó a hablar con su voz suave y reconfortante.

—Cuando te dispararon y perdiste la consciencia, todo se volvió un caos —comenzó, apretando ligeramente mi mano—. Intenté detener la hemorragia lo mejor que pude mientras llegaban los paramédicos y poder llevarte en la ambulancia. No pasó mucho tiempo antes de que la policía llegara. Marco, Siena y Riley fueron detenidos de inmediato.

Hice una mueca de confusión, y Leonardo se apresuró a aclarar.

—Riley y Siena no lograron escapar porque Matt los retuvo, Nadia —me sonrió.

—¿Matt? —intente hablar de nuevo, pero mi voz era débil.

—Él me ayudo a encontrarte y estuvo aquí, ha venido a visitarte de vez en cuando —lo miré sorprendida y pareciera que mi expresión fue graciosa, pues Leonardo soltó una pequeña risita—. Cuando te subieron a la ambulancia, te trajeron directo al hospital. Nos dijeron que perdiste mucha sangre y la cirugía fue complicada. Estuviste en coma durante dos meses.

Mis ojos se abrieron un poco más al escuchar esto. No podía creer lo que estaba oyendo. Leonardo continuó, su voz calmada y firme.

—Marco, Siena y Riley están bajo custodia. El juez está esperando para saber de tu evolución para dictarles una sentencia adecuada. Quieren asegurarse de que tú puedas testificar y dar tu versión de los hechos.

Aunque no podía hablar, mis ojos debieron de reflejar la mezcla de emociones que sentía: alivio, miedo, gratitud. Leonardo se inclinó y me besó la frente con suavidad.

—Todo va a estar bien, Nadia. Estoy aquí contigo y no voy a dejar que nada te pase. Ahora lo importante es que te recuperes.

Le sonreí débilmente, sintiendo que, con él a mi lado, podía enfrentar cualquier cosa.

Una semana después, me encontraba casi recuperada. Las terapias físicas comenzaron para evitar la atrofia de mis músculos por el coma, y aunque los ejercicios eran dolorosos y agotadores, lograba superarlos con determinación. Con cada día que pasaba, mi fuerza y mi movilidad mejoraban. Leonardo siempre estuvo a mi lado en cada sesión, animándome y celebrando cada pequeño progreso.

Al mes de mi recuperación, los médicos finalmente dieron la tan esperada noticia: podía ser dada de alta. La emoción en el rostro de Leonardo era inigualable, y yo sentí esa oleada de alegría y alivio al saber que pronto estaría de regreso en casa.

El día de mi alta, todos se reunieron para acompañarme. Leonardo, Sam, Matt, Sarah, Miguel y Gargi, junto con mis padres estaban allí, esperándome con sonrisas y palabras de aliento. Un enfermero me llevaba empujando en una silla de ruedas para salir del hospital, donde el coche de mis padres me esperaban en su coche para llevarme de regreso a casa.

Durante el trayecto, miraba por la ventana, viendo cómo la ciudad pasaba a y cambiaba con el pasar de las calles. Cada edificio, cada árbol, cada persona que veía me hacia pensar en cuánto había cambiado mi vida en el último mes. Pero también me recordaba la fortaleza que había encontrado en mí misma y el apoyo inquebrantable de quienes me aman.

Cuando llegamos a la casa de mis padres, mi hermano me ayudó a bajar con cuidado, nos reíamos pues, siempre peleábamos y en ese momento él me cuidaba como si se fuera una muñeca de porcelana. Bruno me guió a la sala de estar y con ayuda de mi padre, me ayudaron a sentarme con mucho cuidado en el sillón, pues, aún me dolía la herida en el abdomen. Todos entraron a la sala y se ubicaron en distintas zonas del cuarto, mientras Leonardo se quedó recargado contra el marco de madera del arco.

—Bienvenida a casa, cariño —dijo mi madre, con lágrimas de alegría en los ojos.

—Gracias, mamá —susurré sonriéndole.

