Nueva York, 2000.
La nota final de la última canción se deslizó por la garganta de Clark con un temblequeo nervioso. Era la balada que había interpretado en su prueba para Watkins Records, aquella que inexorablemente trataba de mí —a pesar de que todas las piezas del álbum lo hacían, de alguna u otra manera—, y si bien el verlo tocarla frente a tanta gente me hubiera provocado una gran alteración, esa noche tenía otras preocupaciones.
El concierto fue uno de los más emotivos y sinceros que Clark hubiese ofrecido —los columnistas de los periódicos no se cansaban de alabarlo a la mañana siguiente—, pero Lucy y yo no nos dejábamos embriagar por él. Como dos soldados al pie del cañón, permanecíamos impasibles, nuestras miradas alternando entre los Osborne y Ned. Era difícil seguirle el paso al desgraciado, con lo sutil y listo que era, apareciendo y desapareciendo cuan fantasma. Al final, mientras aplaudíamos, asumimos que si no podíamos verlo era porque ya no estaba allí y nos relajamos.
Clark se tomó un tiempo antes de acercarse. Después de todo, debía guardar sus cosas y lidiar con algunos fanáticos primero, aunque no creo que la presencia de sus padres en el recinto no influyese en su retraso. Cuando emergió de entre los calurosos abrazos de la multitud, estaba blanco como el papel, incluso bajo la luz tenue.
—¿Qué les pareció? —se esmeró en sonreír.
Lucy y yo hicimos lo mismo. El resto, ajenos a lo que sucedía, estallaron en felicitaciones.
—Siempre estás increíble —dijo Hattie.
—Quisiera confirmar eso —una rasposa voz masculina nos sobresaltó.
Clark se dio la vuelta violentamente y los conocedores de la situación completa suspiramos al ver que se trataba de su padre. Sonaba cansado —se notaba que hacía tiempo había pasado su hora de acostarse— y de pie, su estatura parecía infinita. La señora Osborne se sujetaba a su brazo con los enormes ojos de cachorro mirando y pestañeando.
—Papá... —dijo Clark. Por su tono, pudo estar fingiendo sorpresa o haber sido incapaz de sobrellevar sus emociones ahora que estaban frente a frente—. Mamá, ¿qué...? ¿Qué hacen aquí?
—¿Cómo que qué hacemos aquí? —reclamó el padre, aunque su enojo no era más que una simulación humorística—. ¿Acaso no tengo derecho a ver a mi propio hijo?
—Te vimos en la tele, cariño —aclaró ella, alzando el volumen de su pesado acento muy por encima de lo necesario.
—La tía Lottie te vio, en realidad.
—¿La tía Lottie sigue viva?
—Como si fuera tan fácil deshacerse de ella...
—¡Grant! —lo regañó su mujer.
—Maddie, por favor, ese chiste se te ocurrió a ti en el coche...
Cubriéndose la boca con la mano, la señora Osborne se reservó una risita antes de enfocarse en el tema de la charla.
—Bueno, pues la tía Lottie te vio en la tele, ¿sabes? Nosotros estábamos en el jardín porque tu papá se compró ese parrillero nuevo. Oh, lo que él llama «nuevo», que en realidad es ese parrillero que siempre quiso, ¿te acuerdas, tesoro? ¿El parrillero? Lo promocionaba ese chico tan agradable, ¿cómo...?
—Mamá —interrumpió su hijo en tono de advertencia.
—¡Ay, por Dios, déjame hablar! —chilló. A ella tampoco se la oía irritada—. Pues estábamos en el jardín ocupándonos de eso, cuando la tía Lottie sale de casa agitando los brazos como loca, gritando «¡Clark está en la tele, Clark está en la tele!»
—No le prestamos atención al principio —acotó Grant Osborne.
—Ya sabes cómo es...
—Demonios, Madeleine, vivió dieciocho años con esa mujer, claro que sabe cómo...
—Pero entonces te vimos y nos dimos cuenta de que sí eras tú. ¿Sabes cómo, cielo? Por los... por los hoyuelos, ¿eh? —Comenzó a meterse el dedo en un hoyuelo imaginario como Shirley Temple, aunque la voz era más bien la de Carol Channing—. Esos son los hoyuelos de tu padre, ¿a que sí, Grant? ¿No sacó los hoyuelos de ti?
—Estoy bastante seguro de que los hoyuelos son tuyos.
