Capítulo 58
San Francisco, 2001.
No hubo rastro de triunfo en mi expresión cuando volví a presentarme como Gordon Shipman ante los guardias de Russell y tuvieron que dejarme pasar. Estaba tan nervioso que no hubiese podido demostrar dignidad aunque no la hubiese perdido hacía años.
La casa estilo townhouse contaba con una distribución que producía un efecto extraño: por dentro, parecía amplia y angosta al mismo tiempo. Los tonos tierra y oro de la decoración le daban un aspecto de otra época, acentuado por el papel tapiz con diseños florales. Los cuatro tramos de escalera hacia el tercer piso se me hicieron eternos, y un escalofrío me recorrió al pensar que estuve a punto de trepar hasta semejante altura por una frágil escalera de metal.
Miré por la ventana cuando Caddison me pidió que esperase mientras le preguntaba a Russell si estaba listo para recibirme. El transcurso de un año había evaporado a los fanáticos que alguna vez invadieron su calle, ansiosos de hacerle llegar su amor. Después de tantas risas y lágrimas, todos lo abandonaron. La rotación de la Tierra no se detiene por nadie y yo era el único dispuesto a pasar tantas décadas en pausa.
—El señor Weatherby está listo, señor Shipman —anunció Caddison, saliendo del dormitorio.
Pasé a su lado sin darle las gracias, sombrero contra el pecho, y abrí la puerta. La habitación tenía forma de ele, con un espacio que simulaba un pequeño recibidor, así que no podría verlo hasta dar vuelta a la esquina. Un leve cambio en su respiración indicó que sabía que estaba allí.
Cerré los ojos e inspiré profundo. Esta era la culminación de una eternidad de sufrimiento. La verdadera. ¿Qué iría a decirme? A lo mejor ni hablaríamos. A lo mejor caeríamos uno en los brazos del otro y la promesa de pasar el resto de sus días juntos quedaría implícita. Fuera como fuera, no podría estar seguro hasta dar esos pasos que me llevarían de regreso al lugar del que nunca quise irme.
Caminé despacio, bebiéndome el ambiente cálido y perezoso de su recamara. Me detuve frente a la cama y di media vuelta, mis rodillas rozando el armazón de hierro. Y lo vi, primero como un borrón, luego más definido y finalmente con una nitidez tal que creí que mis ojos estaban curados.
Russell yacía inerte entre mullidas mantas color caramelo, su cabeza flotando sobre una pila de almohadas. Estaba irreconocible, consumido por completo. El cáncer le había robado suavidad e inteligencia a sus facciones, arrinconándole la piel contra los huesos y reduciéndolo a una pasa arrugada. Las manos, unidas sobre el estómago, lucían tan enflaquecidas como su rostro, y bajo las mangas de su suéter, se insinuaban unos brazos cuyas venas parecían al borde de reventar.
Tenía la esperanza de encontrar en sus ojos una pista de la vivacidad ya perdida, un chispazo de humor, de ingenio, de lo que fuese. Pero solo hallé dos pozos tristes, amoratados, de los que alguna vez había catado el chocolate más amargo y delicioso.
Cuánto anhelaba derretirme como en ese primer encuentro. Que su presencia volviera a producir un choque dentro de mí, que mis músculos se pusieran rígidos y se me olvidara soltar el aire. Cómo deseaba poder decir que lo nuestro no había sido físico, que el haberlo conocido en su mejor momento no fue más que una afortunada coincidencia, que seguía enamorado de él y que nada me importaba.
Sin embargo, la realidad era otra. Al verlo así, diminuto y expectante con una débil sonrisa, lo que sentía estaba más cerca de lo que sentí a los cinco años, cuando mis padres me llevaron a visitar a mi abuela moribunda, o cuando me alzaron para verla dentro del ataúd en su funeral. Porque el intenso amor que creía profesarle era ya apenas un eco tenue en el fondo de mi alma, como las memorias felices de haber jugado con mi abuela a los dos años, que a los cinco estaban prácticamente extintas. Ahora solo quedaba la compasión que inspiran los enfermos terminales, sin que resulte relevante quiénes sean.
Quizás para Maureen hubiera sido diferente. Quizás ella sí habría experimentado esa punzada de amor incondicional al verlo, estuviese como estuviese. Pero su historia con él era distinta. Ella pasó años despertando a su lado, recorriendo el mundo juntos, compartiendo risas casuales mientras desayunaban y charlas sobre qué cenar o con la familia de quién celebrar las fiestas. Yo solo había llenado sus horas muertas de orgasmos vacíos.