Leonardo se acercó y tomó mi mano, mientras se sentaba a mi costado en el sillón.

—Vamos, te llevaré a tu habitación. Necesitas descansar —dijo con una sonrisa.

Hice un puchero y él comenzó a reír negando con la cabeza. Terminé por aceptar su propuesta y me ayudó a ponerme de pie. Con mucho cuidado, fuimos subiendo las escaleras mientras me aferraba a su brazo para agarrar fuerza y no caer en alguno de los escalones, lentamente caminamos a mi cuarto donde me llevé una hermosa sorpresa.

Mi cuarto tenía varios arreglos de flores y unos cuantos peluches se encontraban sobre mi cama. Sorprendida voltee a ver a Leo y este ya me miraba lleno de amor y ternura que sus ojos desbordaban.

—¿Tú…? —levanté una ceja curiosa.

—Yo y todos nosotros te trajimos estos regalos —hizo una pausa—, cada uno de ellos es nuestra muestra de amor y respeto que todos te tienen.

Se acercó lentamente a mi rostro y me dio un tierno beso en mi frente. Después, me guió hasta mi cama y me ayudo a cubrirme con las cobijas y acomodo mis almohadas para que estuviera cómoda.

Estuvimos un tiempo hablando juntos de como se sentía y de como estaba su herida. Pero a pesar de la felicidad, sabíamos que aún había un asunto pendiente que concluir.

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El día del juicio en el que dictarían la sentencia a Marco, Siena y Riley había llegado. Estaba nerviosa y, por alguna razón, me sentía ansiosa ante la idea de verlos de nuevo. Los recuerdos de mi secuestro volvían a mi mente con una claridad aterradora; podía sentir el dolor de las quemaduras de cigarro en mi piel, como si hubiera sucedido ayer.

Leonardo estaba a mi lado, sujetando mi mano con firmeza y ofreciéndome su apoyo incondicional. Junto a nosotros, mis padres caminaban con expresiones de preocupación y determinación. Sam, Matt, Tom, Max, Sarah, Gargi, Miguel y Matt nos acompañaban, mostrando en sus rostros la solidaridad y el apoyo que siempre nos habían brindado.

Al entrar en la sala del tribunal, pude ver a los acusados sentados al frente. Marco, Siena y Riley tenían rostros de ansiedad y desdén, los tres llevaban el típico traje naranja de la cárcel. Al otro lado del juzgado, frente a mis tres captores, estaban los abuelos de Siena y los padres de Leonardo, apoyándolos. La visión de sus rostros me llenó de una mezcla de rabia y tristeza. Sabía que, a pesar de todo, aún tenían quienes los defendieran.

Leonardo notó mi tensión y apretó mi mano suavemente, dándome una mirada de aliento.

—Estoy aquí contigo —susurró, sus ojos llenos de determinación—. No estás sola.

Leonardo me ayudó a sentarme frente al pequeño escritorio donde él y su abogado me acompañarían durante todo el juicio. Sentía una ola de fortaleza emanando de ellos, lo que me ayudó a mantener la calma.

El juez entró en la sala y el murmullo se silenció de inmediato. El juicio comenzó, y los abogados presentaron sus argumentos. Mientras escuchaba, mi mente volvía una y otra vez a los momentos de mi secuestro, pero me obligaba a permanecer presente, sabiendo que este era el primer paso hacia la justicia.

Después de lo que pareció una eternidad, llegó el momento de la sentencia. El juez, con una voz firme y clara, dictó su veredicto.

—Comenzaremos con el señor Riley Anderson —anunció el juez, y Riley inmediatamente volteó a verlo—, por secuestro en primer grado, le dicto 10 años; por agresión agravada y tortura, le dicto 22 años. Sumando todas las penas, da un total de 32 años de prisión. Además, pierde todo derecho y prórroga para evitar perder su cédula profesional.

—¡¿Qué?! —Riley se levantó de su asiento—. ¡Eso es injusto! Yo solo seguí órdenes bajo amenaza.

