| -Recado Humano- |
Tras despertar la mañana siguiente por un beso suave que era posado en su frente, la joven de cabello carmesí abrió sus ojos, encontrándose con que Sherlock ya estaba vestido, sentado al borde de la cama, observándola con ternura. Al principio la pelirroja no comprendió a qué debía esa despedida, hasta que recordó qué día de la semana era aquel.
–Cierto... Tienes que ir a Sherrinford –murmuró en un tono ronco, su mente aún sumergida en el mundo del sueño–. Siento no haberme despertado antes –se disculpó, bostezando. El sociópata acarició su mejilla.
–No te preocupes querida –negó con la cabeza, sonriendo–. De todas maneras necesitas pasar algo de tiempo con Hamish... Estos días has estado muy ocupada con los casos –argumentó, provocando que su adormecida esposa afirmase con un gesto de la cabeza–. Te mereces un descanso.
–Ten mucho cuidado, cielo –le dijo, tomando su mano en un gesto amoroso, pues aunque sabía que Sherlock podía cuidarse solo, aún le resultaba difícil separarse de él.
–Lo tendré –replicó el detective de cabello castaño–. Te quiero –besó sus labios tras decir aquellas dulces palabras, las cuales siempre lograban enternecer a la pelirroja.
–Yo también te quiero, cariño –dijo ella con una sonrisa, tras reciprocar el beso.
Sherlock entonces salió de la habitación, escuchándose a los pocos segundos el inequívoco sonido de la puerta principal cerrándose. Tras dormir unas pocas horas más, Cora al fin se levantó, sacando a su niño de la cuna, para así desayunar juntos. En cuanto lo hubo alimentado y cambiado el pañal, Cora dejó a su pequeño en el columpio-hamaca que la Sra. Hudson le había obsequiado, recibiendo la visita de John y Rosie a tan solo unos breves segundos de haberse preparado el café.
–Buenos días, Cora, espero no molestarte –la saludó el doctor de cabello rubio con una sonrisa, llevando a Rosie en sus brazos. La pequeña sonrió al ver a su madrina.
–No, no te preocupes, John. Nos hará bien tener algo de compañía –sentenció Cora con una sonrisa, antes de tomar en brazos a la pequeña–. ¡Hola mi pequeña niña traviesa! –la saludó, alzándola un momento por los aires, lo que provocó que Hamish decidiera emitir un leve grito de molestia–. Oh, ¿qué te pasa, cariño? –preguntó la joven madre, devolviéndole a John su hija, caminando hasta el columpio-hamaca y tomando en brazos a su hijo.
–Creo que alguien ha heredado el temperamento posesivo de su padre –bromeó Watson con una carcajada–. Hay que ver lo parecido que es a Sherlock... Cada día es más su viva imagen, exceptuando su nariz y forma de la cara, que son tuyos.
–Sí, me temo que he de rendirme a la evidencia –admitió Cora en un tono suave, carcajeándose al unísono con el rubio.
–¿Por cierto, dónde está Sherlock? –se extrañó el doctor al no verlo pululando por la casa, ni en la cocina, con sus experimentos locos.
–Se ha marchado a Sherrinford, a ver a Eurus –replicó Cora mientras sujetaba a Hamish con su brazo izquierdo, mientras que con el derecho sujetaba la taza de café que acababa de prepararse, comenzando a tomar pequeños sorbos–. Parece que aunque aún no se comunica de forma oral parece estar más animada ahora que va a verla, y francamente, me tranquiliza...
–Ya veo. Tienes razón –sentenció John–. Mejor eso a que decida ponernos en peligro una vez más –comentó mientras recordaba de forma fugaz los sucesos de aquellos pasados meses, antes del nacimiento del pequeño Holmes–. ¿Crees que tiene alguna posibilidad de redimirse?
–Eso quiero pensar, John –admitió la joven–. Quiero decir, si yo tuve la oportunidad de hacerlo tras lo que viví en Japón y Baskerville, ¿por qué no podría ella? –comentó, recibiendo una mirada algo confusa por parte de John, a quien apenas le había relatado su pasado oscuro–. Será mejor no hablar de eso ahora. Lo importante es que vaya sanando su mente poco a poco... Al menos parece hacerlo con la ayuda de Sherlock.
–Sí, ahí tengo que darte la razón.
