13. De ronroneos y manzanas podridas
Miles va detrás del culo mefistofélico del demonio como un bebé pato, solo que por desconfianza en lugar de necesidad.
—No puedes estar un segundo sin mí —se burla Haeillmon, aunque Miles se pierde el matiz orgulloso.
—Cállate, no puedo dejar que pongas tus sucias patas sobre mis cosas. Y no entrarás allí...
Haeillmon entra "allí", más precisamente a la que fue la habitación de sus padres. Miles se cabrea cuando comienza a revisar los cajones y armarios. Lo apunta con un dedo acusatorio y lanza advertencias vanas por doquier.
—¡Oye, no te quiero aquí! ¡Te voy a exorcizar! ¡D-Deja de hacer eso! —chilla cuando un calzón femenino es desalojado de su cajón y vuela por los aires.
El demonio acaba por dar vuelta el cuarto sin hallar más que maquillaje, prendas y libros de metafísica, pero dista de desanimarse. Que no haya nada sospechoso en el cuarto de un par de brujos es aún más sospechoso. Es obvio, ningún brujo dejaría sus artilugios donde un normie los pudiera encontrar. Golpea el suelo con el pie, buscando sus secretos.
—No hallarás nada, Sherlock. Mi madre guardaba sus cosas en el ático.
—Qué cliché.
—Es lo que hace la gente normal. Guardar la leche en la nevera, las chucherías en el ático...
Haeillmon se vuelve humo negro y se enrosca a su cuerpo como una boa.
—¿Quieres descubrir dónde guardo yo la leche, kryshs’sia?
—¡D-Déjame!
—No te preocupes, próximamente la dejaré en tu trasero...
Miles manotea al aire con los mofletes rojos, tratando de quitarse la nube susurrante de encima. El demonio se apiada de él y regresa a su forma física, tomando rumbo hacia el ático. Miles duda en seguirlo en esta ocasión . El ático le pone el vello de punta, no quiere imaginar la experiencia con un verdadero demonio dentro.
—¿Al bebé le dio miedito? —canturrea Haeillmon, mirándolo sobre su hombro—. ¿Quiere el bebé que se lo saque de un pollazo?
Absolutamente indignado, su nariz se frunce y le enseña los pequeños colmillos.
—¡Eres un jodido cerdo! ¡Te odio!
El demonio pone cara de éxtasis, se relame y sigue su marcha hasta encontrar el ático. Miles entra detrás, despotricando, aunque se le queda bien pegado mientras simula integridad mental. Haeillmon le dedica una sonrisa que alcanza sus ojos carmín y que le hace cimbrar el corazón.
—A ver qué tenemos en esta asquerosa covacha...
Miles observa de cerca cómo revuelve dentro de las cajas, sacando de una de ellas velas negras.
—¡Ah, había más! —clama. La caja que se llevó aún sigue en su cuarto, con las siete velas negras que usó para el amarre, pues no se atrevió a subir de nuevo.
—No me digas que tuviste la grandiosa idea de utilizar estas velas para un hechicito de amor.
—¿Cuál es el problema? —dice ofendido, aunque el problema esté justo frente a sus ojos.
Haeillmon retiene la risa y sigue extrayendo elementos evidentemente ritualísticos: frascos con contenido no identificado, manojos de hierbas, cristales, muñecos vudú, pentagramas... incluso una Ouija. A Miles se le desorbitan los ojos. Estaba seguro de que el demonio solo soltaba gilipolleces como siempre y que sus padres eran inocentes... hasta ahora. Casi llora cuando Haeillmon halla un cráneo bajo una polvorienta manta de seda.
—¿Q-Qué es eso? —tartamudea. El cuerpo le duele por la extrema tensión, es como si algo invisible lo golpeara.
Haeillmon tiene que agacharse y zigzaguear un poco para llegar al cráneo, pues es demasiado grande para moverse con libertad en un lugar tan estrecho.
—¿Lo sientes? —le pregunta a Miles, que sabe exactamente de lo que está hablando aunque haya sido tan vago.
