Capítulo Cuarenta y ocho: Revelaciones Dolorosas

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Nadia

Leonardo iba y venía del baño a la sala de estar, trayendo el botiquín de primeros auxilios, pero se daba cuenta de que no tenía vendas y volvía a buscarlas. Luego notaba la inflamación en mi tobillo y corría a la cocina en busca de hielo para reducirla. Después pensaba que un poco de gel antiinflamatorio sería útil y regresaba a su habitación para buscarlo. Estaba claro que estaba distraído, pero no quería hacérselo notar. Finalmente, tomó mi tobillo y lo manipuló, causándome dolor.

—¡Ouch! —levanté un poco la pierna por reflejó.

—Perdón, perdón. De verdad, perdoname —me miró más que preocupado.

—No te preocupes, no dolió mucho —dejé salir una risa nerviosa.

Leonardo apretó los labios y asintió con la cabeza. Después, tomó la toalla donde había envuelto los hielos y la colocó justo donde mi tobillo estaba inflamado.

Mi cuerpo dejó salir un jadeo y después comencé a reírme por la vergüenza.

—¿Dolor? —me sonrió.

—Frío —ambos comenzamos a reír mientras esperábamos que el frío surtía efecto.

Volvimos a permanecer en silencio, pero era tan incómodo que provocaba removerme en mi asiento hasta que no pude más.

—¿Qué sucede? —pregunté—. Has estado bastante distraído desde que… desde que nos fuimos de Central Park.

—No es nada.

—Si, si es algo. Tú tienes algo y eso te hace más distraído de lo que eres —Leonardo volteó a verme con una ceja levantada—. Sabes muy bien que yo soy demasiado distraída, y en esta relación no puede haber dos distraídos.

Leonardo bufo y me sonrió de lado.

—Solo son… problemas —suspiro—. Y yo…

—¿Si? —acerqué mi rostro al suyo.

—Yo… —volvió a repetir—. Muero por besarte.

Debía admitir que me sentía feliz y halagada por esa frase, pero sabía que lo dijo para evitar continuar hablando del tema.

Me incliné un poco más para alcanzar a besarlo, él estiro su cuello ayudándome a cortar la distancia entre nuestros rostros, pues, él permanecía aún en el suelo con las manos en la toalla sobre mi tobillo.

El beso comenzó a aumentar de intensidad. Leonardo pasó de tener sus manos en mi tobillo a explorar mi cuerpo. Sus besos descendieron hasta mi cuello, mientras sus manos se deslizaban bajo mi ropa. Una de sus manos masajeaba uno de mis senos, arrancándome jadeos entre sus labios y los míos; la otra mano, libre, se deslizó dentro de mi pantalón y comenzó a masajear mi clítoris por encima de mi braga haciendo que mi temperatura corporal aumentara mientras robaba mis gemidos.

Entre besos y caricias, terminamos desnudos y yo, con el tobillo izquierdo al aire. A pesar de ser un momento excitante, parecía también una escena cómica por el cuidado de mi tobillo.

Leonardo fue muy cuidadoso de no lastimarme y que me sintiera cómoda en el sofá.

Agradecía que el sofá donde Leonardo y yo nos entregamos fuera lo suficientemente amplio para que ambos cupiéramos cómodamente. Después del apasionado momento, nos acomodamos juntos, cubiertos por una manta gris que siempre estaba en el sofá. Sentía su calor y su respiración tranquila mientras nos abrazábamos, dejando que el cansancio nos llevara al sueño enredados uno con el otro.

Desperté de golpe sintiéndome aturtida y con los latidos en el oído. Mi cerebro no lograba hacer la conexión para recordar que estaba en casa de Leonardo hasta que lo sentí moverse tras de mí. Giré cuidadosamente para no despertarlo, y lo vi dormir tan plácidamente. Por primera vez, veía su rostro tan relajado y sin ninguna preocupación que lo carcomiera.

Me levanté muy lentamente y tomé la camisa de Leonardo para cubrir mi cuerpo. Caminé hacia el gran ventanal para apreciar la vista, pero mure directamente hacia abajo sufriendo de vértigo por la gran altura a la que se encontraba el departamento. Retrocedí y gire en mi eje observando el lugar iluminado apenas por la luz de la luna y de la poca luz que entraba de la ciudad.

