Capítulo 5

Los Ángeles, 1959.

Un par de meses después de que Maureen audicionara, Frank Guiddons se comunicó con nosotros para anunciarnos que interpretaría a Claire Alvis en Esclavos de la vergüenza.

Cuando aquello ocurrió yo estaba en el trabajo, escuchando las aventuras de los nietos de una de mis clientas habituales. El teléfono sonó y Lonnie Parrish, mi compañero en el mostrador, dijo frotándose el oído que era para mí.

—¡Gordon, tengo la noticia más absoluta y positivamente deliciosa de toda la historia!—me ensordeció Debra tan pronto como levanté el auricular—. En serio, apenas puedo respirar de lo feliz que estoy por Maurie y por ti. Por favor, tienen que llevarme al set por lo menos una vez. El único propósito de mi vida es conocer a Russell Weatherby y hacer que se enamore de mí. ¿Por qué no pueden llevarme con ustedes? ¿Acaso no quieres que sea feliz?

—Si no vas más despacio y me explicas qué demonios sucede voy a colgar —amenacé.

Debra inhaló una bocanada de aire.

—El señor Guiddons llamó. ¿Lo recuerdas? El director del casting de hace dos meses. Es imposible que lo hayas olvidado... Como sea, llamó a tu casa a eso de las diez de la mañana y le dijo a Maurie que es ella a quien escogieron.

—Eso no tiene sentido. Ella ni siquiera sabe actuar...

—Díselo a J. Martin Costner porque exigió que le dieran el papel.

Me llevé la mano al pecho. Lonnie me observaba desde las sombras. Era evidente que creía que me habían dado una noticia terrible.

—Debra, ¿de qué diablos estás hablándome? Maureen no tiene madera de actriz. Jamás podría...

—¿Y tú qué sabes? Bien podría ser un diamante en bruto. Hay muchísimas estrellas que nunca se prepararon para serlo. Es talento natural.

—Claro, y tú de eso sabes mucho, ¿no?

Se quedó callada y de inmediato me arrepentí. Aunque era casi imposible decirle a Debra algo que la afectara, era de público conocimiento que ridiculizar su inexistente carrera artística significaba pasarse.

Desde que su madre se marchó, la chica volcaba toda su energía en ese sueño. Se había obsesionado. Gastaba todo el dinero que su abuela le daba cada semana en costosos cursos de actuación e idas al cine para aprender de los grandes, esperando que alguna técnica se transfiriera a su cerebro. Fue expulsada de las mejores escuelas de arte dramático del país, bajo alegatos de que no se podía enseñársele nada a alguien que no había nacido para ello.

Solo entonces, durante aquella conversación telefónica, fui consciente de lo mal que debía estar pasándola la amiga de mi esposa. Actuar era lo que más ansiaba en el mundo y cuando aparecía la oportunidad perfecta para conseguirlo, una mujer que jamás estuvo interesada y a la que ella consideraba poco menos que su hermana se la quitaba de las manos.

—Lo siento —dije—. Pero de todos modos, no creo que Maureen haya dicho que sí. Ella detesta esas cosas tanto como yo.

—No tengo idea de qué vaya a decir, Gordon. Se encerró en su habitación. Me pidió que viniera y dejó la puerta trasera abierta. No me ha dicho qué es lo que piensa hacer.

—Cielo santo... ¿Por qué estaría tan angustiada si quiere negarse?

—Es que, según yo lo veo, quiere hacerlo. Necesita algo de cambio en su vida. Tú la tratas como si fuese una máquina de complacerte, cocinando y limpiando para ti. Y Maurie no se encuentra bien. Ella... ella te quiere mucho. Estoy segurísima de que se calla las cosas para no lastimarte, pero... Para una chica como ella, es muy difícil hacerse a la idea de que nunca podrá...

—Detente —pedí, en un susurro desconsolado—. Entiendo que desee ser madre, yo también lo deseo. Simplemente no veo la conexión entre ese deseo y dejar atrás todo lo que construimos para convertirse en... eso.

—No va a dejar nada atrás, tontito. El rodaje durará unos meses, la película se estrenará y ambos podrán olvidarse del asunto. Me refiero a que necesita distraerse, probar cosas nuevas. La conozco muy bien y sé que nada la encandilará tanto como para ser la próxima Marilyn Monroe. Tal vez hasta sea lo mejor. Te apreciará todavía más cuando sepa que hay algo aparte de ti y su vida cotidiana.

