Capítulo 41

Los Ángeles, 1968.

—Oh, ¿qué te parece? —exclamó Debra con tranquila sorpresa, revisando el correo—. Clarissa Duncan me invita a su fiesta de Navidad.

Desorientado, bajé el libro que estaba leyendo y me enderecé en el sillón, retirando los pies del escabel.

—¿Clarissa Duncan?

—Ya sabes, la esposa de Harry. Qué extraño, no nos hemos visto desde... —Su rostro se ensombreció por un instante, pero enseguida sacudió la cabeza para descartar cualquier pensamiento doloroso—. No tiene importancia. Debe estar deseando retomar el contacto.

Se estaba mirando en el enorme espejo que colgaba sobre la chimenea, retirándose un poco de carmín del esbozo, cuando terminé de perder el control y dije lo que pensaba:

—Quiere burlarse de ti.

A pesar de que mi ángulo no me permitía verla con claridad, alcancé a divisar parte de su gesto descolocado en el vidrio reflectante. Con su aspecto de mujer refinada, daba la impresión de que alguien le había gritado una grosería en la calle. Pero no, había sido su mejor amigo, en su propia casa, sentado en su sillón leyendo uno de sus libros, mientras ella le contaba algo que la entusiasmaba.

—Vamos, no me mires así —insistí—. Sabes perfectamente que Clarissa Duncan, Lynda Carroll y su séquito han estado sacándote el cuero desde que te vieron por primera vez.

—Claro que lo sé —confirmó, encogiéndose de hombros—, pero se necesita mucho más que un par de comentarios malintencionados para persuadirme de no asistir a una fiesta de Hollywood.

—Deb, no hagas esto —le supliqué.

—¿Hacer qué?

Suspiré pesadamente.

—Siempre te constó que no les caías bien a estas personas. Antes decías tolerarlo por Maureen... ¿por qué lo toleras ahora?

El nombre pareció reabrir una herida dentro de ella. Si bien había estado implícito a lo largo de toda la conversación, su mención directa volvió a quebrar un objeto precioso e irremplazable que llevábamos tiempo tratando de arreglar.

—Maureen... —susurró ella, estremeciéndonos a ambos—. No había pensado que podría...

—Seguramente —razoné—. Después de todo, esa gente son sus amigos.

Debra se llevó las manos a la cintura y miró hacia abajo con una pequeña exhalación.

—Escucha, puedes ir si quieres —le dije—, pero ten en mente que no te están aceptando en el club. Eres parte del entretenimiento.

No deseaba lastimarla, mas necesitaba oírlo. Aun así, me dio miedo haberme pasado de la raya, por lo que me levanté y fui hasta ella, tomándole los hombros en un intento de consuelo.

—Realmente quieres ir.

—Lo deseo más que nada —asintió—. No sabes cuánto... No sabes qué tan importante es para alguien como yo poder... fingir ser parte del club. Solo por una noche. Sin importar si solo soy el entretenimiento.

—Debra, no necesitas ser parte del club. Eres mil veces mejor que cualquiera que esté en ese club de mierda.

—No quiero ser mejor, Gordon. —Me contempló con sus colosales ojos inundados—: quiero ser como ellos.

Cómo dolía escucharla hablar así. Solía tener tanta confianza, tanto optimismo. Debra Newman: destinada a ser una estrella; condenada a la eterna falta de talento y a rodearse de hombres que solo iban detrás de su fortuna. Ahora su luz había comenzado a apagarse y nada podía guiarla a través de la oscuridad, salvo yo.

—Si quieres puedo ir contigo.

Debra brincó como un gato salpicado de agua hirviendo.

—No dejaré que lo hagas.

—¿Eh?

—Gordon, ¿bromeas? Es evidente por qué haces esto.

—Yo no...

—Russell y Maureen van a estar allí, ¿cierto? Y vaya que fue lo primero que se te vino a la cabeza. ¿Qué pretendes hacer, Gordon? ¿Castigarla? ¿Continuar con esta locura? ¿Perseguirlos hasta el fin del mundo?

La acusación me generó un dolor agudo en el pecho. En verdad no lo había pensado. Mi única intención fue servir de soporte emocional para una amiga, pero... ahora que lo pensaba...

—Debra, eso no es lo que busco —juré, siendo un noventa y cinco por ciento sincero.

Debra se cruzó de brazos y volvió a darme la espalda.

