Capítulo siete


¿Era una bailanta? Pues bien: había que disfrazarse. Me puse los mismos jeans rotos, unas zapatillas deportivas y le robé a mi hermana la gorra de visera que había usado en una coreografía de reggaeton. Tenía la palabra SEXY dibujada con perlitas de colores. Muy llamativa.

—¡Pero si es el abogado! —exclamó Turquesa cuando nos vio bajar del auto, desde la fila.

La gente nos miraba con curiosidad. Turquesa vestía unos shorts de lentejuelas, medias de red, zapatos de plataforma y un chaleco de piel negra. Me saludó con su boca perfumada a chicle y me pegó un cachetazo en la cola.

—Me alegro de verlo, doctor.

—No te zarpes, que es virgen —bromeó Tommy.

Tuve ganas de ahorcarlo con mi cinturón para que experimentara eso de la asfixia auto erótica. Turquesa se rio. No estaba dispuesta a creerse semejante barbaridad, por supuesto.

—¡Si este es virgen, yo soy Mirtha Legrand!

Toda la fila se mataba de risa.

Al rato llegó Juan Manuel, que se había puesto de novio. Su pareja era un hombre que le llevaba por lo menos diez años. Le calculé unos treinta y cinco, y se veía tan fuera de lugar que un elefante turquesa (valga la redundancia) habría llamado menos la atención. Parecía un profesor de literatura, con sus anteojos de marco dorado, su tapado gris, su pulóver a cuadros, sus pantalones bien planchados. Una pareja bastante pintoresca. Me habría gustado decirle al caballero que me encantaba lo disparejos que eran, pero el hombre, que se presentó como Damián, se notaba un poco incómodo.

A eso de las doce y cuarto abrieron puertas y por fin pudimos entrar. El boliche estaba ubicado en un subsuelo y no era demasiado grande. Tal como me había comentado Tommy, reinaban el reggaeton y la cumbia.

—¿Qué te parece? —me preguntó Tommy al oído y me estremecí al sentir su aliento tibio contra mi piel.

Estaba rodeado de chicos con gorras de visera multicolores, camisetas escotadas y jeans ajustados. Muy ajustados.

—¡Me gusta!

Okey, estaba mintiendo un poquito. Todo fuera por amor. El ambiente no me desagradaba, lo que no me gustaba era la cumbia. Prefería el reggaeton.

—¡No sabés cómo extrañaba salir! —me dijo Tommy al oído otra vez, y otra vez se me puso la piel de gallina—. Pero si no bailo una vez al mes te juro que me muero.

Y me hizo un puchero. Quise poder fotografiar los diminutos surcos de sus labios para poder besarlos en la oscuridad de mi habitación.

—¡Cómo te gusta esta marica! —me dijo Turquesa colgándoseme del hombro, cuando Tomás y Juan fueron a buscar sus bebidas.

—Me encanta —le contesté y se me escapó un suspiro—. ¿Me ayudarías, diosa?

—Ya lo hago —me dijo con una sonrisa dulce—. Siempre le digo que te invite. Se nota que lo querés mucho.

Los chicos volvieron con un vaso en cada mano. Juan Manuel le dio uno Damián y Tommy le pasó el suyo a Turquesa.

—¿Vos no tomás nada? —me preguntó Damián.

—Tiene que manejar —le contestó Juan Manuel.

Y después tirarlos a todos a sus casas. Sí, claro. Los cuatro empinaron sus brazos y de repente tuve mucha sed.

—Dame un poquito.

Le saqué a Tommy su cerveza y me la bajé de una. Turquesa aplaudió.

—¡Bien ahí! ¡Hay que emborrachar al abogado!

Tenía que pedirle que dejara de llamarme así, por Dios.

—Total, para cuando nos vayamos seguro que ya se me pasó.

Bailamos Daddy Yankee, Don Omar, Alexis y Fido, Wisin & Yandel...

