Capítulo 34
Los Ángeles, 1968.
Sucedió un viernes por la tarde. Más temprano ese día, el señor Richards recibió una llamada alertándole que su nieta había entrado en trabajo de parto, lo cual, sumado a la baja marea de clientes, causó que decidiera cerrar una hora antes. Desearía poder decir que eso me alegró. La verdad era que con frecuencia me encontraba sin saber qué hacer con el tiempo —más allá de pensar y beber, mis dos peores costumbres—, y lo último que necesitaba era aumentar los espacios en blanco.
Un leve entusiasmo me embargó durante el viaje en coche, disparado por el cielo azul y el brillo del sol que se volcaba sobre la calle, e influenciado hasta cierto punto por lo rozagantes que lucían los colores de mi vecindario. Eran los años sesenta: la era de la ropa más ridícula y la música más extraña que la humanidad hubiera conocido, y lo que las películas sobre la época muestran era la pura realidad. El mundo fulguraba con un resplandor sobresaturado, y no había razón para estar triste con el despliegue de vida que sucedía a mi alrededor.
En lo que duró el trayecto, le di vueltas y vueltas a todas las actividades entretenidas en las que podía enfrascarme cuando fuera libre. No hay mayor placer luego de una ardua jornada laboral que imaginarse a uno mismo sentado en la comodidad de su sala, leyendo un libro o mirando televisión. Quizás incluso podría ir a cenar a un restaurante donde jamás hubiera comido o tomarme unas breves vacaciones en la playa o ser el primer hombre en pisar la luna.
Podía hacer cualquier cosa en ese recorrido de la farmacia a mi hogar y, sin embargo, cualquier voluntad de llevar mis planes a cabo desaparecería tan pronto como bajara del vehículo. Y ese día no fue la excepción. Metí el Packard en la cochera y recorrí el camino de grava, arrastrando los pies como siempre, y cuando cerré la puerta y contemplé esa casa desconocida, aquel débil latido de motivación abandonó mi cuerpo.
Aletargado, me sumergí en mi sillón y me quité los zapatos sin siquiera usar las manos. No había encendido el televisor y las revistas que gustaban de amontonarse en la mesa de café estaban demasiado lejos. Con algo de esfuerzo, hubiera podido estirarme y activar el radio, pero no tenía deseos de moverme más. Estaba deshecho y mi única opción era quedarme allí, viendo los minutos pasar, hasta que llegase la hora de la cena.
De repente, sonó el timbre, provocándome un sobresalto. Cuando mi primera reacción cedió y tuve oportunidad de racionalizarlo, me di cuenta de que no tenía sentido. Aunque sabía que había estado pestañeando más de la cuenta y existía una posibilidad de que me hubiera quedado dormido, no debía haber transcurrido mucho tiempo, y dado que había salido antes del trabajo sin avisarle a nadie, aquella no podía ser una de las apariciones de Debra.
Le eché un vistazo a mi reloj de pulsera y comprobé que, en efecto, solo llevaba una media hora reposando. A lo mejor era uno de esos terribles vendedores puerta en puerta que, asumiendo que en una casa así solo podía vivir un hombre casado, esperaban encontrarse con la madre de familia. No obstante, un nuevo timbrazo me convenció de que aquella visita era más importante de lo que quería creer.
Apoyé las manos en los brazos del sillón y me impulsé hacia adelante, emprendiendo mi lenta marcha hacia la entrada. Los acontecimientos de los últimos años habían hecho todo por convertirme en un anciano antes de siquiera llegar a los cuarenta.
No entendía qué estaba sucediendo. ¿Acaso Debra habría ido a verme a la farmacia y descubierto que no estaba allí? Era la única posibilidad; ya no me quedaban más amigos.
Con esto en mente, caminé hacia la puerta y la abrí de golpe, sin siquiera disimular mi expresión de cansancio. Mis ojos de inmediato viraron hacia arriba, esperando encontrarse con la exagerada altura de Debra. Se sorprendieron al no ver más que el suave balanceo de los árboles y un cielo despejado, y se desorbitaron al bajar y dar con lo que realmente estaba en nuestro pórtico.
Era ella, con su metro sesenta sobre zapatos bajos y el cabello desparramándose sobre sus hombros, tan diferente de la imagen que le ofrecía al público. Con sus pantalones de cintura alta y la chaqueta entre las manos, como si intentara cubrirse. Con una mirada tan colmada de vergüenza y resignación, que bien pudo haber recurrido a mí para que la ayudase a enterrar un cadáver.
Retrocedí un par de pasos sin decir una palabra. Maureen volvió a hacer ese gesto tan suyo, el de acomodarse un mechón de pelo detrás de la oreja. Por la extraña y sumisa inclinación de su cabeza, parecía que trataba de esconderla entre los hombros.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
A lo largo de su trayectoria, la había escuchado enunciar líneas con la más firme de las convicciones, enmudeciendo ciudades enteras gracias a su espectacular dicción. Ahora, su voz salía como un susurro inquietante, un lloriqueo que se le atoraba en la garganta, que raspaba al salir, que la lastimaba. El contraste me estremeció.
Cuando ya estaba empezando a interpretar mi falta de reacción como un «no» rotundo, conseguí acumular la valentía necesaria para contestar; no verbalmente —no hubiese podido—, sino que haciéndome a un lado y gesticulando con un caballeroso movimiento de mi brazo.
