Capítulo trece


 Hijo/hija/hij*: una vez, tu padre recorrió media Capital Federal con más de diez mil dólares en el auto. Era una tarde de viernes soleada de primavera y tu viejo se estaba despidiendo de la adolescencia. Acababa de dejar Derecho y hacía poquito tiempo se había puesto de novio con tu otro padre. Estuvo estancado como media hora en la Avenida Rivadavia. Se distraía mirando a los chetos que caminaban por la vereda. Hasta que recordó que él también era un cheto.

Algo así le contaría a mi hijo o a mi hija.

Gloria vivía en una pensión que no estaba ubicada en Caballito, sino en Flores casi Caballito, la misma zona donde vivía el ex de Turquesa. Era un sitio un poco lúgubre. La puerta de entrada estaba abierta y solo se veía un largo pasillo con alguna que otra maceta con flores. No sabía cuál era la habitación de Gloria, así que golpeé la primera puerta y un hombre alto y calvo me atendió.

—Hola. Estoy buscando a Gloria —le dije.

Por suerte, cooperó. Gloria vivía en el segundo piso. Caminé por ese extenso pasillo gris que se me antojó eterno. Una chica salió de la habitación y me sonrió. Hola, me dijo clarito y cantado, con un acento de algún país de Centroamérica. Le devolví la sonrisa y el saludo. Pasé por lo que parecía una cocina comunitaria. Vi una hilera de seis hornallas y una bacha para lavar los platos. Levanté la mirada. Y vi ropa de verano flameando con la brisa, allí arriba, en la terraza. Camisas, jeans, toallas, ropa interior.

Un chico estaba allí, colgando una remera azul. Sacaba ropa de un balde y la colgaba en un alambre, sujetándola con broches de plástico. Me lo quedé mirando. Esa era una imagen que me habría gustado fotografiar. Y lo habría hecho, sin duda, si hubiera tenido la cámara a mano. El chico era bajo y delgado, con el pelo castaño y los ojos de color verde. Guau, era el día de los chicos de ojos verdes, pensé contemplándolo. Sin embargo, el chico se veía triste. Como a punto de largarse a llorar.

—¿Sabés dónde vive Gloria? —le pregunté. Quería escuchar su voz.

—Allá. —Me señaló la habitación del fondo del segundo piso.

—Gracias.

Me giré y escuché la voz del chico otra vez. Una voz de porteño, no era extranjero:

—No se siente bien Gloria. Debe estar durmiendo.

Me giré.

—Es importante —le dije—. En serio.

Él se encogió de hombros y siguió colgando la ropa. Subí por una escalerita maltrecha, caminé hasta el fondo del pasillo, toqué la puerta y aguardé. El techo del pasillo estaba sembrado de manchas de humedad. Hasta vi montículos de moho verde creciendo entre los ladrillos. La puerta chirrió como un animal herido y la cabeza de Gloria se asomó por entre el resquicio.

—¡Maxi! Perdón que no te avisé, Maxi. Perdón.

Me quedé callado, horrorizado por el aspecto desmejorado de Gloria. Tenía ojeras y la boca seca.

—Me sentía mal, te tendría que haber llamado para avisarte...

—No, Gloria, no te hagas drama —logré articular cuando se me pasó el susto. Miré para atrás—. ¿Puedo pasar? Tengo algo para vos.

Me miró confundida y terminó de abrir la puerta. La vi bajar los ojos, como si se sintiera avergonzada de su hogar. Nunca entenderé esa vergüenza que sienten los pobres de su pobreza. La vergüenza deberíamos sentirla los ricos.

Y esa tarde, sentí una tristeza y un bochorno similar al que experimenté al entrar por primera vez en la casa de Tommy. Los únicos muebles de la habitación eran la cama, una mesa de plástico vieja, una mesita de luz y el ropero. En la mesa había una hornalla eléctrica, una pava y una taza con un saquito de té.

—¿Estabas durmiendo? —le pregunté para salir del paso.

—No, descansaba. —Y me señaló la única silla y se sentó en la cama.

Las paredes eran amarillas y estaban llenas de estampitas de santos y vírgenes. Suspiré. Tenía que decírselo y no sabía cómo. ¿Cómo se le dice a una persona tan pobre que seguramente podrá vivir más o menos bien el resto de su vida? ¿Cuántos años le quedaban a Gloria?

—Mi abuelo te dejó algo. —Me descolgué la mochila y la apoyé en mi regazo. Gloria ahogó un grito cuando vio salir el primer fajo de billetes—. Me dejó una nota en la que me pedía que te lo diera. Así que espero que lo aceptes, Gloria.