—Comprendo tu razonamiento. Aunque, si lo que quiere es aceptar el papel, ¿qué es lo que la detiene?

—Tú, Gordon. No hará nada sin tu permiso.

Odiaba sentir que detenía a Maureen. Nunca había sido mi intención detenerla en nada. Durante mi infancia y adolescencia, mi padre, el honorable Wilbur Shipman, me había metido en la cabeza que la que fuese mi mujer en un futuro me debía obediencia y respeto. A pesar de que me esforzaba más que nadie por desechar ese concepto, terminé asumiendo que la sangre es más espesa que el agua.

Sin embargo, seguía sintiendo un pinchazo de culpa siempre que Maureen me pedía permiso para algo que fuese enteramente su decisión. Eso tenía que dejarle alguna secuela.

Desesperado por no volver a experimentar aquello nunca, le ordené a Debra que le pasase el teléfono a ella. Charlamos un rato. Primero dijo que no tenía nada de qué preocuparme, que en realidad no sentía ningún anhelo de protagonizar una película y que todo el dinero que le ofrecieran jamás cambiaría eso. Presioné un poco y se mostró más emocionada por el plan.

Hablamos de cifras. Resultó que el dinero sí nos importaba bastante a los dos. Era una cantidad que haría que nuestros vecinos se escandalizaran.

—Podríamos adoptar —comenté.

—Sí —reconoció ella, suspirando.

—Podríamos ser padres, después de todo.

—Lo sé.

—¿Tú quieres actuar? No tienes que actuar si no quieres. Puedo conseguirlo de otra forma. Eso no debería influir.

Silencio.

—Muñeca...

—Quiero hacerlo, Gordie. Me muero de ganas.

Y la oí llorar.

-o-o-o-

Maureen y yo habíamos estado juntos desde la preparatoria.

El alcohol volvió tan confusos mis recuerdos de esa época y todos parecen tan cinematográficos, que no sé cuántos de ellos pasaron de verdad y cuáles fueron fantasías inspiradas por alguna película de adolescentes.

Las últimas memorias que tengo de Maureen Dressler se comprenden entre los años 1948 y 1953. Una muchacha indiscutiblemente americana. Su cabello iba recogido en una cola de caballo alta y tirante, haciendo que cualquier nuevo alumno que no la conociera la confundiese con una animadora. Mediante alguna destreza que aún no vislumbro, yo conseguía reconocer el ruido que hacían sus zapatos al caminar, separándolo de la sinfonía de chicas con calzados idénticos.

Tenía una fuerza de atracción que asaltaba los sentidos sin mostrar clemencia. No fui el único que se sintió enamorado de ella. Pude contar a dieciséis pretendientes en total y ninguno estaba preparado para competir, salvo dos excepciones: James Pollitt, defensa del equipo de fútbol de aproximadamente dos metros de estatura, y Brad Doyle, algo así como nuestro propio John Garfield. Incluso había rumores de que Holly Meyer, una de las más encantadoras estudiantes de la escuela, la miraba cuando se cambiaba de ropa después de educación física. Nunca se pudo probar nada.

Maureen pertenecía al círculo de la gente popular, los triunfadores, los que se ubicaban en la cima de la cadena alimenticia. Su belleza no estaba en tela de juicio ni para los gustos más exigentes. La rodeaba un aura de inocencia, de calidez naturalizada, y los chicos hormonales se peleaban por cargar sus libros o llevarla en sus coches último modelo para que no tuviese que tomar el autobús.

Ella aceptaba los halagos y los gestos de amabilidad, no por aprovecharse, sino porque sentía que era lo menos que podía hacer para retribuirles algo de su cariño. Era una persona simpática y abierta, con la que cualquiera podía platicar si se le ocurría un buen tema de conversación.

Pero no perdonaba una ofensa. Si una mano durante una pieza lenta en el baile de otoño bajaba demasiado, si un bostezo con abrazo tenía como objetivo el acceso a su busto, si una mirada pecaba de lascivia grosera, quien fuese el culpable no pasaría inadvertido. Maureen había crecido escuchando a su padre repetir una y otra vez que una mujer debía hacerse respetar, y eso era justo lo que ella hacía.