—¿De verdad crees que podría aprovecharme de ti a estas alturas? Después de... después de todo lo que has hecho. Deb, eres la única persona con la que siento que puedo contar. Me preocupo por ti.

Tras unos segundos de silencio donde solo se alcanzaba a oír el canto de los pájaros afuera, su cuerpo se destensó. Viró su cabeza hacia mí, asomando la mirada de advertencia por encima del hombro. A contraluz, con el esponjoso vestido y los ojos excesivamente maquillados, lucía como una auténtica estrella de cine.

Tuve un impulso de comentárselo, mas ella habló primero.

—Lleva un buen traje. No me pongas en vergüenza.

Y partió hacia la terraza.

-o-o-o-

La mansión Duncan había sufrido una intensa remodelación desde la última vez que estuvimos allí. Muebles, ventanas, paredes enteras cambiaron o desaparecieron. Sin embargo, la esencia seguía tal y como la recordábamos: soberbia, déspota y coqueta, igual que nuestra anfitriona.

No fue ella misma quien nos recibió. En el enorme vestíbulo, docenas de sirvientes se dividieron el trabajo de guardar nuestros abrigos, guantes y sombreros, y guiarnos hacia el salón de baile. Ahí, sorteando a cientos de elegantes invitados, nos dirigimos a la barra de tragos tropicales donde pasaríamos gran parte de la noche, y que nos daba una visibilidad privilegiada de todos los que entraban en la habitación.

Al cabo de media hora, Debra empezaba a frustrarse. Era obvio que uno de los motivos por los que asistió a la velada, fue que aún existía en ella la esperanza de encontrar un marido en el rubro. Pero ningún hombre había hecho el menor intento de acercársele, a pesar de que ostentaba sus mejores joyas y su cabello se rizaba de una forma que casi la favorecía.

Me ofrecí varias veces a dejarla sola, propuesta que ella no dudó en denegar. En el fondo, creo que había depositado toda la culpa de que nadie deseara bailar con ella en el hecho de que hubiese traído acompañante, y si yo me iba y los caballeros seguían sin aproximarse, tendría que aceptar la responsabilidad.

A pesar de que en otro tiempo me había lamentado con humor de cualquiera que se metiese en una relación con Debra Newman, ahora me dolía tanto como a ella. Nadie se merecía enfrentar tanto rechazo, en especial una mujer que, independientemente de cómo nos hubiésemos llevado en épocas anteriores, había sido tan generosa y comprensiva conmigo. Russell y Maureen eran más dignos de ese destino que ella.

Russell y Maureen, recordé, buscándolos con la mirada. Tenían que estar allí, en alguna parte, comiendo o charlando o bailando una de las pegadizas canciones que años atrás los habrían convertido en los reyes de la pista. Intenté dar con cualquier indicio de su presencia. El peinado de ella, los zapatos rojos de él, sus voces efervescentes. Nada.

Entonces Clarissa Duncan apareció, con un par de señoras más y del brazo de un hombre que no era su marido.

—¡Debbie, encanto! —exclamó, posando su mano sobre la de Debra en un gesto tan femenino que ni siquiera parecía un apretón—. Estoy tan feliz de que hayas venido.

Debra sonrió y las amigas de Clarissa Duncan rieron por lo bajo. Tuve que morderme el interior de la mejilla para no gritar cuando la harpía advirtió que yo también estaba ahí.

—Y usted es el exmarido de Maurie, ¿no es así? ¿Gordon?

—Sí, Gordon.

Clarissa soltó una risa breve —más parecida a un «¡oh!» que a cualquier otra cosa— y se llevó las manos a la cintura.

—Bueno, debo decir que esto es una grata sorpresa. Jamás esperé que ustedes dos...

El tipo de baja estatura junto a ella —que, ahora que lo veía con atención, bien podía ser su padre— se puso tenso, y en sus ojos de sabueso brilló la desilusión.

—Oh, no, no —nos apresuramos a aclarar—. Nosotros no...

—Ah, casi lo olvido —sonrió Clarissa, volviéndose al caballero—. Neville, ellos son Debra Newman y...

—Gordon —repetí, irritado—. Gordon Shipman.

—Gordon Shipman. Debbie, Gordon, él es Neville Peterson, uno de los cirujanos plásticos más aclamados de Nueva York.

El rostro de Debra se iluminó.