Devolví los billetes a la mochila y se la extendí. La tomó con manos temblorosas. Había dejado el cierre abierto y ella miró hacia el interior con miedo, como si pensara que una serpiente brotaría de allí para morderle el rostro.

—¿Maximiliano me dejó esto?

—Sí. Hay por lo menos diez mil dólares. Diría que entre trece mil y quince mil.

Y no dejé de darme cuenta de que Gloria había llamado a mi abuelo Maximiliano y no Don Maximiliano, como siempre hacían todos, incluso mi mamá.

Dos lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

—Gracias, Maxi.

Mi cuerpo se relajó con un suspiro. Había aceptado. Qué alivio. Durante todo el viaje me había preparado para intentar convencerla de que se quedara con el dinero. Me sentí estúpido. ¿Era posible que alguien que vivía en esas condiciones miserables no aceptara un regalo desinteresado?

—Tengo cáncer —dijo.

Parpadeé. ¿Había escuchado bien? ¿Cáncer? La felicidad (esa extraña felicidad) que sentía, se esfumó en un instante.

—Lo voy a usar para el tratamiento.

—¿Qué tipo de cáncer?

—De pecho. ¿Querés un mate, corazón?

Acepté. Me temblaba todo el cuerpo. Y Gloria, viendo cómo me sentía, empezó a hablar.

Me enteré de que tocaba el piano y que trabajaba los fines de semana en un restaurante del centro. De que el chico de ojos verdes que había visto se llamaba Kevin y que se acababa de quedar huérfano. De que todas las plantas de la pensión eran de ella. De que a veces no había agua caliente y tenían que bañarse con agua fría. De que nunca se había casado ni había tenido hijos. De que vivía en esa pensión hacía quince años.

Y me contó que mi abuelo siempre le hablaba de mí y de Melody. Que éramos su orgullo y que estaba seguro de que yo sería un gran abogado. Que sabía que no seguiría los pasos de mi padre. Y quiso disculparse por decir eso, pero la interrumpí con una risita.

—Perdón, no quise...

—Es un cumplido.



Cuando llegué a casa, Tommy me estaba esperando en la puerta del edificio. Recordé de pronto que había quedado en pasarlo a buscar por danza y que saldríamos por Palermo a tomar y a divertirnos. Pero cuando me vio bajar del auto, se dio cuenta de que no estaba de humor para nada de eso.

—Amor, ¿estás bien?

Me disculpé por el olvido. Subimos al departamento, me arrojé en el sofá y me largué a llorar. Le conté todo. La pensión miserable en la que vivía Gloria. Las paredes llenas de moho y humedad. La habitación y sus paredes descascaradas. El cáncer. Y comprendí que no solo lloraba por Gloria. Lloraba por todo. El duelo que aún no había concluido, mi salida del armario y el rechazo de mi padre. El abandono de mi carrera, que a su manera también era un duelo.

Recosté la cabeza en el regazo de Tommy y él me acarició el pelo y me dejó llorar tranquilo. Me escuchó sin acotar nada, sin opinar, sin juzgar. Dejó que me desahogara y se lo agradecí.

Hundí la nariz en su vientre y respiré el aroma del perfume para ropa mezclado con su sudor. Él entrelazó los dedos con los míos y se llevó mi mano a los labios. Me besó la palma y la ternura de ese gesto me desarmó, me dejó sin palabras, se llevó lejos toda la amargura que sentía. Le acaricié la mejilla. No podía dejar de devolverle cada muestra de afecto.

—Te amo —dijo.

Nos quedamos callados. Estaba sonriendo, era una sonrisa pequeña, casi avergonzada.

—Cuando me empezaste a tirar onda no sabía qué querías. Pensé que solamente querías... divertirte un rato. No te conocía y me daba miedo conocerte y decepcionarme otra vez. Y además... pensaba que eras como tu papá. —Bajó la mirada. Había tanta calidez en sus ojos—. Si hubiera sabido...

Afuera, el cielo se desangraba, acuchillado por un sol naranja. El departamento parecía en llamas. Me incorporé y lo abracé suavemente.

Fuimos a la habitación. No encendí la luz. Tommy se recostó sobre la cama, de espaldas y tuve que reprimir las ganas de lanzarme hacia él. La poca claridad que entraba por la ventana se deslizaba por su cuerpo, como una pincelada de luna.

Me quité las zapatillas y, arrodillado sobre la cama, fui a su encuentro.