Primero, una advertencia cordial, que algunos podían llegar a interpretar como una broma. Segundo, una advertencia un poco más firme, que dejaba entrever que no estaba jugando. Al tercer agravio, golpazo en la entrepierna, y decían que tenía mano pesada.

Varios chicos veían eso como un obstáculo, pero a mí me fascinaba saber que existía ese fuego dentro de ella. Sabía de chicas que pasaban a tercera base en la primera cita. Accedían a cualquier cosa mientras las llevaras a cenar a un lugar agradable o a ver la nueva cinta de su actor favorito, mientras no te diera vergüenza abrir tu cartera y desenfundar una generosa cantidad de billetes. Aunque pude haber salido con cualquiera de ellas —la verdad es que casi todos podían—, ninguna me interesaba.

En mi opinión, una mujer que no era un desafío no valía la pena, y no había desafío más grande que Maureen Dressler.

Cuando la gente joven escucha hablar de los amores pasados de un viejo, tienden a imaginarse las escenas en una tonalidad sepia, producto de las utopías hollywoodenses que la idealización de lo «retro» ha originado. Será difícil pensar que los hijos del swing y el surrealismo somos personas también. No éramos santos, no estábamos restringidos por el fantasma de la guerra, no nos quedábamos encerrados en nuestras habitaciones cuando nuestros padres nos lo ordenaban. Seguíamos siendo críos insolentes, descontrolados, ansiosos.

Mi amor por Maureen fue el que cabría esperar de un chico de diecisiete años, y el de ella fue el que uno pretendería recibir de una chica de dieciséis. Hubo besos en asientos traseros de coches, hubo intentos patéticos de bailar como Ginger Rogers y Fred Astaire, hubo miles de tópicos de escenas en una tonalidad sepia. Pero cada uno de ellos tuvo un significado más profundo de lo que por aquel entonces pudimos anticipar.

Jamás me habría atrevido a hablarle de no haber sabido por que necesitaba mi ayuda para permanecer en el cuadro de honor. El señor Dressler les exigía mucho a sus hijas respecto a los estudios. En el fondo, su mayor deseo era tener un heredero varón, y al no haber visto cumplirse su deseo, se conformó con transformar a sus princesas en los príncipes más dignos de la comarca.

El buen manejo piano, la correcta ejecución de las tareas domésticas, todas esas cosas, fueron cuestiones que tuvieron que aprender por su cuenta.

Beth, la mayor, obedeció a sus expectativas, graduándose con buenas calificaciones y convirtiéndose en la perfecta empresaria. Ningún hombre quiso casarse con ella, pero obtuvo un éxito tal que eso no importaba en lo más mínimo.

Maureen, por otro lado, vivía enamorada del concepto de una familia tradicional. Desde pequeña observó a su nana con atención, analizando qué técnicas utilizaba para borrar ciertas manchas de ciertas telas y cuánta pimienta le ponía a la salsa. Quería ser la mejor ama de casa que el mundo hubiera conocido, y con su madre fallecida durante el parto, era una misión complicada. Demás está decir que, pese a las adversidades, alcanzó su meta casi por completo.

No obstante, también quería complacer a su padre. Así que estudiaba para sus exámenes más que nadie y se inscribía en el mayor número de optativas posible. En todo le iba bien. Su único error fue tomar la clase de arte. El arte era lo único para lo que, casualmente, yo era bueno.

Me encargué de hacer correr el rumor de mi faceta pictórica y, más temprano que tarde, Maureen se me acercó a pedirme que le enseñara cómo controlar las acuarelas. Aunque nunca lo consiguió y yo terminé haciendo su trabajo de fin de curso por ella —sacamos una A+—, pasamos momentos divertidos intentándolo. Para cuando el año culminó, ya éramos mejores amigos.

A cada minuto que pasaba, yo me enamoraba más y más de aquella chica. No había nada que pudiera decir que me molestara, que me hiciera desearle algún mal. Teníamos ideas fuertemente opuestas sobre algunos temas sensibles, y podíamos conversar sin detestarnos, sin pensar que el otro era un idiota. Compartíamos un respeto indescriptible, la base de cualquier amor eterno.

El día en que me le declaré, le obsequié un dibujo de ella.

