Capítulo Cincuenta y ocho: Un beso por otro beso
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Leonardo
Estacioné el auto en un espacio cercano a la entrada del hospital para no perder tiempo y dirigirme directamente a buscar a Nadia. También aprovecharía para preguntar cómo se sentía Matt; no quería ser un desconsiderado.
Mientras caminaba por los pasillos del hospital, pensaba en el beso de la noche anterior. Recordar la suavidad de los labios de Nadia era una cosa, pero sentirlos de nuevo había sido como estar en el paraíso. Necesitaba hablar con ella al respecto y explicarle lo que estaba sucediendo en mi corazón.
Llegué al piso donde se encontraba la habitación de Matt. Me detuve frente a la puerta, que estaba semiabierta, y escuché a Nadia reír. Me acerqué más y me asomé por el pequeño espacio disponible.
El dolor que sentí al ver a Nadia besar a Matt con tanto amor y dulzura fue indescriptible. Era como si el beso que le había dado la noche anterior se lo regalara a él en ese momento. Entendí entonces que Nadia ya no era para mí; la había perdido.
Di un paso atrás y me alejé de allí. Ya no tenía motivo ni razón para quedarme en ese lugar.
Quería llorar, gritar y maldecir, pero choqué con alguien y me sorprendí al ver de quién se trataba.
—¡Leo! —Riley exclamó emocionado, dándome un par de palmadas en el hombro.
—Hola, Riley.
—¿Q-Qué haces por aquí? —se acomodó la corbata para aflojarla un poco y sonrió, parecía nervioso.
—Vine a ver a un amigo. ¿Tú qué haces aquí? ¿No se supone que verías a Siena? —lo cuestioné.
—Ehhh… sí, sí, pero lo pospusimos para más tarde y eh… vine por… unos archivos —me mostró la mano donde llevaba unos folders y volvió a sonreír—. Pero ya es tarde y debo irme. Fue bueno verte y espero verte pronto.
Se despidió dándome otra palmada en el hombro y se alejó rápidamente del lugar.
—Sí, claro —murmuré.
Saqué mi celular y marqué el número de Siena. Sonó una, luego dos y tres veces, y me mandó al buzón de voz. Volví a marcar una segunda vez y contestó.
—Cariño, al fin eres tú quien… —le impedí continuar la tontería que estaba a punto de decir.
—¿Dónde estás? —cuestioné.
—En el hospital, recibiendo mi quimio —la sangre me hirvió.
—¿Ah, sí? —apretaba el celular con fuerza; en cualquier momento podía explotar y gritarle, pero debía asegurarme.
—Claro. ¿Dónde más estaría?
Iba a contestarle, pero sería darle motivos para adelantarse y mentir nuevamente; terminé la llamada y recordé dónde estaba.
Con miedo, regresé al cuarto donde Nadia cuidaba a Matt y, fuera de él, la escuché reír. Sentía una presión en el pecho, pero entendí que ella estaba siendo feliz, que la estaban haciendo feliz, y no era yo.
Di media vuelta y me dirigí hacia la salida del hospital, cada paso que daba sentía como un peso más se añadía a mi corazón. Quería creer que todo esto era un malentendido, pero la realidad me golpeaba con fuerza. No era yo quien lograba arrancarle esas sonrisas a Nadia, y eso dolía más de lo que había imaginado.
Salí del hospital y me detuve un momento a respirar profundamente. Miré el cielo, buscando alguna señal, alguna respuesta que calmara el torbellino de emociones que se arremolinaban dentro de mí. Pero todo lo que vi fue un cielo gris y nublado, reflejando perfectamente cómo me sentía por dentro.
Subí al auto y, antes de arrancar, apoyé la cabeza en el volante, tratando de ordenar mis pensamientos. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Cómo seguir adelante cuando todo lo que quería parecía alejarse cada vez más?
Decidí que necesitaba despejar mi mente y tomar distancia de todo. Arranqué el auto y conduje sin un rumbo fijo, solo dejándome llevar por las calles. Necesitaba tiempo para pensar, para encontrar una manera de seguir adelante sin Nadia.
