Capítulo 40

Los Ángeles, 1968.

Semanas después de mi plática con Debra, las aguas se habían calmado e iba a reunirme con Russell una vez más. No me sentí cómodo para hacerlo antes, a pesar de que él me llamaba con relativa insistencia. Necesitaba tiempo para asimilar las palabras de mi amiga; o mejor dicho, para sacarlas de mi sistema, para fingir que no me importaban. No me importaba estar hiriendo a Maureen —si no era yo, sería otro—, no me importaba que Russell estuviera jugando conmigo... no me importaba que no me amase.

Tenía que metérmelo en la cabeza. No necesitaba que Russell me amase. Ambos nos estábamos utilizando. Nuestra relación era significativa, pero no de la manera convencional. Era una retroalimentación, una simbiosis. Él me nutría y yo lo mantenía libre de parásitos.

De ese parásito que podía acabar con su carrera, su matrimonio, su vida, y que yo drenaba hasta desaparecerlo por un rato, aunque me envenenase en el proceso.

De modo que cuando pude comprender esto, cuando pude reaprehenderlo como parte de nuestra verdad, acepté su invitación.

Hubo, eso sí, un cambio que ni yo mismo me esperaba. Poco antes de la cita, Russell había pasado por un cólico nefrítico que lo tuvo tres días hospitalizado. Era una condición que acarreaba desde niño y contra la que poco podía hacer, salvo controlar el consumo de carne roja y esperar que un ataque no lo sorprendiera en un momento inoportuno.

Cuando los médicos le advirtieron que podía llegar a experimentar otro cólico en los próximos días, supo que acudir a nuestra clásica habitación de hotel no sería una opción. Lo que requería era un espacio neutro desde el que yo pudiera llamar a la ambulancia sin que descubriesen la naturaleza sexual de la cita.

—Deberíamos vernos en tu casa —concluyó por teléfono.

Por poco me atraganté con el café.

—¿Mi casa?

—Así es.

—Pero... Russell, si tienes un cólico aquí, ¿no será más sospechoso?

—En lo absoluto, ya lo tengo planeado. Todo el mundo sabe... lo que sucedió. Quiero decir, entre nosotros tres; tú, Maureen y yo. En el peor de los casos fácilmente podemos decir que, aún lastimado por lo sucedido...

—Te pedí que vinieras a casa para saldar las deudas pendientes —asentí, doblegado.

Russell emitió un forzado «hmm» que me hizo imaginarlo sacudiéndose el polvo de las manos y dejando la escena del crimen sin que nadie lo viera.

—Espero que eso no represente ningún inconveniente para ti.

Por supuesto que representaba un inconveniente para mí. Me estaba pidiendo una coartada que me haría quedar como el villano si algo salía mal. Pretendía que me dejase destrozar la vida si llegaban a atraparnos.

Aun así, seguía queriéndolo. Quería que viniera, que me besase y que me hiciese ver que Debra se equivocaba. Con lo cual, haciendo a un lado mis reservas, cerramos el trato.

Apareció con su habitual secretismo, bajando de un taxi a tres casas de la mía y envuelto en el atuendo de camuflaje que ya se había convertido en el código de vestimenta.

Fue irreal encontrarlo en mi pórtico. Estaba convencido de que la última vez que estuvo allí fue cuando las cosas marchaban tan bien y tan mal al mismo tiempo. Habíamos recorrido un camino largo para llegar hasta ahí y, al toparme con sus ojos castaños detrás de los anteojos oscuros, supe que lo repetiría de la misma forma y cometiendo los mismos errores, si podíamos tenernos así de nuevo.

No fuimos a la habitación. Ninguno de los dos estaba listo para enfrentarse al fantasma de Maureen aún dormido entre aquellas sábanas. Nos conformamos con el sofá, nuevo y reluciente, aunque en el mismo lugar que el anterior. Me senté sobre él y sus brazos me rodearon.

Había un subtexto humillante en la postura. A pesar de estar arriba, no me sentía en control, no me sentía el hombre. Pensé en lo ridículo que debía verme, en los gestos patéticos que estaría haciendo, en mis pestañeos constantes detrás de mis estúpidas gafas. ¿Cómo podía Russell verse tan digno, incluso en momentos de semejante vulnerabilidad? Hasta su mirada de párpados caídos por la excitación parecía desdeñosa.