Nos abrazamos y me tensé de placer al sentir sus manos revoloteando por mi pecho, desabotonándome la camisa. Me dejé hacer. Quería experimentar la sensación de dejarle llevar el control; quería saber hasta dónde tenía pensado llegar. Besó mi cuello, fue bajando por mi pecho, y sin querer aguanté la respiración para oír el suave murmullo de sus labios contra mi piel. Le saqué la camiseta y con delicadeza lo tomé entre mis brazos y lo recosté boca arriba. Le aparté el pelo del cuello y lo besé, llenándome la boca del sabor de su sudor.

Pecas y lunares, lunares y pecas. ¿Cuántas veces me había imaginado contando las pecas de Tommy, besándolas, jugando a unirlas con los labios para formar un rompecabezas de constelaciones en su pecho?

—Mi bebé hermoso —le susurré al oído. Apreté los dientes al escuchar mi voz. Mis palabras estaban cargadas deseo. Él lo advirtió y sentí su piel erizarse bajo mis labios. Eso solo me excitó más.

Por primera vez en mi vida me sentía amado de esa forma en que mis amigos del colegio eran amados por sus novias. Ese amor que me era tan desesperadamente desconocido y ajeno. Por primera vez no me sentí diferente de ellos, de cualquier otro hombre.

Tommy me bajó el cierre de los jeans y me dejé desnudar. Reí al ver los dedos de sus pies enganchados en la cintura de mis pantalones. Y así me los bajó hasta los tobillos, con los pies, para mi risa y mi sorpresa.

—Todo un acróbata —le dije.

Se puso colorado. Mi vida.

El dormitorio quedó a oscuras mientras nos acariciábamos y besábamos. 

—No quiero que te sientas presionado —le dije—. Cuando vos quieras. Cuando vos quieras para mí está perfecto.

Me apretó más contra su cuerpo con sus piernas y brazos. Estaba enjaulado en él.

Y otra vez, con sus pies de acróbata, me bajó la ropa interior y quedé completamente desnudo. Extraña, esa sensación de estar desnudo frente a alguien. Y preguntarse qué está pensando ese alguien, si es lo que esperaba, si tal vez está decepcionado...

Respiraba por la boca y vi la punta de su lengua mojarle los labios cuando sus ojos advirtieron la presencia de mi sexo, allí abajo, ya dispuesto. Experimenté un sentimiento que solo podía calificar de pudor. Algo nuevo para mí. De repente, quería preguntarle si mi pene le gustaba, si no le parecía demasiado oscuro o puntiagudo o... O bueno, si creía que estaba bien de tamaño. Pero no dije nada. Porque descubrí que yo solo podía maravillarme con su cuerpo y que si él me hubiera hecho esa pregunta (¿qué te parece mi pija?), habría pensado que me estaba tomando el pelo.

Así que cerré los ojos y me dejé llevar.

Tommy se escabulló debajo de mí y apoyó las manos en mis hombros. Entendí que quería que me recostara. Se inclinó sobre mí y apreté los labios cuando sentí su aliento tibio entre mis muslos.



Sí, hay aquelarre, le contesté a Fabián por mensaje privado.



Estaba enredado entre las piernas y los brazos de Tommy cuando escuché los golpes en la puerta. Miré la hora en el celular. Eran dos y media de la madrugada. A regañadientes, me escabullí de entre el cuerpo de mi amor, me puse los bóxers y zigzagueé hasta la puerta. Observé por la mirilla. Era Melody.

Y estaba despeinada y tenía los ojos hinchados de tanto llorar.

Cuando abrí la puerta se echó en mis brazos y el bolso que tenía en la mano cayó al suelo con un ruido seco.

—Tenías razón —sollozó—.Tenías razón, Maxi.

—Vení, vamos. Entrá.

Pateó el bolso y caminó derechito a la habitación, pero se detuvo de golpe en la puerta. Se le escapó un ruido raro, algo a medio camino de una risa. Se quedó allí un instante, contemplando a su amigo dormido, y luego se giró.

—Me parece que voy a tener que dormir en el sofá.

Recogí su bolso del suelo y lo puse sobre la mesa.

—¿Qué pasó?

Ella se limpió la cara con la mano, se sacó las zapatillas y se echó sobre el sofá.

—Lo que ya sabíamos que iba a pasar, Maxi. Le dije que no voy a estudiar contabilidad ni abogacía ni medicina ni nada de eso. Que ya sé lo que quiero y que él no es nadie para decirme lo que tengo que hacer de mi vida.

Me senté a su lado. Sus palabras me inspiraron admiración y respeto. Melody había hecho lo que yo no me había atrevido a hacer.