Escaneaba cada planta, cada mueble y cada foto que había colgada en las paredes hasta detenerme en el sofá donde Leonardo seguía durmiendo. Volví a acercarme y vi la ropa esparcida en el suelo, en él estaba mi abrigo y la amenaza de Marco volvió a mí causando un escalofrío. Me acerqué a tomar mi abrigo y saqué el sobre que había guardado en una de las bolsas. Mis manos me temblaban por las fotos, había visto apenas dos e ignoraba el contenido de las demás, saqué el pequeño manojo que había dentro, dejando las fotos que iba viendo sobre la mesita que había frente a los sillones.

Cada una de las fotos eran de todas mis citas con Leonardo: en el parque de diversiones, en los restaurantes, frente a mi casa y en la entrada del edificio donde Leonardo estaba viviendo.

Sabía que si esas fotos se daban a conocer, yo perdería mi lugar en la universidad y Leonarso su trabajo.

Continúe pasando las fotos hasta parar en una donde Leonardo y una niña estaban posando juntos para la cámara, esa foto ya la había visto, él la tenía guardada en uno de los cajones de su ropero. Cuando la encontré, Leonardo me contó lo sucedido.

Buscaba en uno de los cajones del ropero, una playera blanca que Leonardo me había pedido. Mientras removía cada camisa o playera, me crucé con el marco de una fotografía, estaba boca abajo, lo levanté y vi una hermosa foto de Leonardo con una niña muy parecida a él.

—¿Nadia? —me sobresalté casi tirando la foto cuando lo escuché tras de mí—. ¿Qué sucede?

—Yo… —escondí el portarretratos tras mi espalda, pero mi acción fue muy notoria.

—¿Qué tienes ahí? —se inclinó para tratar de ver tras de mi espalda.

—¡Nada! —cerre el cajón de golpe, machucándome los dedos. Grité al instante.

Leonardo abrió el cajón para safar mis dedos y los reviso cuidadosamente. Me hizo sentarme a la orilla de la cama para esperar a que regresara con un pequeño paso con hielos envueltos en él.

Sin poder continuar ocultando el objeto que tenía en la otra mano, Leonardo lo notó y su mirada pasó de preocupación a enojo a tristeza.

—¿Leo? —dije preocupada.

—Eso estaba en mi cajón —respondió con una voz grave.

—Sí… Lo siento, no debí —me Interrumpió.

—Creo que es momento de contarte sobre ella —sin soltar mi mano, se puso de pie y se sentó a mi lado. Después, tomó el portarretratos y mostró la foto—. Ella es Daphne, mi hija.

Sentí como mi sangre pasaba ser caliente a fría y volver a ser calida. Estaba confundida y tampoco quería comentar una estupidez.

—¿Daphne? —repetí confundida y, fue entonces que recordé el epitafio de la tumba en el cementerio—. No puede ser cierto. ¿Ella…?

—Sí —suspiró, trago con dificultad antes de intentar hablar—. Falleció hace casi tres años.

«¡¿Tres años?!», pensé. Realmente era muy confuso lo que me estaba tratando de contar.

—¿Cómo? —lo miré.

—Leucemia —su voz se entrecortó y a mí se me formó un nudo en la garganta—. Fue… muy duro. Cuando nació, al momento de cargarla, me sentí tan pleno y lleno de amor; y cuando se fue, también la tenía en mis brazos y sus ojos se fueron apagando poco a poco hasta perder su brillo y… quedarse dormida para siempre.

Permanecí en silencio mientras el continuaba contando lo que había sufrido durante todo el tiempo que su hija estuvo enferma.

—La primera vez que noté que algo andaba mal con ella, tenía apenas seis años —sus lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas—. De la nada, comenzó a vomitar y al inicio creí que fue la comida que le preparé hasta que me di cuenta de que en su vómito había sangre y en su espalda un moretón a lo largo de ella. No dude un segundo y me la llevé director al hospital para que le hicieran los estudios. Jamás le había rogado a un Dios y ese día le implore a todos los Dioses que conocía que furra solo un golpe o una lesión y saliera pronto del hospital, pero fue un castigo —ya no me tenía tomada de la mano que me había machucado, pero estaba segura de que si la tuviera tomada, ya estaría morada por la fuerza que estaba ejerciendo en el pañuelo con los hielos—. Después de tantos análisis de sangre y biopsias de la médula, le diagnosticaron Leucemia Linfocítica Aguda.

Cómo balde de agua fría, recordé la clase de inmunología. El padre de Leonardo nos había hablado de las leucemias y la gravedad de cada una, y justamente, la que le diagnosticaron a Daphne era una de las más graves tanto para niños como para adultos.