El camino me llevó a la cafetería donde comenzó todo, a la que siempre íbamos. Aparqué y caminé hacia el interior, buscando nuestra mesa favorita y me senté. Dejé que los recuerdos invadieran mi mente. Cada risa, cada conversación, cada beso. Todo lo que habíamos compartido ahora parecía tan lejano y ajeno. Una chica se acercó a tomar mi orden y pedí el café que Nadia siempre pedía: un capuchino de vainilla.
Esperé a que llegara mi orden mientras visualizaba la imagen de Nadia frente a mí, sonriendo, mirándome con esos ojos tan brillantes cuando hablaba de algo que le gustaba. Minutos después, la chica llegó con mi orden y se retiró. Me quedé observando la taza. Habían dibujado una hoja en la espuma, y recordé que el dibujo que le ponían a Nadia siempre era un corazón. Tal vez lo hacían porque la veían feliz o enamorada. Supuse que, si ella volvía, le dibujarían un corazón roto, y eso sería por mi culpa.
Finalmente, me di cuenta de que tenía que aceptar la realidad. Nadia había encontrado su felicidad con alguien más, y yo debía encontrar la mía, por difícil que pareciera. La vida seguiría adelante, y yo también tenía que hacerlo.
Tomé un último trago al café, pagué la cuenta y me levanté de la silla. Era hora de empezar un nuevo capítulo, uno en el que aprendería a vivir sin Nadia. Con paso firme, regresé al auto, decidido a enfrentar el futuro con la cabeza en alto.
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Acomodaba una pila de tareas entregadas por mis alumnos, guardé las hojas en mi portafolio y salí del salón en el que había impartido mi clase. Con el celular en la mano y la mirada fija en un aviso que me había llegado de la jefatura de la materia de Clínica, escuché una voz femenina llamarme por mi nombre. Estaba a punto de detenerme y voltear a ver de quién se trataba, pero un segundo llamado me hizo reconocer su voz. Era Nadia, y sabía que debía alejarme pronto si quería evitar que ella sufriera más.
Creí haber logrado mi cometido de evitar que Nadia me siguiera, pero sentí cómo tiraban de mi manga, obligándome a girar inmediatamente.
—Leo… —la interrumpí, pues escuchar su voz decir mi nombre aún causaba cierto cosquilleo en mi pecho.
—Doctora —pronuncié, fingiendo desinterés—. ¿Necesita algo?
—No, yo… —la vi fruncir el ceño y después relajar su expresión—. ¿Podemos hablar?
—Si es alguna duda médica, será en otro momento. Debo ir a una cita con mi esposa —me arrepentí mentalmente cuando pronuncié “esposa”. Estaba siendo un imbécil y lo notaba en el rostro de Nadia.
Ella bajó la cabeza y negó lentamente.
Esperaba poder decir algo o que ella dijera algo, que me gritara o que me reclamara por haberla besado esa noche. Sin embargo, se mantuvo en silencio e inerte.
—Lamento haberlo molestado —dijo sin levantar la mirada. Ahora me arrepentía más, pero creía que de ese modo ella podría ser feliz con el chico pelirrojo, Matt.
—Que tenga buena tarde, doctora —le respondí y di media vuelta, huyendo de ahí.
En mi mente, me insultaba de todas las formas posibles por haberle dicho eso y actuar de esa forma tan grosera y sin una pizca de amor. Pero era la única forma de mantenerla lejos, aunque eso significara verla siempre a la distancia y no entre mis brazos.
Al salir del edificio, el aire fresco me golpeó el rostro, intentando borrar el rastro de la conversación que acababa de tener. Caminé hacia mi coche, tratando de concentrarme en cualquier otra cosa, pero las palabras de Nadia y su expresión triste seguían presentes en mi mente.
Llegué a mi departamento, y lo encontré vacío como de costumbre. Me dirigí a la cocina y saqué una botella de vino, sirviéndome una copa generosa. Me dejé caer en el sofá, con la vista perdida en el techo, tratando de entender cómo había llegado a este punto.
Recordé los primeros días con Nadia, cuando todo parecía perfecto y sencillo. Pero a medida que el tiempo avanzaba y mi divorcio con Siena no llegaba a su fin, más la perdía. El miedo, la frustración y la impotencia se habían apoderado de nosotros, creando una brecha que parecía imposible de cerrar.