Mirando a ese hombre arruinado por causas que ni siquiera un dios como él podía controlar, lo odié por negarme lo que le había concedido a Maureen, y me odié a mí mismo por no poder odiarlo, pues la lástima no dejaba espacio para el resentimiento. Mirando a ese hombre, me di cuenta de que pasé décadas enamorado de una persona que no existía, de un recuerdo, un espejismo.
—Hola, Gordon.
Su voz. Su voz rota y desganada, aun con ese deje de ironía, no tenía poder sobre mí. Rememoré la convicción con la que soltaba discursos en los cincuenta y sesenta y me pregunté si podría pronunciar más de diez palabras sin cansarse.
—Hola —respondí—. Ha pasado tiempo.
—Lo sé.
Ninguno dijo nada más hasta que su sonrisa empezó a temblar. Una humedad enrojecedora inundó sus ojos y creí que lo vería llorar, mas consiguió frenarla antes de que se desbordara, tragando saliva. En su mirada se encendió la culpa.
—Perdóname —me suplicó—. Gordon, perdóname. No... no quería mirarte a la cara. No hubiese podido. Me dije: ¿qué daño puede hacerle negarlo por última vez?
Dejé el sombrero sobre la cómoda y me acerqué a su lado, tomando asiento en una silla que alguien había dispuesto junto a la cama.
—Tranquilo, Russ, eso está en el pasado —mentí con ternura, pensando que para qué ensombrecerle la conciencia a un viejo en plena cuenta regresiva—. Solo dime... ¿por qué ahora?
Russell hizo uso de toda su fuerza para pasarse la mano por el rostro.
—Porque ya no lo soporto más. La única razón por la que puedo dormir son las malditas drogas. Si fuera por... —Un suspiro lo interrumpió mientras su mano caía—. ¿Recuerdas cuando me sentía intocable? ¿Cuando decía lo que me apetecía y jamás pedía perdón por nada? ¿Cómo pude sentarme ante esas cámaras y declararle mi amor a Maureen? ¿Cómo... cómo pude hacerle tanto daño a dos personas que me amaban?
—Yo también hice daño a personas que me amaban —medité—. Es inevitable.
—¿Inevitable? ¿Inevitable, Gordon? ¿Nunca tuvimos la oportunidad de evitarlo?
Cerré los ojos y le apreté la mano, batallando contra las lágrimas.
—La última vez que Maureen estuvo por aquí... —prosiguió—. Le confesé la verdad.
—¿La verdad?
—Que soy... homosexual. Usé la palabra.
—Oh.
—Es gracioso, ¿no? Todo este asunto de las palabras. Cómo todo... tiene un nombre. —Contempló el techo por un instante y siguió hablando—: Tiempo atrás conocí a una chica. Una jovencita. Y ella también tenía una palabra. Me contó que era... asexual. Asexual, ¿entiendes? Que no siente atracción sexual.
—Entiendo.
Russell resopló, aunque la sonrisa había regresado.
—He estado pensando que... que a lo mejor hay otra palabra para mí, ¿sabes? Lo mismo pero... con eso del amor. Debe existir, supongo. Sé que yo existo.
—Sí, Russell —sonreí también—. Existimos. Yo... creo que también encontré mi palabra. No sé si algún día estaré listo para decirla en voz alta, pero está ahí.
—Y no te imaginas cuánto me alegra saber eso. —Soltó una risa que fue más bien un carraspeo—. Al parecer no éramos tan raros, ¿eh?
Me llevé su mano a la boca y le di un beso.
—Fue un honor ser raro contigo, RussellWeatherby.
-o-o-o-
Mi mudanza a la casa de Russell fue rápida y casual. Nunca trasladé mis cosas desde el apartamento, pero pasaba más tiempo allí que en mi propio hogar, que en el fondo nunca había sido un hogar en lo absoluto.
Pese a tener una habitación, acostumbraba a dormir en la de Russell, postrado en aquella silla, nuestros dedos entrelazados. Su enfermera le administraba los calmantes y él luchaba por mantenerse despierto charlando conmigo sobre cualquier tontería, mas siempre había un punto en que la medicación y el agotamiento le ganaban. Aun así, por lo general era el primero en despertarse, y qué hermoso era toparme con la imagen de él viviendo un día más cada vez que abría los ojos.