Al cabo de unos minutos, mientras el doctor de cabello rubio y la pelirroja observaban a los dos infantes jugar en la alfombra de la sala de estar, unos pesados pero sutiles pasos llamaron la atención de la detective. Cora ni siquiera tuvo que girarse para adivinar de quién se trataba.
–Hola querido cuñado, ¿a qué debemos el honor de tu visita? –se mofó ligeramente en un tono sarcástico cruzándose de brazos y reposando su espalda en su sillón, alzando al fin su vista para posarla en El Gobierno Británico.
–Buenos días a ti también, Cora –espetó Mycroft, provocando que la aludida se encogiese de hombros, con John reprimiendo una carcajada–. Tengo un trabajo para ti, cuñadita –le indicó en un tono que igualaba el que ella había empleado.
–¿En serio? –preguntó John con algo de molestia–. ¿Apenas tiene tiempo para pasarlo con Hamish por sus casos, y ahora vienes tú a alejarla de él? –cuestionó, levantándose del sofá–. Tendrían que darte el premio al mejor padre del mundo... Ah, claro, se me olvidaba que no lo eres.
Mycroft pareció contraer por un mínimo segundo su expresión, algo que no pasó desapercibido para Cora, quien frunció el entrecejo, pues de ser cierta su hipótesis, Sherlock se la tendría jurada a su hermano por bastante tiempo, además de que aprovecharía cualquier oportunidad para echárselo en cara. Tras romper su contacto visual con su cuñado, la pelirroja de ojos escarlata suspiró.
–En realidad ganaría el premio al mejor tío del mundo, pero dudo que Hamish comparta mi opinión –comentó, provocando que su pequeño se carcajease, como si realmente hubiera comprendido su ironía. Parecía haber heredado también aquel leve desdén hacia Mycroft, al igual que su padre, disfrutando cuando otros o él mismo se burlaban de él–. De todas formas, ¿cuál es ese caso tan interesante, Mike?
Su cuñado pareció brevemente molesto por el apodo, aunque pronto sonrió de forma leve.
–Hay un número considerable de paquetes que necesitan ser dispensados urgentemente. Sin embargo, mi servicio de mensajería habitual es poco adecuado –replicó–. Creo que sería una buena oportunidad para que tú también te unieras, John... Al menos para recordar cómo trabajabais en equipo.
–Oh, no parece tan terrible... –comentó Cora, sorprendida por la poca "meticulosidad" que requería aquel trabajo, además viniendo de su exigente cuñado–. Aunque respóndeme a ésto: ¿pretendes que deje aquí a mi hijo, solo? No creo que John piense dejar sola a Rosie...
En ese preciso instante, Molly entró por la puerta de la sala de estar.
–Hola –los saludó la castaña con una sonrisa de oreja a oreja.
–Oh, vale –dijo Cora, haciendo un leve gesto hacia la forense–. Eso responde a mi pregunta.
–Perdona que irrumpa así, Cora –se disculpó Molly–. Mycroft me ha pedido que viniera.
–Zorro astuto... –murmuró la detective asesora, levantándose de su sillón–. No te preocupes, Molly –comentó con una sonrisa, antes de besar la frente de Hamish, quien extendió sus pequeñas manos hacia ella, como si quisiera acompañarla–. Lo siento cielo, Mami tiene que hacer un trabajo para el tío Mike. Sé bueno, ¿de acuerdo?
–Me hará bien estirar las piernas –comentó John, besando en la mejilla a Rosie–. En marcha entonces.
–Sí, será lo mejor –comentó Mycroft observando a su cuñada y al doctor colocarse sus abrigos–. Hay un maletín esperándoos en un almacén en Marshals Road, en Southwark. Los contenidos son sensibles al tiempo –les indicó.
–De acuerdo, Mycroft –afirmó Cora, antes de salir por la puerta de la sala de estar junto a John, dejando a los infantes con Molly.
Tras salir del piso, una vez en la calle, John llamó a un taxi. En cuanto se subieron a él, se encaminaron al almacén que Mycroft les había indicado, aunque no fue una travesía agradable para la pelirroja, a quien al poco de marcharse de Baker Street llegó un SMS a su teléfono móvil. No era Sherlock.