—¡Oh, por favor, yo no tengo hoyuelos! —Se dirigió a Lucy y a mí. Todos los demás se partían de la risa—. Chicos, ¿ustedes creen que tengo hoyuelos? Porque sí que llegaron a compararme mucho con Brigitte Bardot cuando era joven, pero Brigitte Bardot no tiene hoyuelos, ¿o sí? Clark, ¿Brigitte Bardot tiene hoyuelos?
—No lo sé, mamá, ¿podemos sentarnos? —sugirió el exasperado hijo.
Los Osborne estuvieron de acuerdo, incluso reprendiéndolo por no haberlo dicho antes, y les hicimos espacio a los tres en la mesa.
Pasamos un largo rato juntos. Ordenamos más bebidas y algunas aceitunas que Grant se terminó él solo y charlamos sobre cuestiones que escapaban a todos los temores de Clark respecto a enfrentarlos. Era fascinante lo hábiles que eran para sostener una conversación prácticamente solos. Uno solo debía soltar una palabra y ellos explotarían en una nube de anécdotas y bromas que, en ocasiones, ni siquiera estaban relacionadas con la palabra en sí. Huelga decir que hicieron buenas migas con Dion.
Sin embargo, nadie se engañaba. Cada uno de nosotros comprendía que aquella tranquilidad no podía durar y que, tarde o temprano, Clark tendría que dar explicaciones. El momento indicado pareció llegar al cabo de cuarenta minutos, cuando la avidez de la plática decayó y la tristeza se apoderó de la señora Osborne.
—¿Por qué nunca más llamaste? —dijo. Era la primera vez que hablaba a un volumen normal.
Clark buscó la mano de Lucy por debajo de la mesa y la apretó. No me ofendí, pues era a quien tenía más cerca y no era la hora de exponerse ante ellos como lo que realmente era.
—No quería decepcionarlos.
—¿Decepcionarnos? —se rio Grant, incrédulo—. ¿Y por qué harías eso?
—Porque... me expulsaron de Juilliard. Nunca fui bienvenido. Nunca fui... —Tragó—. Nunca fui lo bastante bueno.
—¡Oh, pero qué sarta de estupideces!
—Grant... —musitó su esposa.
—¡Es la verdad! Mira dónde está ahora. Niño, por Dios, mira dónde estás ahora. ¿A quién le importa lo que diga la jodida Juilliard?
—¡Grant! —se carcajeó Maddie, sujetándole el brazo en un desanimado intento de frenarlo—. Discúlpennos, hemos... hemos bebido demasiado. Ya sabes cómo se pone tu papá...
—No, no, que todo el mundo lo sepa. —Se puso de pie y se aclaró la garganta—. Quiero que todos en este bar sepan que Juilliard no era lo bastante buena para Clark Osborne.
—Creo que ya no hay nadie que no lo sepa. —Una risa gastada se levantó de entre las penumbras y su dueño dio un paso adelante—. Hola, Clark.
Los ojos del aludido se agigantaron y la mano libre de Lucy alcanzó la mía, apretujándome los dedos de un modo que pretendía refrenar su impulso de hacer una locura. Los Osborne miraron al hombre con alegre confusión.
—Oh, ¿todavía más amigos? —sonrió ella.
—Podría decirse que sí —respondió Ned de la misma forma—. Aunque no hemos hablado en unos cuántos años.
Los padres de Clark le echaron un vistazo que solo podría traducirse como un tirón de oreja, lamentándose de tener un hijo tan incapaz de mantener sus vínculos afectivos, sin llegar a la crueldad o el auténtico enojo.
—El niño es así —aseveró Grant—. Vamos, acerque una silla y siéntese con nosotros, eh...
—Ned —musitó Clark, su vocecita reducida a un apagado murmullo.
Sabiendo perfectamente lo que hacía, Ned tomó asiento justo frente a sus progenitores, obsequiándoles una amplia y jactanciosa sonrisa que ellos interpretaron como amabilidad.
—¿Y no nos vas a presentar? —chistó Maddie—. Lo siento, um... Ned, generalmente nunca se pone así de tímido. No sé qué le sucede.
—Bueno, no tiene importancia, parecía bastante tímido cuando lo conocí. —Ned le dio un sorbo a mi bebida sin preguntar. El descarado tenía total seguridad de que ninguno iba a reclamarle nada—. ¿Ya les contaste esa historia, Clark?