Entonces, cuando nos acercábamos al clímax, me quitó los anteojos, apartó algunos mechones sudados de mi frente y me abrazó con fuerza contra su pecho sin dejar de guiarme. Estallé justo sobre su vientre y tarde recordamos que no se había quitado la camisa.

—¡Mierda, lo siento! —exclamé, saltando de su regazo y reprimiendo el quejido que debió causar un movimiento tan brusco.

Russell meneó la cabeza y se rio, gesto que me habría matado de no haber sentido tanta vergüenza.

—Descuida, lo arreglaremos —me prometió—. ¿Tienes una lavadora?

—En el sótano. No la uso muy seguido.

—¿Muy seguido? —sonrió, ya enfilando hacia el recibidor.

—No la uso —reconocí.

Me asombró su buena mano para los quehaceres domésticos. Claro que Maureen lo prefería. ¿Qué podía hacer un inútil como yo contra Russell Weatherby y sus impecables técnicas de lavado de ropa?

Mientras esperábamos a que el centrifugado terminase, nos sentamos en el primer peldaño de la escalera a conversar. La bombilla incandescente en el medio de la oscuridad dotaba al sótano de cierto encanto que inspiraba confianza y curiosidad. Quizás por eso Russell se abrió de aquella manera que, por instantes, me hizo desear no haber preguntado nada.

No era mi intención hacerle una encerrona. Era solo que al estar con él, las dudas sembradas por Debra volvían a aflorar en mi interior, y tenía que saberlo. Tenía que, al menos, intentarlo.

—¿Amas a Maureen? —dije improvisadamente.

Russell pareció desconcertado.

—¿Cómo?

—Si la amas. Si te enamoraste de ella.

No pudo evitar reír.

—¿Qué clase de pregunta es esa? Si...

—Eso no tiene nada que ver —le interrumpí, un poco más seco de lo que pretendía—. Yo también tengo esta... particularidad, pero aun así puedo decir que la amaba. Como se ama a una mujer.

—Bueno, esa es tu particularidad y estoy seguro de que tiene un nombre, pero la mía es diferente. No deseo a las mujeres y... y no amo, en general.

Ladeé la cabeza. Sin duda no era una plática para tener en ropa interior, con el sonido de la secadora de fondo, pero su respuesta no daba lugar a postergación.

—¿Qué quieres decir con que no «amas»? ¿Cómo es eso posible?

—De acuerdo, tal vez no lo expresé de la mejor forma —asintió—. Sí puedo «amar.» Amo a mi familia y a algunos de mis amigos más cercanos. Hay muchas personas y cosas por las que me preocupo. Pero no puedo experimentar la acepción más convencional del amor.

—¿Amor de pareja? —inquirí.

—Exacto. Amor de pareja.

—Es decir... ¿nunca has proyectado un futuro con alguien más?

—Claro que sí, no me hubiera casado de no ser así, pero no estoy enamorado.

—Jamás has estado enamorado.

—Jamás.

—¿Y cómo funciona? ¿Solo mientes?

—No me pareció que Maureen necesitase saber la verdad. No interfiere en nada, realmente. Hubo un tiempo en el que no mentía.

—Discúlpame, pero... me parece inconcebible —reí sin burlarme—. Suena como una pesadilla.

Russell soltó una carcajada, cosa que no hacía a menudo.

—Supongo que así sería para ti. Yo he convivido con esto toda mi vida. Es como esperar que los pájaros se aburran porque no tienen televisión.

—Lo comprendo. Bueno, en realidad no lo comprendo, pero... Debe haberte acarreado un sinfín de problemas.

—En ocasiones.

Un destello de tristeza le surcó el rostro. Fue débil, pasó casi inadvertido, mas allí estaba. Acorté la distancia entre nuestros cuerpos y apoyé una mano sobre su rodilla.

—¿Cómo se llamaba?

No hacía falta que me explicase cuántas veces había sucedido. Sabía dentro de mi alma que solo tenía un nombre que pronunciar. Hoy más que nunca, hablábamos el mismo lenguaje.

—Eugene Frannagan Pratt —dijo, mirando hacia el horizonte como en las películas.

Se notaba, por la seguridad en su voz, que lo había tenido en la punta de la lengua mucho tiempo. Y antes de que pudiese pedirle detalles, se disculpó y corrió escaleras arriba, regresando al cabo de un minuto con un trozo de papel arrugado. Debió haberlo sacado de su abrigo.