—¡Orden, orden! —el juez golpeó el mazo contra la madera y pidió que se llevaran a Riley del juzgado.

—Ahora, dictaré la sentencia del señor Marco Gagnon —aclaró su garganta y empezó a leer las hojas que tenía frente a él—. Por secuestro en primer grado, le dicto 25 años; por intento de asesinato, le dicto 25 años; por agresión agravada, le dicto 20 años; por intento de abuso sexual, le dicto 15 años; y por uso de armas de fuego, le dicto 10 años.

—¿Qué? —Marco volteó a ver al juez con ira en los ojos.

—Sumando todas las penas, da un total de 95 años de prisión —continuó el juez mientras Marco lo maldecía y nos maldecía a Leonardo y a mí—. Pierde cualquier derecho de prórroga para pedir una disminución de sentencia, es decir, no habrá oportunidad de salida por buen comportamiento.

El juez volvió a golpear el mazo y otros dos policías se llevaron a Marco, quien se retorcía y continuaba insultando a todos.

—Para finalizar, dictaré la sentencia de la señora Siena Preston —el juez aclaró su garganta y tomó el expediente correspondiente. Mientras el juez leía, Siena se mantenía serena y completamente tranquila, su mirada fija en mí causando un escalofrío en mi espalda—. Por secuestro en primer grado, le dicto 20 años; por agresión agravada, le dicto 10 años; y por uso de arma de fuego, le dicto 10 años.

El juez fue interrumpido por los llantos desconsolados de una mujer mayor, la abuela de Siena.

El juez aclaró su garganta y continuó con la sentencia.

—Sumando todas las penas, da un total de 40 años de…

La voz de un hombre lo interrumpió.

—Su señoría —el hombre que estaba sentado en el otro escritorio frente a Siena se levantó mientras se acomodaba el saco—. Quisiera hablar con usted directamente sobre la sentencia de mi clienta, la señora Siena Preston.

—Primero deberá esperar a que la sentencia esté dictada —indicó el juez con voz molesta.

—Lo sé, y lo entiendo. Pero, así como fue escuchado el testimonio de la señorita Rodríguez, también deberá ser escuchada la voz de mi clienta.

—¿Qué quiere decir? —el juez levantó una ceja y se inclinó levemente sobre su escritorio.

—¿Puedo? —el hombre trajeado señaló el punto frente al estrado y el juez se lo permitió. El sujeto le entregó un folder lleno de documentos y volvió a alejarse—. Como podrá ver, mi clienta fue diagnosticada con psicosis y esquizofrenia desorganizada moderada, lo que implica que mi clienta no está psicológicamente bien y sus acciones son consecuencia de su enfermedad. Además, se encuentra en la semana 17 de gestación, por lo cual va a requerir un cuidado y monitoreo constante para su bebé.

—Sí, es comprensible. Pero la sentencia ya está por dictarse —el juez hizo una seña al taquígrafo—. La suma de las penas da un total de 40 años de prisión. Dado su condición delicada, deberá permanecer en el hospital psiquiátrico de Nueva York y recibirá las atenciones médicas necesarias durante su embarazo. Sin embargo, una vez nazca el bebé, este deberá ser puesto al cuidado de un tutor.

Siena volteó a ver al juez y bajó la mirada, mostrándose afligida. Miré a Leonardo y este tenía la mandíbula tensa; podía suponer en qué estaba pensando en ese momento.

—Su señoría —volvió a hablar el trajeado, pero el juez lo calló al golpear el mazo.

—Este juicio queda cerrado. Llévense a la señora Preston. Público, que tengan una buena tarde.

Marco, Siena y Riley al fin pagarían el daño que nos causaron. Un suspiro colectivo de alivio se escapó de mis labios y de los de mis seres queridos. Leonardo me abrazó con fuerza, susurrando palabras de consuelo y orgullo. Y al fin, pude respirar con tranquilidad.

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