—Gracias —murmuró, yendo directo a la sala de estar mientras yo me quedaba cerrando la puerta.
En cuanto pude alcanzarla, noté la forma en que analizaba los alrededores. Era lógico; después de casi una década sin poner un pie en aquella casa, debía parecerle tan irreal como a mí. Además, su estado actual no se asemejaba en nada al que tenía cuando la había dejado.
—Veo que has redecorado —dijo.
Su esfuerzo por iniciar una charla casual después de aparecerse en mi entrada luego de todo lo sucedido me habría molestado, de no ser porque yo también ansiaba esa naturalidad, ese tiempo fuera para acostumbrarme a su presencia.
No me entraba en la cabeza que estuviese ahí, en mi sala, en nuestro hogar. Porque sin importar lo que hubiese pasado antes, aquel siempre sería nuestro hogar, y ella siempre tendría el derecho a volver. Cansada, furiosa, con el corazón roto; podía volver como quisiera y mi obligación nunca dejaría de ser tenderle una alfombra roja, como hacía la gente en todas partes del mundo. La reina podía jugar a ser una princesita todo lo que quisiera, pero el trono y la corona siempre llevarían su nombre.
—Fue idea de Debra —respondí, temeroso de que interpretase la nueva imagen de su castillo como una profanación—. Ella tomó la mayor parte de las decisiones.
Maureen se humedeció los labios y asintió.
—Oh, ya veo. Así que... ¿tú y Debra?
Mi estómago dio un salto acrobático.
—No, no, no, no —aclaré enseguida—. No, Dios mío... ¡No! No, solo somos amigos. No.
—Está bien, te creo —rio levemente, tomando asiento en el sofá y doblando la chaqueta sobre su regazo—. Ha hecho un trabajo estupendo.
—Se siente muy orgullosa.
Me acomodé a su lado, asegurándome de crear cierta distancia entre nuestros cuerpos, y la contemplé. Vista desde cerca, eran evidentes las suaves manchas rojas que se habían formado alrededor de sus ojos. Ella seguía mirando, curiosa y devastada, idólatra y despreciativa. Yo no podía mirar nada más.
—Algo me dice que no estás aquí para tomar el té —comenté de repente, haciéndola dar un respingo.
Maureen se volvió hacia mí, ladeando la cabeza, todo rastro de cotidianeidad y etiqueta borrándose de su rostro.
—No —suspiró.
Su pecho había iniciado un lento crescendo rumbo a la respiración violenta y sus manos buscaron el pañuelo dentro de su bolso.
—Vine a disculparme.
Iba a preguntarle por qué, pero la inmediatez con la que sus ojos se llenaron de lágrimas y apocados quejidos comenzaron a brotar de sus labios, me desarmó por completo. Segundos más tarde yo me estaba apresurando para llevarle un vaso de agua, mientras ella se refugiaba en el pañuelo, gimoteando una y otra vez la palabra «perdóname».
—Bebe un poco —le sugerí, entregándole el vaso y sentándome de nuevo.
Ella me lo agradeció y dio un trago largo y desesperante. Cuando hubo terminado y sus nervios se hubieron sosegado, abandonó la bebida sobre la mesa de café y se secó las mejillas. Aunque sentí un impulso de frotarle la espalda a modo de consuelo, su blusa color menta parecía tan costosa y fuera de mi alcance que el temor a ensuciarla me paralizó.
—¿Te sientes mejor? —consulté. Ella se limitó a mirarme—. Vamos, cuéntame qué ocurre.
Tomó aire y se preparó para hablar, posiblemente asustada de romper su propia calma. Aun así, años de entrenamiento con los mejores maestros del arte dramático no supieron ayudarla a que el temblequeo de su tono desapareciera.
—Gordon... ¿sabes lo que es la endometriosis?
Tragué saliva.
—Tú... —empecé, pero una perturbadora risa cínica de su parte me interrumpió.
Maureen se puso de pie y comenzó a caminar hacia la chimenea.
—Es curioso —dijo como si se burlara de ella misma, acariciando la repisa vacía—. Curioso y muy triste. Mi abuela sufrió tres abortos espontáneos, tanto mi madre como mi bisabuela murieron dando a luz, mi tía falleció durante un embarazo de alto riesgo que insistió en llevar a término. Es casi como... como si las mujeres en mi familia estuviesen malditas. Supongo que en cierto modo lo estamos.
Se giró hacia mí con la mano aún sobre la chimenea. Su semblante estaba surcado por la impotencia y el arrepentimiento. Los músculos alrededor de la boca le vibraban. Yo no me atrevía a hablar.
—Russell y yo hemos estado buscando un hijo —prosiguió, y mi corazón se contrajo—, pero no ha habido suerte. Podría decirse que estamos teniendo... una sospechosa cantidad de mala suerte.
Por unos instantes, el dolor no la dejó continuar. Apretó los párpados y ahogó un sollozo, con las manos entrelazadas sobre el pecho. Ya no podía controlar el llanto, y tampoco tenía interés en hacerlo. Su vulnerabilidad había sido revelada, me había hecho consciente de ella, y lo sabía. Mantener su fachada de fortaleza habría sido un desperdicio, teniendo en cuenta que ahora debería reunir fuerzas para lo que venía.
—No podía ser coincidencia —siguió explicándome—. Decidimos acudir a un médico especializado. Me hizo... me hizo toda clase de pruebas. Esta mañana me entregaron los resultados.