—¿Cuanto tiempo estuvo así? —tal vez no era la mejor pregunta, pero quería ayudarlo a que sacara todas las emociones malas y tristes que seguramente se había guardado durante tanto tiempo.

—Estuvo casi seis semanas en remisión con un tratamiento agresivo, la leucemia ya estaba avanzada y lo primordial era empezar a matar todas las células de leucemia en la medula —continuó sin volteat a mirarme.

—Pero, entonces… ¿qué sucedió? —estaba confundida, pues, si el tratamiento fue inmediato, debió haber mejoría.

—No respondió correctamente al tratamiento y tuvieron que inducirla con otro. Pero el problema más grande fue que su sistema inmune se vio aún más comprometido —volteó a verme con los ojos cristalinos, mientras más y más lágrimas caían, algunas grandes y otras pequeñas—. Entonces, comenzó a sufrir infecciones oportunistas por bacterias y virus, y tuvo un par de hemorragias que tuvieron que ser tratadas de inmediato, lo que retrasó el tratamiento para la leucemia. Fue empeorando cada vez más, deteriorándose hasta que ella misma me dijo que ya no quería sufrir.

Comenzó a sollozar al igual que yo; mi corazón se estrujaba con todo lo que esa pequeña niña había sufrido. Me dolía profundamente.

—El día que Daphne me dijo que ya no quería sufrir, la vi como la persona más madura del mundo, incluso más que yo. Ella misma decidió no seguir recibiendo su tratamiento —su voz comenzó a entrecortarse, volviéndose casi un grito de dolor—. Yo me estaba muriendo en vida cada vez que la veía sonreír o cuando me decía que ella me cuidaría desde el cielo. ¡Dios! Cuando ella falleció, lloré tanto que mi garganta se desgarró de tanto gritar por ella y yo… Yo no…

No esperé un minuto más. Me puse de pie frente a él y lo abracé. Leonardo me abrazó con tanta fuerza que ocultó su rostro en mi pecho. Su llanto era doloroso y desgarrador, al punto de que la empatía que sentía me hizo llorar con él.

Ese día me quedé con él. Toda la noche estuvo llorando, y cada lágrima suya me dolía tanto como a él. Lo abracé, lo besé y acaricié su cabello hasta que finalmente quedó profundamente dormido.

Jamás habría imaginado que su dolor fuera tan abrumador que lo llevara a alejarse de los hospitales y dedicarse únicamente a dar clases, dejando de lado su pasión debido al trauma de su pérdida.

Después de recordar aquel día, seguí pasando cada una de las fotos, pero estas dejaron de tener sentido. Algunas eran únicamente de Leonardo en una fiesta, y de repente caí en cuenta de que eran de la cena navideña de la que me había hablado. Continúe pasando las fotos hasta que apareció una en la que había cuatro personas mayores: dos hombres y dos mujeres. En medio de ambas parejas estaba Leonardo, y una mujer me pareció un tanto familiar. Ella estaba tomada del brazo de él. Todos sonreían, pero algo llamó mi atención: la foto parecía tener algún tipo de anotación escrita sobre ella. Por alguna razón, decidí darle la vuelta, y ahí el mundo se me vino abajo.

Había escrito un tipo de recordatorio.

“Familia Lane-Preston. A la izquierda, Padres e hijo (Leonardo Lane); a la derecha, Siena Preston (esposa) y sus abuelos, el señor y la señora Preston”

El corazón comenzó a latirme con fuerza, la punta de la nariz me picaba y mis ojos ardieron por las lágrimas que se estaban acumulando en ellos.

—¿Nadia? —me asusté al inició cuando lo escuché y lo vi parado frente a mí. En ese momento mis lágrimas comenzaron a salir—. ¿Qué tienes? ¿Qué sucede?

Dejé caer el resto de fotos que me faltaban por ver y di un paso atrás.

—¿Qué? —se agachó para tomar una foto y después se incorporó—. ¿De dónde sacaste estas fotos?

—¿Estas casado? —dije con la voz temblorosa. Su ceño paso de estar fruncido a sorprendido.

—N-No —titubeo.

—¡No me mientas! —mi voz se había desgarrado. Estaba molesta, triste, desesperada y la temperatura de mi cuerpo subía y bajaba drásticamente. Incluso mi respiración era rápida haciéndome sentir que me faltaba el aire.