"¿Estás segura de querer dejar a tu pequeño e indefenso niño y a la hija de Watson con esa mujer? Quien sabe lo que les podría pasar si alguien decidiera... No sé, entrar a robar. Oh, pero no te preocupes, tengo vigilado el 221-B de Baker Street. No dejaré que nada le pase a tu hijo. Aún. Si yo fuera tu, resolvería este caso rápidamente... A menos que quieras ver cómo salta por los aires"
Aquello la hizo ponerse tensa, por lo que rápidamente escribió un mensaje a su marido.
Mycroft me envía a resolver un caso con John.
Molly cuida a los niños en Baker.
Estoy preocupada. Ha sucedido algo.
Vuelve cuanto antes.
Te quiero.
CH
Sherlock no tardó en responder a su mensaje.
¿Qué ha sucedido?
¿Estás bien?
Volveré lo más rápido que pueda.
Te quiero.
SH
Cora respiró aliviada, pues aunque notaba lo alarmado que estaba Sherlock tras leer su mensaje, el saber que volvería a casa rápidamente la hacía sentir más tranquila. Ni Hamish ni Rosie correrían peligro con Sherlock allí. Era imposible que alguien les hiciese daño. La pelirroja se decía eso una y otra vez en su fuero interno, como si quisiera convencerse de ello, aunque sabía que era la misma persona quien había mandado aquellas cartas amenazantes a su casa. Sabía que esa persona era peligrosa y quería su ruina... Y no sabía de lo que sería capaz para lograrlo. Intentó recordar, buscar entre sus recuerdo a alguna persona que quisiera hacerle daño, pero no logró ninguna respuesta. La única persona que bien podría haberlo deseado habría sido Sebastian Morán, pero él había muerto al derrumbarse el templo del Rame Tep. La joven detective negó con la cabeza, antes de percatarse de que el taxi se había detenido: habían llegado a su destino.
Cuando John y ella entraron al almacén para recuperar el maletín por encargo de Mycroft, fueron recibidos por una visión poco menos que inquietante y definitivamente terrible. Tres hombres habían sido acribillados a pistoletazos, la sangre estaba esparcida por todas partes.
–Maldita sea –murmuró John entre dientes. Tras unos segundos, el doctor se acercó a los cuerpos, comenzando a inspeccionarlos.
Por su parte, Cora se acercó a una pared, en la cual pudo observar varios impactos de bala, por lo que pasó con delicadeza su mano sobre ellos.
–John, esto ha ocurrido hace poco. Los agujeros de bala aún están calientes –le comentó. Tras inspeccionar sus alrededores en busca de más pistas, la detective asesora se arrodilló junto al cuerpo de uno de los hombres, el cual quedaba cerca de su posición: tenía una pistola en su mano. Cora sujetó la pistola en su mano derecha, oculta por uno de sus guantes negros, percatándose de que aún estaba cálida, al igual que los agujeros de bala en la pared–. Así que este hombre es el perpetrador y la víctima.
John se acercó a ella tras examinar los cuerpos.
–¿Entonces ha sido un asesinato suicidio? –cuestionó, confuso y algo asqueado por el grotesco espectáculo a su alrededor.
–Probablemente –replicó Holmes casi en un susurro, pues no estaba del todo convencida por aquella hipótesis. Todo parecía ser un burdo teatro: como si hubieran colocado las pruebas y los hechos para que los encontrasen así. Cora suspiró con pesadez antes de posar su vista en el segundo hombre, cerca de él un mensaje: CEP.
–¿Qué narices significa eso? –le consultó John.
–No lo sé, John –admitió la mujer de Sherlock en un tono serio–. Pero está claro que es la razón por la que hemos venido –comentó, haciendo un gesto a las manos del fallecido hombre, quien sujetaba con gran fuerza el maletín marrón.
La detective asesora caminó entonces hacia el hombre qe sujetaba el maletín, arrebatándoselo de sus ahora pálidas y agarrotadas manos. Tras hacerlo, la joven caminó fuera del almacén seguida por John, quien llamó a Mycroft de inmediato, explicándole lo sucedido.
–Antes de hacer nada más debéis desactivar el maletín –les indicó el Hombre de Hielo a través de la línea telefónica–. No viaja demasiado bien, que digamos.
