Capítulo Sesenta y dos: La Tormenta Familiar
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Leonardo
El semestre había llegado a su fin, y con él, el cese de las advertencias de mi padre hacia Nadia. Sin embargo, esto trajo consigo más problemas con Siena. Había intentado convencer a mis padres de no obligarme a retractarme y no pedir el divorcio, pero ellos nunca lo aceptarían.
Fui a visitarlos para advertirles y exigirles que no intervinieran en mis problemas, algo que a mi padre solo le pareció una excusa más.
—Ya les dije que no se entrometan —señalé a mi padre.
—Madura, Leonardo —mi padre se me acercó—. Esta excusa del divorcio no es más que para acercarte a tu amante.
—¡Ya te dije que no es mi amante! —levanté la voz, más molesto.
—Sigues teniendo esposa y esa niña es eso, tu golfa —me dio dos golpes sin fuerza en el hombro con sus dedos.
La sangre me hirvió con sus palabras. Pude sentir la adrenalina y el calor correr por mis venas mientras la ira se desataba. Sin pensarlo dos veces, me abalancé contra él, provocando que ambos cayéramos sobre la mesita de cristal en la sala de estar.
A lo lejos se escuchaban los gritos desesperados de mi madre mientras mi padre y yo intercambiábamos golpes al rostro, a las costillas, o al aire.
—¡Ya basta, por favor! —los gritos de mi madre se volvieron en un llanto suplicante.
—¡No vuelvas a faltarle al respeto! —le grité, lleno de ira, a mi padre.
—¡Deja de defenderla, es solo eso! —mi padre me empujó para quitarme de encima.
—¡Ya basta! —mi madre se puso en medio de los dos, mostrándonos su rostro lleno de lágrimas y dolor—. ¡Dios, por favor! ¡Ya basta!
—Ya te dije que dejes de faltarle el respeto —al incorporarme, di unos pasos hacia él, pero mi madre puso sus manos en mi pecho.
—Hijo, es tu padre. Detente —intentó tomarme del rostro, pero la detuve.
—Te darás cuenta del error que estás a punto de cometer —mi madre se limpió la sangre que había salido de su labio con el dorso de su mano.
—Siena es el único error que he cometido —señalé—. Nadia es lo único bueno en mi vida, es la mujer que amo.
Mi padre bufó y soltó una carcajada, provocando que mi sangre volviera a hervir.
—¡Deja de ser un idiota y abre los ojos! —levantó de nuevo la voz—. Tu golfa no es más que una cazafortunas. Ella ama tu dinero. Si te quedas con ella, te desheredaré.
—¡Hazlo! —lo reté. Realmente no me importaba su dinero ni su fortuna; yo ya había hecho la mía—. Pero ten en cuenta que conmigo no vuelves a contar.
—¡Bien! —respondió—. Tú estás muerto para mí.
—¡Connor, es tu hijo! —mi madre se alteró y lloró esta vez con más fuerza.
—Él ya no es mi hijo —dijo con toda seguridad.
Sentí un frío recorrer mi espalda, una sensación muy extraña, y debía admitir que me dolió escuchar sus palabras sin dudar, llenas de seguridad.
Me limpié el labio con el dorso de mi mano y di media vuelta para salir de esa casa que alguna vez llamé hogar y que en ese momento se convirtió en el peor lugar que pude haber habitado.
Alcancé a escuchar las súplicas de mi madre tras de mí mientras me seguía, pero apreté el paso y me di prisa para desaparecer de ese lugar.
Pensaba en lo mucho que me dolían sus palabras y la gran decepción que me estaba llevando de mi padre. Siempre creí que era la persona que más me apoyaría junto con mi madre. En cambio, solo buscaba aparentar y evitar que su nombre se manchara, dándole el visto bueno a Siena desde que se convirtió en mi esposa. No había momento en el que no me arrepintiera de haberlo obedecido: “es un gran partido y una joven muy hermosa. Será una excelente esposa”.
