Capítulo Cuarenta y seis: Reflejos de rabia

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Leonardo

Tenía la mirada foja en el techo, intentando pensar en una forma de decirle las cosas a Nadia sin alterarla o hacerla sentir mal, qué era lo último que quería.

Recordaba la cena navideña con mis padres repasando una y otra vez las cosas que me dijo y las que yo dije. Aún estaba molesto por la necesidad constante de mi padre de qué volviera a estar con Siena.

Observaba el jardín exterior mientras el bullicio de la fiesta resonaba a mis espaldas. Lo único que me separaba de la libertad era una gran puerta de vidrio, donde se reflejaba a la perfección el espectáculo detrás de mí.

De pronto, vi una silueta acercarse con paso decidido y una mirada severa, era mi padre.

¿Podrías fingir que esto te interesa? —se posicionó a mi izquierda mirando hacia el jardín.

—Si lo hiciera, todos se darían cuenta —mencioné—. Además, eso sería sin duda una razón para pasar vergüenza, ¿cierto?

—No seas insolente —respondió entre dientes.

—No lo soy, sólo digo la verdad —respondí mientras veía su rostro reflejado en el vidrio.

—Entonces no te molestará que todos se enteren de tus amoríos, ¿verdad? —rapidamente volteé a verlo.

—¿Qué? —la sangre comenzó a hervirme. Había dos personas en la fiesta que podían haberle dicho eso: una era Siena y la otra, sin duda, la señora Miller. Pero, hasta donde yo sabía, la señora Miller era la única que me había visto con Nadia.

—Lo que oíste —ae acercó más a mí—. Y te sugiero que termines esa clase de relación por el bien de tu matrimonio.

—Dejé de estar casado cuando Siena huyó con su amante —replique.

—Eso no importa, quedas peor tú cuando le eres infiel y manchas la reputación de nuestra familia —volvió a decir entre dientes.

—¿Te importa más tu reputación? —comencé a levantar la voz.

—Baja el tono de tu voz o todos nos escucharán —me tomó del brazo con fuerza y yo me safe con brusquedad.

—¡No me importa! —grité—. Así como tampoco me importa esta gente. Nadie me importó.

—Pero si te importó una arribista —su tono de voz estaba elevándose.

—Cállate. No vuelvas a decirle de esa forma —acerqué mi rostro al de mi padre, retando a que volviera a hacerlo.

—Ya te lo dije. No quiero a una mujer así en mi familia —su voz bajo, casi en un susurro—. Déjala y vuelve con tu mujer.

—No voy a volver con Siena —replique—. Ella es la fácil aquí.

Mi mejilla comenzó arder justo después de recibir una bofetada por parte de mi padre. Fui girando lentamente la cabeza para voltear a verlo y su reacción fue una mirada llena de coraje.

—No vuelvas a tocarme —murmuré con rabia y me alejé.

Caminé con prisa a la salida, estaba listo para irme hasta que mi madre se interpuso en el camino para pedir que me calmara, lo cuál no funcionó y directamente la hice a un lado. Abrí la puerta y la azote con fuerza, pero mi calma no duró mucho cuando escuché gritar a mi padre.

—¡Detente y vuelve inmediatamente! —ordenó.

—¡Jamás! —le respondí sin voltear a verlo.

—Si no vuelves, ¡te desheredaré! —gritó con todas sus fuerzas haciéndome parar en seco. Lo vi mofarse cuando volteé a verlo.

—Hazlo. Yo ya me hice de mis propios logros —sonreí de lado y el color de su cara paso de rosa a rojo intenso por la rabia que seguramente estaba experimentado en ese momento.

Subí a mi auto y después de encenderlo, aceleré para alejarme lo más rápido posible de ahí.

Esa noche, pasé horas enojado, golpeando el saco de boxeo en mi departamento. Lo golpeaba una y otra vez hasta que mis nudillos quedaron ensangrentados, obligándome a detenerme.

Mi celular sonó más fuerte de lo normal, por el silencio que había en ese momento. Al ver la pantalla, mi humor empeoró y nadie iba a poder sacarme de ese estado.

Contesté y escuche esa voz tan irritante.

—Espero que ya estés listo. Recuerda que debes venir por mí si quieres saber todo sobre mi condición —su forma de hablar sólo me hacia dudar y deseaba estar en lo cierto para volver a demandar el divorcio y ser libre. Ya no lo estaba soportando.

—¿Para eso me llamaste? —dije molesto.

—Ay, pero que amargado eres —escuché su queja y estaba seguro que iba a continuar quejándose, pero se lo impedí.

—Ya te dije que pasó por ti. Dejá de llamarme y de hacerme perder el tiempo —alejé el celular de mi oreja y antes de colgar la escuché quejarse, pero no le iba a permitir seguir arruinandome el día y colgué.