Con el tiempo y por motivos que escapaban a nuestra comprensión, comencé a tomar más y más responsabilidad sobre su vida. Mi formación como farmacéutico me permitía suministrarle ciertas inyecciones y sueros, y la independencia que mi estatus de divorciado me forzó a desarrollar facilitaba que me encargase de algunas tareas domésticas. De repente el único personal de Russell además de sus guardaespaldas era una mucama que venía los viernes y un médico que lo visitaba cada dos tardes para comprobar que estuviese bien.
Inexplicablemente, parecía mejorar. Se le veía más despierto, con más energía. Al cabo de unos meses abandonó el suero y pudo salir de la cama, aunque fuese solo en silla de ruedas. Hacía chistes y escuchaba música y resolvía crucigramas. Los doctores sostenían que, si se le sometía a un nuevo tratamiento, la enfermedad tenía grandes probabilidades de ceder. Pese a ello, él se oponía a cualquier prolongación de sus días.
No necesitaba curarse y vivir quince años más. Se sentía de maravilla para lo que era su salud y cuando el mal acabara con él, estaría listo para marcharse.
Cada noche, antes de quedarme dormido, me esforzaba por imaginar el futuro que habría soñado para nosotros de haberse frenado su cáncer, o si tan solo aquel repentino bienestar pudiese durar algunos años. Me esforzaba por imaginarnos viajando, bailando al ritmo de viejas canciones, haciéndonos el amor de nuevo. Me esforzaba por sentir la misma emoción que había sentido hacía poco más de un año. Y no... nada.
No obstante, me alegraba de poder compartir nuestro presente. Los escasos empleados de Russell me apreciaban y respetaban, felices de referirse a mí como «el amigo del señor Weatherby», a pesar de que mi reciente adición como el mayor beneficiado en su testamento debía hacerlos sospechar que no éramos simples amigos. Irónico, porque por fin podía decir que en verdad lo éramos.
Los meses siguieron pasando y Russell se carcajeaba con cada vez menos toses; caminar ya no era una misión imposible, solo una que prefería no cumplir. Una tarde, mientras le acomodaba las almohadas para mirar nuestro programa favorito, me percaté de que mi propia vida se había reducido a aquella habitación, por mucha libertad de irme que tuviese. Recordé a la vibrante Nueva York, las conversaciones interminables con Debra, los debates triviales sobre la pizza con los amigos de Clark, lo bien que nos la pasábamos juntos. Y pensé... ¿realmente dejé a Clark por esto?
—Oye, Gordon —murmuró Russell, sacándome de mi epifanía.
—¿Sí? —pregunté, sobresaltado.
—Se acerca la... la fecha de la promesa, ¿no es así?
—¿Qué promesa?
Hizo un movimiento de cabeza como esperando a que lo entendiese. Y lo entendí. Un nudo se me formó en la garganta.
—¿Luego de tanto tiempo?
—Se lo prometí.
—¿Y qué vas a hacer cuando Eugene no aparezca?
—¿Y qué voy a hacer si yo no aparezco?
—Russell...
—No me duele. No lo amo. Pero... quisiera volver a verlo y decirle la verdad. Que no soy un niño que no terminó de crecer, que no soy un monstruo, que... que tengo una palabra.
Suspiré y me dejé caer a su lado, cerciorándome de no lastimarle.
—Hay otra forma de decírselo, Russell. Una forma de que, en caso de que siga vivo, pueda escucharlo sin duda alguna.
—¿Cuál?
—Sabes cuál es. Ya fuiste honesto con Maureen, ya fuiste honesto conmigo, ¿qué es lo peor que puede pasar? Todos tus empleados piensan que estamos juntos y ellos te protegerán de cualquier ataque. No tienes nada que perder. ¿Por qué no puedes ser honesto con el resto del mundo?
Russell suspiró y me miró con ojos vidriosos.
—Porque no puedo hacerles esto.
—¿A quiénes?
—A todos los demás.
Lo animé a explicarse.