Cora y John intercambiaron una mirada antes de caminar hacia un banco cercano, sentándose en él, con la pelirroja colocando el maletín en su regazo. Tras suspirar, la mujer logró captar rápidamente el sonido de un tic-tac, por lo que procedió a comenzar a descifrar el código del candado. El doctor de cabello rubio observaba a su amiga con preocupación. Mientras continuaba probando combinaciones de números, Cora se dirigió a su cuñado.
–Querido cuñado... Si muero, sabes que tu hermano irá a matarte, ¿verdad? –sentenció, pues era un hecho. Al otro lado de la línea, Mycroft sintió cómo un escalofrío recorría su espalda, recordando la última vez en la que pensaron que la pelirroja había muerto. Recordó el ultimátum de Sherlock: "como algo les suceda a Cora y a mi bebé, te juro que no habrá lugar ni yerma en la que puedas esconderte porque te encontraré, y cuando lo haga, te mataré. No importa lo que me cueste".
–No morirás. Te lo prometo –logró responder tras unos segundos, su voz temblando por unos breves instantes.
Tras unos pocos intentos más, Cora logró descifrar el código que cerraba el maletín, lo que provocó que tanto ella, como John y Mycroft, soltasen un suspiro de alivio.
–Ahora que el maletín está desactivado, podéis abrirlo. Dentro, encontraréis una tarjeta de memoria. Deberéis descifrar su contenido. Estaré a la escucha –sentenció el hermano de Sherlock en un tono ahora más calmado, lo que hizo que su cuñada pusiese los ojos en blanco por unos instantes.
La mujer de cabello carmesí sacó entonces la tarjeta de memoria del maletín tras abrirlo, introduciéndola en su teléfono móvil. A los pocos segundos, tuvo que descifrar las palabras de un audio. Al lograrlo, se pudo escuchar la voz de una mujer con marcado acento ruso:
«He comenzado la operación introduciendo el cebo a través de un sitio de citas en línea. Cuando le pregunté si había un tercer hombre involucrado, descartó la idea con una broma sobre un jugador de críquet que no entendí del todo. He reducido la identidad del traidor a uno de los cuatro hombres. Existe el agregado cultural croata, Emir Krusko. Luego están dos oficiales serbios, Davor Nikolic y Dragan Gazija. Por último, hay un italiano, Giussepe Gibin. Espero que sus otras fuentes hayan sido más útiles. Debe estar seguro antes de dar el golpe».
El mensaje terminaba ahí.
–Interesante, aunque algo frustrante –sentenció Mycroft, con Cora y John intercambiando una mirada confusa–. Dirigiros ahora a Belgrave Square. Todavía hay aún una fuente de la que recurrir –sentenció antes de colgar la llamada. El doctor y la detective procedieron entonces a ponerse en marcha.
Una vez los dos amigos llegaron a Belgrave Square, Mycroft llamó al teléfono de la joven.
–Todos los sospechosos trabajan en Embajadas, cerca, por lo que no necesitaréis desplazaros de nuevo. Esto significa que ahora podéis activar el maletín de forma segura –les comunicó con calma–. Y cuando digo segura, es una forma de hablar.
–Cómo no, viniendo de ti no esperaría otra cosa –dijo Cora con sarcasmo, provocando que John tenga que reprimir una risotada.
La joven procedió entonces a introducir un nuevo código de activación. Tras hacerlo, la pelirroja escuchó de nueva cuenta el característico tic-tac que había oído anteriormente.
–Bien. Ahora, hay una cabina telefónica muy cerca de vuestra posición. Bajo el estante, si todo ha ido acorde al plan, encontraréis otra tarjeta de memoria. Recuperad su contenido.
Tras colgar la llamada, John se dirigió entonces hacia la cabina de teléfono, seguido de cerca por Cora. Tras entrar a la cabina, pareció que todo iba según el plan de Mycroft pues lograron encontrar la tarjeta de memoria. Cora la introdujo en su teléfono móvil, como ya hiciera con la anterior, y comenzó a desencriptar un archivo de imagen que había en su interior. En la imagen podían verse a cuatro hombres de pie, cerca de una ventana. Parecen estar conversando. Uno de ellos era de alta estatura, cabello castaño al igual que la barba, y se encontraba girado hacia la ventana, logrando ver parte de su rostro. Bajo él estaba su nombre: Giussepe Gibin. Un hombre de menor estatura estaba de pie junto a Gibin. Su nombre, Dragan Gazija. Un hombre de edad avanzada y cabello canoso al igual que su barba se encontraba junto a él. Su nombre, Davor Nikolic, y el último hombre, el cual estaba junto a él, de edad más joven, era Emir Krusko.