Ni siquiera hacía falta preguntárselos; los llevaba escritos en todo el rostro. Conociendo a Maureen tan bien como hasta el día de hoy creo hacerlo, rápidamente deduje que ese diagnóstico se convertiría en su carta de presentación; no porque fuera a decírselo a cada persona que se encontrara, sino porque ella misma nunca sería capaz de separar su identidad de él. Estaba en su cuerpo, en su familia, en la razón por la que su madre jamás llegó a tenerla en brazos. Estaba en su pasado, presente y futuro. Nuestro matrimonio fallido, nuestra familia destrozada, nuestro odio.
Ese día supuso un cambio de paradigma para ella, que rigió sobre su vida hasta muchos años después. Más de una década de frustración la había orillado a detestarme, y ahora se veía obligada a redirigir todo ese resentimiento hacia ella misma, hacia sus propias entrañas.
—Tú no eres estéril, Gordon —susurró, mirándome a los ojos—, yo lo soy.
No me había golpeado hasta ese momento. El peso de la revelación me impactó con la brutalidad de un toro de lidia, desatando un torrente de recuerdos abrumador. Los médicos no habían confirmado nada. Lo único que hicieron fue advertirles a mis padres que el accidente podría causar irregularidades en mi desarrollo reproductivo, que había una gran posibilidad de que sufriera de esterilidad en el futuro. No hubo ningún tipo de examen o seguimiento que determinara la realización de sus predicciones.
Maureen, en cambio, tenía todo un historial familiar de embarazos fallidos, partos difíciles y muertes relacionadas. Había estado con otro hombre —sin importar cuánto eso me doliera— y la respuesta fue la misma. Un profesional le había hecho los análisis pertinentes y dado un veredicto certero.
Jamás llegué tan lejos con ninguna otra mujer. Ella fue la primera y la última. Ella fue el problema desde el principio.
Estaba tan mareado que incluso manteniéndome quieto me sentía como si me encontrase en una balsa en medio del mar. Maureen lloraba y lloraba y yo no podía siquiera acercarme para ofrecerle contención. No podía siquiera asegurar que quisiera ofrecerle contención. Todo en lo que lograba pensar era que lo único que había hecho mal en mi vida fue elegirla, a pesar de saber que me equivocaba.
Si no me hubiera casado con Maureen, si hubiese escogido a cualquier otra mujer, quizás en ese preciso momento estaría llegando a casa, solo para ser embestido por un par de entusiastas chiquillos, besando mi rostro y aferrándose a mis piernas, correteando a mi alrededor. Quizás no habría tenido que lidiar con la desagradable gente de Hollywood, ni con la terrible bruja del orfanato, ni con un traumático divorcio. Quizás no hubiera pasado tanto tiempo aborreciéndome, deseando que me partiera un rayo, por algo que ni siquiera era mi culpa. Quizás no hubiera conocido el alcohol. Quizás no hubiera conocido a Russell, y hoy podría decir que tuve una vida normal y feliz.
Pero no. La había elegido a ella. ¿Y todo para qué? ¿Para que me hiciera sentir como basura y luego me abandonase por otro hombre? ¿Para que destrozara mi arte y escupiera sobre mi dignidad? ¿Para que me convirtiera en el ser despreciable que nunca pude dejar de ser? No lo valía. No lo valía y aun así la había defendido, enaltecido y adorado. No lo valía y aun así me di permiso de transformarla en mi iglesia, renunciando a mi masculinidad, a los valores que me habían inculcado, al legado Shipman.
Para peor, lo entendía cuando ya era demasiado tarde. No podía empezar de nuevo a los treinta y siete y, aunque hubiera podido hacerlo, el deterioro de mi esencia era irreversible. Me había cambiado, me había destruido, y luego decidió marcharse en busca de una mejor opción.
Aquello también representaba un nuevo paradigma para mí. Maureen me había guardado rencor todo este tiempo, cuando en realidad era ella misma a quien debía odiar. Me correspondía hacer lo mismo. Debía odiar a Maureen. Debía y quería odiar a Maureen. Era la causante de todo, el detonante de cada una de mis desgracias, la semilla de la que creció mi falta de autoestima. Hubiera sido tan fácil repudiarla. Ella lo había hecho conmigo desde que tuvo conciencia de mi supuesto mal.
—Lo lamento tanto...
Sin embargo, no podía. Me era imposible. Oírla llorar, verla caer del pedestal donde Norteamérica la había puesto y desplomarse en la inmundicia a la que yo ya estaba aclimatado, despertaba en mí una ternura tan inmensa, que no quedaba espacio para nada más.
—No tienes que disculparte —le contesté, levantándome y precipitándome hacia sus brazos.
Se presionó contra mí como si de un salvavidas me tratase, sus uñas aprisionando la parte trasera de mi camisa, sus sollozos amortiguados por la superficie de mi hombro. Era irreal. Su cabello se pegaba a mis pestañas mojadas, su perfume me embriagaba más que cualquier trago. Tenía la cabeza dándome vueltas y lo único que podía hacer era apretujarla, con terror a que se escapara de mi agarre si no lo mantenía lo bastante firme.
—Todo va a estar bien —prometí—. Tú vas a estar bien.
—Oh, Gordon... —gimoteó ella—. Qué gran estúpida he sido.
—No, no digas eso —le supliqué—. No eres...
—¡Sí, sí lo soy! ¿No lo ves? Desde que me hablaste del accidente te hice sentir como si no sirvieras, cuando la verdad es que... la que no sirve soy yo.