—Aquí lo tienes —anunció, pasándome la hoja y sentándose a mi lado.

Era una fotografía vieja, aunque no mucho. Más bien, era de esas imágenes que parecen antiguas no por su edad física, sino por la cantidad de memoria que albergan.

—El de la camiseta a rayas —me aclaró, señalándolo.

No tardé en descubrirlo. Se trataba de uno de los retratos que colgaban de las paredes del bar de Venice Beach, donde Russell planeaba cumplir una promesa hacía algunos años.

—¿De veras saliste con un beatnik? —sonreí.

Las pupilas de Russell viraron hacia mí y a duras penas frené la disculpa automática que estuvo a punto de salir de mis labios.

—Es que... no parece algo que tú harías —expliqué.

Él volvió a reír. Esa risa nostálgica y autoconsciente a la que jamás le tomaría la costumbre.

—Definitivamente no —coincidió, sin perder el tono afable—. Fue una experiencia extraña. Llegué al bar de Dwayne... Recuerdas a Dwayne, ¿cierto?

Asentí.

—Llegué al bar de Dwayne a principio de los cincuenta, por casualidad. Tenía ganas de distanciarme de todo por un tiempo y tomé el primer autobús que me llevase a cualquier parte. Resultó ser Venice Beach. El sitio era un basurero, había decaído mucho, y a nadie parecía importarle. Pero era perfecto. Mi rostro... mi rostro aún no era reconocido por la gente, a menos que se pasaran la vida en el cine. Y en Venice Beach... digamos que el cine era la menor de las preocupaciones de quienes aún no se habían ido.

—Comprendo.

—La primera vez que entré al bar, estaba horrorizado. Había humo por todos lados y bien sabes cuánto odio el cigarrillo. Estaba lleno de... de esta gente. Intelectuales, cómo los detesto. Y uno pensaría que tengo varias cosas en común con ellos. Pero su rebelión contra el sistema no tiene nada que ver con la mía. A decir verdad, me enferma.

Pude haber comentado que su rebelión contra el sistema no era rebelión en lo absoluto, que un galán de Hollywood debe ser uno de los más fieles agentes del sistema que hay, pero me abstuve. Solo quería que siguiese con la historia.

—Los músicos estaban tocando... ese jazz que no suena realmente a nada, que parece un montón de notas aleatorias. Y entonces vi al peor de todos ellos, justo ahí, en el escenario, cerca de la banda y con un micrófono en frente, leyendo poesía.

—Odias la poesía —recordé.

—La odio —confirmó él, aprobando con efusividad mi intervención—. Y su poesía era realmente mala. Cientos de imágenes sin sentido, como si no se atreviera a decir lo que pensaba. Tan pretencioso.

Se me escapó una risita.

—Suena encantador.

—Oh, pero era encantador —prosiguió Russell—. Era formidable. Nunca le faltaba compañía. Todo el mundo conocía a Eugene y todo el mundo lo apreciaba. Se jactaba de... vivir la vida al máximo, sin medir consecuencias. Quería probarlo todo, fumarlo todo, verlo todo. Iba de exceso en exceso y nada le importaba. Creía en la iluminación y toda esta mierda en la que creen los hippies. Meditaba, escribía, componía ese jazz experimental nauseabundo, organizaba su casa y sus prácticas sexuales de una manera particular. «Lo único que me interesa es no perder contacto con mi yo espiritual,» decía.

—Suena encantador —repetí, divertido.

—Ya te he dicho que lo era. Sonaba siempre muy convencido de sus creencias. Estaba siempre relajado, supongo que por la droga. No había hombre o mujer a quien no pudiese seducir con su palabrería barata... excepto a mí.

Pasé por alto el detalle de «hombre o mujer», aunque me arrepiento de haberlo hecho.

—Eso solo lo hizo desearte más —deduje.

