Capítulo quince

Las calles ya estaban completamente adornadas de rojo, verde y dorado. Las vidrieras de los negocios ya lucían las acostumbradas guirnaldas de muérdago falso y algodón que simulaba ser nieve. En Buenos Aires es verano en Navidad, ¡supérenlo! Me parecían ridículos todos esos adornos invernales. Corrí por la peatonal y doblé en la plaza. Quisieron interceptarme un par de chicas de Tarjeta Naranja, me entregaron volantes de tarot y parapsicología («Haga que vuelva su pareja»), de autos usados («Planes de financiación ajustados a sus necesidades»), de centros de estudios («Terminá la secundaria»).

Por fin, el teatro del barrio. Las amplias puertas de vidrio estaban empapeladas por afiches de un par de obras, alguna que otra comedia musical y un comediante de stand up extranjero que se presentaba en el país por primera vez. Le mostré mi entrada al empleado y éste me dejó pasar.

La sala del Plaza estaba repleta, pero las luces aún permanecían encendidas. Las voces del público acallaban los chillidos nerviosos de los bailarines que aguardaban para salir al escenario. Me acomodé al lado de mi mamá y una nena desconocida, y preparé la cámara.

—¿Todo bien, hijo? —me saludó mamá—. Casi llegás tarde.

—No vino la amiga de Tomás —susurro mi papá, señalando el asiento que estaba a su lado, el de Turquesa, que permanecía vacío.

Le sonreí y me encogí de hombros. En ese instante bajaron las luces. Las personas dejaron de hablar y detrás del escenario alguna chica soltó un gritito nervioso.

Una voz grabada nos dio la bienvenida y advirtió que estaba prohibido fumar y que las salidas de emergencia estaban señaladas con carteles luminosos.

—¡Que disfruten del espectáculo! ¡Todo el staff de Ritmo Latente les desea una feliz Navidad y un Próspero Año Nuevo!

La apertura del show consistía en pequeñas coreografías de jazz con motivos de Disney. El Peter Pan del trajecito ajustado bailó con cinco pequeñas campanitas que se movían con torpeza sacudiendo sus varitas mágicas. Una Pocahontas demasiado blanca para mi gusto se abrazó con un John Smith pelirrojo mientras un grupo de indiecitas correteaban a su alrededor. Anastasia se abrió paso entre el público llevando una valija, subió al escenario por un costado y giró como una calesita en unos tacos como de quince centímetros.

Me gustaban las ideas que los profesores tenían para las muestras. Siempre eran muy originales. Siguió una coreografía de reggaeton. Melody era, sin duda, una de las mejores bailarinas. Bailaba con sensualidad y seguridad, sin llegar a ser demasiado provocativa.

Siguió una coreografía de bachata en parejas, luego una de tango, una de salsa. Melody bailó otra vez, ahora una coreografía de danza contemporánea. Algo que nunca dejaba de admirar de mi hermana era cómo su cuerpo podía amoldarse a diferentes estilos de danza. Podía volverse elástica para la danza contemporánea, rápida y robótica para el hip-hop, ondulante y sexy para el reggaetón, delicada y femenina para el jazz.

Entonces, llegó él.

Vestía una remera blanca y unos chupines de jean agujereados en las rodillas. Iba descalzo y caminó por el escenario lentamente, con ese paso tan característico de los bailarines: apoyando primero la punta y luego el talón. Suspiré sin darme cuenta. Sentí que mamá me miraba de costado y, cuando me giré, vi que papá también me observaba. Intentó sonreírme, pero la sonrisa le salió falsa, como una mueca.

Tommy alzó los brazos, como si quisiera arrancar una estrella del cielo, y luego se llevó los brazos al pecho, al corazón.

Entonces, una voz femenina exclamó: It's been a while.

https://youtu.be/S3L2iXJgtw8

Fruncí las cejas, extrañado. Tommy me había dicho que bailaría un adagio... Y esa voz era inconfundible. La había escuchado demasiadas veces como para no reconocerla. Era Britney Spears.

I know I shouldn't have kept you waiting,
But I'm here now.