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La gente pasaba de un lado a otro en la sala de espera, algunos entraban corriendo directo a la recepción, otros llegaban a sentarse y esperar cómo nosotros y otros más se iban después de ser llamados por los médicos o cuando sus familiares recibían la alta.

Siena permanecía metida en el celular y de vez en cuando hacia comentariosude lo nerviosa que estaba, aún si ya había recibido el diagnóstico. Lo más molesto era cuando intentaba tomarme de la mano para “calmar” sus nervios, un acto que inmediatamente le rechazaba para tener contacto cero con ella.

—¿Señor y señora Lane? —la enfermera, una mujer mayor, nos llamó y sonrió en cuanto nos vio—. Siganme, por favor.

Siena caminaba frente a mí, mientras yo iba más despacio y con dificultad para respirar. La última vez que había estado en un hospital fue el día en que mi hija falleció, y desde entonces no había vuelto a poner un pie dentro.

La enfermera nos condujo hasta uno de los consultorios, abrió la puerta y antes de retirarse nos mencionó que el médico no tardaría en llegar.

Siena entró al consultorio e inmediatamente se sentó en una de los sofás frente al escritorio. Por mi parte, me acerqué a una de las ventanas que estaba abierta para poder respirar un poco del aire frío que hacia.

Minutos más tarde, la puerta del consultorio se abrió y enseguida entró el médico asignado, un viejo compañero.

—¡Lane! —pronunció animado—. Qué alegría verte de nuevo. Tu esposa me había dicho que vendrían.

—Si, seguramente —miré a Siena con molestia—. Después de todo, eres el mejor especialista en oncología.

—Favor que me haces —dejó salir una risa y se sentó en su lugar—. Muy bien, revise los estudios de tu esposa y no soy muy alentadores.

“Nada que tenga que ver con Siena es alentador”, pensé.

—¿Qué me puedes decir al respecto? —cuestioné a Riley y este me miró un tanto nervioso, algo que me hizo estar más alerta.

—Los estudios arrojaron niveles elevados de receptores hormonales —comenzó a explicar, pero hacia muchas pausas y varias veces miraba a Siena—, y los siguientes estudios dieron como resultado a cáncer de mama.

Extendió su mano hacia a mí con los papeles de los estudios que le habían realizado a Siena. Me tomé mi tiempo para revisarlos a detalle y ver si encontraba algún detalle raro en ellos, pero la esperanza iba desapareciendo más y más cuando verifiqué que todo estaba en orden.

—Entiendo —suspiré, pero no por tristeza o pena por Siena, si no, porque no iba a poder estar libre cómo lo había planeado.

—Lo lamento mucho —Riley volvió a hablar.

—¿En que fase está? —volví a cuestionar.

— Estapa uno —respondió—, y es oportuno. Con el tratamiento ella mejorará e incluso podría erradicarlo.

—¿Y podré embarazarme después? —soltó Siena derepente.

—¿Qué? —pregunté molesto—. ¿Y de quién?

—Es obvio, de ti —respondió e intentó tomar mi mano, pero me alejé.

—Concéntrate en tu enfermedad —respondí y me levanté de mi lugar—. Debo irme. Nos vemos pronto, Riley.

Estreché mi mano con la suya en un fuerte apretón y salí del consultorio dejando a Siena en él, ni loco la llevaría de regreso.

Tal vez mi comportamiento era el peor con alguien que fue diagnosticado con cáncer, pero estaba llenó de rabia por todo lo que estaba sucediendo. Ella ya no podía chantajearme con que le era “infiel”, ya todo su circulo social se había enterado el día de la cena navideña, pero ni así podía ser libre, pues, aún no conocían la identidad de Nadia y prefería que se mantuviera de ese modo para que no saliera lastimada por el egoísmo de Siena.

Estaba a punto de encender y acelerar para alejarme del hospital cuando sonó mi celular, de nuevo era Siena, directamente le colgué y no tardó en volver a llamar hasta hacerme perder la poca paciencia que tenía.

—¿Qué quieres? —dije en voz alta.

—Recuerda que quedaste en llevarme a casa de mis abuelos —mencionó. Lo había olvidado y de verdad que ya no quería estar cerca de ella. No es excusa, pero podría ser peor.

Esperé dentro del auto a que Siena saliera del hospital. Se tomó su tiempo, haciendo que perdiera aún más. No podía pensar en nada más que alejarme de ahí y estar a kilómetros de distancia de ella. A veces, deseaba que jamás hubiera regresado de dónde quiera que se había ido y que se hubiera quedado con su amante.

Durante todo el trayecto Siena se la pasó metida en el celular guardando silencio por completo, algo que sin duda agradecí cómo nunca. La peor parte llegó al final del trayecto con su voz irritante.

—Recuerda que mis abuelos no saben lo de mi enfermedad —volteó a verme—. Quiero que lo mantengas en secreto.

—Estoy seguro de que ya deben saberlo —mencioné—. Riley no es de callarse las cosas. Así qué, te dejó en casa de tus abuelos y yo me voy.