—Gordon, incluso hoy los tratan como si fueran fenómenos. Los echan de sus casas, de sus trabajos. Los llaman degenerados, dicen que no pueden amar, que solo les importan sus «perversiones sexuales.» ¿De qué les serviría tenerme en sus filas? Yo, que pasé años casado con una mujer a quien no quería, que le rompí el corazón, que le destrocé la vida, que la traicioné hasta el cansancio no por amor, sino por... Yo que jamás fui capaz de enamorarme de nadie... ¿A quién voy a ayudar siendo todo de lo que se les acusa?
En medio de las ganas de llorar que por alguna razón me habían asaltado, tuve que reírme.
—Russ, ¿qué clase de pregunta es esa? ¿Cómo que a quién vas a ayudar? —Posé mi mano sobre la suya—. Vas a ayudar a los que tuvieron que pasar años casados con mujeres a quienes no querían, a veces traicionándolas, a veces rompiéndoles el corazón. A los que nunca se enamoraron de nadie. A los que no sabe cómo refutar esas acusaciones, porque ellos también son algo a lo que no pueden ponerle nombre.
Russell recargó la cabeza en mi hombro.
—Tú mismo lo dijiste: no somos tan raros. Hay cientos como tú y hay cientos como yo, solo que no pueden decirlo, por miedo a perder sus casas y sus trabajos. Por miedo a que los llamen todas esas cosas terribles. Están ahí, en alguna parte, esperando que alguien sea lo bastante valiente para hablar. Alguien cuya voz sea tan poderosa que no pueda ser ignorada. Y creo que ese alguien eres tú.
»No pretendo presionarte a hacer algo que no quieras. Llévate el secreto a la tumba si eso te permite irte en paz. Pero no te calles por miedo a cómo tu verdad afecte a las verdades de otros. Demuestra que hay tantas verdades como personas en la Tierra. Tú siempre has sido un predicador de la verdad. Te volviste contra gente que parecía intocable sin acobardarte nunca, cuando aún podían arruinarte.
»El Russell que quería renunciar a Esclavos de la vergüenza por el mensaje que dejaba sigue ahí. El que se enfrentó a la prensa, el que nunca les consintió hacer con él lo que se les antojara. El que no toleraba una sola injusticia. No ha muerto. Quizás lo olvidaste por temor a las consecuencias, tanto para ti como para Maureen, pero por dentro... por dentro nunca dejaste de ser ese Russell. Y confío en que, sin importar si sales del armario públicamente o no, lo mantendrás con vida hasta el último segundo.
Al comprobar que se estaba haciendo tarde, me levanté de la cama y me dispuse a ir al baño para ponerme la ropa de dormir. Mientras caminaba hacia la puerta, Russell por fin habló.
—Ya no estás enamorado de mí, ¿cierto?
Me congelé en el lugar. Cuando me volví hacia él, su mirada estaba fija en la mía, aunque no se le veía atormentado.
—Estás enamorado de ese hombre, el cantante... Clark Osborne...
El nombre de Clark en su boca me petrificó aún más.
—Vi esa entrevista en la que te mencionaba, escuché un par de sus canciones... Gordon, estás enamorado de él, ¿no es así?
Ahí estaba. El chispazo, el vuelco en el estómago, la reacción que debí haber tenido la mañana en que vi a Russell por primera vez después de nuestra separación.
Todo me vino a la mente en apenas un segundo. La imagen de Clark bailando en aquel club de mala muerte, esa charla esperando a la grúa, las charlas que le siguieron, el abrazo que me dio en su cumpleaños, su cabeza en mi hombro, la música, los besos, las marcas en sus brazos.
Me concentré en recordar cómo me sentí al verlo cantar en el pub de Arthur Bender, la espantosa sensación que despertó en mí su decadencia y cómo se fue transformando en orgullo a medida que descubría los cambios que había hecho, y me cuestioné si habría un rastro de amor en esa lástima, en esa culpa.
No sé si tuve el valor de pronunciar un «sí» o solo lo pensé con la fuerza suficiente para que Russell lo oyera. De repente me estaba sonriendo.
—Él también te ama. Cualquiera se daría cuenta... ¿Por qué no estás con él?
—Porque no puedo.
—Claro que puedes. Gordon, recibirás la herencia hagas lo que hagas. Quiero que te quedes con mis cosas, no es una recompensa por ser mi enfermero.
—No lo hago por la herencia. —Empecé a llorar—. Russ, lo hago porque... lo hago porque te lo prometí. Prometí que te amaría hasta la muerte.
Una pequeña risa brotó de sus labios resecos.
—No puedes amar a alguien solo porque se verá mejor en tu biografía.