—Opino que genuinamente le agradaba —dijo con una sonrisa—. Siempre que entraba al bar, Eugene exclamaba «¡miren, llegó Cary Grant!» o Clark Gable o Charlie Chaplin. Cualquiera de los pocos actores famosos que conocía. Y me tendía la mano como si esperara que se la besase. Esa era una actitud muy suya. No... no era amanerado, no te confundas. Simplemente tenía una forma de desenvolverse muy indiferente y distendida. Nunca se levantaba del asiento para saludar. Nunca abandonaba su puesto en el sofá donde nuestro grupo cenaba. Se quedaba allí, con la cabeza colgando hacia un lado y las piernas cruzadas, las gafas de sol pendiendo del suéter y el cigarro detrás de la oreja, y gritaba el apodo que te había puesto con poco entusiasmo. Pero siempre, siempre hacía lugar para todos sus amigos.

—No termino de entender cómo fraternizaste con alguien así. Me refiero a... ¿por qué volviste a ese lugar si lo detestabas tanto? ¿Por qué accediste a juntarte con esta gente?

—Oh, si acaso lo supiera... Me imagino que fue porque era joven y no tenía otro lugar a dónde ir. A esas personas no les interesaba quien fuera y, si bien la bomba no había estallado aún, sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que el país entero me pusiera atención. Ese era el plan, después de todo. Necesitaba un escondite y el bar de Dwayne era el único en el que podía pensar.

—Sí, pero...

—En el fondo me gustaba. Tal vez no los entendía del todo. Sé que a esta edad no podría ser amigo de esos buenos para nada, pero estaba en una posición diferente. Me dejaban pasar desapercibido, no me atosigaban y podía sentarme durante horas entre ellos sin que ninguno reparara en mí salvo para preguntarme si quería más papas fritas.

—¿Y qué hizo Eugene para gustarte concretamente?

—Fue lo bastante insistente, ¿quizás? Creo que fue una consecuencia inevitable de pasar tanto tiempo allí. Estábamos todo el día juntos. Me presentó a sus amigos y se convirtieron en la única cosa estable que tenía en mis vacaciones. No me molesta estar solo, pero... De nuevo, un asunto de la edad, supongo.

—Tendrías poco más de veinte años.

—Así es. Y, bueno... también había algo que Eugene estaba dispuesto a ofrecerme.

No logré ocultar mi consternación. Sabía lo que venía y me hería el solo pensarlo. Tuve que tragarme mi orgullo cuando Russell me miró con sus ojos cansados, buscando cualquier señal de amargura.

—¿Sabes cómo fue mi primera vez, Gordon? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Un chico con el que solía juntarme en la secundaria. Mike, si mal no recuerdo. No éramos amigos, pero su familia iba a la iglesia de mi padrastro y los dos estábamos hartos de que nuestras madres nos instaran a llevarnos con personas de nuestra edad, de modo que nos unimos por conveniencia. Me daba un poco de asco. Lo obligaban a usar una colonia vieja que había heredado de su abuelo y la fragancia no era la mejor.

—¿Qué edad tenían?

—¿Cuándo lo hicimos? Quince años, aunque nos habíamos estado frotando por encima de la ropa desde los trece. Pensábamos que si no había contacto directo, era menos grave. —Se rio levemente de su antigua inocencia—. Yo no creía, jamás creí, pero él sí. Me parece que se quitó la vida antes de siquiera cumplir los veinte, porque las pesadillas en las que Dios lo castigaba eran insoportables. Pobre infeliz.

—¿Y qué pasó cuando tuvieron relaciones?

—Fue un desastre. Entre la improvisación y el desconocimiento, es un milagro que ninguno de los dos haya terminado en el hospital. Nadie nos había enseñado cómo se hacía y el dolor duró dos semanas. Recuerdo que incluso tuve miedo de que... tú sabes... Ya tenía claro que no me gustaban las mujeres y que jamás iba a estar enamorado; negarme cualquier clase de sexo también, habría sido más de lo que podía soportar.

Los dos reímos.

—Pero solo fue una mala primera vez —concluí, con cierta melancolía respecto a mi propia iniciación en aquella práctica.

—Exacto, aunque las siguientes no fueron mejores. Hice mucho en la universidad. Había un mayor grado de competencia, por supuesto, pero los hombres eran igual de imbéciles. Y cuando comencé mi carrera cinematográfica, supe que no volvería a hacerlo con tanta libertad. No podía poner en riesgo lo poco que había conseguido. No podía tentar a mi suerte.

—Debe haber sido desesperante... sabiendo que te gustaba.

—Sí. Te envidio tanto por no haberlo descubierto en la infancia, como nos sucede a la mayoría.

—Pues yo pienso que mi vida hubiera sido un poco menos dura de haberlo descubierto en la infancia.