Cuando nos cansamos, nos fuimos a sentar a la pista de abajo. Parejas de chicos apretaban arriba de los sillones y deseé poder intercambiar mi cuerpo con cualquier de ellos. Tenía tantas ganas de apretar con alguien. De encontrarme otro Chico Rubio que quisiera un beso pero no mi número. Tommy se apoyó contra la pared, con la mirada de perdida, un poco incómodo por el panorama. Me quedé mirando a dos bonitos chicos que intercambiaban lenguas... Y cuando terminaron de besarse, oh sorpresa, descubrí que eran chicas de pelo corto y ropa masculina. Sonreí, agradecido por que Tommy me hubiera invitado.

—¡Hoy voy a beber y séee que voy a enloqueceeer! —cantó Turquesa bailoteando frente a mí.

—¿Vas a beber más, diosa? —le pregunté divertido. Ella me alargó su mano y yo, tal como aquella noche, le besé la palma.

—Baile conmigo, doctor.

Cuando llegó Maluma, ya estaba demasiado borracho como para pretender manejar. Turquesa y Juan Manuel acorralaron a Damián, meneándose contra él al compás del perreo. El hombre parecía bastante a gusto. Y yo... yo me sentía en el paraíso, rodeado de cientos de ángeles con piercings y gorras de visera.

—¡Qué bueno que lo estés pasando bien! —me dijo Tommy.

Pasaron una cumbia lenta y aproveché la oportunidad. Lo aferré de la cintura, lo acerqué a mí de un empujoncito y él apoyó las manos en mis hombros. Bailamos así, deslizándonos suavemente al compás de Gilda, tratando de no escuchar los silbidos de Turquesa y sus grititos de beso, beso, beso. Quería que se callara, necesitaba disfrutar ese momento. Besé a Tommy en la sien y lo estreché más fuerte contra mí...


No, en ese estado no podría manejar.

—Yo manejo, corazón, no te hagas drama.

—¿Vos, manejar? —exclamó Juan Manuel—. Sí, ¡el auto de Barbie vas a manejar vos!

—Callate, marica, ¡no sabés con quién estás hablando!

Turquesa le revoleó la cartera en la cara, con tanta mala suerte que el cierre se deslizó y todas sus pertenencias cayeron al suelo: lápiz labial, delineador, un frasquito de perfume diminuto, un paquete de pañuelitos descartables, un preservativo, una tira de aspirinas...

Tommy y yo nos agachamos para recoger las cosas. Nos chocamos. Nos reímos. Y los demás se reían de nosotros.

—No lo lleves así suelto, pelotuda, que te van a dejar embarazada —dijo Tommy, arrojando el preservativo a la cartera de su amiga.

—Chicos, me van a perdonar, pero así no puedo manejar. Si quieren nos tomamos un taxi.

—¿Y qué vas hacer con el auto? —me preguntó Juan Manuel.

—Lo voy a tener que dejarlo acá... Ay, chicos, no puedo ni hablar bien.

Damián, el más sobrio, paró un taxi. Se subió adelante junto al taxista. Habría querido decirle que dejara a Turquesa sentarse allí, que era la que ocupaba más espacio, pero no encontré la manera de decirlo sin sonar maleducado. Así que Juan Manuel, Tomás, Turquesa y yo nos acomodamos dificultosamente en los asientos de atrás.

—Sentate arriba del abogado, Tomasito. ¿No ves que no capemos...? O no cupimos, o no entramos... Dale, querida, hacé espacio.

No cabemos —corrigió Damián con una carcajada.

—A Parque Centenario, por favor —dijo Juan Manuel.

—No, a Agronomía, marica.

—A ver, a ver —exclamé, con la poca sobriedad que me quedaba—. Creo que deberíamos ir en orden. Tommy y yo vivimos en Villa Urquiza, Juan Manuel vive en Parque Centenario, Turquesa en Agronomía y Damián...

—En Caballito.

—Bueno, entonces primero habría que pasar por Parque Centenario o Caballito.

—Pero yo me voy a dormir a lo de Damián.

—¡Ay, la loca se va a dormir a lo de Damián!

—¿Entonces para qué dijiste que vayamos para Parque Centenario...?