—No me gusta. No quiero estar aquí...
El demonio ase la calavera, que parece estar ubicada sobre una especie de altar. Cualquier rastro de sonrisa burlesca se borra de su rostro mientras la examina.
—Bueno, esta cosa despide mucha energía hostil. Si no hubiera estado sellada por ese trapo, esta casa estaría poblada de aznicaros... —Haeillmon mira con atención la mano de Miles, que de alguna manera se ha enroscado como si tuviera su propia consciencia a una porción de su vaporoso pantalón.
Miles la aparta al caer en la cuenta y disimula, pero todos en ese ático saben que ha quedado como un cachorro acobardado, incluso la espeluznante calavera, que lo observa con sus cavidades oculares. Quiere retroceder, pero ahora le da miedo alejarse del enorme escudo musculado que es el demonio. Este suspira, devuelve el cráneo a su sitio y lo cubre con la manta. La tensión de Miles se aplaca un poco, pero no lo suficiente como para calmar su corazón.
—Venga, volvamos a nuestro cuarto —dice Haeillmon. No hay mucho más que revisar en el apestoso tabuco.
Miles está tan agradecido y apurado por salir de allí que ni raro le suena el "nuestro". Cuando baja del ático, sus piernas lo llevan corriendo a su cama y se mete debajo de las sábanas por completo. Todavía tiene los músculos acordonados, pero poco después la frialdad de sus mantas es reemplazada por un calor agradable y un aroma que lo adormece y sopla lejos todo lo que a sus padres "brujos" respecta. Unos brazos fuertes lo aprietan contra un pecho igualmente proporcionado. Un ala más grande que su cama se extiende por encima y lo acobija. Sus temblores incontrolables cesan.
Las calaveras son horribles, sísí, un demonio alado con garras y colmillos del tamaño de mis meñiques es mucho mejor. Miles resopla en su fuero interno, pero por fuera... comienza a ronronear. Se aovilla para ocultarse en su nueva guarida, sintiéndose completamente a salvo. Olisquea y sus párpados caen, el suave ronroneo llena la habitación.
A sus espaldas, Haeillmon está... arrobado. Apenas puede creer lo que está sucediendo, de hecho, aseguraría estar flipando si no sospechara de la naturaleza demoníaca de Miles. Pero el que Miles le ronronee a un demonio no es lo más impactante. Todos saben, incluso en Shaol, que los omegas solo le ronronean a sus alfas. Su contratista no se muestra consciente de la gravedad del asunto, a gusto en su refugio de músculos y feromonas, tanto que esporádicamente le da mordiscos suaves al brazo con el cual lo envuelve, para luego lamer y volver a pellizcar juguetonamente con sus dientes. Haeillmon empieza a sentirse amodorrado por ese show omega de ronroneo y aroma dulzón. Le encanta, pero también le preocupa que le encante después de haberse acostumbrado a la soledad absoluta. El cariño, el amor, son sentimientos muy fáciles de quebrar y muy difíciles de superar, especialmente intensos para los demonios, enredados por toda la eternidad en un tira y afloja con las pasiones que ellos mismos promueven. Los cabrones del reino angélico dicen que el amor de los demonios es ficticio, que jamás podrán gozar del verdadero, que solo quedará en sus fantasías, porque es algo "divino" y "puro". Divino y puro sus cojones. Si en ese momento le pidiera a los humanos que levanten las manos todos los que han sido jodidos por amar, Goku se haría una genkidama titánica. Y el por qué está pensando en el amor mientras tiene al omega acurrucado entre sus brazos, bueno, no quiere saberlo. Huye de sus pensamientos y le besa la nuca blanca, reparando en que no volvió a colocarse su collar de protección. No se altera por el contacto en su zona más vulnerable, sino que el ronroneo sigue ganando fuelle, lo que a su vez arrulla más a Haeillmon; una simbiosis que llama al sueño y se asemeja mucho a un hogar.