Al día siguiente, me puse en contacto con Debrapara pedirle un último favor.
-o-o-o-
—Así que eres amigo de Russ —dijo Eugene Frannagan Pratt, encendiéndose su tercer cigarrillo en lo que iba de la cita.
—Podría decirse que sí —respondí, rechazando una nueva oferta de convidarme.
El señor Pratt exhaló un poco de humo y se rascó la barba incipiente y canosa. Debo reconocer que, más allá de nuestra edad y mis preferencias personales, era un caballero atractivo. Creo que la palabra más indicada sería carismático, magnético, la clase de hombre que podría gustarle a Russell. Los años parecían no haber pasado para él, salvo por unas cuántas arrugas y el color blanco de su pelo. Seguía usando suéteres cuello de tortuga y gafas de sol en interiores.
—¿Y cómo está el hijo de puta? —quiso saber. Su tono no mostraba rencor, sino más bien una suerte de cariño sardónico.
—Depende de si cree en los pronósticos médicos o no. El cáncer sigue avanzando, pero de ánimo podría correrse una maratón.
—Sí, típico Russ.
Asentí, dándole un sorbo a mi café.
—¿Fue su esposa la que me atendió cuando llamé?
—Ah, no, Jenny se nos fue hace casi ocho años, tristemente. —La tristeza no duró más de dos segundos—. Era mi hija. Una de mis hijas. La más pequeña. Tuvimos tres.
—Ya veo.
—Se llama Journey. Ella... me aconsejó no venir. Conoce la historia, nunca le inculcamos tabúes sobre... ya sabes. Y me dijo: «papá, si vas a ver a ese hombre, la vas a pasar muy mal.» Puede que tuviera razón.
—Pero vino de todas formas —le recordé.
—Sí, debes pensar que soy un idiota.
—No. En realidad pienso que... lo comprendo.
Aplastó el cigarrillo en el cenicero y se frustró al no encontrar otro dentro de su bolsillo.
—Pensé mucho en él todos estos años. No es una persona que se olvide fácilmente.
—Lo sé.
—Vi todas sus películas una infinidad de veces. Tengo algunas en VHS, pero no puedo hacer que esa puta máquina funcione. Casi me caigo del sofá partiéndome de la risa cuando lo escuché decir que estaba enamorado de esa actriz. ¡Y cuando se divorciaron! En la cara de ella se notaba que él la había hecho mierda. Pobre niña...
—¿Por qué nunca acudió a las reuniones en Venice Beach, si aún lo amaba?
—Porque... ¿Gordon, cierto? Gordon, yo ya había empezado una nueva vida. Si el gran Russell Weatherby decidía aparecerse por ahí, ¿qué iba a hacer? ¿Correr a sus brazos? ¿Abandonar a mi familia para chuparle la polla a un tipo que ni siquiera podía decir que me amaba?
—¿Entonces debió haber fingido que sí para mantenerlo a su lado? —le espeté, harto de sus recriminaciones que para él debían tener sentido, pero a mí me sacaban de mis casillas—. ¿Hubiera sido mejor si se resignaba a vivir una mentira? Ambos sabemos que Russell no es así.
El señor Pratt no estaba impresionado por mi tono o mis palabras.
—Ah, no soy la única víctima...
—¡Deje de hablar de él como si fuera un monstruo! —La furia me venció—. ¿Qué le hizo que fue tan grave? ¿Ser honesto? ¿Confesar que no podía corresponder sus sentimientos? Hubiera sido fácil para él decirle que también lo amaba, a mí me lo dijo mil veces sin sentirlo jamás, pero no quería hacerle eso. Disfrutó de su tiempo juntos como pudo, como mejor le salía, y se retiró cuando supo que necesitaba algo que él no era capaz de ofrecer. Desde mi punto de vista, eso lo hace mucho más maduro que usted. Y sin embargo, se las arregló para convencerlo de que era un niño, de que estaba mal, de que tenía que ser arreglado.
»Russell no es perfecto y yo soy el primero en admitirlo. Ha cometido cientos de errores, muchos de los cuales tienen que ver con no haber sido sincero. Pero siempre fue sincero con usted y... él cree que ese es el mayor error que ha cometido.
Pratt se quitó las gafas. No alcancé a ver sus ojos, pues bajó la vista, mas el temblor de sus manos hablaba por ellos.