Tommy levantó la mirada hacia el público y dio cuatro coquetos pasos hacia delante, luego apoyó las manos en su cintura y deslizó la derecha por el contorno de su torso, como en una caricia.

I know it's been a while,
But I'm glad you came.
And I've been thinking 'bout
How you say my name.

Dio tres vueltas sobre la punta de su pie izquierdo y meneó las caderas al compás del ah-ah-ah-ah de Britney. No recordaba haberlo visto bailar de esa forma tan provocativa, no al menos en una presentación del estudio, ante la presencia de sus padres y las familias conservadoras de los demás alumnos. Tommy solo se movía así en los boliches.

Ooh, looks like we're alone now,

You ain't gotta be scared

Where you going now?

I'm a have to floss on you,

Let's get it blazin'...

Un par de chicas de las primeras filas gritaron emocionadas cuando se abrió de piernas en un split, y así caminó de un par de pasos con las manos sobre el suelo. Entonces, otra silueta apareció en el escenario y tuve que parpadear para verificar que mis ojos me decían la verdad. Era Melody otra vez. Ahora mi hermana vestía un minishort negro de lentejuelas y un top blanco, a juego con Tommy. Se acercó a él con paso de modelo, con su larga y lacia cabellera ondeando, y, de frente al público, le tendió la mano izquierda, para invitarlo a que se levantara. Él alargó su derecha, pero ella apartó la mano y le dio la espalda, altiva.

Let me break the ice,
Allow me to get you right,
But you warm up to me
Baby I can make you feel...

En menos de un instante, Tommy deshizo su postura y se levantó. Aferró a Melody de la cintura, la acercó a su cuerpo de golpe y ella fingió caerse y dejó una pierna suspendida en el aire.

Let me break the ice
Allow me to get you right...

Como si algo se hubiera caído al suelo, Melody se inclinó y se acarició la pierna derecha con sensualidad, con la cola peligrosamente cerca de la entrepierna de mi novio. Tommy extendió la mano hacia su cadera y ella se la sacudió como a un mosquito molesto.

—¿Quién lo diría? ¿No? —me susurró papá, divertido, por encima de mamá.

No le contesté. Britney cantaba ah-ah-ah-ah, y Melody y Tommy seguían jugando a seducirse bailando.

Cuando la coreografía acabó, fui el que más aplaudió. Sonriendo, los saludé con la mano y Tommy me lanzó un beso con la punta de los dedos antes de desaparecer por un costado del escenario.

Y entonces me di cuenta, para mi congoja, de que había estado tan absorto mirándolos que no les había sacado ninguna foto.

—Si hacés algún comentario desubicado, te juro que no te hablo más en la vida —le advertí a papá cuando salíamos del teatro.

Mamá me miró seria, pero él, con su hipocresía de siempre, mantuvo la sonrisa bien encajada en la cara y me preguntó:

—¿Algo como qué, Maximiliano?

—No sé. Algún chiste de mierda como esos que hacés todo el tiempo.

Tommy se acercó entre la multitud y se me colgó del brazo.

—¡Pensé que no llegabas! —exclamó abrazándome. Me dio un piquito en los labios. Todavía le intimidaba la presencia de mi papá.

—Estuviste bárbaro, amor.

Tommy saludaba a sus compañeros. Algunos le pedían sacarse fotos y él accedía, como toda una estrella. La puerta del teatro estaba repleta de niños, adolescentes y sus familias, y entre el revoltijo de personas vi acercarse a Vanina y a Franco, el papá de Tommy, a quien aún no había tenido oportunidad de conocer. Solo habíamos hablado por teléfono un par de veces. No estaba muy diferente de aquella foto que había visto en la sala de su casa. Era gordo y alto, totalmente diferente de su único hijo, y vestía unos jeans y una camisa a cuadros verde y azul.

—Suegra —dije.

Tomé a Vanina de la punta de los dedos y le besé la mano.

—Tenés razón, Vani —dijo el papá de Tommy—, es medio payaso.

—¡Fran!

—¡Lo dije en broma! —exclamó. Alargó la mano hasta mi cara y con sus fuertes dedos de mecánico me agarró de la mandíbula y me sacudió la cara con algo que, imaginé, intentaba ser afecto—. Mirá que yo también soy payasito, eh. Yerno.