Los días que sucedieron a aquella peculiar noche fueron también peculiares, comenzando inmediatamente la mañana siguiente, con Miles despertando bajo una frazada de ala, músculo y hedor demoníacos, y el dueño de todo ello profundamente dormido a su lado. Fue todo un descubrimiento pues, por primera vez en su vida, lo acompañó durante su sueño algo más que pesadillas. Luego siguió el tiempo de "descanso" de Miles, donde no descansó una mierda, porque Haeillmon estaba más latoso que de costumbre, zumbando como un abejorro gigante a su alrededor y abrazándolo intempestivamente, mientras a la par ponía patas para arriba la casa en busca de pistas. Y encontró muchas. Al parecer, sus padres estaban resguardándose de algo. En toda la periferia y armazón externo de la casa, Haeillmon halló "gárgolas", y no eran exactamente como Miles imaginaba que eran luego de haber visto El Jorobado de Notre Dame. Más bien, se trataban de figuras animalescas pequeñas, de madera, cerámica o cualquier material que funcionara para darles forma, hechizadas y escondidas en diversos sitios para impedir la entrada de entidades de diversa índole. Miles le preguntó a Haeillmon cómo es que él sí pudo entrar, siendo una indeseable criatura maligna, entonces este le explicó que ninguna de esas bagatelas podría detener a un Obsygaar, ante lo que Miles nuevamente preguntó, pero Haeillmon ignoró. Más allá de eso, le explicó que para que un ser de las profundidades del astral pudiera ingresar a un hogar, este primero debía ser invitado, es decir, tener el permiso del anfitrión. El ritual que "sin querer" hizo Miles, pensando como gilipollas que se trataba de un amarre, fue una forma de "invitación". Pero entonces Miles no comprendió el papel de las gárgolas. Si un demonio o fantasma, o lo que sea, debía obtener permiso para entrar a su hogar, ¿por qué ocuparse en poner gárgolas para protegerlo? Haeillmon había soltado un resoplido que sacudió sus cabellos níveos.
—Las gárgolas no solo impiden la entrada, sino también previenen que alguna criatura "desee" entrar —le había dicho—. La energía hostil y la magia negra atraen a los demonios y seres del bajo astral. Las gárgolas crean algo semejante a un escudo invisible alrededor de lo que custodian, por lo que los seres bajos no podrán ver ni sentir lo que hay dentro. Además, la protección de las gárgolas funciona en ambos sentidos. Lo que se halle dentro, tampoco podrá salir.
Miles escuchó atentamente todas las explicaciones del demonio que surgían en cada nuevo hallazgo de brujería, y así fue inmersionándose poco a poco en su mundo. Una de esas noches, cuando Haeillmon se acostó nuevamente con él para cobijarlo (como se les había empezado a hacer costumbre), Miles descubrió lo que era un Obsygaar. Y así Haeillmon le contó parte de su historia.
—Cuando Eva probó el fruto prohibido, el Árbol del Conocimiento se secó —le había relatado Haeillmon, mientras lo cubría con su ala y lo atraía contra su pecho en un medio abrazo—. En ese momento, de las ramas del árbol muerto aún colgaban siete manzanas, que poco después se pudrieron y cayeron al sagrado suelo del Jardín del Edén. Sus corrompidas semillas brotaron en la tierra, y de allí nacieron los Siete Altos Obsygaar, lores del Sheol Medio.
—¿Naciste de una manzana? —preguntó entonces Miles, con la ceja y la boca arqueadas, hablando bajito, porque el cuarto estaba silencioso y oscuro, y un halo de misterio los envolvía.
—Nací de la libertad —le susurró al oído, que posteriormente se había enrojecido junto a sus mejillas.
—Entonces... ¿eres uno de esos... lores del Infierno?
—¿Por qué tan interesado en saber de mí? ¿Te gusto?
—¡N-No!
Haeillmon le dio un suave mordisco en la curva del cuello, aunque el efecto en Miles fue vehemente, desencadenando una oleada de placer que le puso la piel de gallina.
—Puedo saber cuando mientes...
—¡Y yo puedo saber cuando te haces el tonto!