Hablábamos como si el taxista, un hombre de unos cincuenta años con cara de sueño, fuera invisible. Escuchaba la conversación aburrido, como resignado a tener que soportar la cháchara de esos jóvenes alcoholizados.

—¿Entonces vamos para Caballito? —preguntó, interrumpiéndonos.

—¡Sí, capitán, mi capitán! —gritó Turquesa y estallamos en carcajadas. Hasta el taxista se rio.

—¿Vienen de bailar?

—No, venimos de mi Bar Mitzva —dijo Turquesa—. Ahí está la sinagoga...

Y para mi sorpresa, cuando me giré, en efecto, enfrente de la plaza había un imponente templo judío.

¿Era mi imaginación o el taxista nos estaba paseando por todo el centro de Buenos Aires? El taxímetro ya marcaba cien pesos y todavía ninguno de nosotros había llegado a casa. Además, estaba seguro de que tendría que pagar yo solo toda la carrera. No era que me molestara. Sin embargo, cuando llegamos a Caballito, Damián pagó lo que marcaba el taxímetro.

—Chau, chicos, cuídense.

—¡Ustedes también! —dijo Turquesa, saludándolos con la mano hasta que desaparecieron por el pasillo de un altísimo edificio de departamentos.

Quince minutos más tarde, dejamos a Turquesa en su peluquería y ella se disculpó diciendo que no tenía dinero encima.

—Bueno, chicos, ¿y ustedes? ¿A dónde los dejo?

Tommy me miró con sus ojos miel empequeñecidos por el alcohol.

—No quiero llegar a mi casa así —dijo—. Estoy re en pedo.

—Bueno, la verdad que yo tampoco.

Y no me refería a llegar borracho, precisamente.

—Podemos pasar por lo de mi abuelo. Dormir un rato.

—¿Nos dejará?

—Sí. Una vez me dijo que cuando quisiera me podía prestar el departamento para estar con alguna chica. Entonces le dije que soy gay. Y me dijo o con algún chico.

Nos reímos y el taxista se rio con nosotros. Me había olvidado de él.

—A Villa Urquiza —le dije—. Triunvirato y Cullen.

A diferencia de la vez anterior, todavía no era de día. Sin embargo, el portero estaba allí, madrugador como siempre, baldeando la vereda religiosamente con guantes, bufanda y gorro de lana.

—Hola, César —lo saludé.

—Hola, Maxi. Recién subió Gloria.

Gloria era la empleada doméstica de mi abuelo. Y sabía lo que significaba esa mirada que me había lanzado el portero. Que mi abuelo se acostaba con Gloria. O algo así. A mí no me parecía mal. Gloria nunca se había casado. Mientras se respetaran, que hicieran lo que se les antojara.

Subimos al ascensor, bajamos en el quinto piso.

—¿Qué pasa...?

Escuchamos gritos, voces, el llanto de una mujer. Las puertas de algunos departamentos estaban abiertas. Caminamos por el pasillo y llegamos al departamento de mi abuelo. La puerta estaba abierta y parecía que todo el quinto piso se había congregado allí, en la entrada. Gloria lloraba en brazos de una señora. Un muchacho tenía en la mano la agenda telefónica de mi abuelo y pasaba las páginas nervioso.

Y sentado en el sofá, con la cabeza caída sobre el pecho y la boca abierta... estaba mi abuelo.

¿Por qué está en pijama, si ya es de día?, pensé.

—¡Por favor, apaguen ese televisor! —gritó alguien.

De repente, sentí un fortísimo golpe en la espalda. Me di cuenta de que inconscientemente me había dejado caer contra la pared. Algo tibio me acarició la mano. Bajé la mirada y vi a Tommy, con los ojos llenos de lágrimas y el rostro desencajado.

—¡Maxi! —dijo Gloria, soltándose de la mujer—. Lo encontré así, Maxi... Recién llegaba... —Y se quebró.