Enseguida la separé de mí, sujetándole el rostro con firmeza, aunque sin llegar a lastimarla, para hacer que me mirase a la cara.
—Maureen, por Dios, escúchate. Esto es absurdo. ¿Tú una estúpida? ¿Tú inservible? ¡Eres una de las estrellas de cine más grandes del momento! Tan solo diez años atrás eras un ama de casa como cualquier otra... ¡Demonios, incluso mejor que cualquier otra! Eras excelente en lo que hacías. Y, aun así, decidiste que no era todo lo que querías para tu vida y fuiste por más. Cuando se te presentó la oportunidad, la tomaste, a pesar de que era algo nuevo, a pesar de que estabas asustada, a pesar de que... a pesar de que yo no te apoyé. —Me dio una terrible vergüenza reconocer ese detalle—.
»Durante meses, fui testigo de cómo esas personas te trataban. No todos ellos, pero la gran mayoría. Los intentos por hacerte quedar en ridículo, los comentarios condescendientes, los insultos disfrazados de cumplidos; yo lo vi todo. Un enorme porcentaje de esa gente no creía que fueras digna de estar ahí, pero tú les demostraste lo contrario. Les demostraste lo contrario con tu valentía, con tu fortaleza, con tu amabilidad... y con tu talento. Ni siquiera tengo que ser el primero en decirte que tienes talento, porque la prensa lo ha repetido hasta el cansancio.
»¿Por qué crees que me decían constantemente que te cuidara? Ellos sabían que yo no estaba a la altura de una mujer como tú. —Ella bajó la mirada y soltó una risita incrédula—. No, lo digo en serio. Estéril o no, cualquiera de nosotros, tú estabas fuera de mi liga. ¿Acaso no te enteraste de lo sorprendidos que estaban nuestros antiguos compañeros, de que te hubieras casado conmigo? ¡No tenía sentido! ¿Cómo alguien como tú podría... amarme?
Apesadumbrado, la liberé. Si la hubiera contemplado por un instante más, me habría venido abajo. Eso no hubiese sido bueno para ninguno de los dos, en especial para ella. Ella me necesitaba fuerte, recordándole que siempre tendría en mí una roca donde apoyarse, alguien que la sacaría adelante pasara lo que pasara. Después de que me arruinase, yo seguía desesperado por merecerla.
—Yo sí te amé. —La escuché decir detrás de mí, mientras yo caminaba hacia la ventana—. Gordon, ¿no lo entiendes? Fuiste el primer hombre al que amé de verdad. Me entregué a ti, me casé contigo, te elegí. Yo te elegí, Gordon. Quería formar una familia a tu lado, no por el simple hecho de tener hijos, sino porque quería que tú fueras su padre.
—¿Y por qué lo estás eligiendo a él? —cuestioné con despecho.
Sus pasos me alcanzaron y pronto sentí una mano cálida posarse sobre mi hombro.
—Eso no lo sé —dijo ella—, pero no tiene nada que ver contigo.
Giré para mirarla. La puesta del sol se había iniciado y, combinada con las luces de la calle, le proporcionaba a sus facciones un brillo angelical. No me hacían falta más pruebas de que aún la amaba, pero de haberlas necesitado, allí estaban todas.
Le sonreí y ella hizo lo propio. Cuando me quise acordar, nuestros dedos estaban entrelazados y, sin saber muy bien quién guiaba a quién, nos fuimos acercando al sillón. Ese sillón que ya no era el mío y que, pese a ello, se sentía más nuestro que nunca.
Tomamos asiento; yo sobre el mueble y ella sobre mi regazo. Aunque no había nada que diese pie a una situación romántica, se había generado una honesta intimidad entre los dos. Maureen recargó la cabeza en mi pecho y mis brazos envolvieron su estrecha cintura. Cerré los ojos una vez más y me dispuse a saborear aquel perfume; el aroma del Cielo.
Ojalá hubiese muerto allí, con ella encima, con ese éxtasis hogareño que tanto añoraba erizándome los vellos de la nuca.
—Siento mucho haber manejado tan mal las cosas —declaró en voz baja.
La sostuve con más fuerza y, de algún modo, me resistí a la urgencia de besarle la frente.
—Yo no te lo puse fácil —reconocí—. No pudiste haberlo hecho de otra manera.
—Aun así... —Comenzó a juguetear con los botones de mi camisa—. Te humillamos. Todo fue tan injusto. Ni siquiera puedo imaginar la reacción que habrá tenido tu padre cuando...
—Olvídate de eso. Está en el pasado.
Maureen resopló.
—No tienes idea de cuánto desearía poder repetirlo... corregirlo. Hacerlo diferente.
Le tomé la mano una vez más. La metálica presencia de su nuevo anillo de bodas me hería en lo más profundo. Parecía tan sencillo y, al mismo tiempo, debía ser más caro de lo que yo jamás hubiera soñado comprarle. Quería arrancárselo del dedo, arrojarlo a la chimenea, por la ventana, a donde fuese, pero sabía que no podía hacerlo. Eso le correspondía a ella.
—No vamos a repetir el pasado —aclaré, y acto seguido coloqué mis labios contra su sien—, lo vamos a mejorar.
Mi exesposa se enderezó repentinamente y me observó, confundida.
—¿A qué te refieres?
No pude sino reír, meneando la cabeza de lado a lado sin soltarle la mano.
