Capítulo 51

NOTA: Si no tienen idea de lo que es The Rocky Horror Picture Show y la cultura que lo rodea, quizás quieran darse una vuelta por Wikipedia antes de leer este capítulo. Voy a explicar un poco más en las notas finales y creo que no es necesario para disfrutarlo, pero sin duda les hará el viaje un poco más fácil de digerir.

Nueva York, 1982.

El primer cumpleaños de Clark que pasé junto a él hubiera pasado desapercibido si no se le hubiese escapado en medio de una conversación. Muchas de las cosas que sabía sobre él las descubría así: mediante actos fallidos propulsados por su tendencia a hablar de más.

—Sí, a Ned le encantan las despedidas de solteras. Supongo que porque no es él quien tiene que ir —comentó al pasar, una noche dentro de mi auto—. Dirás que no será para tanto, pero las novias son criaturas despiadadas, y más cuando tienen amigas que las respalden. —Se encogió de hombros—. Pagan bien y eso es lo que importa.

Asentí, pues no tenía idea de cómo consolarlo. Los problemas de Clark, por superficiales que fueran, me angustiaban. Enterarme de que estaba fastidiado porque un cliente lo hacía mugir me sentaba tan mal como saber que había vuelto a drogarse hasta el desfallecimiento. Podrá el lector llamarme conservador si lo desea; no creo que mis juicios estuvieran libres de moralismos arcaicos.

Sin prestarle atención a mi parquedad, Clark resopló.

—Lo que no entiendo es por qué tiene que casarse una semana después de mi cumpleaños.

El benévolo señor Shipman levantó las antenas.

—¿Tu cumpleaños?

—Sí, mi cumpleaños. Es el sábado que viene.

—Nunca me dijiste nada.

—Es que nunca lo celebro. Es un día de trabajo que no puedo perder. Además, mi concepto de festejar es meterme todavía más porquería que de costumbre y ando con raciones muy limitadas. —Un suspiro—. La verdad que no me quita el sueño, pero preferiría mil veces pasarlo con un bruto cualquiera que con un puñado de mujeres borrachas que juegan a ver quién se humilla más, y de paso quién me humilla más a mí.

—¿Por qué no le dices a Ned que no quieres hacerlo?

Me miró por un momento como si quisiera darme una cachetada y volvió a resoplar.

—No puedo, por desgracia. Esta pagó bien. Es la hija de un productor de Broadway o algo así. Supongo que no puedo huir del negocio del espectáculo y todos sus asociados.

Aquella era una indirecta para mí y preferí ignorarla. Si bien no me ofendía —era evidente que no iba con intención de ofender—, mi mente estaba ocupada con temas más urgentes.

—Así que me toca cumplir años en una despedida de soltera —cerró Clark, exhalando una risa cínica.

No en mi guardia, pensé, y lo llevé a cenar al mejor restaurante que podía permitirme aquel día.

Ese era solo el aperitivo.

-o-o-o-

La noche del cumpleaños de Clark, los habituales especímenes tatuados que hacían fila para entrar a sus dominios se vieron sorprendidos por una limusina blanca, estacionando justo en la acera de en frente. En el asiento trasero del carruaje viajaba un caballero de brillante armadura llamado Gordon, que no tardó en bajarse y cruzar la calle con más torpeza de la que acostumbraba para rescatar al príncipe de un perverso aquelarre.

Las brujas eran crueles, en especial su líder. Amontonadas alrededor de su nueva víctima, tironeando de ella en todas direcciones con sus afiladas garras, reían enseñando todos los dientes mientras la manoseaban sin un atisbo de piedad. Pero el valiente caballero las ignoró, pasando junto a ellas ante la atónita mirada del príncipe con el fin de dirigirse específicamente al rey.

—¿Cuánto por él? —preguntó, señalando al joven con la cabeza.

—Esta noche está reservado —respondió el rey, intransigente.

—¿Por cuánto?

—Que está reservado, coño.

—¿Qué tal unos mil?

—¿Mil? —El rey abandonó la hostilidad, aunque permanecía atento.

—¿Hay algún problema? —cuestionó la bruja protagonista, quien había soltado al príncipe y ahora se aproximaba a ellos, las cejas negras y la nariz respingada frunciéndose.

—¿Mil dólares por él? —repitió el rey.

El caballero se lo confirmó y la bruja comenzó a echar humo como si le hubieran arrojado un balde de agua bendita.

—¡Pero esta noche es nuestro! —gimoteó.

—Eso le decía...

—Puedo hacerlo mil quinientos —sonrió el caballero.

Desesperada por la posibilidad de que el rey rompiera su trato, la bruja le lanzó una mirada de reproche infantil.

—Ned...

El rey no le hizo caso, concentrándose en el caballero con una arruga en el entrecejo y la barbilla levantada.

—Mil ochocientos.