La pelirroja de ojos escarlata no tardó demasiado en percatarse de un curioso detalle: Davor y Emir llevaban corbatas con líneas rojas y verdes-amarillentas... Mientras cavilaba la posible solución para aquel caso, Holmes le envió la imagen a su cuñado. A los pocos segundos, éste la llamó.
–Bueno, esa fotografía nos dice todo lo que necesitamos saber. Es curioso cómo nuestros primos continentales parecen tan dispuestos a adoptar la cultura inglesa, solo para ser traicionados por ella. Al igual que ellos nos traicionan a nosotros.
–¿De qué estás hablando? –cuestionó John, totalmente confuso ante las palabras del Gobierno Británico.
–Estoy seguro de que mi querida y brillante cuñadita ya lo ha resuelto, ¿no es así, Cora? –inquirió, ignorando por completo la pregunta de Watson quien suspiró con frustración. La pelirroja únicamente necesitó unos segundos para atar los cabos del caso y dar con la solución.
–Ha sido Davor –sentenció, lo que provocó que Mycroft sonriese con orgullo al otro lado de la línea.
–Brillante, sin duda alguna.
–¿Cómo lo sabes? –le preguntó el doctor a su amiga, quien le sonrió amablemente.
–Su sentido del humor lo superó. Cuando hizo esa broma en línea con mi informante, e hizo una broma sobre críquet. Eso, junto con la corbata que llevaba en la foto, que era una corbata de un club de críquet –replicó Mycroft con un tono sereno, evidentemente orgulloso de que Cora hubiera llegado a su misma conclusión.
–¿Pero cómo sabéis que ha sido Davor y no Emir? Llevaba su misma corbata –argumentó John.
–La respuesta estaba escrita en sangre –sentenció la pelirroja, cruzándose de brazos, su tono de voz sereno. Su amigo la observó con confusión unos instantes–. Cuando el portador del maletín escribió Cep en sus últimos momentos, no estaba escribiendo en inglés; estaba usando el alfabeto cirílico, y murió poco antes de completar la palabra cepơ, que significa serbio. Emir, el croata, siempre ha estado libre de sospecha –finalizó, concluyendo su explicación.
–Oh, sí, claro –dijo John, no comprendiendo del todo cómo diantres había logrado averiguar tanto con tan poca información. Pero claro, era la mujer de Sherlock, y ahora una Holmes por derecho propio... No era nada nuevo.
–Dejad ahí el maletín, en la cabina telefónica. Me aseguraré de que Davor la encuentre –dijo Mycroft antes de colgar la llamada.
John y Cora intercambiaron una mirada cómplice y se sonrieron, antes de comenzar a caminar, tomando un taxi. Era el momento de regresar a casa.
Sin embargo, la pelirroja apenas había dado dos pasos, cuando un nuevo mensaje llegó a su teléfono móvil. Pensando que quizás era su marido, Cora lo abrió, el terror de nuevo invadiendo su cuerpo por segunda vez aquel día.
Entretanto, en la oficina de Mycroft, éste se encontraba dando instrucciones por teléfono a sus informantes para que Davon encontrase el maletín, cuando Anthea entró casi escopeteada a la estancia, en su rostro una expresión preocupada.
–¿Qué ocurre, An? –le preguntó su marido, observando la palidez de su rostro, algo nada normal. Lo que fuera que había turbado tanto a su mujer debía ser grave–. Estás pálida.
–Mike, estaba borrando la información relacionada con las tarjetas de memoria del teléfono de Cora, cuando me he encontrado con estos mensajes –le indicó, enseñándole el primer mensaje–. El remitente es anónimo, y acaba de recibir otro –le indicó, el nuevo mensaje apareciendo en la pantalla de su teléfono móvil: "Vaya, vaya, no está nada mal, Srta. Izumi. Nada mal... Parece que has mejorado mucho tus dotes como detective. Aunque casi me siento obligado a decirte que no esperaba menos de ti. Has resuelto este caso rápidamente... Reconozco que estás a la altura de mis expectativas. Oh, y no te preocupes por tu amado hijo. Está en buenas manos con esa forense amiga tuya y... Con tu adorado Sherlock. Claro que, no te preocupes: pronto te haré una visita".