—No puedes hacer eso —reclamó más que indignada.

—Claro que puedo, yo ya no tengo ninguna relación con ellos —apreté el volante con fuerza, pero regulándola para no perder el control ante mi rabia.

—Seguimos estando casados —golpeó el piso con el pie aún estando sentada. Una acción tonta que solo me hacia confirmar lo inmadura que seguía siendo aún después de tantos años.

—Solo por apariencia, pero ya todos saben que te soy infiel ¿no? —aproveché un alto para voltear a verla y sonreírle con desagrado.

Siena abrió la boca para volver a hablar, en cambio, volvió la mirada al frente y se cruzo de brazos mostrando su descontento. Era más que obvio sus intenciones, buscando una forma de salirse con la suya en un juego dónde ya nadie le iba a creer, al menos yo no.

Al aparcar frente a la casa de sus abuelos, los vi afuera esperando nuestra llegada. Maldije en mi interior cuando ambos nos saludaron y Siena gritó que yo estaba con ella.

Bajé del auto más por obligación que por deseo, y caminé hacia la fachada de la casa donde los tres ya se encontraban. Reían y se abrazaban como si llevaran años sin verse, lo cual me pareció extraño, pues hasta donde yo sabía, Siena había estado viviendo con ellos desde que llegó a Nueva York

—Leonardo, qué gusto verte —dijo la señora Claire extendiendo sus brazos abrazarme y depositar un beso en mi mejilla.

—Leonardo, ¿qué tal? —Arthur me dio un fuerte apretón de manos—. ¿Cómo va todo? Me enteré que tu padre está ahora estará trabajando en la misma universidad que tú.

—Si, así es —respondí desganado. El tener que ver a mi padre diario en la facultad, no sólo era molesto, si no, un problema.

—A mí me parece perfecto. Así mi suegro cuidará de mi esposo —mencionó Siena, pero los tres la volteamos a ver con desaprobación.

—No lo creo —respondí—. Debo irme, tengo asuntos más importantes que atender. Fue bueno verlos a ambos.

Me despedí asintiendo con la cabeza y caminé hacia el auto lo más rápido posible para huir de ese lugar. No pensaba quedarme ni un minuto más. Estaba harto, cansado, molesto y desesperado; toda la energía que me quedaba se había agotado por la simple presencia de Siena.

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Me dejé caer en el sofá que da justo frente a la impresionante vista de la ciudad desde mi departamento. Solté un suspiro de alivio y luego me froté el rostro con las manos, tratando de aliviar la frustración que sentía.

Recordaba los estudios de Siena que Riley me había entregado, con esos niveles alarmantemente elevados. No estaba contento con lo que le estaba ocurriendo, pero no podía evitar pensar que el karma la estaba castigando por sus errores. Jamás imaginé que le tocaría algo tan grave como el cáncer.

En cierto modo, me parecía triste que, a pesar de su diagnóstico, Siena continuara comportándose de manera inmadura y egoísta, sin prestar atención a quienes la rodean y le brindan amor y apoyo. Yo podría haberle dado todo mi apoyo de forma voluntaria y genuina, pero ahora todo lo que le doy es por obligación y no de corazón.

Mis pensamientos se desviaron hacia el recuerdo de Nadia y su voz. Me atormentaba el hecho de no poder decirle lo que estaba sucediendo y el miedo que me inundaba al imaginar su reacción. Temía romper su corazón, cuando lo único que quiero es protegerlo, protegerla a ella del daño que Siena o mi padre pudieran causarle.

Mientras pensaba en ella, veía mi celular y veía todos y cada uno de sus mensajes o las llamadas perdidas que jamás le contesté, sabía que esa no era la forma de actuar, pero no podía no hacerlo.

Estábamos a punto de regresar a clases y yo seguía comportándome como un idiota al no llamarla. Me culpé aún más cuando ese día recibí el mensaje sobre su accidente. Quería morirme.

Tomé las llaves del auto y salí del departamento, dispuesto a ir directo al hospital donde se encontraba. Sin embargo, la llegada de un mensaje de texto de un número conocido me detuvo. El contenido del mensaje era una foto de Nadia junto a un chico pelirrojo. Al principio, sentí una oleada de enojo y quería reclamarle por estar cerca de ella. Pero el enojo desapareció cuando vi que tanto él como ella llevaban vendas y curitas en el rostro. En ese momento, entendí que le debía un gran favor al chico y que mis celos eran injustificados. No podía creer lo imbécil que me sentía por haber sentido celos en vez de preocuparme más por Nadia. Tenía que compensar eso, tanto con ella como con él.

Lo que más deseaba en ese momento, era poder estar con ella, protegerla y saber que estaba bien y poder ayudarla con algo. Incluso ver que estuviera bien, me iba a ayudar a sentirme tranquilo, no del todo, pero sería algo a fin de cuentas.

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