—Tal vez, pero... —Me tomó de la mano—. No estaríamos aquí.

Recordándome a mí mismo que no era el momento de entrar en un coma diabético o sufrir de un paro cardíaco, le pedí que me contase más de Eugene.

—Como te decía —continuó—, había tenido que reprimirme por mucho tiempo. Había tenido que rechazar incontables insinuaciones por temor a que fuesen una trampa. Pero con Eugene... supe que podía confiar en él. Y él era muy bueno en lo que hacía. Me fascinaba burlarme de sus fetiches esotéricos, pero sería injusto no darles su parte del crédito por lo talentoso que se había vuelto.

»Comenzamos a salir. Nuestros encuentros se tornaban cada vez más largos. Primero era media hora en su departamento, cuando lo dejaban solo. Luego reunirnos en el bar para después ir a su departamento. Después, cenar antes o después del sexo. Y después de eso, caminar un rato antes de ir a cenar.

—Es decir, citas —simplifiqué.

—Eso pensé yo también. No me sentía del todo bien, porque no me imaginaba teniendo citas con alguien. Sin embargo, al pasar por alto las apariencias y su repugnante forma de hablar, me divertía con él. Nuestras salidas eran entretenidas, nuestras conversaciones eran extensas. No estábamos de acuerdo en nada, pero ambos comprendíamos que el otro era una buena persona y, eventualmente, comenzamos a aceptarnos.

»No me malentiendas, porque esta no era en absoluto una relación formal. Eugene hacía lo mismo con otras personas. Había una chica en nuestro grupo... Jenny, que no paraba de suspirar por él. Una joven de apellido que se había escapado de casa cuando la adolescencia pisó fuerte y ya no podía vivir bajo los ideales norteamericanos. Si te soy sincero, ella me caía un poco mejor.

—¿Por cuánto tiempo pudieron mantener las cosas así?

—Solo hasta que él se cansó. Eugene... había cambiado. Estaba creciendo y en cada momento yo me daba cuenta. Usaba menos metáforas, leía libros más clásicos, sus excentricidades habían disminuido. Era como un alienígena que se había acostumbrado a la vida en la Tierra. Y comenzó a querer lo que querían todos los demás.

—Dijo que te amaba... ¿cierto?

Russell se pasó la mano por el pelo y resopló. La frustración e impotencia se habían apoderado de su semblante, como si acabase de librarse la última batalla de una guerra que había dado por perdida hacía años, y hubiera sido derrotado de nuevo.

—Sí.

Le acaricié la espalda. Podía sentir sus músculos tensarse debajo de la ropa interior.

—¿Qué le dijiste?

Russell lanzó otro bufido. Estaba tan furioso consigo mismo que parecía a punto de llorar.

—¿Y qué iba a decirle, Gordon? Lo que le digo a todo el mundo: que no. O al menos lo que solía decirle a todo el mundo. Y me aseguré de dejarle en claro que eso no tenía la menor importancia para mí. Podíamos seguir haciendo lo que hacíamos a pesar de que me amara. Podía seguir amándome sin ningún problema.

—Pero él no aceptó...

—No pienses mal, Gordon —me pidió, leyéndome el pensamiento—. No lo culpo por la decisión que tomó. Estaba en su derecho de elegir si quedarse a mi lado o irse ahora que sabía cómo eran las cosas. Es solo que... hubiera preferido que me escogiera.

—El precio de ser sincero —comenté.

—Exacto. Entonces él dijo: «Jenny sí puede decirlo.» Y luego... luego me ofreció tiempo para pensarlo. Un par de días. Jenny quería marcharse de Venice Beach, buscar algo más grande. Ella podía proporcionarle una estabilidad que sencillamente no iba a conseguir de mí. Si yo no era capaz de decirle que lo amaba en dos días... se iría con ella.

—¿No hubiera sido más fácil mentirle?

—Jamás podría mentirle a Eugene.

Pero sí puedes mentirle a Maureen, pensé, un tanto resentido. Preferí callar.

—Se casaron en Las Vegas dos semanas después.

—Debió ser doloroso para ti.

—No era eso lo que me dolía. Cuando no crees en el amor romántico, cuando no te sientes dueño de nadie... los celos no son algo que te suceda. Jamás me hirió que estuviese con ella, sino el hecho de que ya no estuviese conmigo.