Tomé un sorbo de vino, cerrando los ojos y dejándome llevar por el calor del alcohol. Sabía que debía ser fuerte, pero no podía dejar de pensar en Nadia y en cómo había cambiado mi vida en tan poco tiempo. Ella era una luz en medio de la oscuridad, y ahora, al alejarla, me sentía perdido.
El sonido del timbre me sacó de mis pensamientos. Me levanté con pesadez y me dirigí a la puerta. Al abrirla, me encontré con Sam, quien parecía preocupada.
—¿Puedo pasar? —preguntó, sin esperar respuesta y entrando al salón.
—Adelante, es tu casa —le respondí, cerrando la puerta detrás de ella.
Sam se sentó en el sofá y me miró con seriedad.
—Me entere sobre lo que pasó en la facultad —mencionó.
—¿Cómo? —lo miré extrañado pues, solo los que estaban presente esa noche en la universidad lo sabían y no recordaba si lo pasaron en las noticias.
—En las noticias se habló de un supuesto ataque y fui a la facultad a preguntar —suspiró—. Me dijeron que desde entonces, estás distante.
—El ataque no me afecto, fue… lo que sucedió con Nadia —respondí dejándome caer sobre el sofá.
—¡¿Qué?! ¿Ella esta bien? —me tomó con fuerza del brazo.
—Ouh… —me quejé. Sus uñas se habían enterrado en mi piel—. Si, ella está bien y más enamorada del chico. Por cierto, fue él quién recibió el ataque.
—Oh… Y él, ¿está bien? —soltó mi brazo.
—Nadia lo cuida.
—¿Y tú? —frunció el ceño preocupada.
Tomé la copa de vino, se la mostré y la llevé a mi boca para probar de nuevo su sabor, pero Sam me la quitó.
—No, nada de alcohol —ella tomó a la vez la botella y se llevo ambas cosas a la cocina, pude escuchar como vertía el contenido de la copa al lavabo y cerrar la botella colocándola después en su lugar.
Sam regresó a la sala de estar y se sentó a mí lado.
—¿Pudiste hablar de ella sobre…? —hizo una pausa.
—La besé —confesé y de reojo vi su rostro lleno de sorpresa—. Luego me pidió que no volviera a hacerlo porque el chico no se merecía eso.
—Le doy el punto a su favor —cruzó sus brazos—. ¿Al menos te disculpaste?
—Iba hacerlo, pero cuando fui a buscarla… —se me hizo un nudo en la garganta que trate de aflojar aclarando mi garganta—, pero la vi besando al chico.
—Leo…
—No digas nada —me pasé una mano por el rostro—. Me tarde y por eso la perdí y luego hoy… ¡Dios!
—¿Hoy qué? —de nuevo me tomó del brazo, pero con delicadeza.
—Ella se acercó a mí y algo iba a decirme, pero la trate frío y desinteresado —suspiré exasperado—. Hubieras visto su cara, era como si le hubiera dicho la cosa más horrible para romperle el corazón. Le terminé dando la espalda y la escuché irse corriendo a pesar de que ya me había alejado.
En eso, sentí un par de golpes en el brazo, luego en el hombro y al final recibí varios golpes con uno de los cojines del sofá.
—¡Eres-un-idiota! —Sam hablaba entre golpes hasta que se cansó—. Ella quería hablarte del beso.
—Eso no lo sabes —dije lanzando el cojín detrás del sofá.
—Eres ciego como un topo —se levantó del sofá y empezó a caminar de un lado a otro—. No puedes seguir viviendo así, mintiéndote a ti mismo y a los demás.
Suspiré, sintiendo un nudo en la garganta.
—Ella merece ser feliz. Yo estoy atrapado en un matrimonio fallido hasta que Siena mejoré o…
—Siena tiene a su familia y a los médicos. Tú también tienes derecho a ser feliz, a vivir tu vida. No puedes sacrificar tu felicidad por el.capricho de una persona que jamás te tomó en cuenta.
Me llevé ambas manos al rostro y coloque mis codos sobre mis rodillas.
—¿Qué debo hacer entonces? —pregunté, desesperado.