Clark evitó su mirada a conciencia, clavándola en su plato vacío. La de Lucy estaba justo sobre la mía, como si esperase que saliera con un plan maestro que nos sacara de tamaño apuro. Me encogí de hombros sutilmente para indicarle que estaba tan perdido como ella.
—¿Se refiere a lo de Juilliard? —cuestionó Dion.
Las cejas de Ned se levantaron.
—Ah, entonces sí les dijo algo. —Otro sorbo. Fue mi turno de apretar los dedos de Lucy para no partirle el vaso en la cabeza—. No es que me sorprenda; siempre he admirado su sinceridad. Clark no es hombre de muchos secretos, ¿verdad?
—Pues con nosotros se lo tenía súper guardado. —Rebecca le propinó un codazo por la intromisión del que todos fuimos conscientes.
—Detesto decir que con nosotros también —suspiró el señor Osborne—. ¿Y cómo fue que se conocieron?
La satisfacción y el sadismo se instalaron en el rostro de Ned ante la pregunta que llevaba horas esperando. Clark había comenzado a mirar en todas direcciones como un niño aturdido, ajeno y demasiado involucrado, impaciente y temeroso a la vez.
—Fácil. —La retorcida sonrisa de Ned creció y de pronto se acordó que debía aparentar tristeza, honesta empatía hacia quien deseaba hacer pasar por su amigo—. Lo encontré en la calle...
—Oh, cariño, debiste llamar —se afligió Maddie, tocando la mano de su hijo—. ¿Cómo pudo pasar todo esto sin que nos diéramos cuenta?
—Los trabajos que tenía eran solo para universitarios —explicó él.
—¿Los dos? —dijo Ned, enarcando una ceja—. Qué extraño. En su momento mencionaste que uno era para universitarios, sí, pero hubiera jurado que el otro... —Sacudió la cabeza—. Bueno, no son más que detalles. A lo mejor los años me están cruzando un poco los cables. El caso es que encontré a Clark sin nada, tan solo un pobre chaval asustado, y tuve que ayudarlo...
—Mentira.
La acusación pareció sobresaltar incluso al propio Ned, que se giró con la misma violencia y asombro que todos hacia el lugar del que provenía. Yo mismo dudé y busqué una excusa para lo que sucedía en los pasillos de mi imaginación, pese a que la había oído perfectamente. Venía de mi derecha, sonaba como Lucy y, cuando la miré, ella tenía esa determinación que tanto me incomodaba, por primera vez dirigida a alguien que no era yo.
—¡Lucy! —Hattie la regañó sin poder contenerse. Clark no reaccionaba, pero dio otro respingo al escuchar aquello.
Ned liberó una risa seca, de esas que vienen de lo más profundo del alma, como un Santa Claus demente disfrutando de las lágrimas de los chiquillos que solo reciben carbón.
—No, no, tiene razón. Clark es un chico muy honrado... jamás aceptaría limosnas...
—Todo un Osborne —celebró tranquilamente su padre.
—Así que le di toda la mano que estuvo dispuesto a aceptar para salir del paso y luego le ofrecí un empleo. Eso sí que es ser un hombre, ¿no creen? Hacerse a uno mismo, ponerse en pie por su cuenta más allá de las adversidades... y vaya que las tenía. ¿Te acuerdas, Clark? ¿Todos esos problemas?
—Y a ti te importaban mucho, ¿no es así? —escupió Lucy. Murmuré en su oído que debía calmarse—. Jamás lo usaste.
—¿Usarlo? —Jeff se despertó de su letargo con el máximo desconcierto, aunque había estado escuchando atentamente durante toda la escena. Hattie le indicó que no se metiera y besó su mejilla.
—¿Usarlo? —repitió Ned, burlón—. Bueno, si por usar te refieres a darle un trabajo digno, a protegerlo...
—¿Trabajo digno? —Lucy ya no conseguía mantener su furia bajo control.
Mis ojos viajaron a los de Clark, quien empezaba a alterarse y seguía firme en su posición de no contestar a las provocaciones. No obstante, sabía que estaba al borde de romperse. Que su abusador, el mismo a quien alguna vez había considerado su mejor amigo, estuviese sentado a la mesa frente a sus padres, amenazando con destruir la relación que apenas empezaba a reestablecerse, debía producirle un tremendo dolor. Aun cuando yo no tenía derecho a estar ni la mitad de herido, lo sentía también, y sospechaba que todos los comensales, incluso los que no conocían la verdadera historia, se veían un tanto contagiados. Aquello no podía acabar bien.
