Capítulo 7
San Francisco, 1999.
Me encontraba una vez más ante el castillo del príncipe, custodiado por aquellos infames dragones. No habían cambiado mucho las cosas. Sir Shipman seguía siendo el mismo anciano ridículo de las gafas gruesas y la postura encorvada que estuvo allí hacía poco menos de una hora y media, y ellos seguían siendo los mismos gigantes entrenados para someter a invitados no deseados como yo.
Aquella prometía ser una pelea desigual. Lo supe en cuanto me apuñalaron con sus miradas de superioridad, de adulto esperando a ver cuál será la próxima picardía de un niño resentido, burlándose de su enojo.
Ninguno de los dos había reparado en mi acompañante. Una veterana de mal gusto, anónima y marchita como miles de mujeres a lo largo y ancho del país y del planeta. Habrán creído que se trataba de mi esposa, la gran fanática de Russell Weatherby que convenció a su marido sumiso de que fueran a conocerlo. No tenían idea de que, en realidad, estaban ante una de las principales protagonistas de la historia de su protegido.
—Caballero, ¿se le ofrece algo? —preguntó el más grande de los dos.
Maureen me apoyó la mano en el brazo, pidiéndome que la dejase hablar a ella. Entonces se acomodó las gafas y leyó la tarjeta de identificación del hombre.
—¿Dean? —dijo—. ¡Dios mío, Dean!
Caddison dio la impresión de reconocerla.
—¿Señora Weatherby? —inquirió—. No puede ser...
Se lanzaron a los brazos del otro entre exclamaciones incrédulas y cariñosas órdenes de «ven aquí.» Danton y yo intercambiamos miradas de desconcierto mientras el rostro de Maureen desaparecía en el hombro del mastodonte.
Cuando se separaron apenas un poco, ella instaló sus dedos de uñas rosadas en el mentón de él, manteniéndolo quieto para verlo mejor.
—Pero mira qué guapo te has puesto —le felicitó—. Dios mío, Dean... Y pensar que hace unos cuantos años eras una pequeñez. ¿Te acuerdas? En la casa de Cannes. Jugabas a esconderte detrás de mí y a veces casi me hacías caer. Tu padre se enfadaba mucho. Siempre te decía que no deberías molestar a sus jefes, que no éramos amigos de la familia como para que te tomaras tanta confianza, pero a nosotros no nos importaba. Le decíamos que nos encantaba que estuvieses alrededor y era en serio... —Tragó saliva—. Te sentabas con nosotros en la galería y... Russell se ponía a hacer crucigramas y se frustraba mucho, entonces tú... Te pedía que lo ayudaras y era gracioso cómo... cómo te sentías tan útil al ayudarlo.
Su voz se había mantenido estable durante el comienzo del carnaval de recuerdos, entusiasmada con las memorias de sus tiempos felices. Pero a medida que iba soltando la anécdota, se oía cada vez menos convincente. Al principio eran alteraciones leves, pausas mal colocadas. Luego, hacia el final de su testimonio, acabó quebrándose.
—No puedo creer que estés así de grande. Siempre que decías que cuando crecieras serías guardaespaldas como tu padre, yo sonreía y te daba la razón solo para no decepcionarte. Y aquí estás ahora.
—Aquí estoy ahora —confirmó él—. ¿Qué la trae por aquí a usted, señora Weatherby?
—Oh, temo que soy la señorita Weatherby desde hace varios años. Vine para... vine para ver a Russ, ¿sabes?
Caddison asintió.
—Se alegrará de verla. La verdad es que, según lo que me cuentan los enfermeros, no habla de otra cosa.
Maureen ladeó la cabeza, desconcertada, y yo no pude evitar entrometerme.
—¿De mí no ha hablado? Gordon Shipman.
Dean Caddison se encogió de hombros. Mi exesposa me indicó, con un gesto sutil, que debía dejarle la diplomacia a ella.
