Capítulo Cincuenta y nueve: Pasión Interrumpida

⚠️ ADVERTENCIA ⚠️

Este capítulo tiene contenido sexual y es bajo su propio riesgo el continuar leyéndolo. De no ser de su agrado, pido que dejen de leerlo o saltarse el capítulo.

Se sugiere discreción.

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Nadia

Leonardo me tenía rodeada por sus brazos, pegándome más a él mientras me besaba. Ese beso estaba lleno de desesperación, amor y una lujuria que mi cuerpo no pudo evitar responder. Lo necesitaba y rogaba porque no me soltara, pero fue imposible, ya que debíamos respirar.

—Yo… yo… —intentaba hablar, pero mi mente estaba en blanco por el beso, el calor y la falta de aire.

—Sí… sí… —Leonardo asentía con la cabeza y estaba a punto de besarme de nuevo, pero algo lo distrajo—. ¡Mierda! —maldijo en voz baja, mirando a los lados.

Su mano se posó en la perilla de una puerta cercana y nos llevó al interior de un salón. Me pidió que mantuviera silencio mientras se aseguraba de que no hubiera nadie. Abrió lentamente la puerta y asomó la cabeza con cuidado, suspiró aliviado y volvió a entrar, cerrando la puerta tras de sí.

Después de cerrar la puerta, me miró y me tomó rápidamente de la cintura. Esta vez, me besó con desesperación y pasión, empujándome hasta acorralarme contra el escritorio. Con más fuerza sobre mi cintura, me hizo quedar sentada sobre el mueble, metiéndose entre mis piernas.

Continuó besándome, recorriendo mi cuerpo con sus grandes manos, apretando ciertas zonas y acariciando otras por encima de la ropa. Su boca no solo se concentraba en la mía; también bajaba a mi cuello y clavículas, dejando un camino de besos húmedos que erizaban mi piel.

En mi mente, agradecía una y otra vez por volver a sentir los besos de Leonardo sobre mí y por haber llevado falda ese día. No lo había planeado, ni se me había pasado por la cabeza que algo así pudiera ocurrir.

Leonardo se mantenía entre mis piernas, rozando su bulto contra mi entrepierna. Los jadeos eran acallados por los besos o por morderme el labio inferior. No había palabras, ni una sola oración que interrumpiera ese momento ni las acciones que nuestros cuerpos llevaban a cabo.

Una de sus manos fue bajando por mi espalda, recorriendo cada centímetro hasta llegar a mi cadera y pasar directamente a uno de mis muslos. Estaba deseosa de sentir su toque sobre mi piel, por las sensaciones que sus manos podrían hacerme sentir. Mis deseos fueron escuchados cuando Leonardo metió su mano por debajo de mi falda, tocando la piel de mis muslos con la yema de sus dedos hasta quedar justo encima de mi braga. Sentía cómo dos de sus dedos frotaban mi entrada, provocándome liberar gemidos silenciados por sus besos y que mi espalda se arqueara.

Sin apartar su mirada, su mano hizo a un lado mi braga para comenzar a tocar mi feminidad húmeda, introduciendo primero un dedo y luego dos, mientras yo me aferraba con fuerza a sus hombros. Quería gemir tan alto para demostrarle el placer que me estaba haciendo sentir con sus manos, pero si lo hacía, podrían descubrirnos y eso aumentaba mi excitación.

El placer en mi cuerpo iba en aumento cada vez que introducía y sacaba sus dedos de mi interior, haciendo círculos y estimulando mi clítoris a la vez mientras mordía la piel de mi cuello. No quería esperar más, no podía esperar más, necesitaba sentirlo a él muy dentro de mí; sentir su calor, escuchar sus jadeos y gemidos que no hacían más que excitarme.

De un momento a otro, él se detuvo y se alejó apenas unos centímetros de mí, sacó la mano que había debajo de mi falda y la llevó a la altura de su rostro para probar el líquido que mi feminidad había dejado sobre sus dedos.