Manejé lo más rápido posible para llegar a mi departamento. Llamé a Nadia, pero no me respondía. Lo intenté una segunda y tercera vez, pero no tuve éxito. Después pensé en Sam y no dudé en llamarla. Solo le dije que la esperaba en mi departamento y ella comenzó a cuestionarme por lo que estaba sucediendo.
Estaba tan molesto que estuve a punto de chocar. Respiraba con dificultad mientras veía a mi alrededor. Tras las ventanas, veía a la gente alarmada observando en mi dirección. Pasé mis manos por mi rostro, limpiando el sudor sobre mi frente, sintiendo ardor y dolor por las heridas que había en mi rostro.
Más calmado, continué mi camino hasta mi departamento, lleno de temblores y una mente confundida.
Una vez dentro de mi departamento, me dejé caer sobre el sofá, echando la cabeza hacia atrás. Las voces de mis padres sonaban como un eco en mi cabeza que no me permitía conservar la tranquilidad hasta que tocaron el timbre.
—Leo. Soy yo, Sam —me levanté con dificultad, acercándome a la puerta—. Abre, por favor. Sé que estás ahí dentro.
Sabía que si la hacía esperar más, era capaz de derribar la puerta a patadas.
Cuando le abrí la puerta, su expresión pasó por varias etapas hasta llegar a una alarmante.
—Dios, ¿qué te sucedió? —me tomó de los brazos y, por un momento, sentí que mis piernas me fallaban—. Oh, no, no, no. Eso no. Vamos, sujétate fuerte.
Sam me obligó a pasar un brazo por encima de su cabeza para soportar mi peso sobre sus hombros. Con una patada cerró la puerta y me llevó de nuevo a los sofás para desplomarme sobre uno de ellos.
—Estoy bien —traté de hablar lo más normal posible para disimular el dolor.
—Sí, claro. Esas heridas son solo una decoración más en tu ropa —Sam me dio un golpe en uno de los brazos y me quejé del dolor—. Ahora, dame tu celular para avisarle a Nadia.
—¡No! A ella déjala —traté de sentarme, pero el dolor me lo impidió.
—No me importa, ella debe estar aquí y enterarse de todo lo que sucedió —extendió su brazo esperando a que le entregara mi celular. La miré unos segundos y terminé cediendo.
Sam buscó el número de Nadia y se alejó unos cuantos pasos para poder hablar con ella. Al regresar, me entregó mi celular y fue directo al baño a buscar el botiquín de primeros auxilios.
—Ahora dime, ¿qué fue lo que sucedió? —pidió mientras sacaba las cosas del botiquín.
—Mi padre… ¡ouch! —alejé mi rostro al sentir un leve ardor sobre la herida de mi ceja derecha.
—No seas un llorón, apenas te toqué —me tomó del mentón con fuerza para obligarme a quedarme quieto—. Continúa.
—Mi padre insultó a Nadia y no lo iba a permitir —volví a quejarme tras sentir el ardor en mi pómulo izquierdo—. Volvió a hacerlo y terminé por abalanzarme sobre él.
—Dios —jadeó—. Es tu padre.
—Lo era antes de que llamara a Nadia de esa forma y luego la acusó de ser una cazafortunas —continué explicando.
—¿Qué fue lo que dijo de ella? —frunció el ceño molesta.
—La llamó… —hice una pausa, me dolía tan siquiera volver a repetir esas palabras, me molestaban y me incomodaban— la llamó golfa.
—¡Qué imbe…! —suspiró—. Qué horror. ¿Tu madre qué dijo?
—Ella se quedó callada y después empezó a gritar cuando mi padre y yo comenzamos a pelear —suspiré decepcionado. Creía que mi madre iba a ponerse de mi lado. Ella había entendido que yo ya no quería a Siena en mi vida, fue ella quien me había dado la idea de divorciarme mucho antes de que Daphne falleciera. Verla en ese momento, callada, sin una opinión o queja, me dolió bastante.
Sam estaba a punto de hablar cuando sonó el timbre del departamento. Se levantó y fue a revisar de quién se trataba. En cuanto abrió la puerta, Nadia entró casi corriendo a buscarme.