Según el médico, la muerte de mi abuelo fue por causas naturales. Había muerto mientras dormía. Me tranquilizaba saber que no había sentido dolor. Mis padres no tardaron en llegar y mi papá hizo lo que yo no me había atrevido a hacer: sacar del departamento a esas personas que miraban a su padre muerto como a una atracción de circo.

Me encerré en el baño. No podía llorar. Me sentía como sumergido en una sensación de terrible irrealidad. Me zumbaban los oídos. A pesar del silencio, me parecía seguir escuchando el llanto de Gloria y el sonido de la televisión. Me senté en el frío suelo de cerámicas y me abracé las rodillas. En un gancho estaba colgada la bata azul de mi abuelo. En el espejo del lavamanos, vi las huellas de sus dedos. Sus dientes postizos flotaban en un vasito, junto a su cepillo.

Alguien tocó la puerta. Era mi papá.

—Le dije a Tomás que se fuera a su casa —susurró—. Ya llamé a la cochería.

Mi papá parecía tan ido como yo. Desde el baño podía escuchar los llantos de mamá y de Melody.

—Llevá a tu hermana a casa, Maxi, por favor. —Hizo amague de, irse pero volvió a girarse—. No vi tu auto abajo.

Suspiré. ¿Qué más daba?

—Lo dejé en el centro. Había tomado mucho.

Él asintió, como si le hubiera dicho que iba al almacén a comprar pan. Metió la mano en el bolsillo y me tiró las llaves de su auto, con tanta mala puntería que me rozaron la cabeza y cayeron a la bañera.


Cinco de la tarde. Acostado en mi cama, no dormía, tampoco pensaba. Tenía la mente en blanco. De vez en cuando, algún pensamiento sin sentido intentaba arrastrarme al sueño, pero enseguida me despertaba.

A las seis de la tarde me tomé un taxi en la esquina de mi casa y le dije al chofer la dirección que mi mamá me había pasado por WhatsApp. La casa velatoria. Era la misma en la que habíamos velado a mi abuela años atrás.

Chacarita estaba repleta de gente, colectivos, ruido.

—¿Vas a un velorio? —me preguntó el taxista cuando le pasé dos billetes de cien.

Asentí. Un pibe con cara de estar en medio de una pesadilla, vestido de negro, en Chacarita, el barrio del cementerio más grande de la ciudad. No había muchas opciones. Le dije al taxista que se quedara con el vuelto.

Anochecía. El cielo estaba cruelmente despejado y repleto de estrellas, como si no se hubiese enterado de la muerte de mi abuelo. Tal vez ni siquiera se hubiera enterado, pensé. O quizá no le importaba. ¿De verdad le importaba al universo que otro ser humano más hubiese dejado de respirar?

Allí era. Recordaba el lugar con una exactitud cruel. El pasillo, el suelo de piedra gris, los muros tan blancos que herían las retinas, las estatuas de Cristo y la Virgen María, el aroma a cera de vela y flores frescas.

Mis padres estaban allí, en el salón, sentados en un sofá. Josefina intentaba callar desesperada a Valentino, que sollozaba contra su pecho y le tironeaba del vestido. Javier estaba en un rincón, con la mirada clavada en las coronas de flores que nos rodeaban, como si intentara saber qué habían tenido que ver esas personas en la vida del abuelo. Había una corona del Jockey Club, una del estudio de abogados de una familia amiga, otra de la familia de Josefina, otra del Club de Ajedrez del que mi abuelo era socio vitalicio. Saludé a Josefina, besé en la cabeza a mi sobrino y acepté el abrazo de Javier.

En la pequeña sala donde reposaba el ataúd con el cuerpo de mi abuelo, estaban Melody y Tadeo, el hermano menor de Josefina. Nos saludamos, me dio el pésame y se apresuró a decir que su familia estaba en camino, que habían ido a pasar el fin de semana a San Antonio de Areco, pero que habían emprendido el regreso en cuanto recibieron la noticia.

Habían maquillado a mi abuelo, observé con incomodidad. Le habían dado un poco de color a sus mejillas y a sus labios para disimular la blancura fantasmagórica de la muerte. Le habían cerrado la boca y los ojos, y lo habían vestido con un saco gris y unos pantalones negros.

