Capítulo 33

Los Ángeles, 1967.

No sé cuántos días pasaron antes de que el refrigerador se vaciara de comida y mis bolsillos se vaciaran de dinero. Con las persianas bajas y mi visión demasiado nublosa para distinguir las manecillas del reloj, era imposible saber qué hora era. Debió haber transcurrido un buen tiempo, porque por primera vez en mi vida tenía una barba de verdad, sucia y desprolija.

Tengo que reconocer que eso último no era tan agradable como hubiera anticipado. Me costaba trabajo comer y el vómito y la saliva se secaban entre los vellos con frecuencia, formando una especie de mazacote que desprendía un olor repulsivo, justo debajo de mi nariz.

Encerrado, temeroso de contestar el teléfono y ser víctima de más humillaciones, sabía que tarde o temprano iba a morir allí y nadie jamás se daría cuenta. Los vecinos ya se habían quejado de los hedores que provenían de mi hogar, pero ninguno tenía la mínima decencia de llamar a la policía en caso de que ya me hubiese convertido en cadáver. Venían, azotaban la puerta y se iban. Supe que el hombre que vivía en mi misma planta se mudó —escuché conversaciones lejanas y muebles siendo arrastrados por las escaleras—, a lo mejor harto de compartir piso con un fantasma.

Llegado a este punto, ni siquiera ingería algo que no fuera agua o el alcohol de nuestras reservas. Había caído en un estado anémico. Mi ropa me quedaba grande —a pesar de que yo nunca fui un hombre robusto— y me sangraban las encías. El sabor metálico en mi boca reducía todavía más mi apetito.

Un día —o noche, o el momento que fuese—, al despertar, me di cuenta de que ya no tenía fuerzas para salir de la cama. Así que me quedé ahí, mirando al techo, acariciando el espacio libre a mi lado como si Maureen estuviese escondida entre los pliegues de las sábanas. Con todo lo sucedido entre mi antigua vida y la actual, a veces me preguntaba si Maureen existía realmente, si de veras se había casado conmigo, o si solo me la imaginé. Buscar confirmación en los periódicos y encontrármela en primera plana, enamorada de alguien más, habría sido una tortura peor que la incertidumbre.

Tampoco recuerdo cuándo fue que decidí irme ni por qué. Un creyente se lo habría atribuido a Dios, a alguna entidad divina que vino a mí para susurrarme que no estaba acabado, que tenía que seguir luchando. Lo único de lo que estoy seguro es que, una mañana/tarde/noche, amanecí con la súbita revelación de que no podía quedarme allí ni un minuto más.

Intenté levantarme varias veces. Cada una de ellas me empujó de nuevo sobre el colchón. No podía sostenerme en pie. Tras semanas o tal vez meses acostado, mis músculos habían perdido la memoria. Yo tenía vagos recuerdos de lo que era ser un humano funcional, pero mi cuerpo parecía haberlo olvidado. Por si fuera poco, siempre que me desplomaba encima de la cama, un olor rancio similar al de mi barba invadía mis fosas nasales, tan agrio y penetrante que no podía ser ignorado. Confundido y asqueado, me palpé la entrepierna, percatándome así de que me había orinado encima.

Cuando por fin logré salir de mi lecho de muerte, revisé las sábanas y las descubrí llenas de toda clase de fluidos. Era grotesco. Algo que molesta a muchas personas de mí es que se me puede advertir sobre las cosas mil veces, se me puede regañar en más de cien idiomas, y nada podrá tener tanto efecto en mí cómo una vista que me provoque náuseas. Supongo que el dicho de «una imagen vale más que mil palabras» es la mejor definición de Gordon Shipman.

Y vaya que mi imagen valía más que mil palabras. Luego de que con mucho esfuerzo consiguiera arrastrarme al cuarto de baño y sentarme sobre la taza del inodoro, el monstruo que me mostró el espejo me sobresaltó.

Aquel no podía ser yo. Mis ojeras no eran tan prominentes, mi cabello no era tan rebelde, mis labios no eran tan grisáceos. Tiré de mis párpados inferiores y noté que su interior estaba blanco. Las venas de mis brazos lucían demasiado pronunciadas.