La retraté sentada en la hamaca jardinera de su pórtico, mirando intensamente al espectador. El viento hacía que un par de mechones rubios se escaparan de su coleta. Todo era blanco excepto su vestido azul pastel, su piel cremosa y su cabello. Los ojos, en lugar de su verde natural, presentaban algo parecido a un círculo cromático, donde los distintos colores se fundían entre ellos, hasta que era imposible definir dónde terminaba uno y comenzaba el otro. Usé el mismo efecto fantasioso en las puntas de su pelo.

—Gordon... —susurró ella, como si le hubiera dicho algo terriblemente doloroso que, al mismo tiempo, la hacía sentirse liberada.

Me enredé mucho con las palabras. Hablé de la primera vez que vi su nuca en clase de ciencias, y cómo siempre buscaba sentarme detrás de ella para que se repitiera el espectáculo. Hablé de cómo el hecho de que ella solo vino a mí porque yo hice todo a mi alcance para que ocurriera, no le quitaba mérito a la magia de la situación. Hablé de lo complicado que era no besarla, de cuánto quería ser el primero y el último, aun si ya había existido otro antes de mí.

—No sé qué decir —se disculpó.

Ese debió ser el final. No voy a mentir, es probable que lo hubiera sido, si Brad Doyle no hubiese actuado igual que un estúpido. Quizás creía que por parecerse a John Garfield tenía a Maureen en la palma de su mano y podía hacer con ella lo que se le antojara. Se había equivocado a un nivel grotesco. No tuvo más que tratar de propasarse y yo no tuve más que consolarla para que las piezas cayeran en su lugar.

—Ahora me doy cuenta de con quién debí estar desde el principio —sollozó entre mis brazos, mientras la noche se esforzaba por tragarse la luz del farol que nos alumbraba.

Le di un beso en la frente. La llamé «muñeca» por primera vez y ella se apretó más contra mi cuerpo, humedeciendo el cuello de mi camisa. El perdedor se había convertido en ganador. La musa se había vuelto tangible. Nuestros labios se buscaron desesperadamente hasta encontrarse, y por cinco segundos fuimos la película más taquillera de la historia.

Desde entonces, nunca más nos separamos. Por eso, darle un abrazo antes de que emprendiera aquel viaje que le correspondía hacer sola se sintió como desprenderme de una parte de mí.

Estábamos en la terminal de autobuses y el vehículo tenía en su letrero superior una palabra mágica, el nombre de un destino que siempre estuvo cerca de nosotros, pero por el que nunca nos habíamos dejado consumir hasta ahora.

Nos sujetábamos con fuerza, su brazo izquierdo cerrado alrededor de mis hombros, negándose a liberarme. La mano derecha se veía atenazada por el firme agarre de Debra, que estaba deseando marcharse y que no paraba de jalar en dirección a sus ilusiones prefabricadas.

—Maurie, vámonos —insistía.

Maurie no estaba escuchándola. Se concentraba en depositar veloces besos de pájaro sobre mi boca y mi mejilla. Debido a la emoción del momento, no me percaté de que con cada muestra de amor, se nos hacía más y más desafiante el hallarnos entre nuestras lágrimas y mi sensación de abandono.

—Ven a verme, Gordie —imploró, sin despegar su nariz de la mía—. Visítame pronto.

—Lo haré —prometí—. Ni bien pueda hacerlo, iré para allá.

Detuvimos nuestro ataque de ternura y nos limitamos a vernos a los ojos.

—Vas a impresionarlos, muñeca. Te adorarán tanto como yo te adoro.

—Dudo que eso sea humanamente posible —dijo en chiste.

Un bocinazo nos sacó de nuestro idilio. A pesar de que la impaciencia de Debra nos resbalaba, la del conductor del autobús nos ponía nerviosos.

—Te llamaré siempre que pueda —me recordó—. Voy a extrañarte muchísimo.

Su brazo se desancló de mí y Debra salió en carrera arrastrando a Maureen consigo, como un perro que consigue liberarse de su cadena para correr tras un gato.

—También te extrañaré —respondí, inseguro de que me hubiera oído.

Me quedé parado en la estación hasta mucho después de que el autobús se alejase.

-o-o-o-

La primera llamada tardó casi una semana. No era que no quisiera comunicarse conmigo, me explicó, pero su nuevo trabajo le demandaba muchísimo esfuerzo y tampoco deseaba importunarme. Eran las seis de la tarde de un miércoles y Maureen sonaba excitadísima, como si un mundo nuevo y maravilloso se hubiese revelado ante ella.