Le sonreí. Ya me caía bien. Me devolvió la sonrisa y me palmeó la espalda, y de repente me encontré atrapado en un abrazo. Creo que hasta sentí alivio.

—Un gusto, Maxi.

—Buenas... —susurró mamá, tímida como siempre, acercándose a los padres de Tomás—. ¿Cómo andan? ¿Todo bien?

—Hola, Verónica.

Se veían tan diferentes. Mis padres, no sé, tenían la extraña cualidad de verse sofisticados y distinguidos hasta en pijama. Los padres de Tommy se veían comunes, del montón. Su padre hasta parecía vulgar con su panza apretada en su camisa a cuadros.

—¿Vamos a tomar helado? Yo invito —exclamó papá. Mamá lo miró; yo apreté los dientes. Lo primero que pensé fue: dice que invita porque cree que ellos no tienen plata para pagar—. ¡Para festejar! —agregó con una sonrisa tensa.

—Vamos, don Alejandro —dijo Tommy, que había escuchado todo.

Intenté recordar cuándo había sido la última vez que Tomás le había dirigido la palabra a mi papá. No pude.

La Italia estaba decorada con guirnaldas de acebo y muérdago falso. Habían colocado en la entrada un enorme arbolito de Navidad adornado con bolas celestes (el color del logo de la heladería) y en las amplias puertas de vidrio y en los espejos del interior habían pegado stickers con motivos de copos de nieve.

Papá nos contó con los dedos. Éramos siete y compró tres potes de medio kilo cada uno.

—Qué raro que no haya venido Turque —dijo Tommy sentándose a mi lado, sacando el celular del bolsillo del jean—. No avisó nada.

—Capaz se olvidó.

—Puede ser. Es medio colgada a veces...

Miré hacia la mesa de al lado. Papá hablaba a sus anchas, acaparando la conversación. La música de fondo me impedía oír qué decía. Vanina y Franco lo oían sonriendo con compromiso. Mamá miraba el celular, sin prestarle mucha atención. Pobre, mi padre.

—Me encantó cómo bailaron —dije cuando mi hermana se sentó junto a Tommy.

Melody le agarró la cabeza con el brazo como haciéndole una llave y le dijo:

—Me tocaste el culo, pendejo. —Y le dio un rojo beso en la mejilla.

—¡Salí, nena, qué olor a chivo!

—Bailé ocho coreos. Como para no haber transpirado —replicó ella metiendo su cucharita en la crema americana.

—Repito: me-en-can-tó.

Melody se llevó la cuchara a la boca y la lamió.

—Después te la enseño para que la bailes con él, no te pongas celoso.

—No hace falta, con Tommy bailamos otras cosas.

Nos reímos los tres.

—¿Con quién lo pasás mañana? —le preguntó Melody a Tommy. Él se encogió de hombros.

—Con mis viejos nomás. Mi tía Flavia no nos llamó, así que no sé. Siempre pasábamos con ella la Navidad, pero el año pasado el marido armó un escándalo por una boludez... —Hundió la cuchara en el helado y sacó una frutilla—. Y se ve que a ella le da vergüenza que vayamos para allá. Qué sé yo. —Volvió a encogerse de hombros—. ¿Ustedes? ¿La familia completa?

Asentimos. Mis viejos eran demasiado tradicionales con las fiestas de fin de año. No les gustaba invitar a nadie que no fuera de la familia. Con Melody habíamos hablado de pedirles que invitáramos a Tommy y a sus padres, pero luego de meditarlo llegamos a la conclusión de que no sería una buena idea. Se sentirían como sapos de otro pozo. Incómodos, diferentes, de más. Y seguramente mis primos se encargarían de hacerlos sentir así. No quería eso por nada del mundo.



Las fiestas de fin de año siempre me causaban melancolía. Recordaba las navidades de cuando era niño y los cinco (mis padres y mis hermanos) armábamos el enorme arbolito de la sala. Cuando a mamá no se le morían las plantas y el jardín y la cocina olían a jazmines. Cuando no entendía la mitad de las cosas que pasaban a mi alrededor. Cuando no sabía que teníamos tanta plata y que había gente que no tenía nada.