¿Qué me había sucedido? ¿Por qué nadie había percibido mi ausencia durante el tiempo suficiente para que quedase así? ¿Por qué Debra no se había molestado en llamarme?

Entonces recordé la insistencia con la que el teléfono había sonado en los últimos días. Y los constantes aporreos en la puerta de entrada. Y los gritos que me suplicaban que saliera, que diera señales de vida. Me sentí la peor escoria del mundo.

Tomé una tonelada de papel higiénico, me despojé de toda mi ropa e intenté limpiarme. Darme una ducha hubiera sido imposible. Debía arreglármelas con el agua del lavabo y lo que tuviese a la mano. Después de quedar satisfecho —más o menos— con el resultado, me levanté y metí la cabeza abajo del chorro. Estaba helado, pero se sentía bien desprenderse de la suciedad. Aunque quise afeitarme, no conseguí controlar mi rasuradora y terminé con cortes de todas las formas y tamaños. Eso no era lo importante. Solo necesitaba quitar esa terrible pelmaza de mi rostro.

Me tambaleé desnudo hacia la habitación y me puse la primera ropa que encontré. El resto lo guardé en una maleta, sin poder evitar que memorias de la noche en que Maureen se fue vinieran a mi mente. Arrastré mi equipaje por el pasillo, solo para darme cuenta de que no lo había cerrado por completo cuando la mitad de mis prendas se desparramó sobre el suelo. Me arrodillé y volví a intentarlo. Pesaba mucho. Fue un milagro que no rodase por las escaleras con todo y valija.

Al llegar a la calle, me sorprendió encontrarme el mundo tal y como lo recordaba. De alguna manera, esperaba que nada más salir de mi cueva me topase con cientos de marquesinas y gigantografías de la pareja del año. Esperaba que la gente siguiera tan obsesionada con ellos como me había parecido que lo estaban cuando todavía podía caminar libremente. A lo mejor había sido una pesadilla.

Pero no. Cuando logré llegar hasta la caseta de periódicos y revisé lo que había a la venta, leí en la esquina de la página un pequeño titular promocionando su matrimonio. Jadeando, me aferré a un poste de luz y estuve a punto de desplomarme contra él. Si bien no era una buena idea abandonar mi apartamento sin haber comido, no tenía la voluntad suficiente para probar un solo bocado. Ya ni siquiera podía sentir hambre.

No tengo idea de cuántos minutos u horas transcurrieron antes de que un coche se detuviera. Era un coche nuevo y brillante, conducido por un hombre alegre a quien acompañaba su esposa.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó ella, con un marcado acento británico.

Negué con la cabeza, sin aliento. Mi boca estaba seca.

—¿Le gustaría que lo llevásemos a algún sitio?

—Por favor...

Subí al asiento trasero del vehículo junto a mi maleta y les di la dirección.

—¿No preferiría ir al hospital? —sugirió el hombre.

—No... solo... llévenme a casa, por favor.

Se encogió de hombros yarrancó en silencio.

-o-o-o-

Parecía mentira regresar a aquella mansión embrujada. Todo seguía allí. El camino de grava por el que mi viejo Packard solía traquetear cada tarde, el pórtico en el que me gustaba sentarme durante las noches de verano, el boínder del que solía brotar la luz amarilla de mi antigua sala.

Fue difícil abrir la puerta, no solo porque no tenía energía, sino porque tampoco recordaba el ángulo preciso en el que debía girar la llave. Al entrar, la antaño residencia Shipman me recibió con una oscuridad absoluta. Quise encender una lámpara, pero, como es natural, no había electricidad. El azul espectral me envolvió por completo, como si quisiera tragarme y, al mismo tiempo, se negaba a darme la bienvenida.

Sentía que mi casa estaba molesta conmigo, en cierta forma. Igual que una niña enfurruñada, se escabullía de mi agarre y me daba la espalda, con los brazos cruzados. Tenía la extraña idea de que, lejos de mi campo visual, los años cincuenta seguían presentes en aquel sitio, solo que se ocultaban a medida que yo me adentraba más en él.