Sam me puso una mano en el hombro.
—Habla con Nadia. Dile la verdad. Déjala decidir si quiere estar contigo o no. Y en cuanto a Siena… Ya veremos que hacer para librarte de ella.
Asentí lentamente, sabiendo que Sam tenía razón. Tenía que enfrentar mis miedos y ser honesto con la mujer más importante en mi vida.
Esa noche, me propuse hacerlo. Primero, buscaría a Nadia y le explicaría todo: mis miedos, mis problemas, y la verdad de mis sentimientos. Era hora de dejar de huir y enfrentar la realidad, esperando que me escuchara y entendiera.
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A la mañana siguiente, me concentré en impartir mis clases, tratando de ignorar el nerviosismo que me invadía. A veces, olvidaba partes del tema que estaba enseñando o no sabía cómo responder a las preguntas de mis alumnos. Terminaba disculpándome por mi falta de concentración.
Cuando mis clases acabaron, busqué a Nadia por los pasillos o a sus amigos para que me dijeran dónde encontrarla, pero parecía que habían desaparecido de la faz de la tierra, o en este caso, de la facultad.
No encontraba a nadie y comenzaba a desesperarme. Finalmente, decidí llamarla, esperando escuchar el tono de su celular por los pasillos, arriesgándome a que bloqueara mi número. Justo cuando estaba escuchando el sonido de la llamada, la vi pasar caminando. Tenía una mirada triste, y cuando notó mi llamada, sus mejillas se sonrojaron y su ceño se frunció por el enojo.
—Oh no, ahora sí que no —murmuró, tensando la mandíbula y colgando la llamada. Agitó varias veces su celular antes de tranquilizarse y arreglar su cabello y ropa. Llevaba puesta una falda ajustada, una camisa del mismo color y un chaleco lila.
No quería y no debía tener esos pensamientos impropios, pero me moría por volver a sentir sus labios contra los míos, escuchar su respiración agitada y sentir su piel contra la mía.
Maldecía en mi interior por mi falta de autocontrol cuando se trataba de ella.
Di unos cuantos pasos hacia ella mientras la escuchaba maldecir y señalar la pantalla de su celular.
—Me hiciste llorar, me mentiste, y me… —la interrumpí llamándola por su nombre.
—Nadia —la vi sobresaltarse y voltear rápidamente.
—Leo, yo… tú… —aclaró su garganta y volvió a fruncir el ceño, molesta—. ¿Qué puedo hacer por usted, doctor?
—Necesito hablar contigo —respondí.
—Oh, ¿en serio? —se cruzó de brazos—. Tengo prisa, debo ir a una cita.
—Nadia, por favor.
—No, doctor —su voz tenía ese tono frío y desinteresado que yo había usado el día anterior—. Si me disculpa…
Me rodeó e inmediatamente la tomé del brazo, atrayéndola hacia mí. Su cuerpo quedó pegado al mío y su rostro se tornó de un rojo hermoso, ese mismo rojo que siempre tenía cuando la besaba.
—Necesito que me escuches —Nadia empezó a forcejear, pero la sujeté con la suficiente firmeza para evitar hacerle daño.
—¡No! —gritó en voz baja—. Tú no quisiste escucharme ayer y yo no quiero escucharte hoy.
—Deja de luchar, te puedes lastimar —miré alrededor para asegurarme de que estuviéramos solos.
—No me importa. Ayer quería hablarte de nosotros y del beso, y tú decidiste echarme en cara lo de tu esposa —me miró con sus ojos rojos y cristalinos, y su dolor era evidente. Todo era mi culpa.
—Y yo quiero hablarte de eso mismo —insistí.
—Pues no me importa —volvió a forcejear.
Una idea vino a mi mente, y aunque sabía que podría ganarme una bofetada, prefería eso a tenerla un segundo más lejos de mí.
Rodeé su cintura con mis brazos, pegándola más a mí. Ella dejó de moverse, lo que me permitió mirarla a los ojos y acercar mi rostro al suyo. La besé con toda la desesperación y el deseo que sentía en ese momento. No quería que se alejara, la quería más y más cerca de mí, y no la iba a soltar por ningún motivo.
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