Haeillmon siguió haciéndose el tonto, desviando la conversación cuando se acercaba demasiado a sí mismo, lo que provocó más y más intriga en Miles, y en consecuencia, también lo llevó a querer investigar más. Así fue como se sumó a la inquisición. En otro de esos días de sondeo de la casa, halló algo mucho peor que un cráneo: una cucaracha voladora y rubia. Además, era tamaño XL.
Haeillmon se había manifestado inmediatamente a su lado cuando oyó su alarido.
—¡Sácala! ¡Tírala al puto jardín! ¡No, no la pises!
Y Haeillmon se había reído, luego se había quejado por ser mandoneado por un vírgen, lo que hizo cabrear a Miles, y luego había hecho lo que le ordenó.
Cuando Miles se enfrentó a una araña en medio de otra de sus pesquisas, sucedió lo mismo. Luego Miles se quemó con el horno y Haeillmon acudió a él en un parpadeo, besó su mano y le curó la herida. Entonces, Miles comenzó a fingir sufrir peripecias diversas, solo por curiosidad, y Haeillmon lo asistió en cada una de ellas, y su corazón cada vez latía más rápido, y Haeillmon cada vez le daba menos miedo, y se volvía cada vez más cómodo con su presencia y más adicto a su aroma. En varias ocasiones se descubrió a sí mismo buscándolo en el aire y arrimándose al él inconscientemente. A veces, se atrevía incluso a restregarse con timidez contra sus brazos o pecho y se le escapaba un ronroneo, y como Haeillmon no se mofaba ni se enfadaba, la timidez fue abarrajada por la confianza, hasta que un día acabó en su regazo, prendido a él como una garrapata y con su cara paseándose por todo el pecho desnudo y el ancho cuello. Su ronroneo reverberaba a lo largo y ancho de la casa y su culo lubricaba como un grifo abierto. Si estaba en celo o esa calentura se había convertido en su estado normal, Miles no lo sabía. Los parches de feromonas no hacían más que darle náuseas y mareos, por lo que había desistido de ellos a los tres días de empezar a usarlos. Sus hormonas estaban causando estragos, pero los dolores de cabeza y de vientre disminuyeron. Así que pasó de sentirse cachondo y enfermo, a cachondo y renovado.
Haeillmon fue consciente de ello. Demasiado consciente. Su polla era lo más consciente de todo su jodido cuerpo, brincando en el instante en que el omega le ponía los ojos encima.
Y así llegó nuevamente el sábado.
Miles se estira en puntas de pie para alcanzar el paquete de harina de la alacena más alta, enfrentándose a dos obstáculos: su altura y el paquete de café que se antepone. Se queja de frustración y de las agujetas tempranas que padecen sus gemelos mientras el demonio lo observa a sus espaldas. Miles intuye que se está riendo de él, ignorando por completo que Haeillmon se halla mucho más interesado por las vistas de su trasero. Su sudadera levantada y los pantalones de chándal sueltos enseñan una sinopsis de la cintura y un prólogo de las nalgas, lo que hipnotiza limpia y llanamente al demonio. Un minuto después Miles se rinde al cansancio y deja de intentarlo, volteándose con el ceño fruncido. No obstante, y antes de que pueda echarle la bronca por la falta de cooperación, su atención es llamada por el sorprendente bulto en los pantalones vaporosos. Se gira de nuevo casi con terror y una sensación de constricción en el vientre.
Miles no es idiota. Aunque sea un kryshs'sia como ama llamarle el demonio, entiende el lenguaje de su cuerpo y puede descifrar medianamente lo que está sucediendo entre los dos. Una atracción cruda y abrumadora con muchos cabos sueltos.
—¿Necesitabas ayuda, omega? —dice el demonio, una pregunta que nace desde su pecho como un gruñido, grave y ronca.