–¿Habéis logrado localizar desde dónde se ha enviado el mensaje? –le preguntó Mycroft, su mirad de pronto tensa. Su mujer negó con la cabeza.
–Me temo que no. Quienquiera que sea el autor, sabe cubrir muy bien su rastro... Ni siquiera nuestros contactos han podido localizar su servidor de red –Anthea colocó entonces una mano en el hombro derecho del Hombre de Hielo–. Deberíamos advertir a Sherlock...
–No, por ahora no –negó su marido, notando que la mano de la castaña temblaba–. Aún no tenemos suficientes datos y no conviene alarmarlo prematuramente –sentenció, posando su mano derecha sobre la de ella, acariciándola con suavidad.
–Entonces quizás sea Cora quien se lo diga...
–Conozco a mi cuñada –afirmó Mycroft–: no querrá preocupar a mi hermano, y guardará en secreto la existencia de estas amenazas. Además, solo ha recibido estos dos mensajes de texto... Nada indica que el autor vaya a actuar pronto. Por ahora es pura palabrería.
–Espero que tengas razón, Mike –admitió Anthea–. Porque si algo les llegase a suceder a ella o al niño...
–Nada ocurrirá –intentó calmarla Mycroft, haciéndola sentarse en su regazo, apoyando la cabeza de ella en su hombro izquierdo. Era uno de sus pocos momentos de debilidad con ella–. Y si alguien se atreve a tocarlos... Los encontraré.
Entretanto, Sherlock estaba con Hamish y Molly en Baker Street, esperando noticias de su mujer y John. Había llamado en numerosas ocasiones a su pelirroja, pero no había recibido respuesta alguna. Conociendo a Mycroft, seguramente habían intervenido su teléfono para borrar de él los datos relevantes al caso, y por ello no podía contactar ni con ella ni con John.
–¿No tienes idea entonces de por qué Cora te ha mandado ese mensaje? –le preguntó Molly, observando cómo el padre primerizo tomaba a su hijo en brazos, sentándose con él en su sillón. El sociópata negó con la cabeza.
–No, no tengo ni idea. Y llevo horas sin poder localizarlos...
–Estoy segura de que estarán bien, Sherlock –le dijo Molly con una sonrisa–. Cora es perfectamente capaz de arreglárselas sola, y John está con ella. Si alguien puede resolver el caso sin ningún problema, son ellos.
–Espero que tengas razón, Molly, de verdad –replicó el detective asesor con una sonrisa suave.
–Con estas cosas siempre la tengo –sentenció con una sonrisa amable–. Bueno, debería irme. Tengo que seguir trabajando en esa tarjeta de memoria que me dejó Cora... –comentó, observando su reloj de muñeca–. ¿Podrás apañártelas con los dos?
–No te preocupes. Vete tranquila.
Hooper asintió con cariño, antes de dar un beso a los dos infantes y salir de Baker Street con paso ligero. Rosie por su parte se encontraba dormida en el sofá, habiendo sido tapada con una manta por su padrino. Por otro lado, Hamish ahora estaba en brazos de su padre, comenzando a llorar de forma leve.
–Hamish, ¿qué sucede? –le preguntó, recibiendo otro sollozo por su parte–. No puedo entenderte pequeño, ¿qué te pasa?
Hamish simplemente se volteó de firma leve, posando sus ojos en la repisa de la chimenea, donde varias fotos de sus padres estaban enmarcadas. El infante estiró entonces sus pequeñas manos hacia una de las fotografías, en la cual se veía a la pelirroja el día de su boda.
–¿Pero por qué estás...? Oh, ya entiendo –comentó, sus ojos abriéndose con pasmo por unos instantes–. Yo también estoy preocupado por mamá, hijo –le comentó, acariciando el cabello del niño, levantándose del sofá y acercándose a la chimenea para que viera la fotografía–. Solo espero que vuelva pronto a casa...
Hamish hizo amago de volver a llorar en ese instante, por lo que Sherlock lo abrazó a él, acunándolo y calmándolo como le era posible en aquel instante.