—Te estoy perdonando. Viniste a pedirme perdón y lo conseguiste. Ahora... ahora podemos empezar de nuevo.
—¿Empezar de nuevo?
—¡Sí! —exclamé, lleno de emoción—. ¿No lo ves? Lo que haya pasado en estos últimos años, cualquier cosa que hayamos creído, que podamos o no tener hijos... todo eso es irrelevante. Ha cambiado por completo, ya no se aplica. Lo único que siempre fue real es el amor que nos tuvimos; tú misma lo dijiste. Es lo único real que nos ha pasado y esta es la ocasión perfecta para recuperarlo.
—Gordon, no creo que me entiendas... —murmuró Maureen, levantándose y escapando de mi abrazo.
Estaba tan extasiado por aquella presunta segunda oportunidad que no podía ver la turbulencia en sus ojos, la forma en que seguía retrocediendo, como si acabara de darse cuenta de que estaba viviendo una película de Hitchcock.
—Yo también quiero hacer las cosas diferentes —insistí—. Sin mentiras, sin secretos, sin guardarnos rencor. Simplemente volver a cuando éramos adolescentes; cuando el futuro no importaba y nuestras preocupaciones solo tenían que ver con lo que haríamos el fin de semana. Nada de niños o de trabajo o de cuentas a pagar. Podemos volver a ser así. Si todo lo que pasó después fue un error de cálculo o un malentendido, no tenemos que dejar que nos condicione; al menos yo no lo dejaré.
—Gordon...
—Te estoy disculpando. Te estoy disculpando por todo. Por Russell, por el divorcio, por lo poco hombre que me hiciste sentir. Y juro que si regresas, no lo mencionaré de nuevo jamás. Esta será tu casa tal y como siempre fue. La redecoraremos a tu gusto, si así lo prefieres. Todo se hará como tú digas, ya no me importa más. Todo lo que quiero es volver a intentarlo.
—Pero yo no quiero eso.
Al principio no la oí. Metido como estaba en mi propio discurso, imaginé que se trataría de otra interrupción vacía, digna de una cinta romántica, siguiendo la línea de «pero no podemos, aunque queramos». Estaba preparado para continuar, no solo con aquel monólogo cargado de esperanza, sino con el resto de nuestras vidas. Me había convencido de que aquello era apenas un bache del que estábamos a punto de salir, no sin cicatrices, pero al fin y al cabo en una pieza.
Entonces la escuché.
—¿Q-qué dijiste? —tartamudeé, el peso de la angustia aplastando mi corazón y machacando mis huesos.
Maureen lucía triste, mas no avergonzada o insegura. Ella ya había tomado su decisión y la lástima que debía tenerme no la haría desistir.
—Gordon, lo siento, pero no vine hasta aquí para que volvamos a estar juntos.
El nudo que se formó en mi garganta apenas me dio espacio para hablar.
—Pero... pero dijiste que...
—Desearía haber hecho las cosas diferentes, es cierto. Desearía haber sido más honesta, más transparente. Desearía no haberte hecho sentir culpable por algo que solo era culpa mía, desearía no haberte dicho cosas tan espantosas, desearía no haberme escapado de ti como si fueras un criminal. Desearía haberte hablado de lo sucedido con Russell mucho antes, y por supuesto que desearía no haberte expuesto de esa manera. Desearía que nos hubiéramos separado por las buenas.
»Pero bajo ningún concepto podría arrepentirme de que lo nuestro haya terminado. Porque hasta el día de hoy siento que fue lo mejor. Russ ha sido una excelente influencia para mí. Me dio carácter, me dio entereza, me dio fuerza de voluntad.
—¿Y yo qué hice? —demandé saber, sin alzar la voz.
Maureen suspiró.
—Ya te lo dije. Fuiste mi primer amor, y siempre lo serás. Siempre tendrás un lugar especial en mi mente, pero... ese lugar es la memoria, el pasado. Necesito mirar hacia adelante. Adelante solo puedo ver a... a Russell.
Crucé los brazos. Ella me ofrecía una sonrisa rota, implorante, esperando que sus palabras surtieran algún efecto en mí, cuando todo cuanto hacían era lastimarme. Su fingida piedad, su madurez aparente que la haría parecer superior a mí ante los ojos de cualquier espectador, solo alimentaba a un monstruo que se hacía cada vez más y más grande, hasta entonces dormido en el útero de mi integridad. Ese monstruo se llamaba resentimiento, y estaba a una sacudida más de despertarse.
—Sabes que él no te ama, ¿cierto? —escupí.
Maureen se pasó la mano por el rostro.
—Gordon, por favor...
—No, necesitas oírlo. —La mujer comenzó a avanzar hacia la puerta y yo la seguí, tomándola fuertemente del brazo para obligarla a voltearse—. Russell no te ama. No sé qué te haya dicho a ti, pero él siempre se opuso al matrimonio y en especial a tener hijos.
—Mentiroso —repuso ella—. Yo no tengo idea de lo que te haya dicho o cómo lo hayas interpretado, pero tú no conoces a Russell lo suficiente para afirmar que...
—¡Claro que lo conozco! —grité—. Lo conozco mucho más que tú. Mientras tú te divertías cotilleando con todas esas horribles serpientes, yo hablaba con él. Por eso estoy enterado de su postura sobre casarse y sobre la paternidad, entre varias otras cosas. Es más, apuesto a que ni siquiera estás al tanto de todo el asunto de su hermano.