—¿Y qué hay de la promesa?

—¿La promesa? —Enarcó una ceja.

—Sí, la promesa que hiciste en Venice Beach. Imagino que tendrá que ver con todo esto...

Lo razonó unos segundos.

—Ah, claro, la promesa —exclamó—. Bueno, antes de marcharse, Eugene dijo que si queríamos arreglar las cosas, si algo en nosotros cambiaba, nos buscaríamos en el bar de Dwayne, justo en el aniversario del día en que él y Jenny se fueron... Me pareció tonto, pero ya sabes cómo era. Eterno poeta desagradable.

Reí un poco.

—¿Y qué cambió para que decidieras regresar?

—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Quería verlo de nuevo. Lo echo de menos...

—Pero no lo amas.

—Esas cosas no se solucionan con el beso de amor verdadero, Gordon. Es parte de lo que soy. Eso no quita que me guste estar cerca de una persona, que valore su compañía. Nunca hubiese podido pronunciar esas palabras, pero... Creo que de todas formas él ya tendrá su vida hecha.

Notándolo al borde del abismo, coloqué mi brazo alrededor de sus hombros. Nunca lo había visto así, excepto en nuestro viaje de regreso a Los Ángeles, cuando se dio cuenta de que Eugene no iba a volver. No entendía cómo era capaz de verse tan afectado por alguien sin estar enamorado, pero no tenía intención de juzgarlo.

—Lo que más me dolió fue que me hiciera sentir como un niño —admitió, cabizbajo—. Fue lo único en lo que pude pensar durante todo su maldito discurso. Él había crecido y yo no, y ya era demasiado grande para jugar con los mocosos. Era demasiado maduro para jugar conmigo.

—Russ...

—Es una estupidez, Gordon —insistió—. Ustedes... Es decir, el noventa y nueve por ciento de la gente en este planeta, viven para controlarse los unos a los otros, se ofenden cuando olvidan una simple fecha en el calendario, cuando no les regalan plantas que están muriendo o tarjetas prefabricadas con frases genéricas. Pero alguien en algún punto de la historia decidió que son superiores a mí, que mi cerebro no se desarrolló, que necesito ser arreglado. Porque preocuparse por fechas, flores marchitándose y trozos de cartón brillante es lo «normal.»

—Lo lamento —solté de repente.

Russell hizo a un lado su monólogo para mirarme.

—Lamento habértelo dicho —aclaré—. No quería... Pensé que estábamos en la misma frecuencia.

—No te disculpes. Eres tan libre de expresar lo que sientes como yo. —Su tono era suave y un tanto paternalista.

—Sabía que pensabas que era tonto, pero... No tenía idea.

—No creo que sea tonto. Hay muchas cosas sobre el amor romántico que me parecen ridículas, pero son solo convencionalismos. Los sentimientos no tienen nada de malo.

—Pero yo estoy en ese noventa y nueve por ciento —protesté con la voz rota—. Me gustan los aniversarios, me gusta dar flores y tarjetas y... y la idea de pertenecer a alguien.

—¿De veras quieres pertenecerme? ¿O que te pertenezca? —cuestionó seriamente.

—No es eso. Desearía que... que las cosas funcionaran como se supone que deben funcionar.

—Gordon...

—Perdóname, no puedo cambiar eso —sollocé, ya vencido por las lágrimas—. No quiero ser como Eugene, no quiero hacerte sentir como un niño inmaduro, pero... No puedo evitarlo. Quisiera que lo comprendieras. Quisiera que todo el mundo lo comprendiera.

Russell se quitó mi brazo de encima con delicadeza y entrelazó nuestros dedos, dándome una de sus condenadas miradas de comprensión.

—¿Todo el mundo? ¿Quién?

Solo había un nombre que se me venía a la cabeza.

—Maureen.

Su suspiro retumbó en cada fibra de mi ser.

—Dijo que hasta que la muerte nos separe. Lo prometió.

—Gordon, el matrimonio... —intentó explicarme.

—Sé cómo funciona, y sé que no crees en él. Pero ella sí. Ella sí, y de todas formas quiso... —Exhalé un bufido—. Olvídalo.

Crucé los brazos sobre mi pecho. Ya no tenía ganas de conversar. La charla me había drenado hasta la última gota de energía y solo quería que la camisa de Russell terminara de secarse para que se fuera.