—Está bien —aceptó el valiente, desenfundando la cantidad solicitada.

La bruja gritó y pataleó, pero sus poderes ya no tenían influencia alguna sobre el mandatario. El reino por fin estaba libre de su maligno caos.

—¡Muchacho! —gritó el rey—. Despídete de nuestras amigas. Te vas con él.

—Pero... pero... —la hechicera seguía protestando.

Cegado por sus ansias de liberación, el príncipe no hizo preguntas y corrió al lado del caballero. Juntos, se montaron en el carruaje y este se perdió en el bosque de luces, mientras el aquelarre pregonaba amenazas de demandas que no hubieran tenido sentido.

-o-o-o-

—¡Mil ochocientos! —clamó Clark entre risotadas extáticas, cuando ya varias cuadras nos separaban del club—. Es que tú estás mal, es que ya estás para el geriátrico. ¿Cómo se te ocurre, maldito enfermo?

—No sé si estás agradeciéndome o insultándome —bromeé, tranquilo en mi lado del asiento.

—Ambas... Ninguna... Es que... ¡Carajo, Gordon, me das miedo! —Todavía riéndose, meneó la cabeza—. Casi quisiera poder llamar a mis padres y decirles que valgo mil ochocientos dólares. Se volverían locos.

—Vales más que eso. Nadie debería poder pagar una suma por ti.

—¿Y de dónde sacaste tanto dinero, si se puede saber?

—Cortesía de Debra. Lleva años regalándome relojes por mi cumpleaños y no le ofende que los revenda. No me preguntes por qué sigue haciéndolo; sospecho que no sabe que hay otras cosas que los hombres disfrutan aparte de los relojes.

—No deberías gastarte toda esa barbaridad en el viejo y desvalido yo.

—Entonces hice bien en no consultártelo.

—¿Me estás jodiendo? Me habría ido con una tribu de caníbales antes que con esas bestias.

Ambos soltamos una carcajada.

—Bien, creo que ya has tenido tiempo más que suficiente para pensar qué te gustaría hacer hoy. —Fui al grano—. ¿A dónde nos dirigimos, capitán?

—Ah, no sabría decirte. Siempre hacemos cosas... —De repente, sacó la cabeza por la ventanilla y estiró el brazo hacia afuera—. ¡No puede ser, un Rocky Horror!

—¿Un qué? —dije yo. Encimándome contra su espalda, advertí que estaba señalando a un cine fuera del cual se formaba gente muy similar a la del club, con la leyenda The Rocky Horror Picture Show en la marquesina.

Clark me miró como se mira a un idiota sin una gota de cultura general en todo su cuerpo y yo le indiqué al chofer que frenase.

Descendiendo de la limusina y atravesando la calle, me pregunté por qué Clark querría pasar su cumpleaños viendo una simple película de terror, cuando podría llevarlo a un show de Broadway o a comer en la torre Eiffel —esto último hubiera sido imposible, pero él no tenía por qué estar al tanto—. De todas formas, esa era su noche y yo no estaba en posición de echársela a perder.

—Espero que no nos vayamos a quedar sin entradas —comentó él mientras nos uníamos a la fila.

De cerca, aquel público me parecía todavía más disparatado. Llevaban ropa de cuero, medias de red y accesorios estrafalarios. Algunos hasta tenían pistolas de agua y periódicos en la cabeza. Al llegar a la boletería y comprobar que, en efecto, no era demasiado tarde, el empleado nos advirtió que la función ya había comenzado y que nos convenía darnos prisa. Éramos los últimos que podrían ingresar.

Clark se tomó aquella advertencia como el balazo en una carrera de caballos y, aferrándome la mano, me arrastró hacia el interior de la única sala de aquel destartalado cine. Fue entonces cuando descubrí que no se trataba de un espectáculo normal, como los que mi exesposa y Russell solían protagonizar hacía décadas.

La gente apenas se quedaba en su asiento. Riéndose a carcajadas y gritando obscenidades irreproducibles hacia la pantalla, todos parecían saberse los diálogos de memoria. Algunos se arrojaban comida entre ellos y, pese a que no podía ver lo que sucedía en el filme, noté que alguien empezaba a cantar.

—Hay dos asientos libres —musitó Clark—. Vamos.

Obligándome a arrojarme sobre ese suelo alfombrado y pegajoso, emprendió nuestra expedición gateando hacia las butacas escogidas, a través de una multitud cada vez más exaltada. Ya casi estábamos allí cuando, sin previo aviso, el estribillo del aparente número musical estalló y todos saltaron de sus lugares para ponerse a bailar.