—¿Cirujano plástico?

—En efecto —asintió el galante sesentón.

Debra miró a los alrededores como si lo que estaba por decir fuera de máximo secreto y se inclinó hacia él, haciendo una complicada contorsión para quedar a la altura de su rostro.

—¿Podría arreglar mi nariz? —le susurró, aunque todos lo oímos.

Neville Peterson alzó sus peludas cejas con apacible asombro.

—¿Arreglar su nariz? ¿Por qué querría hacer eso? Una nariz tan bella...

Debra retrocedió, asombrada por el cumplido, con una mano cubriéndole los labios. Y así lanzó una risita que ella imaginaba seductora, pero que de alguna manera resonó en todo el salón.

—Es usted muy amable.

—Pues debo serlo, ahora que ya no puedo ser el encantador en esta charla. —Debra volvió a reír—. Y dígame, ¿es usted señora o señorita?

—Señorita, por ahora —respondió, mas enseguida se dio cuenta de lo que había dicho—. Quiero... quiero decir que... no estoy casada aún. Y por aún me refiero a que...

—No se preocupe, entiendo a la perfección. Yo tampoco estoy casado... aún.

Ambos se miraron en incómodo silencio por unos segundos, antes de que Lynda Carroll irrumpiera en la conversación.

—¡Querida! —saludó, intercambiando dos besos en las mejillas con cada una de las mujeres.

Le costó trabajo besarnos de buen grado a Debra y a mí. Su mirada despectiva indicaba que no esperaba vernos ahí, pero que nos recibiría con la mayor de las simpatías si nuestro mal gusto podía resultarle entretenido.

—Lynda, recuerdas a Neville Peterson, ¿no? —dijo Clarissa.

—Oh, nos hemos visto un par de veces —sonrió él—. En fiestas, quiero decir.

—Es el famoso cirujano plástico.

Lynda Carroll se puso pálida y de inmediato trató de desviar la atención hacia su chivo expiatorio favorito.

—¿Oíste eso, Debbie? Podría ayudarte con... tú sabes. —Se tocó la punta de la nariz.

—Ya lo había pensado —coincidió Debra inocentemente, a lo que yo le di un disimulado codazo.

—Desde luego que podría. —La sonrisa de Neville Peterson se intensificó—. Aunque me temo que ahora la señorita Carroll me tiene bastante acaparado.

Lynda Carroll pegó un grito silencioso. Clarissa y sus compañeras se rieron más.

—S-si me disculpan, debo ir al tocador —tartamudeó Lynda, dándose media vuelta y dejándonos.

—¡No olvide que debe ir por sus inyecciones a más tardar el lunes! —gritó Neville, aumentando las carcajadas de las malvadas brujas.

Entonces una de ellas miró hacia la otra punta del salón y dio un respingo.

—¡Allí están Russ y Maurie! Vamos a saludarlos.

Ni Debra ni yo pudimos disfrazar nuestra inquietud. En la colosal puerta que daba al vestíbulo, él con un costoso traje europeo y ella con un vestido de diseñador color salmón, Russell y Maureen se ganaban la admiración de todos.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que estábamos allí. Tenía sentido. Rodeados como estaban de amigos y colegas, era difícil que vieran al par de invasores junto a la barra. Quien sí pareció notar lo que su llegada nos causaba fue Neville Peterson.

—Supongo que yo también debería marcharme —anunció—. Señorita Newman, ha sido un verdadero honor estar ante usted. Si algún día pasa por Nueva York, no dude en acercarse a mi consultorio. No estimo necesario hacer ninguna modificación, pero no me atrevería a negarle nada.

Acto seguido, le dio un beso en los nudillos y se marchó, justo detrás de las insoportables mujeres. Debra se quedó con la mano colgando en el aire y produjo un sonido extraño.

—¿Y ese suspiro? —pregunté, enarcando una ceja.

Ella se sobresaltó y de inmediato fingió estarse acomodando la falda.

—¿Qué suspiro?

—El tuyo.

—No he suspirado —se defendió con altanería, tomando un langostino de la mesa de bocadillos.

—Debra, acabas de soltar un suspiro más grande que Francia y...

Antes de que pudiera terminar, forzó el descomunal camarón dentro de mi boca y me dejó solo, diciendo que iba a buscar algo mejor que hacer que discutir conmigo.

