Capítulo 6
Hollywood, 1959.
Nunca había sentido tanto asco como durante ese viaje.
A la izquierda y a la derecha, las mansiones de los millonarios cuyos nombres siempre sonaban en la televisión se alzaban, tragándose una porción del azul del cielo. Pintadas de alegres tonos pastel, presumían sus ventanales donde el polvo tenía miedo a posarse y su césped reciente cortado, reluciente bajo el sol de mediodía.
El aroma oceánico tenía un deje de domesticidad forzada, como si en cada casa hubiese una sirvienta cuya única tarea consistía en hornear una tarta y colocarla en el marco de la ventana, para que su perfume diera una sensación de hogar. El único sonido era el suave vaivén de las palmeras y un ocasional coche último modelo adelantándome.
Era insultante. Todas esas estrellas querían hacernos creer que eran iguales a nosotros, que educaban a sus hijos y regaban sus plantas, cuando en realidad le pagaban a esclavos para que lo hicieran por ellos. Luego salían en las películas, salvando al mundo o salvando un caso, escapando de un asesino o de un matrimonio sin amor, y los demás los admirábamos tan ciegamente, que no podría culparlos si se rieran a costa nuestra.
Sin embargo, el destino no era tan cruel como parecía. En pocos minutos habría salido de esa espantosa zona residencial y estaría entrando a un distrito de hoteles lujosos, para estacionarme frente al imponente Fishguard Hotel, donde Maureen estaba hospedándose.
Las dos semanas anteriores habían sido un infierno. Recuerdo que la primera noche, llegué a casa y la propiedad me pareció tan vacía y abandonada que a la hora de cenar, ordené comida hecha y puse tres porciones sobre la mesa de la cocina. Por supuesto, tuve que comerlas todas, pues no había nadie más para hacerlo, pero traté de imaginar que las otras dos eran para Maureen y el hijo que no podíamos tener.
Cuando me metí en la cama, un dolor de estómago pesadillesco me asaltó. Pasé horas retorciéndome con los brazos alrededor del abdomen, mirando el reloj sobre la mesa de luz y lamentándome por el poco tiempo que tendría para descansar si no me dormía cuanto antes.
No estaba bien y mis compañeros de trabajo lo sabían. Lonnie Parrish, desde su lado del mostrador, pasaba ratos eternos mirándome, preocupado.
—No luces saludable —respondió cuando le pregunté qué ocurría—. Estás pálido y ojeroso.
—Así me veo siempre. —Me encogí de hombros. Estaba cansado al punto que mi lengua se movía con dificultad cuando hablaba.
—Me refiero a más de lo normal. ¿Seguro que no estás enfermo?
Suspiré.
—Maureen está rodando una película en Hollywood. ¿Te lo había contado?
—Sí. —Su rostro bronceado adquirió una expresión más jovial—. Felicitaciones. Joanne siempre dijo que tenía madera de actriz.
—Pues no tanta, para ser honesto. En el estudio le exigen mucho. Cuando no está rodando, tiene que tomar clases intensivas de actuación, y apenas tiene tiempo de llamar.
—Cielos, ¿de veras la dejaste ir sola a Hollywood?
—No, fue con su mejor amiga. Debra está con ella todo el santo día. No hay de qué preocuparse.
Lonnie movió la cabeza mientras seguía contando el dinero de la caja registradora.
—Pues a mí no se me ocurriría permitir que Joanne se fuera así.
Me tragué cualquier contestación porque sabía que Lonnie estaba en lo cierto. No debí haber dejado que Maureen se marchase, no sin mí. Y recordé que ella me había pedido que la acompañase y la rechacé. Ahora, triste y agotado, me arrepentía de no haber mandado todo al demonio para estar con mi esposa.
Los primeros días, el señor Richardson permitió que hiciese solo medio horario. Desde luego que no le interesaba mi estado de salud; solo temía correr algún riesgo legal si me desmayaba dentro de su local. Aun así, agradecía su fingida piedad.
Cuando el tiempo pasó, dejó de regalarme jornadas y me ordenó que fuese al médico.
Mi doctor dijo que estaba cerca de caer en depresión, por lo que me recomendó una serie de medicamentos y me aconsejó hacer cosas que disfrutase.
—No hay cosas que realmente disfrute —le expliqué, avergonzado.
Sus cejas de rottweiler se alzaron y su mano dejó de rellenar el papeleo que yacía sobre el escritorio.
—Algo debe haber, señor Shipman —quiso animarme—. Piense en ello y seguro encontrará un pasatiempo pronto.
Así fue cómo volví al arte. Dibujé pájaros y árboles e incluso a un gato chistoso que a veces caminaba por la verja de la casa. Pero, sobre todo, dibujaba a Maureen.
Finalmente era el gran día, y eso me reconfortó mientras el coche iba trepándose a la rotonda del Fishguard Hotel.