A los pocos minutos, Cora aún nerviosa, acababa de llegar a Baker Street, donde, apenas abierta la puerta, los brazos de su marido la rodearon, abrazándola. John por su parte sonrió, y subió a la sala de estar para ver a Rosie, dejándoles a los detectives algo de intimidad.
–¡Sh-sherlock...! –exclamó la pelirroja, sorprendida por aquel gesto y por la repentina aparición de su marido–. ¿Qué...?
–¿Estás bien? ¿Qué ha ocurrido? –comenzó a preguntar en una ráfaga–. ¿Ha salido algo mal en el caso? Si es así y te has puesto en peligro, Mycroft me va a oír...
–Sherlock, Sherlock –llamó su atención, sujetando su rostro entre sus manos–. Estoy bien. No ha ocurrido nada grave con el caso... –le aseguró–, Aunque por un momento pensaba que ese maletín iba a explotar –murmuró, siendo lamentablemente escuchado por su marido.
–¡Voy a matar a Mycroft! –exclamó, su rostro pasando de uno preocupado a uno airado en menos de dos segundos.
–¡No, no, no! ¡Sherlock! –exclamó Cora, abrazándolo para evitar así que saliera del piso, cerrando la puerta con el pie derecho–. Cariño, por favor, solo necesito estar tranquila en casa, ¿de acuerdo? Solo eso... Por favor.
Al ver la mirada aún preocupada y la palidez de su mujer, Sherlock tuvo que exhalar un hondo suspiro antes de asentir en silencio, caminando hacia la sala de estar, donde, tras despedirse de John, el sociópata, tomó a su hijo en brazos, despertándolo, pues de tanto llorar, se había quedado dormido.
–Hamish, mira quién ha venido... –le comentó, los ojos azules-verdosos del infante posándose en ese instante sobre su madre, a quien sonrió, comenzando a estirar sus brazos en su dirección.
–Hola cielo –lo saludó ella, tomándolo en brazos con una sonrisa aliviada y tranquila. Hamish colocó entonces su rostro en su clavícula, abrazándola–. ¿Me has echado de menos?
–Te lo garantizo, no ha parado de llorar desde que me has mandado ese mensaje. Cuando he llegado, ya estaba llorando. A Molly y a mi nos ha costado mucho calmarlo –le comentó.
–Parece que has heredado mi sexto sentido para los problemas, ¿eh, pequeño? –comentó la detective, sentándose en el sofá con el infante en sus brazos, quien comenzó a balbucear rápidamente, como si quisiera contarle todo lo que había hecho aquel día–. Cada vez tengo más claro que vas a ser igualito a tu padre –indicó, Sherlock sentándose a su lado en aquel instante, en sus ojos una mirada orgullosa–. Te encanta escucharte hablar –bromeó, provocando que Sherlock se carcajease por un instante con ironía.
–Ja, ja, ja. Que graciosa –comentó con cierto tono de retintín, antes de besar la mejilla de su mujer.
Cora suspiró con calma, de pronto notando cómo su hijo se dormía felizmente entre sus brazos, el brazo de Sherlock rodeando ahora sus hombros en un gesto reconfortante.
–Querida –la llamó. Ella giró su rostro hacia él–, ¿por qué estabas tan preocupada en tu mensaje?
La pelirroja de ojos escarlata se mordió el labio inferior por una fracción de segundo: no quería preocuparlo de forma innecesaria, aunque el contenido de las cartas y los mensajes había probado ser bastante incendiario, no había nada que por ahora le indicase de quién se trataba, o incluso que le diera la veracidad de que llevaría a cabo sus amenazas. Tras pensar si debía o no revelar algo acerca de las amenazas, suspiró y le sonrió.
–Oh, no es nada importante –replicó–. Solo he recibido... Algunos comentarios.
–¿Por parte de quién? –inquirió él nada más escuchar su repuesta–. ¿Alguien te ha amenazado?
–Sherlock, no, no es... Eso –intentó ocultarlo ella, su tono suave, posando su mano derecha en su mejilla izquierda, tomando cuidado de no despertar al bebé. Su rostro era ahora serio, tratando de aparentar calma–. Ya sabes cómo son los fans... Siempre quieren pensar que su ídolo es solo suyo, que no pertenece a nadie más que a ellos.