—Todo trabajo es digno —apuntó Ned—. Vergüenza es robar o... no lo sé, drogarse. ¿Ser un drogadicto que prefiere buscar jeringas en la basura a decir «por favor» por un trozo de pan? Eso sí es indigno.
Los Osborne empezaban a oler el huracán que ya había arrasado con Lucy y conmigo. Ya ni siquiera teníamos la energía emocional para alarmarnos. Los soldados, antes recios y preparados para la batalla más sangrienta, se encontraban atados de manos y pies frente al pelotón de fusilamiento. Solo les quedaba cerrar los ojos, bajar la cabeza y esperar el estallido de las armas que alguna vez habían alzado en defensa de su nación. Rezar porque fuera rápido e indoloro, como si sus cuerpos desgastados valiesen más que el sufrimiento que el ejército enemigo traería a su hogar, ya sin protección frente a sus ataques.
—¿Qué está tratando de decir? —presionó Grant, cauteloso a la par que irritado.
Ned se encogió de hombros.
—Solo digo que...
—¡Ya basta! —estalló Clark, levantándose de su silla.
Ocurrió a la velocidad de la luz. Lucy extendió su mano como queriendo seguir sosteniendo la suya, pero se le escabulló tan rápido que no pudo siquiera aferrar la manga de su camisa. A Dion se le escapó un «¿qué carajo?» y Rebecca lo miró porque era más sencillo que mirar al protagonista del escándalo. Hattie se abrazó a Jeff con fuerza y los párpados superiores de él se alzaron en su totalidad sin importar su permanente cansancio. La sonrisa de Ned se tornó cerrada, mas no por eso menos complacida.
Durante unos segundos, el único sonido originado en nuestra mesa fueron los jadeos de Clark, recuperándose de su exabrupto. Sus padres lo observaban, sosteniéndose las manos como si pretendiese abalanzarse sobre ellos, como si tuvieran miedo del muchacho que por décadas había estado aterrorizado de hacerles frente, de tan siquiera hablarles. El corazón se me quebró un poco de solo pensarlo.
Clark resopló, abriendo los puños, destensando la mandíbula. Cuando abrió los ojos, estos no hacían más que pedir tregua, suplicar piedad, rogar por la absolución de los pecados cometidos. Otra grieta se formó en mi centro.
—Yo se los diré —decidió—. Papá, mamá... ¿pueden venir conmigo, por favor?
Aquellas no eran las palabras de un adulto, sino las de un niño que no quiere dormir en su propia cama o ir solo a su primer día de clases. Deseé, con todas mis fuerzas, que los Osborne comprendieran.
Así partieron los tres rumbo al corredor donde él había redescubierto su terror a enfrentarlos. Desvaneciéndose entre los grupos de parroquianos que ya estaban demasiado alegres para alabar a su ídolo, los ojos castaños de Maddie se fijaron en los míos por encima de su hombro y reconocí en ellos la misma emoción que tenía a Clark paralizado. Aun así, no pude reparar demasiado en ello porque, apenas salieron de nuestro campo de visión, Lucy habló de nuevo.
—¿Estás contento?
Las palabras se deslizaban entre sus pequeños dientes, silbando a través de las grietas, susurrantes y colmadas de ira. Nos enfocamos en ella y Hattie se sobresaltó al notar que estaba llorando. El sabor de la victoria aún impregnaba los labios de Ned, venenosos y deleitados después de una buena comida.
—Espero no haber causado un inconveniente —fingió inocencia, limpiándose las manos con una servilleta de papel.
—Lárgate.
Más suspiros de incredulidad. Esta vez, la amenaza tomó mi forma y ni siquiera Lucy terminaba de entender que fui yo quien la dijo. Su rostro estaba tan pálido y rígido como el de todos nuestros invitados.
—¿Qué está pasando? —se animó a preguntar Rebecca—. Lucy, ¿qué es lo que...?
La mayor volvió a sujetar mi brazo y arrugó el entrecejo en dirección a Ned.
—Que te largues —repitió.
—¿Clark está bien? —quiso saber Hattie.
