Capítulo Cincuenta y dos: Sospechas

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Leonardo

Estaba sentado en la situación más incómoda que podía imaginar, fingiendo felicidad frente a dos personas que no tenían la culpa de tener una nieta tan... molesta como Siena.

Siena y su abuela estaban en la cocina, hablando en un tono muy alegre. Reían, bromeaban e incluso discutían sobre la preparación de algún alimento. Me resultaba incómodo creer que Siena pudiera ser así. Había cambiado, pero no me sorprendía; más bien, me inspiraba desconfianza, y tal vez tenía razón en pensar así.

El abuelo de Siena y yo estábamos en la sala de estar en completo silencio. Él tenía en la mano un vaso de whisky, al igual que yo. Ambos tomábamos un par de sorbos de la bebida, pero en mi caso, casi me bebía el whisky de un trago para aliviar la incomodidad de la situación.

Los abuelos de Siena eran conscientes de todo lo que ella había hecho, de cómo evitó encargarse de nuestra hija y de cómo se fue con su amante mientras Daphne yacía en su lecho de muerte, deseando que su madre la hubiera querido un poco más y estuviera con ella. Arthur y Claire sabían muy bien la clase de "hija" que tenían, pero a pesar de ello, estaban muy arrepentidos por algo que jamás hicieron: advertirme.

—¿Qué tal el trabajo? —Arthur rompió el hielo.

—Bien, casi en la recta final —respondí sin tapujos ni mala gana.

—Tu madre nos dijo que tu padre regresó a dar clases y justo imparte en la universidad en la que trabajas —se le veía incómodo, y ¿cómo no estarlo?, si sabían a la perfección que yo no quería estar en ese lugar.

—Sí, pero no me interesa lo que haga —respondí molesto para terminar el tema de conversación.

El ambiente entre los dos volvió a ser silencioso e incómodo, hasta que decidió hablar de nuevo.

—¿Sabes? Agradezco mucho que acompañes a Siena a sus quimioterapias —me sonrió—. Desde que están juntos, ella se ha vuelto más amable y sensible.

—¿En serio? —levanté una ceja incrédulo.

Desde que Siena y yo nos cruzamos con Nadia y el pelirrojo, no ha dejado de mencionar que ella había ganado o que al fin me había quitado a una convenenciera de mi vida.

—Claire ha estado un poco intranquila porque Siena no nos ha querido contar nada sobre su estado —volteé a verlo confundido, pues Siena me había contado que sus abuelos estaban al corriente de su estado de salud.

—¿Qué les ha dicho entonces? —fruncí el ceño.

—Nada —suspiró—. Las veces que llega de las quimios, se va directo a su cuarto a dormir por lo cansada que está y, a veces, no baja hasta la noche para apenas comer algo.

—¿No come? —pronuncié confundido y Arthur negó con la cabeza. Siena sabía que debía comer a sus horas para mantenerse fuerte y con energía para sus próximas sesiones—. ¿No les ha dado la lista con los alimentos y cuidados que debe tener?

—No —le dio un trago a su whisky y tardó un rato en seguir respondiendo—. Pica un poco de comida y a veces no se la termina. El otro día dijo que saldría con sus amigas y la noche de ese día no comió nada y así se fue a dormir.

Todo me era muy sospechoso, y para llevar poco más de un mes con las quimioterapias y el poco alimento que estaba consumiendo, era para que estuviera, si no en los huesos, sí muy delgada.

Algo no estaba bien y no me sonaba para nada lógico. Siena estaba ocultando algo y su estado físico lo delataba.

—La comida está lista, señores —anunció Claire, la abuela de Siena, y tanto Arthur como yo fuimos directo a la mesa llevándonos nuestros tragos.

Estando sentado frente a la mesa, Claire extendió sus manos para entregarme el plato con mi comida; no iba a negar que se veía deliciosa. Era un filete de carne bien cocido con papas cambray y espárragos asados, todo olía exquisito. Mientras degustaba el primer bocado del filete tan jugoso con una pizca de limón, sal y algunas especias que apenas lograba distinguir, Arthur llenaba mi copa con un vino tinto, un líquido oscuro y denso, como un río de rubíes licuados que se deslizaba con languidez por las paredes del cristal.

Sin duda alguna, aún me sorprendía lo bien que me trataban en cada comida a la que me invitaban y lo serviciales que eran conmigo a pesar de la incomodidad y del mal sabor de boca de las experiencias del pasado.

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Estaba en el balcón de mi departamento, sintiendo la brisa semi fría del final de febrero, viendo el paisaje de las luces de los edificios en la oscuridad de la noche. Hacía el recuento de los días y pensaba en lo mucho que me habría encantado pasar un San Valentín con Nadia. Le habría preparado una comida especial, algo delicioso y ligero, le habría comprado un gran ramo de rosas rojas y tal vez, un collar con una cadena de oro y una pequeña esmeralda como colgante. Habría sido el San Valentín perfecto para ambos, si tan solo no me hubiera callado.