—No lo estoy —repitió.

—¡Deja de mentirme! —le aventé la foto y su rostro se puso pálido—. ¡Confíe en ti!

—No, espera… —sus ojos pasaban de las fotos a mí y viceversa—. Déjame explicarte.

—¡¿Explicarme qué?! —grité nuevamente indignada y dolida—. ¡¿Que todo este tiempo fui tu amante?! ¡¿Que soy la tonta e ilusa alumna que te gusto para jugar?!

—¡No, claro que no! —se acercó a mí y yo volví a retroceder—. Nadia, por favor. Escucháme.

—¡Que idiota soy! —me tomé la cabeza con ambas manos y después cubrí mi rostro.

Leonardo me tomó por las muñecas intentando descubrir mi rostro, pero lo único que logró fue que yo lo empujara y alejarme de él.

—Si lo que querías era divertirte, por ahí hubieras empezado —lo miré con rabia—. Se supone que eres alguien maduro y con experiencia, pero… ¡eres igual de patán que él!

—¡A mí no me compares! Yo no soy igual que nadie —se señaló a si mismo con el dedo índice y volvió acercarse a mí.

—Tienes razón, no eres igual a nadie… ¡Eres peor! —la irá me estaba haciendo soltar el vómito verbal que jamás creí que pudiera salir de mi boca.

—¡Ya basta! —su voz resonó por todo el apartamento. Por primera vez estaba sintiendo miedo por él, algo que jamás imaginé.

Leonardo se acercó de nuevo a mí con las mejillas mojadas por pequeñas lágrimas que habían brotado de sus ojos, mostrando desesperación en su rostro. Cuando estuvo frente a mí, intentó tomar mis manos, pero no se lo permití.

—¡No me toques! —volví a empujarlo—. No quiero que me toques; no quiero que vuelvas a acercarte a mí.

—Te pido qué me dejes explicarte —dijo casi en un susurro.

—No… —negué con la cabeza—. No quiero escucharte. Me mentiste.

—Lo sé, y se que debí contarte desde que intenté acercarme a ti —sus manos se movían con desesperación, paseándose por el aire y por su cabello.

—Quiero irme a mi casa —admití. Ya no me sentía comoda ni segura, todo lo que creí cierto, era una mentira. Un juego en el que me metieron y jamás me enteré que participaba en él.

—No, eso no —volvió a acercarse a mí y lo detuve al estirar mi brazo para poner distancia entre nosotros—. Te lo pido. Te lo suplico.

Volví a negar con la cabeza y gire para tomar mis cosas que permanecían aún en el suelo.

—Voy… me cambiaré en el baño y después me iré —le expliqué y ahora él negó con la cabeza.

—No. No puedes irte así.

—Si, claro que puedo —repliqué.

—Claro que no. Estás alterada y con la adrenalina disparada —dio un paso adelante, pero se arrepintió en el instante en el que yo retrocedí—. Prefiero que ya no me hables a dejarte ir así, sola y en la noche con el tobillo lastimado.

—El tobillo ya no me duele, puedo irme por cuenta propia.

—Dejá de ser terca, por favor —su voz seguía siendo suplicante—. Cambiate y yo te llevaré a… tu casa.

Y así fue.

Me encerré en el baño y solté a llorar, me dejé caer al suelo con la espalda contra la puerta y estuve así hasta que tomé el impulso para ponerme de pie, lavarme la cara, vestirme y salir lista para estar lejos de ese departamento y de él.

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Cuando llegamos frente a mi casa, esperé unos segundos antes de siquiera bajar del auto. Mi corazón luchaba por quedarse, pero mi mente recordaba lo difícil que fue superar el dolor del pasado y no estaba dispuesta a tolerar más.

—Nadia… —su voz temblorosa me indicó que ya había reflexionado sobre lo que estaba a punto de decir.

—Gracias por traerme —abrí la puerta y, antes de salir, lo miré. Sus ojos brillaron, esperando que lo perdonara, pero no iba a ser así—. No quiero que vuelvas a buscarme, ni aquí ni en la facultad.

Salí del auto rápidamente y cerré la puerta sin darle tiempo para responder. Corrí hasta la puerta de mi casa, ignorando el dolor en mi tobillo, deseando esconderme detrás de ella para que no volviera a verme llorar.

Toda la ilusión que había construido desapareció en un instante. Me habían sacado de la nube para estrellarme contra el suelo.

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