Maureen se llevó las manos a las caderas y exhaló una pequeña risa, apenas un «hmn» escabulléndose de sus labios cerrados.
—¿Te refieres a Linus? Fuimos a visitarlo hace un par de meses.
El solo pensamiento de que Russell hubiera compartido algo tan íntimo con ella me dolió. Si bien no tenía sentido, pues eran esposos y resultaba natural que se acompañaran en este tipo de situaciones, no podía evitar sentir cierta ofensa. Russell me había confiado aquello a mí hacía muchos años, yo era el único individuo con el que se atrevía a hablar de aquel tema, y ahora había alguien más que ocupaba ese lugar en su vida.
De alguna manera, tomé eso como un agravio personal. No solo me había quitado todo lo que poseía, sino que también decidió darle lo poco que me quedaba a quien arrancó de mi vida sin pedir permiso.
Comenzaba a aceptar que Russell no era quien yo creía. Había estado molesto con él antes, sí; lo había odiado, por supuesto; pero hasta entonces siempre había sido desde un ángulo comprensivo y benevolente. En mi imaginación, Russell era tan inocente como yo, a pesar de que lo detestara por lo que hizo. Ahora mi concepto de él había cambiado por completo y, por primera vez, me sentía verdaderamente traicionado.
Quería lastimarlo. Quería lastimarlo y no sabía cómo. Y mi sed de venganza me cegó y me hizo olvidar que lo que importaba en ese momento era recuperar a Maureen; que ese debía ser el primer paso y el resto caería por efecto dominó; que lo único que anhelaba en este mundo era volver a tenerla entre mis brazos. Así que tomé aire y di una última puñalada.
—Claro, es lógico —sonreí, descolocándola—. Son marido y mujer. Saben todo el uno del otro. Sus amigos, sus familias, sus intereses... sus promesas.
Maureen frunció el ceño.
—¿De qué estás hablando?
Me encogí de hombros con malicia.
—Supuse que lo sabrías. La promesa misteriosa que Russell hizo en Venice Beach hace años. No te preocupes, yo tampoco tengo claro de qué se trata.
Mi expareja lucía dolorosamente engañada. En sus ojos pude reconocer una duda que los míos ya habían demostrado tiempo atrás. Los primeros atisbos de pánico al descubrir una verdad que debía permanecer oculta, la búsqueda de respuestas a una pregunta que jamás debió ser planteada. Maureen intentaba procesar aquella nueva información, incluso sin estar segura de su veracidad, pues, aunque fuese mentira, le había revelado una posibilidad aterradora: la de que su actual marido no fuera honesto al cien por cien.
Los dos apenas nos estábamos enterando de que podíamos desconfiar de Russell, de que teníamos tanto la opción como la capacidad. Habíamos empezado a dimensionar que lo que veíamos no era el panorama completo, sino que apenas un ángulo en torno al cual habíamos diseñado una identidad, una caja donde meter a alguien que, según nos estábamos enterando, era en el fondo un ser humano completo.
En ese corto lapso, detecté toda esta incertidumbre en Maureen y me compadecí de ella. No obstante, ninguno dejó caer su muralla. Yo evité retractarme y ella subió el nivel de agresividad, pues sin querer le había declarado la guerra y ya no había sitio para la paz entre nosotros.
—No entiendo una palabra de lo que dices —me escupió—, pero vete a la mierda. ¿Me oíste, Gordon? ¡Vete a la mierda!
Con la rabia y la impotencia tomando posesión de su cuerpo, le propinó a la lámpara de pie más cercana una patada que la hizo bailar, y caminó violentamente hacia el sofá, dispuesta a tomar su chaqueta y largarse.
—Espera, Maureen, no te vayas —le rogué de manera monótona, sin hacer ningún intento por retenerla. No hubiera podido. Era como si mi cuerpo y mi voz ya hubieran aceptado la derrota.
Maureen frenó en seco bajo el umbral que separaba a la entrada de la sala de estar. Su rostro estaba tan rojo como una llaga infectada.
—¿Que no me vaya? Si a ti no te importa si me voy o no. Lo que te interesa es ganar. Ganar cualquiera sea el juego enfermo que estás jugando. Quieres ser el que salga menos herido o dar esa impresión. Quieres ser el que termine sintiéndose menos miserable, y quieres lograr eso a cualquier costo, aunque tengas que arruinarles la vida a los demás.
Se acercó despacio, hasta que tuvo que alzar el mentón un par de centímetros para mirarme directamente.
—Eso es lo que haces mejor —agregó en un susurro—. Y estoy deseando que todo el mundo se dé cuenta. Estoy deseando que ella se dé cuenta... de la clase de persona que decidió defender, por encima de su mejor amiga, de su hermana del alma. Espero enterarme, porque no tienes idea de cuánto voy a disfrutarlo.
Una rapaz sonrisa se delineó en sus labios. Una sonrisa que jamás había visto en ella, llena de sadismo y calma. Una sonrisa que me disminuyó al tamaño de una hormiga que ella estaba anhelando aplastar.
—¿Qué nos está pasando? —musité, notándome, una vez más, al borde del llanto.
Ella no dijo nada, aunque la sonrisa fue desdibujándose de a poco.
—¿No te acuerdas? Nuestra boda... Pienso en eso todo el tiempo. Todavía tengo el álbum. —Una tenue necesidad de tragar saliva me interrumpió, y un sonido penoso emergió de mi garganta—. Éramos... éramos felices, ¿no? Nos amábamos, ¿cierto?