—¿En serio habla tanto de mí? —cuestionó con su risita más trivial, más conmovedora.
El tipo se preparó para contestar y enseguida fue interrumpido por su hosco compañero.
—No nos corresponde a nosotros revelar intimidades de la casa.
Si existió alguna incomodidad en él por aquella reprimenda, no la dejó traslucir. Pensé que Danton podía llegar a ser alguna especie de superior, estar un escalón más arriba en la cadena, mas pronto acepté que era un hombre meramente honrado que respetaba las normas básicas de su profesión.
—Iré a preguntar si quiere que pasen —prometió Caddison, y la casa lo engulló.
Los siguientes dos minutos transcurrieron en un silencio pesado, inoportuno. Danton quiso entablar conversación con nosotros —más que nada con ella— y se le ocurrió hacer el absurdo comentario de que no se conocieron antes. Maureen le explicó que ella solo había estado casada con Russell hasta 1975, por lo que era natural que no hubiesen coincidido jamás. Él estuvo de acuerdo, con aire dubitativo, y se estrecharon las manos.
Entonces Dean Caddison emergió de la fresca tiniebla del edificio con expresión de circunstancia. Le clavé los ojos de una manera tan intensa que no creo que se haya quedado indiferente, pero él en ningún momento me miró. Sus pupilas, severas y tibias a la vez, estaban compenetradas con las de Maureen. Ella se había puesto rígida por la expectativa, temblando a mi lado y luciendo como la cachorrita desamparada que solía sentarse en mi regazo.
Caddison volvió a sonreír y se hizo a un lado para abrirnos el camino.
—Como dije, está ansioso por verla.
A Maureen se le iluminó el rostro hasta el punto en que podía sentir la energía sofocante que brotaba de su cuerpo. Yo la contemplé extasiado, y supongo que habré producido esa misma irradiación, porque ella me contempló también. Aun así, su gesto no estaba pintado con la ternura que caracterizaba al mío. Si no hubiera sabido de ella y lo puro de sus sentimientos, hubiese detectado un toque de competencia poco amistosa. Los dos queríamos ser los favoritos y aunque ambos pasáramos, Russell solo iba a elegir a uno.
Caballeroso como soy, la invité a llevar la delantera. Siendo honesto, no sé si podría llamar a eso un gesto de galantería. Había sido más bien una excusa para tener la oportunidad de calmarme. Mi corazón palpitaba igual que una máquina a vapor, con todos sus fuelles y efectos en cadena, salida de una película de ciencia ficción victoriana. Mi sistema respiratorio había desactivado su funcionamiento automático y tenía que recordar darle órdenes.
Sentir la presencia de Russell tan cerca y después de tantos años, era como un sueño. Una pesadilla surrealista, llena de elementos que se habían almacenado en mi cerebro salpicándolo todo, desparramándose y adquiriendo significados nuevos, acompañados por la mezcla de paz y agonía.
Maureen ya estaba adentro. Yo solo alcanzaba a ver su espalda, pero me la imaginaba inspeccionando la nueva casa de su amor agonizante como si fuese el palacio donde le correspondía vivir. Tal vez yo también habría reaccionado de esa forma. Y digo «tal vez» porque, estando a punto de cruzar el umbral, Caddison dio un paso a la derecha y me lo bloqueó.
Levanté la mirada y sondeé la suya. Sus rasgos oscilaban entre la seriedad y algo indescifrable.
—¿Qué... qué es lo que pasa? —balbuceé.
De pronto lo noté. Caddison me tenía lástima, y la rabia que eso podía llegar a despertarme no era nada comparada con el miedo. Un despiadado hombre de seguridad creía que se habían dado las condiciones para guardarme compasión. Volví a olvidarme de cómo respirar.
—No conoce a ningún Gordon Shipman.