«¡Dios, perdón por usar tu nombre en vano!», mencioné para mí mientras todas esas posiciones impuras llegaban a mi mente.

Miraba atentamente cada uno de los movimientos de Leonardo. Sacó sus dedos de su boca y bajó ambas manos para desabrocharse el cinturón y el pantalón, volviéndose a acercar a mí. No lo vi directamente, pero noté el movimiento que hacía para bajar un poco su pantalón.

Acerqué mi cadera más a la orilla del escritorio y mi cuerpo sufrió un torbellino de sensaciones cuando sentí su erección chocar con mi entrada semicubierta por la braga. Él había notado mi reacción, estaba sonriéndome con complicidad; ambos sabíamos qué seguía después de eso.

Leonardo me tomó de las caderas para acercarme más a él, acomodó su erección y la fue introduciendo muy lentamente en mí. El calor que me estaba provocando era insoportable y se acumulaba cada vez más por aguantar los gemidos que querían salir desde mi garganta como gritos desesperados a medida que él se movía. Sus embestidas eran lentas y fuertes, pero iban aumentando de velocidad, haciendo que nuestra piel chocara y produjera ese sonido excitante por la lubricación natural de nuestros cuerpos.

Quería gritar a los cuatro vientos, hacerle notar que estaba sintiendo un placer tan cálido y delicioso, que en cualquier momento me haría acabar y pedir más, pero solo podía limitarme a verlo a los ojos, escuchar su respiración agitada y tirar de su cabello de vez en cuando.

Podría jurar que el escritorio se movía con cada embestida que recibía de él; que si el edificio estuviera vacío, nuestros gemidos se escucharían hasta el último piso y que el calor que emanaban nuestros cuerpos dejaba en ridículo a la temporada de calor.

Mi mente divagaba y repetía una y otra vez el nombre de Leonardo hasta tomar posesión de mi boca.

—Leo… —gemí su nombre en voz baja mientras me aferraba más a sus hombros—. Yo… ah…

Leonardo me tomó con fuerza y me levantó del escritorio, llevándome hasta la pared más cercana.

Mi espalda quedó pegada a la fría pared mientras recibía sus embestidas. Volvió a besarme y sentía la vibración de su voz contra mi boca. Sentía que en cualquier momento podía explotar, pero deseaba seguir así, sintiéndolo más cerca de mí.

El placer se acumulaba en mi vientre, mis manos buscaban un lugar donde aferrarse porque sentía que me iba a caer y que podría hacerlo si a Leonardo le fallaran las piernas. Él se movía cada vez más rápido, las perlas de sudor se mostraban sobre su frente y unas cuantas recorrían su rostro.

Mi cuerpo comenzó a tener espasmos y a contraerse. Ahogaba mis gemidos apretando mis labios con fuerza para evitar ser oída, y el clímax se presentó en nuestros cuerpos cuando solo nuestros jadeos se escuchaban.

Cerré mis ojos por unos segundos y al abrirlos, con los párpados cansados, lo miré a los ojos. Sus ojos azules tenían un brillo especial, aun si tenían esa tonalidad oscura. Reímos ante el cansancio y, con su ayuda, mis pies tocaron el suelo.

—Eso… fue… —Leonardo hablaba entre pausas.

—Sí, increíble… —pronuncié con dificultad.

Mis piernas temblaban, me iban a fallar en el momento en que él se alejara de mí, pero no lo hizo. Se quedó a mi lado.

—Yo te sostengo —susurró y besó mi frente.

Leonardo me ayudó a sentarme de nuevo en el escritorio para que él pudiera acomodarse la camisa y el pantalón. Una vez que terminó, se acercó a mí y volvió a besarme, pero esta vez con tanta delicadeza.

—Debemos irnos o podrían… —se separó de mí.

—Atraparnos —ambos reímos y de nuevo, con su ayuda, bajé del escritorio para acomodar mi ropa.