A duras penas conseguimos dejar nuestras pertenencias en su sitio antes de unirnos a ellos. Clark conocía la coreografía tan bien como el resto del público conocía el libreto; yo intentaba arreglármelas por medio de la imitación. Aunque al principio me mostré reticente, los pisotones y manotazos que me llevaba cada vez que me empeñaba en permanecer inmóvil terminaron por convencerme. Aquel era el mundo de Clark y me correspondía acatar sus normas, por extrañas que me resultasen. Ese era el mejor obsequio que podía darle.

Habiendo terminado el número, Clark y los demás se arrojaron al suelo igual que los personajes de la película y yo solo me mantuve de pie, fascinado y confundido, asqueado y movilizado por la absoluta irreverencia con la que ellos se rebelaban contra todo lo que esperaría de una sala de proyecciones.

El contraste entre esto y la reverencia con que mi generación se enamoraba de Russell Weatherby y Maurie Ship, me hizo pensar que, a lo mejor, no eran tan importantes. Después de todo, sus admiradores solo se paraban a aplaudir cuando su imagen desaparecía.

-o-o-o-

Los minutos pasaron, también las escenas, y con cada escena yo me sentía más confuso. Los espectadores a mi alrededor seguían gritando y a veces gritaba con ellos. Disparaban sus pistolas de agua, hacían sonar matasuegras, arrojaban papel picado en los pasillos y cartas de póker por los aires. Clark se partía de risa a mi lado, pateando la butaca de enfrente y agarrándose a mi brazo, fuera de control. Había una perturbación en el ambiente, un clima de euforia y desenfreno similar al que producen algunas sustancias, y deseé poder llevar a Clark allí todos los días, siempre que necesitara drogarse.

Cerca del final, las voces se callaron de repente. En la cinta, un telón se abrió y el villano principal —por lo poco que pude entender— apareció en el centro de la toma, solo frente a un decorado que simulaba el logo de la RKO. Las fanfarrias se apagaron y soltó la primera frase, despacio. Luego les siguieron otras líneas más y la canción fue dibujando una imagen más nítida, más obvia. Hablaba sobre entregarse, rendirse y llorar por no poder vestir como Fay Wray.

Abrumado, miré a mi alrededor, a todos esos rostros que tiempo atrás me habían escandalizado. Ellos estaban conmocionados también. Algunos tenían los ojos acuosos y sus labios temblaban, pero ni siquiera los más fríos podían despegar la vista de la pantalla. El propio Clark empuñaba ahora una sonrisa triste y esperanzada.

Me sentía fuera de lugar. Más allá de sus atuendos, era difícil encontrar factores que todos tuviesen en común. Había gente de todas las razas, orientaciones e identidades, incluso gente cuyo sexo biológico no podía ni imaginar bajo tanto maquillaje y agitación. ¿Qué hacía Gordon Shipman en el medio de semejante circo? ¿Qué derecho tenía a estar allí?

Yo, que nunca había sufrido, que nunca me habían señalado, que siempre experimenté el rechazo a través de los miedos de otros. Yo, que crecí como un niño igual que todos, aceptado dentro de mis falencias y con el prospecto de un futuro al que la sociedad pudiese respetar, independientemente de que este fuera a realizarse. Yo, que jamás quise ser Fay Wray. Yo, que no podía ni usar la palabra que me definía por temor a ensuciarme. O a ensuciarla.

Una frase empezó a repetirse y continuó así durante gran parte de la escena. Una frase suave y armoniosa, deslizándose por la melodía a medida que los instrumentos iban sumándose. Primero solo un piano, luego harpas, violines, saxofones tan dóciles como el resto del conjunto. Clark apoyó su cabeza en mi hombro sin dejar de mirar, murmurando la frase, aquella frase que a punto estuvo de hacerme entender todo.

No lo sueñes, vívelo...

Llevaba tanto tiempo soñando, ¿sería posible vivir a esas alturas? ¿Qué soñaba exactamente? Aún no consigo explicarlo con la certeza que una revelación así merece, pero recuerdo haber pensado que, a pesar de no tener nada que ver con Fay Wray y el deseo de vestirse como ella, se trataba de algo muy similar. En ese momento, todo cuanto podía asegurar era que yo también necesitaba despertarme de aquel sueño y comenzar a vivir.

Un nuevo ritmo frenético irrumpió e hizo que todos saltaran de sus asientos, Clark obligándome a hacer lo mismo. Pronto tenía manos en mi cintura y estaba esforzándome por bailar can-can junto a ellos sin que me pisaran, mientras alguien le pasaba a Clark una boa de plumas y el me la colgaba del cuello, estampándome un beso en la mejilla sin pensar en los testigos.

Seguía sin saberme la letra y los pasos. Esta vez, no me interesaba.

Quizás era el inicio de mi nueva vida, lejos de los sueños que tuve que abandonar en California.

-o-o-o-

Como el contrato de la limusina había finalizado hacía media hora y el apartamento de Clark no quedaba a más de unas diez manzanas, decidimos caminar. Fue una decisión de la que me arrepentí casi de inmediato, pues hacía frío y mi cuerpo ya no estaba para esos trotes, pero escucharlo reírse y sentir su brazo alrededor del mío era un consuelo tremendo.