Aquello fue la gota que rebalsó el vaso. Ya exasperados, muertos de furia y miedo, los antiguos rivales volvimos a alzarnos contra el verdadero villano de nuestra historia, el verdadero obstáculo para nuestro héroe. En un movimiento seco que ninguno de los dos inició, nos elevamos de nuestros puestos y disfrutamos de ver a Ned tan repentinamente menguado. Igual de diminuto que Clark, según su retorcida manera de percibirlo. Daban ganas de decirle «¿a quién vas a pisar ahora?»
—¿Estás sordo? —espeté, más por el instinto de emular a los personajes intimidantes de las viejas películas que por lograr una provocación natural. Justo cuando dejaba de pensar en Russell, me parecía a él más que nunca.
Ned se rio, atónito.
—Ay, Gordon, por favor...
—Si no te vas ahora mismo llamamos a seguridad —avisó Lucy.
—Esto es una locura. Yo solo...
Soltándome, mi aliada se inclinó hacia el gusano y apoyó una poderosa y minúscula mano sobre la mesa.
—Clark y yo hemos tocado aquí desde antes de que supieras que este lugar existía, tú viniste a incordiarlo. ¿A quién crees que van a echar primero? —Y añadió con una sonrisa malévola—: ¿viejos amigos de la casa o alguien con antecedentes graves? ¿En serio te gustaría volver a ese agujero?
Aquella amenaza resultó exitosa. Repitiendo su risa nerviosa con la que esperaba ocultar la hostilidad de su asistencia, se paró de la silla y nos despidió con un asentimiento.
—Siento que las cosas se han puesto un poco tensas. Mejor... Hablamos luego...
En serio creí que Lucy iba a matarlo. Creí que saldría disparada tras la pista de Ned y se abalanzaría sobre él como un perro rabioso. Mis dedos estaban cerrándose alrededor de la correa para actuar en cuanto fuera preciso, para ahorrarnos más humillaciones, y así como así... se derrumbó contra mí y empezó a llorar.
Vacilé antes de abrazarla, pero cuando lo hice, la apreté con tanta fuerza que me pareció que nuestros cuerpos flacos se romperían mutuamente. Ella me correspondió, sus dedos temblorosos sujetando mi ropa, su cabeza escondida en la curva de mi hombro. Lloraba como una cría, sin florituras, sin conciencia de la estética o tan siquiera la dignidad; cubriendo mi hombro con los restos de años y años de esfuerzos por mantener a flote un barco que se hundía.
Aún dudoso, acaricié su pelo y froté su espalda en actitud tranquilizadora. Inicié tres simulacros de palabras de aliento y en cada uno de ellos me rendí. Dion me miraba desde fuera de nuestra burbuja con una ceja enarcada.
—¿Alguien puede explicarme qué diablos sucede? ¿Quién era ese tipo? ¿De dónde conoce a...?
—Me parece que lo que Clark necesita ahora no son confidentes —adivinó Rebecca en tono maternal—, sino amigos.
Tenía razón.
—¡Por favor, esperen!
Mi reconciliación oficial con Lucy fue interrumpida abruptamente por aquel grito que resonó en el bar, sobrepasando el alto volumen de la música. Rompiendo el abrazo con un automatismo aterrado, observamos cómo los Osborne empujaban su paso a través del gentío para llegar a nuestra mesa y recoger sus cosas a la velocidad de la indignación. Clark iba tras ellos; los ojos inundados y el sudor impregnando sus poros.
—Por favor, papá —suplicó, tironeando de la camisa de Grant sin que este parase—. Yo no... Mamá, tú lo entiendes. No quería...
—¡Ni se te ocurra tocarla! —le escupió su padre antes de que le rozara el brazo en lo que ella se enfundaba en su abrigo. Parecía otro hombre; un monstruo, incluso.
—Pero...
—¿Es que no te da vergüenza? Todo lo que hiciste. Todas las mentiras. Y tienes las agallas de sentarte a comer con nosotros. Tienes...
Su sermón se transformó en un ruido de fondo que desapareció de mi mente cuando Maddie me miró. Estaba metiendo sus pocas pertenencias en su bolsa, ansiosa por largarse y reanudar una vida antes pausada, arrojada al vacío por una pérdida que creyó jamás se repetiría. Con las pestañas húmedas y el maquillaje corrido, anhelaba escapar tan rápido como pudiese de aquel infierno moral, aquella tortura peor que la muerte; y, aun así, se tomaba unos segundos para buscar mi mirada.
Solo le bastó mirarme para reconocer que alguna vez había comprado a su hijo.