Y estas serían las primeras fiestas que pasaría sin mi abuelo.

Me pasé la mañana del 24 haciendo nada. Mirando en Youtube tutoriales de retoque fotográfico y pensando en dónde me inscribiría para estudiar fotografía. Antes de irse, aquel día de mi cumpleaños, Fabricio se había negado otra vez a llevarse mis libros.

—Sacale fotos a los libros —me dijo guiñándome un ojo, antes de desaparecer por el hueco del ascensor.

Los libros seguían guardados en el armario, juntando polvo. Cada vez que los veía sentía una punzada de culpa. Necesitaba que se fueran, pero no quería tirarlos. Mi padre me había preguntado qué había hecho con ellos.

—Se los regalé a un amigo que los necesita —le dije.

Le pareció bien. Creo.

—Ojalá le vaya muy bien a tu amigo —contestó.

—Sí, a él le gusta la carrera.

Al mediodía llegó Tommy para almorzar conmigo, ya que no podríamos pasar la noche de Navidad juntos. Trajo un tupper con ensalada de frutas y se dio cuenta de que estaba un poco decaído.

—Tengo algo que te puede levantar el ánimo —dijo cuando nos tiramos a la cama, después de que metiéramos el pollo y las papas al horno.

Para mi sorpresa, sacó su billetera del bolsillo de atrás y de ahí extrajo un porro perfectamente armado. Lo olí.

—¡Qué buen faso!

—Lo mejor para mi amor —susurró sacando un encendedor del otro bolsillo. Venía preparado.

—¿De dónde lo sacaste?

—Se lo compré a Nicho.

Nos acomodamos sobre la cama, con la espalda apoyada en la cabecera, y Tommy encendió el porro y le dio la primera calada.

—Mnn, muy buena...

La habitación no tardó en llenarse del humo dulcísimo de las flores. Abrí la ventana, a pesar de que tenía el aire acondicionado en 23 porque afuera hacía más de 30 grados.

—Algún día quiero ir a Filipinas —susurró y expulsó lentamente el humo.

—Uh, ¡ya te pegó el porro!

Se incorporó entusiasmado y se puso frente a mí.

—Ayer vi una película filipina. Una película gay. ¡Hablan reraro! Como que tienen su idioma, el filipino, pero tienen nombres en español y en inglés. Y la pronunciación a veces parece así, una mezcla como de español y de inglés... Un personaje se llamaba Víctor y le decían Victóhhrrr...

—¿Cómo le decían?

¡Victóhhrrrr!

Nos reímos. Alargué una mano hacia su cara y lo acaricié. El acunó su mejilla contra mi palma y entrecerró los ojos. El sol del mediodía había llenado la habitación de luz y así rodeados de humo, parecíamos estar en medio de un sueño.

—¿Sabés por qué es eso? —susurré.

—¿Qué cosa?

—Lo del idioma. —Me pasó el porro, lo encendí de nuevo porque se había apagado y di una pitada—. Filipinas fue colonia española y después fue colonia estadounidense.

—Ah, mirá. Qué interesante. Son montones de islitas, ¿no?

—Sí, un archipiélago.

Tommy se rio y se sacó la camiseta, acalorado.

—Eso, ¡no me salen las palabras!

Nos reímos de nuevo. El porro estaba por la mitad.

—¡Ah, pusiste otra tele! ¡No me había dado cuenta! —exclamó, dándome la espalda.

—Es la que estaba en la sala de mi casa antes —susurré, como si quisiera demostrar que no habría gastado mi dinero en un televisor y menos en uno de ese tamaño, uno de 42 pulgadas—. ¿Tenés Netflix?

—Sí, ¿vemos una peli?

Pero acabamos mirando videos musicales en Youtube. Miramos videos viejos de Britney Spears, de Christina Aguilera y así llegamos a los viejos videos de los Backstreet Boys.

—Sabés que cuando era chico me encantaba ese rubio —le dije.

—Nick Carter. Es muuuy papi.

—Ese.

Y canté bajito:

—All you people, can't you see...

Tommy se tiró bocarriba sobre la cama, muerto de risa.

—¡Te la sabés, no te puedo creer!