Maureen miró hacia abajo, conflictuada.
—¿Nos amábamos? —volví a preguntar.
Mi exesposa resopló y levantó la vista lentamente.
—Claro que nos amábamos.
Su confirmación debió haberme ofrecido consuelo, pero en lugar de eso, me entristeció aún más. Me sentía inútil, incluso comparado con lo que había sentido en mis años de esterilidad falsa. No había obstáculos para arreglar nuestra relación, todos habían desaparecido o eran fácilmente reparables, y, sin embargo, no estaba en mi poder hacer nada al respecto. No dependía solo de mí.
—¿Entonces cuál es el problema? —sollocé a modo de súplica.
Maureen apretó los párpados con fuerza, las lágrimas inundándola de nuevo mientras su boca se deformaba en una mueca de profunda aflicción. Negó con la cabeza.
—Yo lo soy.
Abrazarla otra vez habría sido un error tremendo. Estaba claro que ella no quería que lo hiciera. Su rechazo hacia mí ya había salido a la luz, ahora de forma mucho más explícita, más visceral, y un contacto físico tan simple no nos habría beneficiado ni dignificado en lo más mínimo.
Me observó por debajo de sus infinitas pestañas, rogándome por algo que yo no llegaba a comprender. A lo mejor clemencia. La clemencia suficiente para dejarla ir sin pedirle más explicaciones. Y antes de que yo pudiera responder a su plegaria, ella misma lo hizo.
—Debería irme —dijo, sorbiendo por la nariz y recogiendo los trozos de su orgullo—. De verdad.
Sin esperar por mi aprobación, salió de la casa. La seguí hasta el pórtico, sinceramente preocupado.
—Espera —le pedí—, ¿estás segura de que estás en condiciones de conducir? Puedo llamarte un taxi si quieres.
—No hay problema —explicó, todavía alterada—. Mi prima me trajo y está esperando a unas pocas cuadras de aquí. Me llevará con su familia y pasaré el fin de semana con ellos. Necesito un par de días para aclarar mis ideas, con todo lo que ha pasado.
—Entiendo —asentí—. Pero sabes que... sabes que siempre tendrás un lugar donde aclarar tus ideas aquí, ¿cierto?
No pudo evitar reírse.
—Esta es la meca de las ideas poco claras para mí. No creo que vuelva.
La opresión en mi pecho se intensificó con su encantadora negativa.
—Al menos dime si lo que dijiste hace un rato... cuando estabas enfadada... era cierto.
Ella tomó aire para hablar, mas enseguida desistió, concluyendo que le haría falta unos instantes para pensarlo. Y pensó y pensó y pensó. Durante unos interminables segundos, con una nueva brisa recorriéndole el cabello y los pliegues de la ropa, con los ojos aún húmedos y los árboles balanceándose detrás de ella, se cuestionó si era cierto.
Entrelacé las manos frente a mi cuerpo y alcé las cejas, indicándole que estaba listo para escucharla. Abrió la boca a una velocidad agonizante y exhaló un último suspiro.
—Adiós, Gordon.
Tras este veredicto final —que de veredicto tenía poco— selló la sentencia y giró sobre sus talones, dispuesta a abandonar la casa que antaño había sido su hogar.
La perseguí con la mirada hasta perderla de vista, sin moverme de mi sitio, a sabiendas de que jamás la iba a recuperar. Cuando ya no quedaba de ella más que el fantasma de su perfume, entré de nuevo, cerré la puerta y apoyé la espalda contra ésta, llevándome las manos al rostro, por fin autorizándome para llorar abiertamente.
-o-o-o-
—¡Gordon! —chillaba Debra, haciendo sonar el timbre una y otra vez—. ¡Gordon, ábreme, sé que estás ahí!
La ignoré mientras le daba otro largo sorbo a mi botella de whisky. No sabía a ciencia cierta qué hora era, pero ya había anochecido. Habría pasado un buen rato bebiendo, cosa que se evidenciaba en mis ojos vidriosos y la sensación de sopor.
—¡No me importa si tengo que tirar la puerta abajo, ¿me oyes?! —amenazó la mujer que llevaba incontables minutos en mi pórtico, gritando y golpeando—. Sabes que podría hacerlo.
En efecto, lo sabía. A pesar de que no era una persona corpulenta —sino más bien todo lo contrario—, su estatura y energía exacerbada convertían a Debra en alguien capaz de realizar hazañas increíbles. La envejecida puerta de mi casa no era rival para las patadas de sus tacones.
Con todo, no planeaba ceder ante sus advertencias. Había tocado fondo. Había llevado lo sucedido tras mi divorcio a nuevas profundidades, todavía más oscuras que las que en principio habrían simbolizado el fin de mi caída.
Qué ridículo; no estaba recostado sobre mis propias heces o al borde de morir de inanición, pero el sabor de aquella primera derrota no era tan amargo y desalentador como el de la actual. Porque hasta en mi momento más sombrío abrigaba una minúscula esperanza de mejorar. Porque, aun sabiendo que Maureen estaba recorriendo el país con su nuevo marido, cada vez que oía el teléfono o los pasos sobre la madera de mi porche, deseaba que fuera ella.
Esa tarde había sido ella. Ella, que venía solo para confirmar que nunca volvería a ser. Solo para informarme que mi vida como la había conocido hasta entonces no era más que una mentira. Solo para que le tuviera lástima, para que le levantara el ánimo, y así poder retornar a los brazos de quien me había utilizado y defraudado, con fuerzas renovadas para seguir disfrutando de los lujos y la fama.