Volvimos a idear un plan como en los viejos tiempos. Él salió primero y un tiempo después salí yo en dirección contraria. Leonardo me dijo que tomara mi ruta de siempre y que me esperaría en una de las paradas del autobús.

Estaba feliz por lo ocurrido, jamás me había atrevido a hacer algo como eso, estaba sorprendida. Una enorme sonrisa se plasmaba en mi rostro, pero esta desaparecía cuando las palabras del padre de Leonardo venían a mi mente. Tal vez había vuelto a caer, pero quería darle el beneficio de la duda al hombre que amaba y que me tomaba de la mano dentro de su auto.

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Llegamos al departamento de Leonardo sin prisa. Apenas entramos, él cerró la puerta y me empujó suavemente contra la pared, besándome con una pasión renovada. Sentía sus manos recorrer mi cuerpo con urgencia, desnudándome lentamente mientras me hacía gemir de anticipación.

Nos dirigimos a su cuarto, dejándonos caer sobre la cama sin romper el contacto visual. Pasamos toda la tarde haciendo el amor, explorando cada rincón de nuestros cuerpos con una intensidad que no habíamos experimentado antes o que habíamos olvidado. El tiempo parecía detenerse mientras nuestras respiraciones se entrelazaban y nuestros cuerpos se unían en una danza de placer.

Cada caricia, cada beso, cada embestida nos llevaba más cerca del éxtasis. Nos movíamos al unísono, respondiendo a las necesidades y deseos del otro sin necesidad de palabras. La tarde se desvaneció en la noche, y el cuarto se llenó del sonido de nuestros gemidos y suspiros, de la pasión desbordante que compartíamos.

Finalmente, exhaustos y satisfechos, nos quedamos abrazados en la cama. La luz de la luna se filtraba a través de las cortinas, bañando nuestros cuerpos entrelazados con un brillo plateado. Sentí su mano acariciar mi espalda, sus dedos trazando círculos suaves mientras nuestras respiraciones se calmaban.

—Esto ha sido más de lo que podría haber imaginado —dije en un susurro, con la voz aún temblando por el placer reciente.

Leonardo sonrió, besando mi frente con ternura.

—Yo también lo sentí así —respondió, su voz cálida y llena de emoción.

Nos quedamos así, disfrutando de la tranquilidad de la noche y la cercanía de nuestros cuerpos. Sabíamos que el mundo exterior podría esperar, que en ese momento solo existíamos nosotros dos, compartiendo un amor y una pasión que parecían no tener fin.

El cansancio fue adueñándose de mi cuerpo poco a poco hasta caer rendida en un sueño profundo, pero este comenzó a tornarse tortuoso y horrible, con la voz del padre de Leonardo repitiéndome en eco que estaba siendo usada, y la voz de Marco amenazándome. El sueño no se detenía, tenía tanto miedo y sentía una horrible sensación de falta de aire hasta que desperté con la respiración agitada y líneas de sudor en mi frente y cuello.

Miré a mi lado y encontré vacío el lugar de Leonardo. Observé a mi alrededor y lo vi parado frente al gran ventanal de su cuarto, con las cortinas ligeramente abiertas.

Me envolví en la sábana y bajé de la cama, acercándome con cautela hacia él. Una vez cerca, pegué mi rostro a su espalda y lo rodeé con mis brazos, cubriéndolo con la sábana.

—Deberías estar descansando —sonreí al escuchar su voz.

—Tuve un mal sueño y no te encontré —dije, depositando un beso en su espalda. Leonardo giró lentamente, quedando de frente a mí.

—¿Qué fue? —me tomó del rostro con ambas manos.

—Solo una tontería —respondí, volviendo a sonreír. Me puse de puntillas para acercarme a su rostro y besarlo.

Leonardo se inclinó y me besó con ternura, luego se separó y depositó un beso en mi frente antes de abrazarme.

—Sé que no es el momento, pero debo hablar contigo —su voz retumbaba contra mi cuerpo y me aferré a él.