Mientras ella desaparecía entre las islas de gente, yo me quedé ahí, con las manos metidas en los bolsillos y deseando ser invisible. Venir había sido una terrible idea. Si Maureen se enteraba de que estaba allí, pensaría que mi intención era perseguirla. Si Russell se enteraba de que estaba allí, también.

No tenía fuerzas para hacerles frente, para ver la mano de él en la espalda de ella, para morderme la lengua hasta sangrar antes que exponer su charada.

-o-o-o-

Haciendo gala de un talento para el camuflaje que nunca antes exhibí, logré evitarlos hasta bien entrada la madrugada, aunque es probable que se debiera a que pasé horas en el jardín, huyendo de todo. Venido a más por tan ridículo triunfo, la salida de Russell a tomar aire a un par de metros de mí amagó con hacerme perder el equilibrio y caer sobre el pasto mojado.

Fue a las cuatro, si mi reloj de pulsera no mentía. La voz de Cass Elliot entonando Dream a little dream of me en el interior del palacio auguraba una sesión de bailes en pareja del que no podía ni deseaba participar, y su presencia, alta y distinguida bajo la luz de la luna, me desconcertó.

—Pensé que estarías bailando con tu esposa —señalé desde los matorrales, movilizado por el alcohol y todo el cinismo que despertaba.

Hablarle en público estaba prohibido. Para empezar, porque nunca coincidíamos fuera del motel o mi propia morada. ¿Qué puedo decir en mi defensa además de que no lo había visto en meses y en su último cumpleaños le obsequié un dibujo cuya devolución nunca recibí? Ni él mismo halló sentido común para reprocharme lo que los sentimientos de abandono y necesidad me reclamaban.

—¿Qué haces aquí? —Fue todo el uso que le dio a su sensatez, más descolocado que amonestador.

—Digamos que Debra es una invitada de honor.

Meneando levemente la cabeza, pues él también comprendía, se adentró en mis dominios de arbustos y oscuridad, lejos de las miradas que de una forma u otra podían llegar a alcanzarlo.

—Por eso Maureen estaba tan nerviosa. Me dijo que tenía que ir al baño a mojarse el rostro. ¿La habrá visto?

—Puede ser —contesté, indiferente. No era eso de lo que quería hablar.

—Planeaba llamarte uno de estos días. Sabes que las giras promocionales y las fiestas son...

—Son duras, lo sé. —Si lo sabría...—. Por cierto, ¿tuviste oportunidad de abrir el sobre que te entregué en septiembre? ¿Tu regalo de cumpleaños?

Su cuerpo se tensó a centímetros del mío. Los ojos oscuros brillaron en mi dirección, enmarcados por una expresión de profunda seriedad. Allí estaba la reprimenda.

—No puedo tener esas cosas en mi casa, Gordon.

La emoción que aquella frase me despertó fue tan rotunda que pasó por debajo de la línea del pánico. Como el momento en que uno se arroja al agua helada y el choque que sufren los nervios es tal que por un instante no se sufre el frío.

—¿A qué te refieres?

—¿Cómo que a qué me refiero? —Bajó la voz y los gritos quedaron implícitos en el tono de sus susurros—. Estoy casado y... y sabes bien con quién. Ella te conoce, sabe cómo dibujas, no podría ocultárselo.

—Dudo que se acuerde —resoplé.

—Desde luego que se acuerda. Vivió años contigo, todavía guarda esos... dibujos de la preparatoria...

Ese fue quizás el momento en que más se evidenció que ya no la amaba. Porque aquella frase debió haberme dado la felicidad más grande que habría sentido en mucho tiempo. Porque Maureen se acordaba de mí, de lo nuestro, y mantenía esas memorias cerca de su corazón a través de aquellos trazos en papeles ya castigados por el paso de las décadas...

Y el desprecio en el rostro de Russell se alzó por encima de todo. El respeto que yo sentía por él como artista no era recíproco. Nada lo era cuando se trataba de él.

Acepté su beso ausente aldespedirse y el regalo que me devolvió una semana después. Aprendí a ignorarlocomo ignoraba todo lo demás, y me concentré en lo importante: ganarme suafecto. Pero esa noche, bajo la mirada de las estrellas, mientras Cass Elliotsilbaba y se perdía en el aire, ni siquiera el cariño latente de Maureen pesómás que su indiferencia.

CONTINUARÁ...

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