Nunca volvería a ser. Eso era todo en lo que podía pensar. No era mi culpa, pero eso no le impedía actuar como si yo fuera el único responsable.
Apenas se fue me sentí destruido. Un rato después, me sentí estafado, como si Maureen me hubiese robado las emociones para satisfacer a su herido ego de celebridad, como si el propósito de su «sincera» disculpa hubiera sido arrancarme algún último sentimiento y luego desechar la cáscara vacía. Y para cuando Debra llegó no quedaba nada más, salvo esa cáscara.
Lo siento, pensé. Una cáscara no puede levantarse para responder al timbre. Una cáscara no puede moverse del lugar en el que está. Una cáscara no puede hablar.
Como si pudiera leer mi mente, mi amiga se detuvo. El golpeteo también cesó y pronto me encontré de nuevo a solas con el silencio, mi respiración entrecortada y un extraño sonido que provenía de afuera.
—Por favor —imploró la voz de Debra, más suave y desgarrada de lo que nunca la hubiese oído—. Gordon, por favor, solo quiero saber si estás vivo. No abras si no quieres, no me des ninguna explicación, pero déjame saber que sigues ahí.
Estaba llorando. Debra Newman estaba llorando. Sus desconsolados lamentos se colaban dentro de mi hogar a través del fresco aire nocturno, ahogados pero atronadores, como un martilleo en mi conciencia.
Me aclaré la garganta y la noté rasposa. El estado de mis cuerdas vocales a consecuencia del alcohol me exigía ser breve.
—Sigo —contesté.
Debra suspiró, al parecer aliviada por mi escueto mensaje. Los siguientes lloriqueos fueron apenas un residuo de su pasada angustia y no tardaron en extinguirse.
—Bien —me dijo—. Llama cuando puedas... o cuando quieras. Solo llama, ¿de acuerdo?
No hacía falta responderle; ella sabía que yo la estaba escuchando. Un minuto más tarde, oí a su moderno coche retirándose y confirmé que había alejado a la única persona que en verdad se preocupaba por mí.
Pensé en Maureen y las palabras que le dedicó a su antigua aliada. ¿Estaría Debra dándose cuenta de que yo no valía la pena? ¿Se habría dado por vencida? Aun si ese hubiera sido el caso, me lo habría merecido. Y aunque me alegré de descubrir que estaba equivocado, de todas formas sentí que ya lo había perdido todo.
No, perdido no. Me lo habían quitado. Una vez más, irrumpió en mi mente la putrefacta idea de que Russell era el artífice de todos mis males. Aquel que le reveló a Maureen la existencia de otro mundo, mucho más brillante y espectacular del que yo podía ofrecerle. Aquel que le enseñó toda clase de palabras y teorías complicadas, no con el fin de abrirle los ojos, sino de separarla de mí. Aquel que simuló ser mi amigo, que se aprovechó de mi buena disposición a ayudar, de mi necesidad de que alguien me tuviera confianza, y acto seguido me disparó en una pierna.
Ni siquiera le apuntó al corazón. Su intención no era matarme; era hacerme sufrir, lisiarme, destrozarme por dentro.
Llegado a esta instancia, incluso dudaba que le interesara provocarme algún daño. Es que yo no le importaba en lo absoluto. No me veía como a un ser humano, sino como un pequeño obstáculo que saltar para llevarse la recompensa. Ese había sido su plan desde el principio. Cubrirme de flores y frases trilladas, como hacen con los cadáveres antes de enterrarlos.
Y mientras estaba ahí, sentado en ese sillón bajo la cruel influencia del whisky, eclosionó en mí una imagen diabólica. Maureen no dormiría en su casa esa noche; pensaba ir a quedarse con sus parientes. Russell no estaba grabando ninguna película y no le agradaba salir con propósitos recreativos; podía localizarlo ahí mismo.
Era la oportunidad de toda una vida. Russell no sentía pena al aplastar conceptos, pero si alguien lo hacía ver lo que había causado en una persona real, en un ser tan sapiente y complicado como él, su lado humanitario no lo resistiría.
Si pensaba bien mi próxima jugada, tenía entre manos el poder de demolerlo psicológicamente, tal y como él había hecho conmigo. Pero debía ser rápido. Algo en mi fuero interno me decía que, si no actuaba esa noche, no habría nada que pudiera hacer por la mañana.
Así que me levanté comopude, con un vago conocimiento de que lo que estaba por hacer era una locura, yme balanceé hacia el garaje. En tanto todo saliera como yo quería, RussellWeatherby estaba a punto de ser golpeado justo en la nariz por el karma.
CONTINUARÁ...
N/A: Mañana tengo un compromiso que podría tomarme todo el día, así que les dejo la actualización un poco más temprano que de costumbre. De todas formas, en mi país ya es miércoles. Espero de corazón que la disfruten; el próximo capítulo va a andar fuertecito, así que agárrense. Como último aviso, quiero pedirles que no se preocupen si en las próximas semanas desaparezco. Hay una situación que tengo que resolver y podría impedirme actualizar por un buen rato. Si quieren ayudar, encuentran mi ko-fi tanto en mi página de Facebook (Nicky la de Wattpad) como en nuestro humilde grupo (Lectores de Mi amigo Russell)
Saludos <3
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