—No se imagina cuánto desearía que Russell lo olvidara, pero su última voluntad es despedirse y contarle toda la verdad. Aunque yo opine que no se la merece, no voy a privarlo de ese deseo.
Miré por la ventana del bar hacia la casa de Russell, alzándose entre las otras edificaciones bajo el cielo nublado. Me volví hacia Pratt.
—¿Está listo para oírlo?
Él se colocó los anteojos de nuevo y asintió.
-o-o-o-
Le pedí que esperara en el pasillo mientras yo entraba en la habitación. Aceptó con cierta desconfianza. Cuando abrí la puerta, Russell se alegró de recibirme.
—Hay alguien que quiere hablar contigo.
—Gordon, sabes que no me gustan las visitas inesperadas.
—Te gustará esta. —Me giré hacia la entrada—. Puede pasar.
Pratt ingresó al cuarto a paso lento e inseguro, como si el hombre sarcástico y sin complejos se hubiese quedado en el bar. Desde la cama y con más de cuatro décadas de por medio, a Russell le tomó unos segundos darse cuenta de quién era.
—Vaya, pero si es el mismísimo Cary Grant en persona —sonrió Pratt.
Me dolió ver el cambio en su rostro. No como me hubiera dolido si aún lo amase, sino como le duele a uno ver a un ser querido dándose cabezazos contra la pared. Las cejas se levantaron, la mandíbula cayó y poco a poco fue recobrando algo de aquella vivacidad perdida que la más milagrosa de las recuperaciones no podía traer de vuelta. Si alguien me hubiera dicho que Russell acababa de cumplir veinte años, no me habría cabido duda alguna.
—Eugene... ¿Qué...? ¿Qué haces aquí?
—Tu amigo me invitó.
—Le pedí a Debra que lo localizara —expliqué—. No fue sencillo, pero nada es imposible para ella. Al parecer está orgullosa de mí.
—Debería estarlo —confirmó Russell—. Eugene, acércate, por favor.
Pratt se aproximó e inclinó sobre él, dejando que los dedos huesudos le recorriesen la mejilla.
—No has cambiado en nada. Sigues siendo el mismo beatnik asqueroso y sin oficio.
—Y tú sigues siendo el mismo galán de cine petulante. Aunque sí he cambiado un poco. —Se sentó en la silla donde acostumbraba a sentarme yo y sacó una fotografía de su billetera—. Mira, estas son mis hijas. Enid, Opal y Journey.
—¿Qué clase de nombres son esos? —se burló Russell, chasqueando la lengua.
—Oh, perdone usted. ¿Y qué nombres les habrías puesto tú? ¿Marilyn? ¿Bette Davis?
Russell echó la cabeza hacia atrás, carcajeándose.
—¿Alguna es de Jenny?
—Las tres. Opal sacó su pelo, ¿ves? Nosotros... estuvimos juntos hasta el día en que partió.
—¿Jenny está muerta?
—Desde hace ocho años. También el maldito cáncer. Ya lo estoy superando, de todas formas. Sé que está en algún lugar.
Mi amigo torció la boca, la incredulidad ganándole a su empatía.
—Fui a Venice Beach —le confesó—. Varias veces. Planeaba volver este año, pero Gordon me convenció de que no lo hiciera. Ahora veo que esto era lo que planeaba...
—Así es.
Los dos me miraron y yo no supe qué hacer. Había llegado el momento de marcharme. Mi misión allí estaba cumplida. Sin embargo, ellos parecían ignorar cómo continuar en mi ausencia. Temía que, si me retiraba, la charla se desviaría hacia terrenos banales y Russell no podría concretar el deseo que le había movido por años.
—Gordon, ¿te quedas a cenar?
Solo entonces estuve seguro de que se las arreglaría sin mí.
—Vuelvo a Nueva York, Russ —repliqué—. Cuanto antes. Mi vida está allá, con la gente a la que amo.
Esto dio la impresión de alegrarlo honestamente.
—Buen viaje, Gordon.
Me coloqué el sombrero.
—Buen viaje, Russell.
A pesar de que él no se iba a ninguna parte, nadie me corrigió. Ambos estábamos regresando a donde pertenecíamos.
—Gordon mencionó que tenías algo que decirme —fue lo último que escuché decir a Eugene Frannagan Pratt tras cerrar la puerta.
Y sonreí.
CONTINUARÁ...
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