Me levanté del barandal del balcón y entré a mi departamento. Escaneé con la mirada el interior de la sala de estar y la cocina, que estaba al lado contrario del ventanal tras mi espalda. Veía a Nadia en cada uno de los muebles sonriendo, riendo, comiendo y durmiendo. El interior de mi solitario departamento se había llenado de luz, calor, amor y felicidad cada vez que Nadia venía a visitarme. Ahora era un simple departamento gris, sin vida y sin luz, esto último metafóricamente hablando.

Saqué el celular del bolsillo de mi pantalón y abrí la aplicación para ver el chat de conversación con Nadia. Aún estaba mi último mensaje: “Necesito hablar contigo. Por favor”.

Sin duda alguna, era un idiota y verle los ojos llenos de lágrimas cuando se enteró de la verdad me rompió el alma. Ella no merecía esas mentiras y ese dolor que estaba sintiendo. Necesitaba una bofetada tan dolorosa para recordarme una vez más que estaba perdiendo a Nadia con el pasar de los días.

Mientras me lamentaba en mi fría, gris y oscura cueva, tocaron al timbre de mi departamento. Me levanté del sofá lleno de confusión, pues no era normal recibir visitas a excepción de las de Nadia. Me acerqué a la puerta y miré a través del pequeño visor. Al otro lado, se encontraba una melena castaña que, al alejarse, reveló la identidad de su dueña. Era Sam junto con sus dos guardaespaldas llamados Tom y Max, el trío de mi perdición y espejos de mi realidad.

—Abre la puerta, Lane —sonó la voz de Sam en un tono alto, a pesar de ser ahogado por el material de la puerta—. Sé que estás ahí dentro porque Max vio tus pies por debajo de la puerta.

«¡Dios! Son peores que la oficina de impuestos», pensé, y a regañadientes abrí la puerta.

—¡Al fin! —Sam entró a mi departamento sin siquiera pedir permiso—. Creímos que te habías suicidado.

—Si hubieran llegado unos cinco minutos más tarde, ya estaría colgando del techo —le respondí con sarcasmo y la castaña volteó rápidamente a fulminarme con la mirada.

—Hermano, tienes muchas cosas que contarnos —Max me dio un par de golpes en la espalda y entró al departamento con Tom tras él.

—Dime… ¿cómo fue, o más bien, por qué regresaste con la infiel de tu esposa? —Tom se acomodó sobre el respaldo de un sofá.

—¿Regresar? —Max volteó a verme incrédulo—. ¿No se supone que solo la acompañarías a su tratamiento?

—Sí, así es y…

—¿Te golpeaste la cabeza? —era Sam quien cuestionaba.

—No estoy seguro, pero me harían un gran favor si uno de ustedes lo hace —junté mis manos en forma de plegaria

—Tendrías mucha suerte si lo hacemos —Sam se acercó a mi refrigerador y abrió la puerta para revisar el interior—. Mala suerte la nuestra que nunca tienes nada para comer.

—Siempre piensas en comer —Max se acercó a ella y luego volteó a verme—. Estás muy mal, amigo.

—Dejen la comida para después, este tema de la esposa es serio —Tom habló desde la sala, aún recargado sobre el sofá—. ¿Qué pasó con la persona que estabas conociendo? ¿Ya le dijiste esto, cierto? Porque sería una estupidez si estás con ella y con Siena al mismo tiempo.

—Eso te haría igual a Siena —comentó Max.

—Lo sé y yo...

—Espero no estar viendo la copia masculina de Siena —Sam comentó, cruzándose de brazos.

—Tendría sentido. Ambos rubios, ricos y metidos en términos médicos —volvió a hablar Max.

—¡La perdí! —corté sus comentarios con un golpe certero o jamás me iban a dejar hablar—. La perdí y me estoy muriendo por recuperarla.

—¿Cómo sucedió? —Sam se acercó a mí y posó una mano sobre mi hombro.

—No sé quién ni cómo, pero alguien le dio unas fotos de la cena navideña en casa de mis padres —suspiré—. Siena aparecía en esas fotos y en la parte de atrás, había una leyenda donde se menciona que ella es mi esposa.