—Gordie, no te haces una idea —me comentó, y yo, aunque cansado, no tuve el corazón para cortar su efusivo discurso—. Es un lugar enorme. Primero, cuando llegué, me dijeron que iba a hospedarme en un hotel de primera categoría. La suite es un sueño, te lo juro. Pero... pero claro que me siento muy sola por la noche. —Su voz alcanzó una nota de tristeza que se fue tan rápido como llegó—. De todos modos, sigue siendo increíble. Hay una piscina gigantesca y ya me he cruzado con tres celebridades. El único problema es que no he tenido tiempo de disfrutar casi nada, porque tengo que pasar todos mis ratos libres memorizando diálogos.

—¿Y cómo va el rodaje? —conseguí mechar una pregunta.

—¡El rodaje, el rodaje! —soltó, celebrando que había mencionado lo que tantos deseos tenía de contarme—. Pues estamos grabando en un estudio que es formidable.

—¿Formidable?

Nunca le había oído pronunciar esa palabra, al menos no en un contexto cotidiano. Ella debió sentirse rara también, porque enseguida dijo:

—Es una expresión que Russ usa a veces, y es pegajosa.

—Bien. —Lo dejé pasar—. Ya que traes el tema a colación, ¿cómo te trata? ¿Ya has tenido que besarlo?

—¡Gordie! —rio—. No, no he tenido que besarlo todavía. Nos reunimos varias veces para repasar el libreto, pero aún no nos toca rodar juntos. Martin dice que quiere establecer la situación antes de darle al público lo que pide. Está tratando de ser fiel a la esencia del libro o algo así. Igualmente, cuando me toque besar a Russ, no creo que tengas de qué preocuparte. Es cierto lo que dicen sobre él; es un hombre excepcional, incapaz de mirar a una compañera de actuación con malos ojos. He hablado mucho con él y te aseguro que, a pesar de estar un poco molesto, es más bueno que el pan.

— ¿Y por qué está molesto?

—Oh, ya sabes, líos de actores.

—De hecho no sé.

Maureen suspiró.

—Está molesto porque quitaron la violación.

Me costó un segundo recordar que la trama entera giraba alrededor de un abuso sexual durante la guerra.

—Si mi opinión sirve de algo, creo que esa escena era algo fuerte. No me agrada demasiado la idea de que la ropa de mi esposa sea rasgada por un par de desconocidos en un descampado.

—No estás entendiéndome, Gordie. Esto no se trata de la escena. Quitaron la violación de la película en general.

Eso sí me sorprendió, lo reconozco. Imaginar a Esclavos de la vergüenza sin la violación era como imaginar a Hondo sin los indios.

—¿Cómo quitas la violación de Esclavos de la vergüenza?

—Cambiándola por un beso forzado.

—¡Estás bromeando!

—¡Ojalá! Y Russ se enfureció. Yo también estaba irritada, si debo decirte la verdad. Tenía un tremendo impulso de decirles a todos que me iba a casa, pero Deb me explicó que eran cosas que sucedían, que tenía un acuerdo con ellos y que el cine era así.

»Russell, sin embargo, intentó rescindir el contrato, pero su abogado no le consiguió ningún acuerdo. No creo que vaya a rendirse así de fácil, ¿eh?

—¿De veras le importa tanto? Si de todas formas va a cobrar sus buenos millones.

—A Russell le importan muchas cosas, Gordon. —La miel habitual de su voz pareció evaporarse.

Le iba a preguntar por qué se esmeraba en defender a aquel hombre, cuando ella misma liberó una risita para distender el ambiente y me habló con más suavidad:

—Deb parece una pequeña en una dulcería. Deberías verla.

—Quisiera hacerlo.

—Pídete una semana en el trabajo, cariño. Todos aquí están hartos de que hable bien de ti. Se mueren por conocerte, y yo muero por que lo hagan. Quiero presentarte a Martin, a Lynda, a Harry, a Russell...

Dejé de escuchar cuando volvió a mencionar el nombre que a estas alturas ya se me estaba atascando en la garganta. La lista de personas interesantes y glamorosas que continuó después de él poco me atraía.

Una vez que su monólogo terminó, tuvo mi respuesta.

—La semana que viene voy a verte, muñeca.

CONTINUARÁ...

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