—Me la sé porque HIM tiene un cover.

En la pantalla, Nick Carter, adentro de un robot, lideraba un ejército de robots amarillos y movía los brazos en el video de Larger Than Life.

—El que hizo este video se fumó un Power Ranger.

—Ese es Mauricio Macri bailando en el balcón presidencial. Mirá, boludo, hasta es amarillo... ¡qué premonitorio...!

Tommy agarró el control remoto.

—¡La mejor coreografía de todos los tiempos! —anunció.

Había puesto el video de Pop, de *NSYNC.

—Ese está todo el tiempo rodeado de minitas. Debe ser puto.

—¿JC? No, el que es puto es Lance, el rubio —aclaró Tommy.

—¿Posta? Mnn, está papi también.

Me sacó el porro de la mano y le dio la última pitada.

—A ver —dijo sentándose con las piernas cruzadas—. ¿A qué famoso se la chuparías?

—¿Cantantes?

—No, famosos en general.

—A Cameron Monaghan.

Le mostré un clip de Shameless, en el que Ian Gallagher bailaba en un bar gay con un minishort brillante. Tommy se apretó el bulto por encima del pantalón.

—Y después se la chupo yo...

—¿Vos a quién se la chuparías?

Se tapó la cara con las manos, entre divertido y avergonzado. Asomó un ojo entre los dedos y riéndose dijo algo como "iki".

—¿Qué?

—¡A Ricky! ¡Ricky Martin!

Estallé en carcajadas. Creo que yo también se la habría chupado a Ricky Martin.

Suspiramos y nos echamos bocabajo, agotados de tanto reírnos, con los ojos rojos y achinados por la marihuana.

—¡Boludo, el pollo!

Saltamos de la cama y me choqué contra el marco de la puerta. No podía parar de reírme y Tommy apoyó la espalda sobre la puerta y se deslizó hacia el suelo, agarrándose el vientre.

—Ay, no puedo más, Maxi...

—Tenemos que poder —le di la mano para que se levantara—, hay que rescatar el pollo...

Se había pasado, pero no estaba quemado. Había quedado doradísimo y muy crocante.

—La próxima vez ya sabemos. Tenemos que fumarnos un porro antes de cocinar.

Me di una ducha. El efecto de la droga ya se me había pasado y estaba limpito y presentable para la fiesta de Navidad. Me puse una camisa azul que hacía juego con mis pelos, un pantalón de vestir negro y unos mocasines. En la Italia compré cuatro kilos de helado y cuando llegué a casa, oh sorpresa, tuve que dejar el auto en la calle porque ya no había lugar en el garaje. Mis tíos y primos ya habían llegado.

—Llegás tarde —fue el saludo de papá.

—Había mucha gente en la heladería —me excusé alargándole las bolsas para que pusiera el helado en el freezer. No las agarró. No podía decirle que había tenido que esperar a que mis ojos volvieran a la normalidad. Fui a la cocina yo mismo y abrí el freezer. Estaba lleno de potes de helado. Intenté acomodarlos y cuando me di vuelta, casi me di de cara contra Melody.

—Boludito, te estuve mensajeando toda la tarde... —me dijo al oído, fingiendo abrazarme—. Papá está recaliente.

—Sí, me di cuenta. Nos fumamos un porro con Tommy, estuve con los ojos chinos hasta hace un rato. Dormí toda la tarde.

—Par de putos —rio entre dientes, acomodándose el flequillo. Y volvió a decirme al oído—: Par de putos, que fuman y no invitan.

Le sonreí.

—Estás linda.

Mi hermana llevaba puesto un conjunto de top y pantalón ancho blanco de una tela semitransparente y unas sandalias doradas nuevas, recién salidas de su caja. Había regresado a la residencia del Ponte hacía un par de semanas y le sentaba bien haber vuelto a su espacio. En el departamento se ahogaba y, además, no movía un dedo. Peleábamos por los platos sucios, la pila de ropa que ya llegaba hasta el cielo (y que a veces había que ir a colgar a la terraza porque era demasiada para el tendedero del balcón). Incluso peleábamos por quién llamaría al delivery y luego, por quién bajaría a la puerta a ir a buscar el pedido. Vivir solo era más relajado. Todo tenía que hacerlo yo y listo. Además, pensé mirando hacia el patio con cierta nostalgia, ahí estaba la pileta. Melody ya tenía en su torso las marcas de la bikini.

