Prólogo
Karen
Mis ojos se cruzan con los de él por accidente y se me corta la respiración. Cintia Han le está susurrando algo al oído, mientras se enrolla un mechón de pelo en el dedo. Espero que lo que le está diciendo sea lo suficientemente jugoso como para desviar su atención de mí y, a juzgar por cómo posa una mano con manicura roja en su muslo, debe serlo.
No tengo tanta suerte. La mirada de Arthur Bohan permanece sobre mí. Sus irises son de color caramelo, menos cuando, en momentos como este, les irradia luz directa y se vuelven casi amarillos. Una sonrisa cruel se forma en su rostro atractivo y trago saliva encogiéndome contra las espalderas del gimnasio en un intento fútil de fundirme con la pared y desaparecer. Odio sentirme así. Que la adrenalina me provoque temblores de manos y que parezca que no hay suficiente oxigeno a mi alrededor. Odio que Bohan me haga sentir tan vulnerable. Soy una muñeca de papel que ha caído en un charco de lodo y conforme me hundo me voy deshaciendo en añicos. Pronto no quedará nada de mí... y todo porque soy una dámara inválida, o lo que es lo mismo: una dámara que aún no ha manifestado ningún poder. A los doce años eso solo puede significar que no tengo ninguno.
Los dámaros somos una especie milenaria, con poderes especiales, que existe con el propósito de servir y de proteger a los humanos de monstruos inmortales a los que llamamos despojados. Si eres dámaro y no tienes ningún poder que ofrecer, eres un desecho social y la gente como Arthur Bohan se encargan de que los inválidos paguemos por ello.
El profesor de educación física lo llama a continuación para que trepe por la cuerda. Es uno de los ejercicios que tendremos que pasar durante el examen. Como Bohan es el más rápido de la clase trepando es el primero en ser llamado para practicar. Usa su poder de sanador para mantenerse en perfecta salud y eso repercute en la forma en la que flexiona las rodillas y salta hacia la cuerda, valiéndose de los músculos de sus extremidades para subir a una velocidad pasmosa. Su poder funciona sobre el estado del cuerpo, el suyo propio y el de otros. Esa es la razón por la que tiene un aspecto perfecto, con las mejillas sonrosadas, la piel tersa y un cuerpo que rebosa fuerza. Es algo que se hace a sí mismo. A mí, por el contrario, me aplica su poder de forma distinta.
En la escuela de Dámara puedes y debes usar tus poderes para las distintas disciplinas que conforman el currículum académico. Así es como los inválidos como yo acabamos en los últimos puestos de la mayoría de clasificaciones. En educación física soy la última de la clase, aunque no sea la única inválida. La razón por la que me superan otros alumnos sin poderes es porque cualquiera de ellos tiene mejor salud que yo. Arthur Bohan se encarga de eso personalmente. No solo trabaja su poder de sanador sobre su propio cuerpo para estar radiante sino que se encarga de que yo sea una chatarra con una salud de mierda.
Aunque suene romántica la idea de tener poder para curar, los sanadores pueden llegar a ser de lo más crueles. Durante las clases educación física a Bohan le gusta bajarme la tensión arterial por los tobillos, sobre todo cuando me toca hacer una prueba o practicar algún deporte en equipo. Lo que combinado con mi anemia, no es de extrañar que me arrastre de un lado a otro, mientras tengo arritmias y veo estrellitas cada vez que me incorporo.
Hay una razón para que los bullys me dediquen una atención especial y es que no soy una inválida cualquiera. Todos los inválidos son repudiados, pero Bohan me desprecia con más intensidad por ser una Armstrong. Como si no pudiera perdonar mi debilidad porque pertenezco a una familia con poderes legendarios.
Mientras sus amigos y otros alumnos corean para animarlo, yo me fijo en las bisagras que unen la plataforma metálica de la cuerda al techo. Las contemplo con tanta atención que casi parece que tengo el poder de desatornillar con la mirada.
Cuando ya casi está alcanzando la meta, un polvillo blanco cae del techo justo antes de que uno de los tornillos se desprenda bajo el peso de Bohan. La cuerda cede unos centímetros antes de detenerse en seco aun sujeta por los otros tres tornillos restantes de la base, pero el inesperado descenso es suficiente para sorprender a Bohan y que pierda su agarre en la cuerda. Cae de espaldas los quince metros de altura del gimnasio ante el grito de los presentes. La colchoneta que hay a sus pies no es suficiente para mitigar el impacto y suelta un glorioso gruñido que me hace sonreír de puro placer. Los alaridos que suelta, apretándose el hombro que ha absorbido todo el peso de su cuerpo son música para mis oídos.