—Me dijo que no iba a permitir que me estropeara la vida con esa profesión, que tenía que estudiar una carrera respetable, que no era necesario que dejara danza, que podía seguir siendo un pasatiempo... —Su voz se quebró—... Mierda, pura mierda.

—Sí, pura mierda —apoyé.

La sala estaba a oscuras. La única luz provenía de los edificios que nos rodeaban. Vi a Melody tomar aire, mirar hacia el balcón y sonreír.

—Gracias —dijo.

—¿Por qué? Este departamento es tan tuyo como mío.

Ella negó con la cabeza.

—No. Porque vos me diste la fuerza para hacerlo.

Nos sonreímos. La sonrisa nos costó, se tambaleó en nuestros labios, pero logramos mantenerla.

—Mel...

Tommy se había despertado. Mi hermana lo contempló con los ojos entornados y una media sonrisa. Lo miró de arriba abajo y, advertí, se quedó más tiempo de lo debido en su entrepierna.

—Hola, nene. Les vengo a estropear la fiestita.

Tommy se puso colorado, pero se acercó a nosotros y se sentó en el brazo del sofá. Le dirigió una mirada confundida al bolso que estaba sobre la mesa... y enseguida comprendió lo que ocurría. Alargó un brazo hacia el hombro de Melody.

—No estropeaste nada, Mel.

—Ya pasó la fiestita —aclaré.

Los tres nos reímos. Pero Tommy se calló cuando se dio cuenta de que Melody tenía los ojos hinchados. Me levanté y encendí la luz, por fin.

—¿Cómo fue? —le preguntó y le apartó de la cara un mechón de pelo castaño.

Ella se encogió de hombros.

—Pasó lo que tarde o temprano iba a pasar. Y mejor que pasó temprano. Estoy cansada de que seamos los títeres de papá. Ya lo hizo con Javier y casi lo logra con Maxi, pero conmigo no. —Tenía los puños apretados—. Conmigo no —repitió.

—¿A qué academia vas a ir? —le preguntó él, sacudiéndola para animarla.

—A la mejor —dijo ella, mordaz. Tommy esbozó una sonrisita de puro compromiso, quizá pensando que esos meses serían los últimos que bailarían juntos. Él no podría pagarse la mejor academia—. Melody levantó la cabeza—: Con vos.

—¿Qué?

—Sí, Tommy. Quiero que vayas conmigo, te ayudo a pagarlo, Maxi te ayuda. —Alzó la mirada hacia mí, en busca de mi aprobación.

Asentí.

—Obvio.

—¿Ves?

Él quitó el brazo de los hombros de Melody. Se puso a la defensiva. Típico de él.

—No, chicos, no. En serio. No es necesario. Yo voy a trabajar... Y quiero ir a...

—Tomás —lo detuvo ella—. No seas orgulloso, dale.

—No voy a ir ahí, voy a ir a...

—¡Pero me dijiste que te encantaría...!

—Chicos —los interrumpí. Era hora de hacer uso de mis privilegios de dueño de casa—. Son las tres de la mañana. ¿Qué les parece si discutimos esto más tarde?

Se tuvieron que tragar sus réplicas, sus ganas de convencerse mutuamente.

—Vamos a dormir.

Los tres nos levantamos y caminamos hasta el dormitorio, pero Melody chasqueó la lengua.

—Me voy al sofá...

—Dormí con nosotros —dijo Tommy—. ¿No, Maxi?

—Sí. Sí, obvio.

Me había olvidado de que en ese sofá había muerto mi abuelo.



Un secreto

Mil veces me había imaginado cómo sería estar de novio. Y había temido que, luego de oficializar la relación monógama, tuviera que ponerme en la cabeza esos cascos que les ponen a los caballos para que miren derechito y no se desvíen del camino. Y, la verdad sea dicha, a mí me encanta mirar.

Una tarde fuimos con Tommy al Planetario y nos encontramos con que se festejaba un evento chino, el Festival de la Luna. Luego de una muestra de tai-chi, el presentador anunció a un DJ. Era un muchacho chino de unos diecisiete años y era precioso. Lo miré con una sonrisa boba y luego me puse serio, recordando que estaba con mi novio. Pero entonces me di cuenta de que Tommy lo miraba igual. Me reí... e intercambiamos una miradita de divertida complicidad.


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Gente, gracias por leer! Me alegra mucho tener nuevos lectores por acá :) Espero que les haya gustado el capítulo. Nos leemos el domingo en un chat <3

Besos!

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