Clark resplandecía. Se burlaba de todo: el clima, la hora, mi expresión cuando entramos al cine. Nunca lo había visto tan feliz e imaginármelo pasando esa noche junto a las harpías que pretendían rentarlo en lugar de aquello, me estremecía. Quería protegerlo siempre, sacarlo de aquel mundo por los medios necesarios, incluso si significaba hundirlo más en él.

—¿Y qué harás ahora? —me preguntó al llegar a su edificio, parados, frente a frente, en su precario pórtico.

—Pues no puedo tomar un taxi hasta Long Island y allí dejé el coche —razoné—. Supongo que pasaré la noche en algún hotel y le pediré a Debra que alguien me lo traiga por la mañana.

La sonrisa de Clark flaqueó al oírme.

—Podrías quedarte aquí —dijo como quien solo está bromeando.

Pasé saliva. Desde el principio fui consciente de que aquello era una posibilidad. En los cuentos de hadas que mi abuela solía leerme antes de dormir, el desenlace natural de una aventura en que un caballero salvaba a una princesa —en este caso príncipe— era que sellaran su amor con un beso y cabalgaran hacia el atardecer. En un plano más terrenal, también se antojaba esperable que dos adultos saliendo juntos y acompañándose a casa a altas horas de la madrugada desencadenara cierta clase de eventos.

Pese a todas estas obviedades, no pude más que negar con la cabeza.

—Será mejor que no.

—Oh.

Ninguno hacía ademán de marcharse, ni él hacia el interior de su hogar ni yo hacia la sordidez de un cuarto de hotel. Permanecíamos inamovibles, las puntas de mis Oxford casi rozando las de sus zapatillas —las agujetas desatadas, para no perder la costumbre—, su rostro esperando que el mío avanzara. Eso... eso era lo que estábamos aguardando mientras nuestros alientos chocaban y nuestras manos se escondían en los bolsillos.

Con mi respuesta pesándome en el corazón, tuve que dejárselo claro.

—No voy a besarte, Clark.

El aludido pestañeó, como si nunca se le hubiera pasado por la mente y tuviera que pensarlo y asimilar el rechazo simultáneamente.

—No mientras esté pagando —agregué.

No lo había comprendido hasta entonces. Ninguno de los dos. Pero en cuanto su cerebro decodificó el mensaje, supo de inmediato qué era lo que quería decir. Qué era lo que yo me merecía.

—Así que es cierto, ¿eh? —replicó, haciendo de cuenta que reía, aunque en verdad estaba llorando—. No querías ensuciarte las manos.

—Eso no es lo que intentaba...

—Pues lamento que no puedas rebajarte a mi nivel. Lamento que seas demasiado bueno y demasiado sofisticado y demasiado jodidamente perfecto para revolcarte con la plebe. Pero la próxima métete tus limosnas por el culo porque ya no me interesan.

Secándose las lágrimas, seprecipitó dentro del edificio y me cerró la puerta en la cara. Debo haberdurado allí veinte minutos antes de aceptar que no volvería y retirarme.

-o-o-o-

N/A: Ok, Rocky Horror. Es una de mis películas favoritas, mi musical favorito sin lugar a discusión y una de las obras audiovisuales que más me han marcado. Tiene también gran importancia para la cultura queer y, aunque pueda parecer rara, cosechó una cantidad estable de seguidores que la convirtió en un clásico de culto. Antes de que el mundo se paralizara por lo que ya sabemos, se estilaba ir a funciones de medianoche de esta película, a la que el público asistía disfrazado y con distintos objetos y respuestas que había que dar en ciertos puntos. Esto se hace desde hace muchísimos años y por eso es una de las películas que más se han reproducido en salas de cine (si no la más, aunque no me atrevo a asumir).

Obviamente, a Gordon le falta todo este contexto, porque nunca ha estado muy presente en la comunidad (ni siquiera ha terminado de asumir su bisexualidad). Este capítulo no lo escribí solo como una indulgencia para mis gustos personales, sino porque consideré importante para él como personaje y hombre queer que compartiese un momento así, que se replantease a sí mismo en relación a otras personas similares y que conectase con ellas a pesar de las diferencias.

Les recomiendo encarecidamente esta película (siempre y cuando vayan preparados para ver una cosa rara y divertida que no pretende tener sentido, pero que es excelente en lo que hace), pero estas son las escenas concretas que se referencian en este capítulo:

https://youtu.be/umj0gu5nEGs

https://youtu.be/uPtydxVjHos

https://youtu.be/9yZlRqk5_6U

Bueno, ahora sí, espero que les haya gustado y nos seguiremos leyendo la semana que viene uwu

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