En algún lugar del mundo, el padrino de un novio nervioso no acudía a la boda, un hombre decidía que no estaba listo para el compromiso mientras su esposa estaba en labor de parto y un empresario desalmado faltaba al funeral de su hermana para despedir al padre de cinco pequeños; y yo sentí el peso de todas esas situaciones nefastas acumulándose encima de mi lomo. El rechazo y la apatía y la constante reafirmación de que nadie es igual a nadie.
Maureen se había vuelto hacia mí y sus brazos colgaban a cada lado del antiguo cuerpo de modelo. Estaba esforzándose al máximo por mostrar humanidad, pero aquel era un número que ni siquiera una actriz como ella podía hacer creíble. Era obvio que el alivio predominaba. Se alegraba de que Russell no me recordase; le levantaba el espíritu saber que había tenido un papel más importante que el mío en su vida.
Miré a Caddison.
—Pero eso es absurdo. Él... Soy... soy su amigo.
Ambos guardias se observaron, medio divertidos y medio horrorizados por mi senilidad. No esperaba que lo entendieran. Nunca nadie lo había hecho.
Danton frunció la nariz.
—¿Está seguro de que nos dio bien su nombre?
—¡Sí! —exclamé, sin aliento y al borde de las lágrimas. Noté el sobresalto de los hombres y me di cuenta de que si no me calmaba, me obligarían a marcharme—. Maureen, tienes que decírselos. Tú sabes que él me conoce.
Dos pares de ojos viraron en su dirección. Ella, al saberse presionada, se limitó a abrazarse a sí misma y mirarme intensamente. Yo no sabía si lo que necesitaba era corresponderle o esquivarla. Había un triunfo tan sutil, tan culpable, que era imposible hacerle la vista gorda.
—¡Maureen, por favor! —grité, moviéndome un poco hacia delante. El corpachón de Caddison intentó protegerla—. ¡Diles la verdad, Maureen! —Comencé a lanzar miradas rápidas a los dos sujetos, sin saber a cuál dirigirme—. Gordon Shipman. Soy Gordon Shipman. Por favor, es imposible que no hayan oído ese nombre alguna vez. Miren...
Quería enseñarles una fotografía de principios de los sesenta, antes de que las vidas de mi círculo tomasen los rumbos que las habían llevado a lo que eran hoy. En la premier de Esclavos de la vergüenza, los protagonistas aparecían en primer plano y los otros actores y sus allegados posaban a su alrededor. Maureen sonreía tanto que las mejillas tapaban la mitad de los ojos y la comisura de los labios de Russell se levantaba en tímida y artificial simpatía. Junto a la que en ese entonces era mi mujer, figuraba un fantasma hundido en un traje de diseñador que incluso después de tantos años, nadie podía negar que se tratase de mí.
Tanteé los bolsillos de mi abrigo y mis pantalones. No hubo forma. Siempre cargaba esa imagen conmigo —tal y como hacía con la foto de Maureen y Debra— y cuando era tiempo de darle un uso, se me olvidaba en casa. Les hice un gesto a los guardaespaldas de Russell, pidiendo paciencia, y vacié el contenido de cada compartimento de mi ropa. Caramelos viejos, documentos de identidad, monedas gastadas y ninguna fotografía en lo absoluto.
—Debe... debe estar en mi otro abrigo. Escuchen, lo siento, pero si me ve sabrá quién soy. Se los juro. Él...
—No podemos dejar que entre si el señor Weatherby no lo autoriza —se disculpó Caddison.
Volví a contemplar a Maureen. Estaba inmóvil, silenciosa. Y en ese instante perdí el control y empecé a murmurar súplicas y a lisonjearla para que abriese la boca y en algún punto se me escapó la idea tras mi palabrería.
El asunto se tornó más confuso de lo que los dragones estaban dispuestos a tolerar. Con un tercer encogimiento de hombros, Dean Caddison cerró lentamente la puerta.
Maureen se mantuvo de pie mientras la hoja de madera se iba interponiendo entre nosotros. Lo último que alcancé a ver fue una pupila lastimosa y unos labios a punto de convulsionar, en lo que la rendija de luz que los bañaba se reducía hasta ser una línea. Luego desapareció por completo.