—Discúlpenos —resopló, colgándose el bolso al hombro, esperando conservar algo de decencia—. Tenemos que...
—Vámonos —le exigió Grant, tomándola de la mano sin violencia, pero con una actitud impositora—. No les debemos explicaciones. Vámonos de una vez.
Maddie no aparentaba estar de acuerdo. Ignorando las órdenes de su marido, contempló a Clark, sollozante y deshecho. Quizás quisiera preguntar por qué, cómo o dónde estaban ellos cuando los necesitó. Hasta podría haber cuestionado qué hicieron para que no acudiese al hogar paterno cuando todas las demás puertas se cerraron.
Para su desgracia, Grant conseguiría vivir con la duda. De modo que la arrastró entre las mesas y los cuerpos, dejando una estela de insultos y señales de preocupación. De nuevo elegía no usar la fuerza, era como si la estuviera guiando hacia el camino de la luz, después de que ella se descarriara al cometer el pecado de seguir amando a Clark.
Tal vez ellos lograrían recuperarse, pero era evidente que él no. Así que fue tras ellos y Lucy y yo fuimos tras él, extraviándonos en ese bosque de decadencia donde los lobos salían a cazar, negándonos a permitir que alguien a quien adorábamos fuera la presa.
Salieron del bar y nosotros llegamos cuando los Osborne estaban montándose en su coche y Clark había agotado toda su voluntad de seguirlos, asumiendo el fin del juego.
—¡Yo no tengo hijo! —soltó Grant, dando un portazo, posiblemente en respuesta al último ruego de Clark.
Maddie, por su parte, permanecía de pie entre el automóvil y el bar, con dos caballos tirando de ella en direcciones distintas como una vieja alegoría griega. Sus preguntas no paraban de carcomerla, y se me ocurrió entonces que también podría haber algo de amor maternal allí. Lo terrible era que ya no había forma de estar seguro.
—Sube al auto, Madeleine —gruñó su esposo.
Resignada, lo hizo. Sospecho que bajó la cabeza porque, de haber visto el rostro de Clark, habría vuelto corriendo a sus brazos.
Lucy y yo nos acercamos a él mientras el Pontiac Safari anaranjado aceleraba hasta desaparecer en la esquina. Apoyando una mano en sus hombros cada uno, sentimos el temblor y la paradójica rigidez que traía consigo, mas ni rastro del llanto que había saturado sus súplicas y explicaciones. Como si los Osborne se lo hubieran llevado consigo.
Deseé que los atormentara, que se acostase entre ellos cada noche y les presionara las sienes en cada intento por poner la mente en otra cosa que no fuera lo que le habían hecho. Pero mi prioridad ahora debía ser el castigo que Clark recibió por su error, no el que los Osborne merecían por el suyo.
—Gordon —dijo mirándome, y solo a través de su cuerpo sentí cómo el corazón de Lucy se contraía—, vámonos, por favor.
Por instinto observé a Lucy, cansada de dar golpes y absorberlos en nombre de otros, y mi rostro comunicó en silencio cada una de las disculpas que le debía. Con un parpadeo lento y desbordado, ella las aceptó.
—Llámame cuando estés listo —le pidió a Clark, sosteniéndole el mentón y parándose de puntillas para besar su frente.
—Lo haré.
Su palabra era real y no tenía razones para romperla, pero cuando nos alejamos rumbo al Packard, Lucy se despidió como quien no cree en nada de lo que le prometen. Dijera lo que dijera, la abrazara como la abrazara, era mi mano la que estaba entrelazada con la suya dentro del bolsillo de su chaqueta.
-o-o-o-
—¿Gordon?
La voz de Clark me sobresaltó, por poco haciéndome estrellar el coche contra un árbol. Había estado conduciendo durante lo que pudo haber sido horas, los párpados me pesaban y no faltaría mucho para que el indicador de gasolina nos demandase parar. No obstante, haría todo a mi alcance por evitar detenerme hasta que él estuviese listo.
—Dime.
—¿Eso realmente pasó? Es decir... ¿realmente se los dije?
Como despegar la vista del parabrisas habría supuesto un suicidio en mi estado, ignoraba si lo decía con su característica sonrisa irónica o si se encontraba aún devastado por lo sucedido.
—Eso parece —suspiré.
Clark soltó una risa auto-despreciativa que me esperanzó e hirió a partes iguales.
—Pedazo de circo.
—Clark...