Al principio Maureen y yo estábamos acurrucados en el sofá, pero tan pronto como pisaba la sala de estar, nos esfumábamos y los muebles se escondían bajo sábanas, simulando ser espectros. Luego, Maureen estaba en la cocina, preparando un delicioso estofado, pero cuando mis pies tocaban el suelo de linóleo, su risa se extinguía y el vapor de la olla también.

Casi podía escucharnos en el piso de arriba, haciéndonos el amor, y aun así sabía que, ni bien subiera, habríamos desaparecido y no quedaría de nosotros nada más que una cama vacía, que otras personas ya habían usado. Y en el cuarto de nuestro hijo imaginario, Maureen destrozaba mi mural una y otra vez, mas eso tampoco era real. Se habría desvanecido antes de que lograse siquiera llegar a la mitad de la escalera.

No hubiese podido ir anuestra recámara. Estaba demasiado débil y el pasado no me dejaría pegar unojo. De modo que retiré la sábana que cubría mi sillón favorito y me tumbésobre él. Nada más importaba ahora. Mañana lo resolvería.

-o-o-o-

Desperté cuando ya era de día; no por voluntad propia, sino porque había una mano que apretaba mi hombro, sacudiéndome.

—Gordon, Gordon —repetía una voz.

Separé los párpados lentamente, aunque sin mis gafas no podía ver nada. No sabía dónde las había dejado. Todo cuanto pude distinguir fue una figura parada frente a mí, inclinándose en mi dirección. Una mujer.

—¿Maureen?

—Soy Debra, lo siento.

Se alejó un poco para darme espacio de desperezarme. Me estiré y bostecé igual que un gato callejero.

—¿Qué sucede contigo? —me reclamó, pero su tono seguía siendo suave—. Llevo semanas llamándote sin parar, yendo a verte y tú no dices ni «mu».

—Lo siento, es que...

—Déjate de pamplinas, tengo cuarenta y dos años. ¡Mira nada más cómo estás! ¿Acaso no has comido en todo este tiempo?

Sonreí con vergüenza, sin separar los labios.

—¡Madre de Dios! —exclamó ella, empezando a dar vueltas por la habitación—. Bueno, pues lo primero que debes hacer es comer algo, aunque sea una fruta.

—No tengo hambre —protesté.

—Y yo no tengo marido, pero eso no implica que viva en celibato. Vas a comer así lo quieras o no. Es una orden.

Solté un bufido y me dejé caer de nuevo contra el respaldo del sillón, mirando hacia el techo y cerrando los ojos.

—Tú no eres mi madre —gemí.

—Oh, créeme, cariño, deberías agradecer que no soy tu madre. Necesitarías años de terapia para superar esa paliza.

Sentí un objeto de plástico presionándose bruscamente contra mi cara. Cuando volví a mirar, todo parecía mucho más claro.

—¿Dónde estaban? —consulté, acomodándome los anteojos.

—En tu departamento, ¿dónde más? —respondió Debra, que ya estaba en la cocina—. Debieron caerse cuando decidiste darme un susto de muerte. ¿Cómo diablos te atreviste a salir a la calle así? Un mal paso y te habrían aplastado como a una rana.

—¿Estuviste en mi departamento?

—Estuve allí todos los días, tesoro. Debí saber que tu obsesión con torturarte psicológicamente y de paso complicarme la vida te traería aquí.

Segundos más tarde, regresó con una manzana y un cuchillo, y tomó asiento en el brazo de mi sillón.

—¿De dónde salió esa manzana? —inquirí.

—Del supermercado. Me tomé la libertad de hacer algunas compras. Aunque no sé hasta qué punto sea de utilidad; quitaron la corriente, el gas y el agua. —Cortó un trozo de la fruta y me lo entregó—. Come despacio o lo devolverás.

—Así que llevas aquí un largo rato... —deduje, dando un pequeño mordisco.

—Desde temprano. Vine aquí tan rápido como pude cuando encontré la puerta del departamento abierta y todo hecho un desastre. De inmediato imaginé que estarías en esta casa. —Hice una arcada—. ¡Dije despacio!