Tenía miedo de escucharlo decir las mismas palabras que su padre, miedo de que dijera que debía alejarme de él para estar feliz con su esposa, miedo de que me dijera que nunca me amó.

Se volvió a separar de mí, posando sus manos sobre mis hombros.

—Debo decirte toda la verdad, toda la verdad sobre Siena y yo —a pesar de la oscuridad, pude notar el temor en su mirada.

Asentí con la cabeza y él me llevó a sentarme en la orilla de la cama.

Frente a mí, él caminaba de un lado a otro contándome sobre su relación con Siena, su intento de divorcio, su obligación de cuidar de su esposa por el cáncer y el temor que tenía de que su padre se entrometiera entre nosotros. Me relató cómo intentó acercarse a mí y mis múltiples rechazos.

Todo este tiempo, mi mente había estado llena de ideas erróneas y miedos impuestos por otros, personas que solo me llenaron de amenazas. La valentía de Leonardo me dio la fuerza para contarle lo que me estaba sucediendo a mí.

—¿Por qué no me dijiste sobre Marco y las fotos? —noté el enojo en su voz.

—Tenía miedo.

—Pero me tenías a mí —dijo, poniendo una mano sobre su pecho.

—Lo sé, pero luego vi las fotos de ti y ella y… —hice una pausa, recordando dolorosamente lo que sucedió esa noche.

Leonardo se sentó a mi lado y me abrazó con fuerza, pidiéndome perdón por no haber actuado antes y quedarse callado. En ese momento, las palabras de su padre volvieron a resonar en mi cabeza.

—Y hay otra cosa… —mencioné, alejándome lentamente de él.

—¿Qué sucede? —me miró preocupado.

—Es sobre tu padre —al mencionar esa palabra, la mandíbula de Leonardo se tensó, temí que se lastimara con eso.

—¿Qué te hizo? —me tomó de los hombros.

—Nada, es solo…

—¿Qué? —su tono de voz se volvió más grave y la cólera era evidente en ella.

—Dijo que debía alejarme de ti, porque solo fui una excusa para satisfacerte —bajé la mirada después de citar las palabras de su padre.

Leonardo se levantó rápidamente de la cama y caminó como un león enjaulado frente a mí, pasándose las manos por el cabello y luego frotándolas en su rostro con rapidez y frustración.

—Él me va a escuchar —me miró, y yo negué con la cabeza.

—No, no lo hagas —me levanté de la cama y caminé hacia él—. Dijo que si se enteraba de que yo seguía contigo, enfrentaría las consecuencias.

—Es un… —alzó las manos y luego las bajó con fuerza, apretándolas en puños—. Estoy harto de esto. ¡Esto se acaba ahora!

—No quiero que hagas nada —dije con firmeza, aunque temía cómo reaccionaría Leo.

—¿Qué? —me miró—. Nadia, él no puede obligarte a hacer nada.

—Lo sé, pero… —no sabía cómo expresar mi temor por lo que su padre pudiera hacerme.

Se arrodilló frente a mí y me tomó de las manos, acariciando lentamente mis nudillos con sus pulgares. Inclinó su rostro para que lo mirara a la cara.

Leonardo estaba a punto de hablar cuando tocaron a la puerta, interrumpiendo la atmósfera de ternura y seguridad que estábamos compartiendo en ese momento.

Nos miramos por un par de segundos mientras seguían tocando la puerta, y luego el timbre comenzó a sonar, llamando nuestra atención.

—¿Esperas a alguien? —pregunté, mirándolo.

—No —frunció el ceño—. Quédate aquí, iré a ver quién es.

Me dio un beso en la frente y me dejó sola en el cuarto. Me quedé mirando hacia la salida, esperando a que regresara o escuchar voces del visitante sorpresa de la noche.

—¡Mierda! —lo escuché maldecir a lo lejos, y regresó rápidamente al cuarto.

—¿Qué sucede? —pregunté, preocupada, acercándome a él.

—Es Siena…

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