—Nos parecemos más de lo que creía —sonrió, apenado.

Di un pequeño respingo dentro de mi mente, sin que este se reflejara en mi cuerpo más allá de un ligero movimiento de cejas. ¿De qué estaba hablando? Si acababa de demostrarme que éramos más diferentes de lo que jamás pude imaginar.

—Ambos somos raros —finalizó, la comisura de sus labios levantada.

Sonreí también.

—Aún entre los fenómenos —agregué, tomándole la mano.

El sonido de la secadora acabando de centrifugar no le dio ocasión de responder. Soltándonos como si alguien nos hubiese atrapado, ambos nos pusimos en pie. Estábamos tan cerca que nuestros brazos desnudos se rozaban.

—Parece que eso es todo —reí.

Russell permanecía igual de serio. Hablar de Eugene y cómo se sentía al respecto lo había apagado un poco. Para ser sincero, no me era difícil ver el porqué. Eugene lo hacía sentirse como él me hacía sentir a mí: infantil, inadecuado, indigno.

Y tal vez fue la envidia de que aquel extraño de su pasado tuviese tanto poder sobre él lo que me hizo hablar. La esperanzadora perspectiva de que yo, el ser patético que era Gordon Shipman, podía concederle algo que para la criatura mítica que era Eugene Frannagan Pratt sería imposible.

La contraindicación era que Eugene y yo teníamos mucho en común. Me era sencillo imaginarme la decepción y la angustia en sus ojos azules al toparse con que Russell no sentía lo mismo, porque era la misma mirada que yo había tenido en tantas ocasiones. La mirada que me esforcé por ocultar cuando, acariciándole la mejilla, apretujado contra él en el reducido espacio junto al lavarropas, dije:

—No tienes que amarme.

El rostro se le iluminó. Ni siquiera estaba sonriendo, solo comenzó a brillar con luz propia, lleno de una alegría inesperada que eclosionaba detrás de sus desconcertadas pupilas.

—Solo miente —supliqué contra sus labios—. Es todo lo que necesito.

Russell puso sus brazos alrededor de mí e inspiró con los dientes apretados, como si estuviera luchando contra un instinto o, mejor dicho, contra el conocimiento de que lo que hacía estaba mal.

—No, no es lo que necesitas —me advirtió, estrechándome bajo las palmas de sus manos—. Gordon, esto ha sido espantosamente egoísta de mi parte...

—Russ...

—No puedes lidiar con esto. Y te aseguro que lo que menos deseo es hablar como si supiera lo que es mejor para ti, pero... me consta que tengo razón.

A pesar de la naturaleza negativa de sus palabras, parecía incapaz de soltarme. Continuábamos unidos, boca a boca, abrazándonos.

—Nunca debí permitir que esto sucediera. Nunca debí tomar ventaja de que...

Lo besé de sorpresa para apaciguar sus inquietudes.

—No me estás obligando a nada —dije—. Quiero estar contigo y... y acepto las condiciones. Aceptaré las condiciones necesarias para que podamos estar juntos.

—Gordon...

—Solo di que me amas y lo creeré. Tengo que creerlo. Miénteme y todo estará bien.

—Yo no sé si...

—Por favor —le imploré. Me sentía cercano al límite y no quería que me viese llorar.

Russell suspiró con los ojos cerrados, haciendo de tripas corazón para enfrentarse a cualquiera fuese la decisión que iba a tomar. Entonces colocó las manos a cada lado de mi rostro y acarició mis mejillas con los pulgares, sus enturbiados ojos cafés buscando los míos. Y tras humedecerse los labios, pronunció las palabras mágicas:

—Te amo.

Tragó saliva y unió los párpados con fuerza, como si parir aquella confesión hubiese sido una tarea titánica. Debía serlo, al menos para él, y una electrizante descarga de orgullo se mezcló con la dicha que me ocasionaba la mentira.

—Te amo —repetí, bajito, tan cerca como nuestros cuerpos limitados nos lo permitían.

—También te amo —susurró, con algo más de facilidad.

Lo besé.

—Te amo.

—Yo también.

Así seguimos, besándonos ydeclarándonos, como un par de tórtolos. Para la quinta vez, ya no se notaba niun atisbo de torpeza. Para la décima —que fue sobre mi cama—, parecía decirloen serio.

CONTINUARÁ...

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