—¡Leo! —se abalanzó sobre mí. Me fue imposible no quejarme del dolor cuando me abrazó. Nadia se alejó inmediatamente, disculpándose—. ¿Qué fue lo que sucedió?
—No fue nada —le sonreí.
—No le creas nada. Que te diga la verdad —Sam interrumpió mientras le entregaba una gasa a Nadia y le señalaba mis manos.
—¿Qué sucedió? —insistió.
Mientras Nadia limpiaba las heridas de mis nudillos, le conté todo lo que había sucedido: las amenazas de Siena, las quejas de mi padre y sus insultos hacia nosotros. A Nadia se le cristalizaron los ojos y comenzó a llorar, culpándose de todo, diciendo que si no fuera por ella, yo no estaría teniendo ningún problema. Pero lo cierto es que, con ella o sin ella, los problemas iban a llegar en cualquier momento.
Cuando mis heridas quedaron limpias y cubiertas con vendas y tiritas en el rostro, Sam y Nadia comenzaron a hablar dejándome a un lado.
—Por fin te conozco —dijo Sam acercándose a Nadia.
—¿De verdad? —la miró sorprendida.
—Leonardo me ha hablado mucho de ti y siento que te conozco mejor que él —le guiñó un ojo y Nadia volteó a verme.
Yo le sonreí y le asentí con la cabeza.
—Si ella dice algo, es mejor creerle o puede asesinarte —bromeé.
—No mientas —Sam me señaló—, o puedo robarte a tu novia.
—¿Qué? —preguntamos Nadia y yo al unísono.
—Sí, son el uno para el otro —Sam sonrió y se llevó el botiquín de regreso al baño.
Nadia y yo la miramos irse, quedándonos en completo silencio.
—¿Leo? —al escucharla, volteé a verla y su rostro estaba lleno de preocupación.
—¿Sí? —me incorporé sobre el sofá para acercarme a ella.
—¿Debo… preocuparme por lo que sucedió? —la miré confundido.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté, aún confundido.
Nadia tomó una respiración profunda y miró hacia sus manos entrelazadas antes de levantar la vista hacia mí.
—Todo esto con tu familia, las amenazas de Siena... Me preocupa que las cosas empeoren. No quiero que te hagan daño, Leo.
Me acerqué más a ella, tomando sus manos entre las mías.
—No debes preocuparte. Sé que esto es difícil y que parece que todo está en nuestra contra, pero estoy decidido a resolverlo. No permitiré que Siena, ni nadie más, nos separe.
Nadia asintió lentamente, sus ojos aún reflejando una mezcla de preocupación y amor.
—Te amo, Leo —susurró.
—Y yo a ti, Nadia. —Incliné mi cabeza hacia la suya, y nuestros labios se encontraron en un beso suave y reconfortante. Sentí que, a pesar de todo el caos, este momento nos pertenecía, era solo nuestro.
Cuando nos separamos, Sam volvió a la sala con una expresión de satisfacción.
—¿Qué me perdí? —preguntó con una sonrisa traviesa.
—Nada que debas saber, Sam —respondí, levantándome con dificultad del sofá con Nadia a mi lado.
—Bueno, si terminaste de jugar al héroe trágico, Leo, ¿puedo llevarme a tu novia a cenar? —bromeó Sam, guiñándole un ojo a Nadia.
—¡Oye! —protesté, pero no pude evitar reírme.
—Lo siento, Sam —dijo Nadia riendo también—, pero esta noche me quedaré aquí, cuidando de Leo.
—Está bien, está bien —Sam levantó las manos en señal de rendición—. Pero la próxima vez, Leo, trata de no meterte en peleas. No todos los días tengo tiempo para jugar a la enfermera.
—Lo intentaré —respondí, agradecido por su apoyo.
Sam nos dejó solos, y Nadia y yo nos acomodamos en el sofá, abrazados, mirando una película para distraernos de todo lo que había sucedido. La tranquilidad del momento era un respiro necesario en medio de la tormenta. Sabía que el camino por delante no sería fácil, pero mientras tuviéramos el uno al otro, estaba dispuesto a enfrentar cualquier desafío.