Se trataba de un majestuoso pastel colonial. Sus ventanas, su césped y su altura me recordaron a las mansiones que hacía poco tiempo había dejado atrás. Absorto ante la belleza y enormidad del edificio, atravesé su puerta giratoria y me encontré con un vestíbulo todavía más impresionante.
Eran las doce y media; Maureen me había pedido que la esperara en el hall para que fuéramos juntos a almorzar. Dispuesto a obedecer, tomé una revista y me senté en uno de los elegantes sillones. Estaba admirando el fresco que decoraba la bóveda —una escena celestial digna de la Capilla Sixtina— cuando oí el aullido del ascensor llegando a la planta baja, y de inmediato supe que era ella.
Debra fue la primera en salir. Estaba en su punto máximo, con gafas oscuras, una capelina a juego con su vestido de verano y un pañuelo en torno al cuello. Solo por su indumentaria, un extranjero la habría tomado por estrella de cine.
Aferrada tímidamente a su brazo, Maureen daba la impresión de aún no haber asimilado la magnificencia del hotel. Seguía mirando el entorno, con los labios entreabiertos y los ojos agigantados, y yo me maravillé de lo mucho que nos parecíamos. No cabía duda de que éramos almas gemelas.
Al cabo de unos segundos, entendí que no estaba azorada por el paisaje, sino que estaba buscándome a mí. Cuando abandoné la revista y me puse de pie, sus pupilas me alcanzaron como si tuviesen integrado un censor de movimiento.
—¡Gordon! —exclamó, dejando atrás a su amiga y corriendo a mis brazos.
Estuvimos muy cerca de caer al suelo cuando la alcé en el aire y la hice dar vueltas. La emoción de volver a tenerla conmigo superaba con creces mi racionalidad. Sabía que dos semanas no eran suficiente para extrañar tanto a alguien, que íbamos a pasar meses separados, pero nada se comparaba con su presencia física. Sentir el peso de su cuerpo, la agitación exacerbada de su respiración, los temblores de su voz, era más real que cualquiera de nuestras noches juntos.
Yo no podía decidirme entre reír, llorar o besarla hasta hartarme. Quería hacerlo y, simultáneamente, quería evitarlo, no porque temiese que si la tocaba me despertaría y descubriría que había sido un sueño, sino porque un contacto tan directo en mi estado me habría hecho desfallecer.
Ahí fue cuando sucedió algo que me sacó del idilio. Como víctima de una epifanía traumática, la dejé caer suavemente y sus pies tocaron las baldosas cristalinas. Solté su cintura y me alejé unos centímetros. Y la observé. La observé durante unos instantes eternos, sorprendido, mientras ella me miraba del mismo modo, buscando alguna respuesta detrás de mis gafas.
—¿Qué ocurre, Gordie?
¿Cómo podría haberle contestado, si ni yo sabía lo que ocurría? En apariencia, era mi Maureen. Hermosa, lozana, inocente y brillante. No había cambiado. Su piel seguía siendo blanca, sus ojos seguían siendo verdes y su pelo seguía...
Era eso. Su pelo era el problema. Vacilante, solté:
—Hueles diferente.
Maureen arrugó su naricita, tan confundida como yo. Hasta el día de hoy, no encuentro palabras para describir lo que sentí al inhalar el aroma de su cabello. Había cambiado de champú; ya no usaba el que teníamos en casa. Probablemente el hotel la proveía de una fórmula especial y para nada barata, con una mezcla deliciosa de perfumes cítricos y florales, que hacía el rubio más semejante al oro y las ondas más sumisas. Pero a mí solo me generaba un rechazo profundo.
—Hueles a Hollywood.
Entonces Debra se unió a nosotros, me saludó y la cordialidad y el humor forzados hicieron que el episodio se sumergiera en el olvido.
—Pasemos por el estudio primero —dijo Maureen—. Russ almuerza con nosotros.
—Al fin voy a conocer a Russell Weatherby —sonreí, no tan emocionado.
—Es encantador —suspiró Debra—. Me llevarán también, ¿cierto?
—Por supuesto —replicó su amiga y luego se dirigió a mí—: deja el coche aquí, nos llamarán a un taxi.
Cuando el taxi arribó, los tres partimos hacia el estudio.
-o-o-o-
El set de filmación no superó mis expectativas. La gente suele hacerse imágenes mentales sobre la elaboración de las películas, y cuando presencian el hecho en la vida real, tienden a impresionarse mucho. En lo personal, todo fue exactamente como esperaba que fuera, aunque no por eso menos ostentoso. Cámaras colosales, una mesa de bocadillos, gente corriendo de aquí para allá y la oficina de un alto cargo del ejército con dos paredes faltantes.