—Maxi, ¿cómo estás? —exclamó Josefina, entrando a la cocina.

—¿Todo bien, Jose?

Josefina lucía un vestido ajustado de color crema y tenía el pelo teñido de un rubio más claro que el suyo. Seguía teniendo ojeras, pero ahora estaba mejor maquillada.

—Te felicito por tu novio —dijo sonriente, agarrándome de las manos—. Qué bueno que se haya solucionado el asunto —agregó mirando hacia el jardín, donde mi padre y mi hermano Javier charlaban con Darío, mi tío. En el jardín sonaba música, algo que identifiqué como The Rolling Stones.

Me pregunté si Josefina se refería a mi salida del armario o a la tensión entre mi papá y mi tío Darío. No me olvidaba de que Darío había querido revocar el testamento del abuelo solo por la casa de campo de Córdoba, que mi papá ahora quería convertir en un hotel para turistas.

—¿Y el gordo? —le pregunté a mi cuñada.

—¿Valentino o Javier? —Y nos reímos.

Pero cuando mi hermano se acercó a saludarme, arrastrando el cochecito de mi sobrino, vi que estaba igual de flaco.

—Hey, llegaste. Un rato más y comíamos Maxi a la parrilla.

—¿Ah, sí? ¿Y quién se supone que iba a cocinarme? —dije con cierto sarcasmo—. ¿Mamá?

Josefina tensó los labios. Salimos al jardín. Como todos los años, mis viejos habían puesto luces en los muros, decorado la pileta con velas flotantes y alquilado una mesa y un juego de sillones. Sultán se acercó corriendo desde el fondo sacudiendo la cola.

—¡Perro! —lo saludé, agachándome para abrazarlo—. ¡Perro inmundo!

Sultán me lamió la cara y le acaricié el largo pelo dorado. Alguien necesitaba un baño.

—¿Qué es eso? ¿Un metegol? —pregunté mirando a mis primos chiquitos desde la distancia, que estaban reunidos alrededor de algo que parecía una mesa.

—Sí, lo alquilaron con todo lo demás.

Saludé a Darío, a mis primos, a mi tía Celina (una hermana soltera de mi mamá que siempre pasaba las fiestas con nosotros), a mi tío Gustavo, y me acerqué a la mesa para picotear algo. Agarré un canapé de atún.

—¿Qué es esto?

—Ah, lo compró papá el otro día en el Sony Store, ¡está buenísimo! ¡Tiene el resonido!

Era un parlante torre bluetooth que me llegaba hasta la rodilla y sí, sonaba de puta madre. ¿Qué otras extravagancias nuevas habría por la casa?

Alcohol, necesitaba alcohol.

—Entonces, Maxi, ¿qué vas a estudiar? —me preguntó Darío, dando un sorbo de su cerveza.

—Fotografía.

—¿Dónde?

—En la Escuela Argentina de Fotografía, me parece.

Darío asintió, pero luego comenzó a menear la cabeza. A ver con qué salía.

—¿Por qué no estudiás en la Universidad de Palermo?

—La Universidad de Palermo es un jardín de infantes para adultos —repliqué con cierta superioridad. Sabía que mi primo Julián estudiaba Derecho en la UP porque en la UBA no había logrado pasar del CBC—. Vi un examen de ahí en Internet y era un cago de risa. Había cosas que aprendí en el colegio.

Darío esbozó una sonrisa tensa. Papá me dirigió una miradita cómplice y se giró un poco, para que mi tío no lo viera reírse. Entonces pensé: la concha de la lora, soy igual a mi papá, me quiero morir.

Alcohol, más alcohol, por favor.

En mi casa nunca comprábamos pirotecnia desde que un primito se había quemado con una cañita voladora hacía como mil años. No me recordaba quién era el primito. Seguramente alguno por parte de mi mamá, hijo de mi tío Felipe o mi tía Diana.