—No, no, en serio. Es que... ¡carajo! Solo a mí se me ocurre.
—Tú no generaste esa situación. Ned lo hizo.
El nombre le sonsacó otra risa, más sardónica que la anterior.
—Es curioso, porque esto me demostró que es un total hijo de puta y... No lo sé, pensé que ya había aprendido esa lección. A lo mejor tiene que volver cada cierto tiempo para recordármela. Puede que sea así de estúpido, ¿no?
—Clark, no eres ningún...
—Espera, que no te haces idea. ¿Sabes? Cuando... cuando se los dije, por un segundo (no pienses que más que eso) creí que no les importaría. O que les parecería terrible o algo. Pero por mí, no por ellos. Y creí que iban a abrazarme y besarme y compadecerse del perdedor al que criaron. O... bueno, que me pedirían que volviera a casa y que fuéramos una familia otra vez, para que superara todo lo que me había ocurrido.
»Pero nada de eso pasó. Solo se pusieron a llorar y a gritar y a decirme que ya no era su hijo. Así que supongo que no lo soy. Y no tiene sentido que me duela, ¿no? Digo, no he sido su hijo en años. ¿Por qué los necesitaría ahora? No es como si me hubieran abandonado de bebé. Soy un adulto, tengo una vida, a nadie le importa que...
—Eso no tiene nada que ver —lo corté—. Clark, son tus padres, lo quieran o no, y es natural que te duela. Yo mismo nunca superé el rechazo de mi padre por completo. Lo último que escuché decir a mi madre fue que me odiaba. Ni siquiera fui a sus funerales.
»Eso ha quedado atrás. Sucedió hace más de veinte años y ahora vivo de forma bastante... digna. Disfruto de la vida, supongo. Ya no los necesito, ya no los amo, pero no quita que a veces me sienta triste por la nota que adquirió nuestra relación, por la crianza que me dieron y las cosas que me negaron. Es inevitable y no eres estúpido por eso.
—¿Quieres decir que nunca superaré esto? ¿Que nunca se irá del todo? Porque es un consuelo de mierda, la verdad.
—Es que nada se va del todo. No en realidad. Y decirte que deberás vivir con eso no pretende ser un consuelo, más que un aviso. No puedes permitir que esto te destruya después de todo lo que has luchado por salir a flote.
»La abstinencia es un maldito infierno, todo el mundo lo sabe. Y tú la enfrentaste tantas veces... y te recuperaste. Te recuperaste tan bien que las secuelas han desaparecido casi por completo. ¿Acaso esas consecuencias que tú mismo admites odiar hacen que tu vida deje de valer la pena? ¿Pasar noches sin dormir o no poder bajar de peso te echó a perder el éxito de tu álbum o el tiempo que pasamos juntos? ¿No compartimos momentos felices incluso cuando estabas tocando fondo?
»Las circunstancias te obligaron a vender tu cuerpo por años con el fin de sustentarte a ti mismo y una adicción. Aun así sonreías. Y en cuanto tuviste oportunidad de dejarlo, cuando alguien te dio el apoyo que necesitabas, no dejaste que ese pasado te siguiera. Hiciste amigos, iniciaste una carrera musical. ¿Cómo pudiste subirte a un escenario y disfrutar de una canción luego de lo que pasaste en Juiliard?
»Clark, no le des a esto más espacio en tu vida. Llora lo que tengas que llorar y colócalo junto a todos esos recuerdos que ya no te impiden pasarla bien, que ya no tienen tanto control sobre ti. Es lo que debes hacer con cualquier cosa que te lastime, incluso... incluso conmigo, si llegara a darse el caso. Sufre lo necesario, pero ni un poco más, por nada ni por nadie.
Mi hipocresía era estremecedora y Clark debía ser consciente de ella también. Con todo, era el mejor consejo que jamás le había dado a nadie y sabía que era justo lo que le urgía escuchar. En secreto, rezaba porque se lo tomara en serio, especialmente tratándose de mí.
El peso de su cabeza cayó sobre mi hombro.
—Gordon —susurró—, si fueras mi padre... ¿estarías orgulloso de mí?
Una sonrisa se coló en mis labios.
—Tendría que estar locopara no presumirte hasta el hartazgo —contesté, y era cierto—. Pero eso noimporta. —Echándole un brazo alrededor, miré al cielo que se alzaba entre losedificios, donde las estrellas se asomaban detrás de los nubarrones—. No losnecesitamos.
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