–Deberían comprender que mi vida es solo mía, y que como tal, yo decido vivirla como quiero –sentenció el sociópata–. Y con quien quiero –añadió, una sonrisa cruzando el rostro de la mujer que tenía a su lado izquierdo.
El detective asesor notaba que su mujer no le estaba contando toda la verdad. Notaba en sus ojos un miedo voraz, un miedo que parecía haber devorado por completo parte de la paz que había adquirido desde la llegada de su pequeño. Sabía que aquellos orbes escarlata ocultaban algo... ¿Pero qué? Sherlock sabía que aunque intentase deducirla, allí, en aquel instante, le sería imposible. Cora siempre se guardaba las espaldas cuando había algo que deseaba ocultar con todas sus fuerzas, y como ya había averiguado a base de años de experiencia, casi siempre era algo que podría herir a sus seres queridos. Sin embargo, no insistió. Decidió confiar en ella, en que Cora sabía qué era lo correcto.
–Será mejor que acostemos a Hamish en su cuna –propuso–, aunque se lo ve muy contento en tus brazos.
–Sí... Espero que no se despierte –replicó ella, levantándose con lentitud del sofá, con Sherlock caminando frente a ella, abriendo la puerta a la habitación de Hamish con suavidad, para que así lo dejase tranquilamente en su cuna sin ningún ruido molesto.
Una vez lo acostaron, Cora lo tapó con su manta, besando su frente, antes de observar que su adorado marido repetía su misma acción, saliendo con ella del cuarto, dejando la puerta entreabierta. Ambos caminaron entonces a su habitación, donde, tras cambiarse la ropa por la de dormir, se recostaron en la cama.
–¿Cómo está Eurus? –preguntó la joven madre en un tono cansado.
–Hmm.... No habla aún, pero al menos parece más alegre. Sigue tocando el violín –confesó su marido.
–Quizás sería buena idea llevar a Hamish a verla –comentó la detective, sus ojos fijos en el techo–. Puede que eso la ayudase a abrirse y hablar.
–No perdemos nada por intentarlo –suspiró Holmes, abrazando a su mujer–. ¿Recuerdas que ayer me prometiste algo, cierto querida? –preguntó, su tono de voz habiendo bajado algunas octavas, sus ojos ahora llenos de pasión por ella.
–Cómo olvidarlo –replicó ella, dejando que su marido comenzase a besar su cuello.
Aquello la comenzó a llevar por un infinito mar de emociones que poco a poco fueron acrecentándose con cada caricia y cada beso. Un mar que la hizo encenderse, como si el propio fuego de su interior hubiera sido avivado con su ardiente y cálido amor. En ningún momento mientras hacían el amor pasó por la cabeza de la pelirroja ninguna preocupación, ninguna que la distrajese de su bello marido, quien provocaba tantas emociones en ella, y a quien jamás podría rechazar. Tras aquellos momentos de pasión que los llevaron a ambos hasta el mismísimo cielo, los ojos escarlata de la joven se cerraron con pesadez, el sueño invadiendo sus sentidos, y solo en aquel instante, los pensamientos acerca de aquellos mensajes y aquellas cartas amenazantes se hicieron presentes. Ellos turbaron su sueño toda la noche.
A la mañana siguiente, Cora despertó por una breve pero suave sacudida. Ni siquiera le hizo falta abrir los ojos para saber que se trataba de su marido. Tras desperezarse y lograr abrir los ojos, siendo recibida por los cálidos rayos de sol que entraban por la ventana, la pelirroja posó sus orbes en el reloj de la mesilla: 06:12.
–Sherlock, apenas son las seis de la mañana –comentó, bostezando–. ¿Qué sucede que no puede esperar a más tarde? –preguntó, percatándose de pronto de la mirada intensa de su marido. Parecía extasiado–. ¿Qué es lo que ha ocurrido? –preguntó de nuevo, esta vez siendo su voz pasto del interés y la tensión, pues notaba en la mirada de su detective de cabello rizado la tensión.
–Necesito tu ayuda, Cora –le dijo rápidamente. Él ya se encontraba vestido. Listo para la acción.
–¿Por qué? ¿Para qué? –cuestionó una vez tras otra, levantándose de la cama, comenzando a vestirse rápidamente–. Dime qué es lo que te tiene tan nervioso, cariño.
–Creo que he encontrado una manera para ayudar a la Sra. Hudson.
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