Me despedí de los grandullones y solo cuando hube dado vuelta a la esquina me permití romper en llanto. El motivo no pasaba tanto por cómo no iba a volver a ver a Russell, como lo hacía por el hecho de que era posible perderlo dos veces.
Mucho más que eso: era posible perderlo dos veces sin haberlo recuperado jamás.
-o-o-o-
El sonido de las llaves cayendo dentro de su recipiente y el de mi zapato volando al otro lado de la estancia, colaboraron para derrocar a la calma que reinaba en mi departamento. Arrojé el sombrero y el cárdigan sobre el perchero mientras luchaba con el nudo de mi corbata. Parecía que me estaba cambiando a las prisas cuando en realidad no tenía ningún lugar al que debiese ir.
Ya nadie estaba esperándome.
Gracias a la conveniente ubicación de un espejo en el diminuto pasillo de entrada, no tenía más opción que enfrentarme a ese vulgar desconocido durante el tiempo que tardase en desabrochar mi reloj de pulsera. Sus ojeras hacían el esfuerzo de tocar sus pies y las arrugas que solía interpretar como los rasgos endurecidos de un hombre que ha vivido mucho, se habían vuelto un sencillo símbolo del desperdicio de su vida.
No soportaba verme así. No podía dejarme caer de nuevo.
Sin meditarlo mucho, arranqué el tubo telefónico de su base y digité el número mágico. Solo había una persona que podía salvarme en mi peor momento. No era Russell ni Maureen, ni siquiera mis ya fallecidos padres. Era la niña adulta, la mala semilla, la mayor fan de lo superfluo e intrascendente. La mejor amiga que alguien pudiese pedir.
—¿Diga...?
—¿Deb? —Esperé unos segundos. Nadie habló—. Debra, ¿estás ahí?
Quizás tenía un ángel de la guarda. En el momento en que empecé a desconfiar del funcionamiento de mi teléfono y alejé el receptor de mi oído para examinarlo, llegó la respuesta.
—¡Dios mío, Gordon! —estalló el grito, tan fuerte como sus pulmones extasiados se lo permitían—. ¡Gordon!
—Hola, Deb.
—¡Neville, no me lo vas a creer! —Se escuchaba como si hubiese puesto la mano sobre el micrófono y estuviese hablando con alguien que estaba lejos—. ¡Es Gordon! ¡Al fin se dignó a llamar!
—¿Te importaría hablar conmigo? —pregunté.
—Ah, qué bien... —oí decir a Neville.
—¡Ya lo sé! —Retiró la mano y se dirigió a mí—. ¡Gordon Shipman, estoy absoluta y positivamente molesta contigo! ¿Crees que puedes dejarnos de lado por meses y llamar como si nada? ¡Pues que sepas que esta vez no te perdonaré tan...!
Me rasqué la nuca, incómodo.
—Fui a ver a Russell.
—Oh, ¿fuiste a ver a Russell? —El tono cambió a uno totalmente cómplice y desenfadado. Los resortes del canapé emitieron un quejido, dejándome saber que se había echado sobre él con el dramatismo habitual—. Cuéntame, por favor.
Vacilé, intentando hallar una forma de dosificar la información.
—Fui hasta su casa. Los guardias no me dejaban pasar y... Y, bueno, me encontré con Maureen. —Dejé correr el último enunciado lo más rápido que pude, esperando que lo ignorase.
Entró en trance. Yo identificaba sus trances sin problemas porque eran el único momento en que se quedaba callada —salvo cuando estaba dormida— y su respiración se tornaba lenta.
Me preocupé después de treinta segundos en silencio. Temí que se hubiera desmayado y el teléfono escabullido de las manos, aunque enseguida supuse que, si así hubiera sido, Neville estaría asistiéndola. Entonces...
—¿Maurie? —inquirió, tan débil y rota que no sonaba como ella misma—. Maurie —repitió.