Todos nos mirábamos unos a otros, preguntándonos quién habría sido el autor de aquellas fotos y cómo llegaron a Nadia. Minutos más tarde, especulábamos sobre quién podría haberle dado esas fotos. En ese momento, recordé el día en que la vi y estuvimos juntos por última vez. Cuando llegué a la cafetería, ella se veía nerviosa y un tanto distraída, como si algo hubiera ocurrido. Pero en ese momento realmente no estaba prestando atención; estaba enojado con Siena y molesto por la insistencia con la que me obligaban a asistir a un evento que no deseaba. Lo único que quería era estar tranquilo y olvidarme de los problemas, y estar con ella era lo que más me hacía feliz. Ahora que no la tengo, es como si mi mundo estuviera en escalas de negro y gris. Fue en ese momento que me di cuenta de que Nadia era realmente la razón por la que mis días eran coloridos y no amargos ni molestos.

Max y Tom se habían despedido, dejándome con Sam en mi departamento. No era una buena señal; ella era una mujer muy insistente y siempre lograba salirse con la suya, obteniendo la información que necesitaba.

—¿Y bien? —dijo mientras dejaba la taza de café sobre la mesita de la sala.

—¿Qué? —la miré completamente confundido, pues de la nada me había hecho una pregunta sin decirme de qué era al respecto.

—¿Me contarás quién es ella y por qué tanto misterio? —se cruzó de brazos y dejó caer su espalda contra el respaldo.

—No la conoces —dije sin meter más detalles para evitar que continuara con su interrogatorio. En vez de eso, solo incité a que continuara.

—Eso ya lo sé —suspiró frustrada—. Si me dices todo, tal vez yo pueda ayudarte.

—¿Cómo? —levanté una ceja incrédulo.

—No lo sé, pero sé que lo haré —sonrió y yo negué con la cabeza.

Lo pensé durante un par de segundos mientras escuchaba las razones de Sam para que le contara toda la verdad. Daba razones desde las más básicas hasta las extremas. Así continuó durante un buen rato hasta que, cansado y estresado, terminé cediendo.

—¡¿Estás loco?! —se levantó de golpe del sofá—. ¡¿Una alumna?!

Asentí con la cabeza en completo silencio mientras Sam caminaba de un lado a otro como un león enjaulado.

—Te pueden despedir —siguió levantando la voz—, y a ella la pueden expulsar.

—Tuve cuidado para que ella estuviera bien y que no nos descubrieran —expliqué.

—Eso no justifica los medios. Ella es tu alumna, es inmoral —se llevó ambas manos a la cabeza.

—Ya sé, pero…

—¡El escándalo en el que te vas a meter y los rumores de los que te pueden acusar! —me interrumpió—. ¡Leonardo, todo eso es inmoral!

—¡¿Podrías dejar de pensar en si es moral o no y alegrarte de que al fin encontré a alguien que ame de verdad?! —le quité las manos de la cabeza y la obligué a verme—. Por favor…

—Leo… —suspiró y bajó la mirada, después volvió a subirla y sonrió de lado—. Claro que lo estoy, pero ahora estás sufriendo por ella y eso no es tan bueno que digamos.

—Sí, porque yo me equivoqué al ocultarle la verdad a ella —me dejé caer sobre una de las sillas de la mesa.

Estuvimos en silencio por un largo rato hasta que Sam se acercó a mí y con una mano me tomó del mentón para hacerme mirarla.

—¿Estás dispuesto a arriesgar todo por ella? —frunció el ceño y sus ojos se mostraban cristalinos.

—Sin importar qué, lo haría una y otra vez con tal de volver a tenerla en mis brazos y escucharla decir que me ama —respondí a duras penas. El nudo en mi garganta me impedía hablar con claridad.

—Entonces, te ayudaré a recuperarla —sonrió y me abrazó—. Jamás había visto esa mirada de amor que tienes, ni siquiera con Siena.

—Es que… de verdad, la amo.

Sam se separó y limpió las pequeñas lágrimas que habían escapado de sus ojos y volvió a sonreírme.

—Ahora. Debemos descubrir quién le mandó esas fotos y quién las tomó —sacó su celular y marcó un número. Comenzó a hablar de forma alegre y pidió la ayuda de alguien, cobrando un favor que le debían.

Había olvidado la clase de amiga que tenía. Llevaba años conociéndola y aún seguía sorprendiéndome por todo lo que hacía o conseguía. Cuando éramos más jóvenes, siempre organizaba los horarios para los chicos y para mí, diciendo que era mejor tener todo planificado para aprovechar el tiempo en algo lucrativo. Con los años, me di cuenta de que su personalidad extrovertida no solo le ayudaba a desarrollarse y a relacionarse con la gente, sino también a conseguir amigos en diversas áreas. Algunos de ellos incluso le debían favores, como el que acababa de cobrar con una sonrisa de merecida victoria.

Su ayuda era un privilegio y su enemistad, una verdadera tortura. Estaba agradecido de que fuera mi amiga y no mi enemiga.

Tendría la ayuda de una verdadera amiga, pero por otra parte, tenía dudas de Siena y su forma de celebrar después de su primer encuentro con Nadia. Y algo no estaba bien.

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