No, no tengo telequinesia, ni he logrado aflojar el tornillo con la mirada. ¿Pero quién la necesita cuando existen herramientas y mucha determinación? El crimen perfecto es aquel que nadie te imputaría por creerlo fuera de tu alcance. Y el criminal perfecto es aquel que se muestra más incapaz de lo que realmente es.
Mi disfrute no dura demasiado, ya que Bohan puede curarse a sí mismo, pero retengo en mi retina la expresión de dolor de su rostro. Es algo a lo que no está acostumbrado, aun cuando le gusta provocárselo a tanta gente.
Como es de esperar, atribuyen lo ocurrido a un desafortunado accidente. Alguien en el departamento de mantenimiento de la escuela va a llevarse una buena bronca, pero ni siquiera plantean abrir una investigación. Si fuéramos humanos habría sospechas de que la crueldad de Arthur le ha adjudicado unos cuantos enemigos que querrían verlo herido o incluso muerto, pero en Dámara, ser un maltratador hijo de puta está normalizado. Lo único que importa es tener buenos genes, y en eso, Arthur está en la cima de nuestra putrefacta pirámide social.
Aunque Arthur está como nuevo, se terminan las pruebas por hoy. El profesor nos indica que corramos alrededor del gimnasio y se ausenta para reportar lo ocurrido en dirección. Troto despacio, al ritmo que me permite mi cuerpo. Me adelantan todos los alumnos una y otra vez, pero es algo a lo que ya no presto atención. Ni siquiera recuerdo lo que es encontrarme bien y tener energía.
De pronto, alguien me echa el brazo por los hombros, me sostiene fuerza y me obliga a correr a más deprisa para seguir su velocidad.
—¿Te has divertido con mi caída?
—¿Qué? —suelto genuinamente confusa. Es imposible que sepa que he tenido algo que ver. Las bisagras están a quince metros del suelo.
—Cintia dice que has sonreído. Te has gustado verlo ¿verdad?
Clava sus garras en mi hombro para que no pueda detenerme. Casi no tengo aliento, ya que debido a la fuerte anemia que me aqueja, el oxigeno no viaja bien por mi cuerpo. Noto arritmias que me avisan que baje el ritmo, pero él no me lo permite.
—Karen, Karen, Karen... —Chasquea la lengua—. Me alaga que te entusiasme tanto mi sufrimiento, pero creo que estás confusa sobre los roles de cada uno. Yo soy el león y tú eres la gacela.
—Leona... —corrijo sin aliento—. El león ni siquiera caza.
Arthur suelta una risotada seca y se detiene, haciéndome trastabillar y caer sobre una rodilla. Me muerdo el labio para no soltar un grito de dolor y él, sin darme tiempo, me toma por los hombros para levantarme y apartarme hacia la pared, golpeando mi espalda contra las espalderas. Esta vez sí que aúllo.
Sus ojos ambarinos absorben la reacción con entusiasmo, y aproxima nuestros rostros para no perderse nada.
—Pero el león es el que come lo que quiere —musita amenazante. Después esboza una sonrisa que me pone de sobre aviso y se aparta de mí, a tiempo para que el profesor, que acaba de regresar al gimnasio, no nos vea de esa guisa.
Sé, por experiencia, que esa sonrisa significa que no ha terminado conmigo, pero no necesita tocarme para hacerme daño. Un instante después comienzo a sudar frío, mi visión se vuelve turbia, me mareo y mi nivel de consciencia empieza a reducirse. Comida... es lo único que pide mi desesperado cerebro.
Es una bajada de azúcar. Las odio. Las bajadas de azúcar pueden matarte en minutos. Arthur podría matarme, hasta por accidente, en un abrir y cerrar de ojos. Dependo de los cálculos y el control que ese imbécil tenga de su propio poder.
A duras penas me muevo hacia el vestuario, sorteando las caras borrosas de estudiantes, que me observan sin ser conscientes de lo cerca que estoy de desplomarme. Tengo una chocolatina en la mochila y ansío devorarla como si llevara siglos sin probar bocado. Mi ropa está empapada en sudor y cuando choco contra alguien pierdo el equilibrio sin estar segura de si la línea del suelo siga siendo recta. Mi antebrazo golpea contra algo que me provoca un corte pero la persona con la que he chocado evita que me caiga al suelo.
—¿Señorita Armstrong? —Es el profesor quien me sostiene—. Le he dicho muchas veces que coma antes de venir a clase.
Lo último que veo antesde desmayarme es su expresión de profundo hastío.
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