Me senté en un sillón, con mi vaso de cerveza bien fría, y saqué el celular.

Te extraño, bebé, quisiera estar con vos esta noche, le dije a Tommy por WhatsApp.

Siguiendo el hilo de los chistes de la tarde, Tommy me mandó el link del video Vente Pa' Ca, de Ricky Martin y Maluma. Activé el bluetooth. Ahí estaba el parlante, en la lista de dispositivos. Sympathy For The Devil se detuvo, interrumpida por la voz de Ricky: Muchas gracias por todo, de verdad que sí. Melody se me acercó bailando y me extendió las manos.

—¿Ya estás borracho?

—Nah, un poco alegre nomás...

Ven te cuento de una vez
Tu descanso está en la cama de mis pies

Escuché una risita a mis espaldas. Era Julián.

—¡Qué marica...! —exclamó en voz alta.

Me giré.

—¡Sí, soy marica, pelotudo! ¡No sabés! ¡Hace un rato me comí una pija...! ¡Riquísima!

Alguien ahogó un grito. Creo que fue mamá. O tal vez Josefina. Julián se quedó de piedra por la respuesta tan directa.

—¡Espero que haya sido la de Tommy! —exclamó mi hermana, solo para echar más leña al fuego. Mamá dijo ay, Melody cubriéndose la cara con las manos.

—La misma. Estaba... ¡un manjar!

—¡Y vos estás borracho!

Papá me agarró del brazo, mi vaso de cerveza cayó sobre el césped, la cerveza me manchó los mocasines. Me vi arrastrado hasta la cocina en medio de las luces parpadeantes que me rodeaban y, ay, sentía el estómago tan revuelto...

—¿¡Pero vos tenés idea de lo que estás haciendo?! —gritó papá—. ¿¡No tenés ni la más mínima educación...!?

—¿¡Y a vos te parece educado que el pelotudito este me insulte en mi propia casa!?

Soltó una carcajada.

—¿Tengo que recordarte que esta ya no es tu casa? ¿Tan borracho estás?

—¿¡Por qué no te vas a la mierda?! Ah, ya me acordé: ¡ESTÁS EN LA MIERDA!

Abrí el freezer y saqué los helados que había comprado. Salí de la cocina, atravesé la sala y, antes de salir de casa, le di una patada al árbol de Navidad.



Un secreto

Había comenzado a preocuparme por mi salud mental. Estaba triste todo el tiempo, lloraba todo el tiempo y por cualquier cosa. Me ponía mal cuando veía un perro callejero. Y lo peor era que las cosas que antes me llenaban ya no lo hacían. Solo la compañía de Tommy me hacía sentirme mejor. Y eso no era precisamente un buen augurio.

Era la primera vez que tenía que afrontar un duelo. El de mi abuela no había sido así: yo era chico, apenas entendía qué había pasado. Lloré cuando metieron el cajón en la cripta, pero nada más.

Esto era muy diferente.

Pensaba que tal vez necesitaba ayuda psicológica, pero a veces me decía que no era para tanto. Que tenía que dejar pasar el tiempo.

Había llegado al verano. Tenía que salir a disfrutar del sol (y de paso, de la luna) en compañía de Tommy y también solo, pasear, tal vez viajar.

Tenía que comenzar a vivir para mí.

*****

Hola, gente! Más largo que de costumbre este capi, no? :) Espero que les haya gustado! Como ven, cambié la portada. Seguramente esta sea la definitiva (quizá cambie las tipografías). Qué les parece?

Ahí arriba les dejé la canción que baila Tommy, para quienes no la conocen.  

La película gay filipina que ve Tommy es El florecimiento de Máximo Oliveros y es muy linda. La recomiendo! 

Nos vemos el domingo.

Besos!!!

Si quieres comprar el libro puedes hacerlo acá:

https://www.amazon.com/Mi-cielo-al-rev%C3%A9s-Spanish/dp/1660805120/ref=sr_1_2?keywords=mi+cielo+al+rev%C3%A9s&qid=1579280013&sr=8-2&fbclid=IwAR0UdL5TnQcUVd_B_cFe4ExyvJSWzJFR1FOQ2cjLY4xwOEboM6X0iaQdBiw

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top