La mirada de Maureen examinó la sala, tratando de dar con un rostro conocido. Todos los empleados sabían quién era y la saludaban, pero ella estaba tan centrada en su tarea que apenas correspondía con una amable mano que se levantaba y bajaba una y otra vez.
—¿No está aquí? —pregunté.
Me ignoró durante unos segundos hasta que sus facciones demostraron alegría controlada, como si acabasen de darle una sorpresa maravillosa sobre una cuestión que no le quitaba el sueño.
—Ahí está. —Señaló hacia delante.
Siguiendo la indicación de su dedo, alcancé a ver a dos hombres que mantenían una agitada conversación. Por la forma en que estaban ubicados, solo podía ver la cara de uno de ellos, quien de ningún modo podía ser Russell, pues se trataba de un cuarentón bastante demacrado sosteniendo un portafolio.
El otro, un sujeto alto con zapatos rojos y el cabello negro, nos daba la espalda. Recordé que en una revista de actualidades y cursilerías que había hojeado para divertirme, había una sección de curiosidades sobre él donde decían que medía un metro ochenta y dos. De hecho, viéndolo en persona y a una distancia considerable, parecía un par de centímetros por encima de esa marca.
Esperamos pacientemente a que se desocupase. Unos minutos después, el hombre con quien charlaba descubrió nuestro interés y le hizo un comentario que no logramos oír, apuntando hacia nosotros.
Él se dio la vuelta, con las cejas levantadas y los ojos oscuros corriendo en todas direcciones, igual que los de un cachorro perdido. Tenía las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y era de esas personas que, cuando quieren hallar una cosa, la buscan con todo el cuerpo. Observando su parsimonia y desconcierto a la hora de moverse, supe qué era lo que tantas mujeres encontraban atractivo en él. A pesar de no tener un físico similar al de la mayoría de los galanes, debía despertar alguna clase de instinto maternal.
Maureen le llamó la atención volviendo a alzar la mano, esta vez con mayor efusividad, y él caminó a paso seguro hacia donde estábamos parados. Usaba una cantidad excesiva de una colonia deliciosa, y pensé que, en una habitación oscura, podría distinguírselo entre cientos de personas solo por su olor.
—Hola —dijo Russell.
Su voz era entre grave y mundana. Se le notaba capaz de volver loca a una mujer solo con esa herramienta, pero también era evidente que no había nadie en la sala a quien le apeteciera desnudar. El tono que usaba acompañado con la forma en que seguía inspeccionando el estudio con aire distraído, transmitía su falta de interés en hablarnos. Aun así, expulsaba un magnetismo tan poderoso, que nos hacía sentir las tres personas más importantes sobre la Tierra.
Tocó su mejilla con la de Maureen de manera impersonal. Era alguien respetuoso, eso estaba claro.
Sin poder contenerse por mucho tiempo, Debra se abalanzó a abrazarle, tal y como mi esposa lo había hecho conmigo hacía un rato. Él, queriendo evitar ser brusco, me observó por encima de su hombro con una expresión que gritaba «¡ayuda!».
Tuvo que desprenderse manualmente, aunque seguía intentando hacerlo con la menor rudeza posible. Si bien Debra no entendió eso, lo liberó, y Maureen puso su brazo alrededor del de ella con el fin de controlarla mejor de ahora en adelante.
Pasado el incidente, Russell pudo enfocarse en mí.
—Es un gusto —soltó, obsequiándome un protocolar apretón de manos.
Nunca había conocido a alguien tan cálido en el sentido literal. Su piel estaba ardiendo, a pesar de que la temperatura allí dentro era agradable. Aquella característica no me sacudió tanto como la repentina y profunda concentración que su mirada color chocolate pareció adquirir.
Solo me rozó por un segundo antes de perderse en su abstracción habitual y, no obstante, daba la sensación de que el más mínimo acontecimiento en mi vida pudo haber provocado un cambio crucial en su mundo.
—El gusto es mío. Gordon Shipman —dije yo, ignorando que él no me había dicho su nombre, quizás asumiendo que ya todos lo sabían.
El apretón de manos se quebró y la suya volvió al bolsillo del que había salido.
—¿Nos vamos? —propuso, sin mirar a nadie en particular, absorto en su inspección de objetos indefinidos que flotaban más allá de nosotros.
—Vámonos —coincidió Maureen.
Así salimos del set.
Mientras esperábamos a que nuestro taxi apareciera, no podía dejar de contemplar a Russell. Tenía el ceño sutilmente fruncido, no por enfado, sino por ensimismamiento. Él siempre aparentaba estar ensimismado en temas ajenos a los demás. Sus pupilas atravesaban el infinito, como una de las clásicas imágenes de los próceres, medio posando y medio atentos a otros problemas que nada tenían que ver con ser inmortalizados en un retrato.
Había un misticismo extraño en él y recordando ese día, me lamento de haber reparado tanto en ello.
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