A la mañana siguiente, nos despertamos abrazados en el sofá, los primeros rayos del sol iluminando la sala. Me estiré y miré a Nadia, que aún dormía con una expresión pacífica. Besé su frente y me levanté con cuidado para no despertarla. Preparé café y desayuné rápidamente antes de revisar mi teléfono. Tenía varias llamadas perdidas de mi madre y un mensaje de Siena: "Esto no ha terminado".
Suspiré, sabiendo que la batalla apenas comenzaba, pero con Nadia a mi lado, sentía que podía enfrentar cualquier cosa.
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La mitad de junio había llegado, y Nadia y yo estábamos más unidos que nunca. A medida que nuestra relación avanzaba, también lo hacía todo a nuestro alrededor. Finalmente, había llegado el citatorio para el juicio de divorcio y el proceso estaba por iniciar. Sabía que sería tedioso, cansado y molesto, pero valdría la pena cuando el acta de divorcio estuviera firmada.
Buscaba entre los cajones de mi cómoda una corbata para presentarme al juicio mientras Nadia preparaba el desayuno.
—¿La encontraste? —preguntó desde la cocina.
—No, aún no —respondí, frustrado—. ¿Dónde está? —murmuré para mí mismo.
—¿Recuerdas cuándo la usaste por última vez? —Nadia apareció tras de mí, con una sonrisa tranquilizadora.
—No —suspiré, caminando hacia la cama para sentarme en la orilla.
Nadia se acercó y, aún de pie, la rodeé por la cintura, buscando consuelo en su cercanía.
—¿Cómo te sientes? —acarició una de mis mejillas, su toque suave calmando mi ansiedad.
—Ansioso y estresado —admití, suspirando de nuevo—. Temo lo peor. Siendo Siena, buscará echar todo de cabeza para salirse con la suya.
—Pero tú tienes pruebas contra ella —respondió Nadia con un tono de determinación que me reconfortó. Recordaba bien cómo la vez pasada me habían negado el divorcio a pesar de las pruebas de su infidelidad, todo por su supuesta enfermedad.
—Lo sé, pero puede sacar cualquier cosa hasta debajo de una piedra —le sonreí de lado, apreciando su apoyo incondicional.
Nos quedamos en silencio, abrazados. Apoyé mi cabeza sobre su pecho y pude escuchar los latidos rápidos de su corazón. Sabía que ella también estaba nerviosa, pero pronto todo esto llegaría a su fin, y ya no tendría que preocuparse más.
—No lleves corbata —dijo de repente, rompiendo el silencio.
—¿Por qué? —me separé un poco, mirándola con curiosidad.
—Así te ves bien —sonrió, y en su sonrisa encontré una paz momentánea.
—¿Crees que me veo bien? —levanté las cejas, devolviéndole la sonrisa.
Ella asintió con la cabeza.
La tomé con fuerza y la acosté sobre la cama, quedando encima de ella. Comencé a llenarla de besos mientras ella reía, pidiéndome que me detuviera. Al final, ella ganó con el argumento de que llegaría tarde.
—Está bien, está bien —dije, levantándome y ayudándola a incorporarse—. Vamos, te llevo a tu casa.
Condujimos en silencio, ambos sumidos en nuestros pensamientos. Al llegar a su casa, Nadia me dio un beso rápido antes de salir del coche.
—Buena suerte, Leo. Estaré pensando en ti —dijo, sonriendo con ternura.
—Gracias, Nadia. Te llamaré cuando termine —respondí, tratando de mostrarme seguro.
Mientras me dirigía al juzgado, mi teléfono vibró con un mensaje de un número desconocido. Lo abrí y sentí un escalofrío recorrer mi espalda:
"Lo que más amas lo perderás pronto."
El mensaje era una amenaza clara y contundente. La angustia y la preocupación me invadieron, pero traté de mantener la calma. No permitiría que Siena, o quien fuera, me intimidara. No esta vez.
Guardé el teléfono, apreté el volante con fuerza y continué mi camino al juzgado. Sabía que estaba a punto de enfrentar una tormenta, pero estaba decidido a salir victorioso.
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