Se le acerca hasta pegarse contra su espalda. Miles se saltea algunas respiraciones y se le eriza el vello, como le suele pasar cada vez que lo acorrala refiriéndose a él como "omega". No kryshs'sia, no humano. Cuando Haeillmon lo llama omega, no habla un demonio, sino un demonio alfa, y eso le pone como un camión. Humedece sus labios y levanta el mentón hasta que sus ojos se encuentran con los opuestos.
—Mn —responde en un escueto asentimiento.
—¿Y qué me darás a cambio?
Sabe que su deuda está creciendo por todas las veces en que Haeillmon le ha prestado "ayuda", pero por alguna razón le ha empezado a gustar estar endeudado. Su vida jamás había sido tan interesante como cuando le empezó a pedir favores.
—Mmh... Tal vez... ¿un poco de pastel?
Haeillmon le gruñe y le apoya el bulto duro en la cintura. Miles lamenta ser tan bajito y no obtener el roce de su polla demoníaca en el trasero.
—¿Me quieres dar las sobras de tu amigo?
El pastel de chocolate que planea cocinar es para Niall, que vendrá de visita hoy. Miles conjetura que al demonio no le hace gracia socorrerlo si hay otro beneficiario involucrado en las circunstancias, aunque eso le da cierto matiz de "exclusividad" que le encanta.
—Eres muy pretencioso. Deberías conformarte con lo que estoy dispuesto a darte.
Haeillmon chasquea la lengua.
—Debería tomar lo que quiero y ya —masculla, más para sí mismo que para Miles.
—Eso es lo que hacen los demonios.
Ambos conocen el doble sentido de aquella conversación, por lo que la pregunta que circula por debajo de la respuesta de Miles no pasa desapercibida: ¿Y por qué no lo haces?
Haeillmon aparta el paquete de café de la alacena para alcanzar la harina, ejerciendo un máximo autocontrol sobre sí. En realidad, su contratista es hábil para invitarlo de formas sutiles, seducirlo, tentarlo y todas esas cosas que los demonios hacen. Como ha expresado anteriormente, no cree en las casualidades. Miles tiene un enorme demonio dentro, pero por fuera luce como un angelito. Cuando él dice "deberías conformarte con lo que estoy dispuesto a darte" también dice "te daré lo que estés dispuesto a robar". Lo está volviendo loco, tanto que se ha vuelto un cobarde y ahora se niega a hacerle daño.
Y por andar hecho un gilipollas enamoradizo y distraído, no advierte que la harina se halla en una posición peligrosa y al paquete lo termina venciendo la gravedad cuando quita el café en el que se apoyaba. Por si fuera poca su desgracia, el envase estaba abierto. Pasan apenas tres segundos entre que cae, aterriza contra la mesada y se convierte en una bomba de polvo, alcanzándolos de lleno.
Seguido del fuerte "¡PAF!" se hace el silencio, roto por un estornudo de Miles. El único color ahora en él es el violeta de sus ojos, cuando abre los párpados pesados por los cúmulos de harina en sus pestañas. Se observan mutuamente, hasta que de repente el omega suelta un "pfff" y se deshace en carcajadas.
—¡Te ves ridículo! ¡Eres... una geisha con mucha proteína!
Haeillmon debería sentirse ofendido y comérselo de un bocado, y aunque piensa concretar lo último, su corazón galopa cautivado por la risa de su contratista. Su comisura se eleva formando una media sonrisa muy boba y muy encantada. Le limpia los morros empolvados a Miles, deteniendo el recorrido de su pulgar en el labio inferior. El omega deja de reírse y lo mira por el borde de los ojos violetas. Sin cristal que los cubra, brillan en todo su esplendor. Con los párpados caídos en una expresión de placidez, le agradece el arrullo con un ronroneo.
Un martillo retumba en la mente de Haeillmon en ese instante. Dentro, hay un juez que declara firme una sentencia: jamás permitirá que Miles vaya al paraíso. Jamás permitirá que esas jodidas palomas soberbias se lo arrebaten.
Lo jura por el Árbol del que nació.
Más adelante, Haeillmon se daría cuenta de lo difícil que sería cumplir esa promesa... porque muchos querrían quitarle a su omega.
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