—Sí, «Maurie.»
Un hipillo avergonzado se le cayó de la boca y otros más le siguieron, intercalándose con ruidos infantiles y trágicos. Su marido debió arrodillarse junto al canapé y tendría las manos de ella entre las suyas, preguntando qué pasaba. Podía oírlo, consternado, odiándome en secreto por haberle causado tanta angustia.
—¿Qué...? —dijo Debra finalmente—. Dios, Gordon. ¿Cómo está? ¿La viste? ¿Cómo que la viste? Dime algo.
Aquella fue una de las conversaciones más difíciles que he tenido. La había llamado para pedirle consuelo, y ahora era yo quien debía cederle el diván. Estaba obligado a lidiar con los sentimientos de dos personas opuestas, cuando no podía manejar los míos.
Aun así, di lo mejor. Entendía que ella estaba haciendo lo mismo, y la amistad nunca fue otra cosa que levantar a alguien mientras tú estás en el subsuelo de tu propia inmundicia.
—Perdóname —solté. Fue lo primero que se me vino a la mente—. Ella iba a ver a Russell también. Creo que tenía cierta esperanza de recuperarlo. Nos peleamos y nos dimos un abrazo, y tomamos un café en el restaurante de la otra acera. Perdóname, Deb. Le di la foto.
—¿Qué foto? —preguntó de inmediato. Era una extraña fusión entre estar absolutamente sumergida en la charla, como si nada más acaparara su interés, y estar distraída con otros mil asuntos urgentes. Me recordó a él.
—La de El primer y último amor de Barry Baker, ¿te acuerdas? Se habían puesto a jugar a los disfraces. Ella estaba vestida como Darla porque acababa de grabar una escena y tú... ¿En serio no te acuerdas?
Lo pensó un minuto.
—¡Ah, sí! Desde luego. —Su voz estaba destrozada y tuvo que forzarla para hacer aquella exclamación.
—Lo siento mucho. Sé que me diste la foto solo para mí, pero...
—¿Ella quería tenerla?
—Sí. Espero que no...
—¿Me echa de menos?
—Eres su mejor amiga, Debra.
Bufó una risa. La clase de risa sarcástica que se te escapa cuando alguien dice una ridiculez que desearías que tuviera sentido.
—Gordon, por favor. Nunca podría ser la mejor amiga de nadie.
—Bueno, yo te considero mi mejor amiga.
—¿Y Russell? —suspiró, cambiando de tema.
—Russell... Russell se puede ir a la mierda y quedarse allí.
—¿Volvimos a los sesenta? —cuestionó tras procesarlo unos segundos, casi con humor.
—Podríamos decir que algo parecido.
—Debe ser el Apocalipsis.
No contesté.
—¿Qué fue lo que te hizo?
Recapitulé los hechos de una manera que justificase mi drástica aseveración. En otras palabras, le describí todo lo que había ocurrido esa tarde. Cuando llegué al punto de la historia en que mis emociones le ganaron a mi difunta hombría, los centenares de sentimientos contradictorios volvieron a desbordarme.
—Necesito verte, Deb —sollocé—. Necesito estar con ustedes, por favor. Déjenme ir y... Por favor, no quiero estar solo. Sé que no tengo derecho, que me porté terrible con todo el mundo, pero... Ya no hay nada para mí en California. Quiero estar en Nueva York con Neville y contigo. Quiero estar con... —Me detuve ante la intimidante presencia del nombre que no podía mencionar.
Debra hizo «mmm...» antes de responder.
—Sí, es cierto. Fuiste un poco cruel...
—Solo un poco —sonreí, captando su tono de broma.
—Mucho.
—Está bien, mucho.
—Hablaré con Neville.
Dos semanas después, luegode alertar al portero del edificio sobre mi ausencia indefinida y dejarle datosde contacto, tomé el primer avión hacia la ciudad de la libertad.
CONTINUARÁ...
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top