Nuevas voces se escuchaban desde el salón principal. Nueva gente llegaba. El encargado del edificio de mi abuelo encontró un momento para darnos el pésame y despedirse. Amigos, ancianos de bastón, llegaban acompañados de algún familiar y pedían permiso para entrar a dar el último adiós. Mi padre se disculpó con los que no había podido comunicarse para darles la noticia.

A eso de las nueve llegaron mis tías por parte de mi mamá y más tarde, mi tío Darío, por parte de mi papá, acompañado de su mujer. No teníamos mucha relación con mi tío Darío, pero no nos llevábamos mal. Era una relación cordial. Sospechaba que algo había ocurrido en el pasado, pero nunca había preguntado y tampoco me interesaba demasiado saberlo.

Me quedé todo el tiempo junto a mi abuelo, como si en cualquier momento pudiera abrir los ojos y levantarse del ataúd. Desde el otro extremo del pequeño salón, Melody me hizo una seña para que la acompañara. Caminé tras ella y salimos de la casa velatoria. La seguí hasta la esquina.

Allí estaba Tomás. Me adelanté y me eché sus brazos, y de repente, el llanto que me había estado aguantando desde la mañana estaba allí, quitándome la respiración, sacudiéndome el pecho. Me abrazó con más fuerza y me separé de él un poquito para secarme el rostro. Aprovechó el momento para abrazar a Melody, aunque su abrazo no fue tan fuerte ni tan largo como el nuestro.

—¿Vamos? —dijo ella.

—Pero —replicó Tommy—. No soy de la familia...

—Bueno. Yo me vuelvo. Tengo frío. Gracias por venir, Tommy.

Se abrazaron de nuevo y Melody regresó sobre sus pasos hasta entrar de nuevo en la casa velatoria. Entonces, comprendí que se habían puesto de acuerdo. Melody nos había dejado solos a propósito. Bueno, no era un buen momento, definitivamente.

—¿Era abuelo por parte de tu mamá?

—No, de papá.

Comenzamos a caminar en dirección contraria, sin ningún rumbo en particular. Tommy parecía sorprendido.

—¿Por?

—Pensé que era de parte de tu mamá.

Comprendí. Tomás no podía creer que un hombre tan soberbio como mi padre hubiera sido hijo de un dulce ancianito que cuidaba orquídeas. Pero Tommy no había conocido a mi abuelo desde su juventud. Yo tampoco.

—¡Maximiliano!

Me giré. Era Gloria, la empleada doméstica de mi abuelo. Vestía una pollera y un tapado verde botella y se acercó a nosotros con la cabeza baja. Parecía no saber qué decir. No era necesario que dijera nada.

—Te acompaño.

No sabía qué tipo de relación había tenido con mi abuelo, pero si se había tomado la molestia de salir de su casa un frío domingo por la noche... Así que la acompañamos a la casa velatoria y mi padre no dijo nada cuando ella entró al salón. Se persignó, tocó la mano de mi abuelo y con su rosario entre los dedos comenzó a orar en silencio.

—Me parece que esa señora tenía algo con mi abuelo —le dije a Tommy, cuando salimos a la calle otra vez.

—Parecía muy triste.

—¿Cenaste? —le pregunté cuando pasamos por la esquina de una pizzería.

—No.  Voy a cenar en mi casa. Mis viejos te mandan el pésame. A vos y a toda tu familia.


Un secreto

Cuando se ama tanto a alguien es inevitable idealizarlo. Y ante la inminente posibilidad de que ese deseo se haga realidad, lo inevitable es que surja el miedo. Miedo de que el ser amado no sea como lo imaginábamos. Miedo de que la relación con la que fantaseábamos no sea un lecho de rosas. De que se transforme poco a poco, lentamente, en un lecho de espinas.

Sí. Había descubierto que tenía miedo.


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Hola! :)

Muchas gracias por seguir esta novela!

Espero que les haya gustado este capi tan triste :'(

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Que tengan una buena semana!

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