Suspiré en medio de mi agonía.

—No tengo hambre, Debra. Por favor...

—Tu apetito está dormido y necesitas despertarlo. Probablemente tu estómago se encogió. Solo ese trozo y te dejo en paz por un rato.

Pensé que era un trato justo, por lo que acepté, a pesar de que no tardé en arrepentirme. Nunca creí que ingerir apenas una manzana fuese a ser un trabajo tan arduo.

—Comencé a preocuparme cuando desconectaron el teléfono —explicó Debra, probando también un pedazo—. Bueno, ya estaba preocupada, pero eso me alarmó incluso más.

—¿No se te ocurrió llamar a la policía?

—¿Estás loco? Si te encontraban así nunca te dejarían abandonar el cuarto acolchonado. Y yo tenía plena confianza en que saldrías adelante por tus propios medios cuando tú lo decidieras. Tal parece que no me equivoqué.

Me conmovía el saber que había una persona que tenía tanta fe en mí. Las palabras de Maureen sobre cómo yo siempre la había menospreciado y tratado mal producían eco en mi conciencia, pero Debra no transmitía la sensación de que eso la afectase. Por mucho que intentase alejar a todos a mi alrededor, ella no se dejaba intimidar por mis conductas autodestructivas. Le había avisado que saldría perdiendo si se ponía de mi lado, y ella hizo caso omiso a mis advertencias. Debra quería estar ahí, apoyándome sin importar las consecuencias o adversidades, sin importar mi oposición a aceptar su ayuda.

No obstante, ni siquiera el consuelo de tener una verdadera amiga podía alegrarme ahora.

—¿Qué voy a hacer? —murmuré, como ya había hecho en tantas ocasiones y como haría en tantas más.

—Lo primero que debes hacer es vender el departamento —dijo sin dudarlo—. El dinero te alcanzará para pagar las cuentas y sobrevivir por algunos meses. Afortunadamente, ya conseguí a un comprador.

—¿Ya? Pero si me fui ayer... ¿Dónde encontraste a un comprador?

—Aquí mismo —sonrió—. ¿Seiscientos funciona para ti?

—¿Seiscientos dólares?

—Seiscientos mil.

No pude evitar atragantarme con el trozo de manzana que estaba masticando. Me enderecé a toda velocidad como si estuviera poseído, observando el rostro satisfecho de Debra con asombro.

—¿M-me estás regalando seiscientos mil dólares? —tartamudeé.

Debra frunció el ceño y negó con la cabeza.

—No, Gordon, yo no doy limosnas. Te estoy comprando tu departamento. Es una inversión.

—Debra, yo...

—Lo digo en serio. Creo que podría beneficiarme mucho de esa propiedad. Solo alquilándolo durante el verano estaría obteniendo un ingreso de...

—Estoy sin palabras —reí, incrédulo.

—Mejor así. Comerás más rápido.

—Muchas gracias, Deb.

—Por favor, detente antes de que vomite.

Volví a reírme y Debra meimitó, colocando su brazo alrededor de mis hombros y estrujándomecuidadosamente. Quizás mi vida se hubiera convertido en un infierno absoluto,pero no había persona en la Tierra más cerca del Cielo que Debra Newman.

-o-o-o-

Esa noche, subí a nuestra habitación por primera vez en lo que se sentía como una eternidad. Como pasarían un par de días antes de que pudiésemos restaurar los servicios básicos, tuve que usar una linterna para llegar —además de bañarme y jalar la cadena con bidones de agua—. Tenía la esperanza de que la penumbra hiciese el retorno a aquel lugar un poco más sencillo de digerir.

Sin embargo, no tuve mejor suerte con esa digestión que con la de la ensalada que Debra me preparó para el almuerzo. Ni bien planté un pie en mi antiguo dormitorio —aún débil, aún tambaleándome—, una oleada de recuerdos se abalanzó sobre mí y me arrastró mar adentro, el agua salada haciéndome llorar los ojos. Cegado por el ardor, caminé hasta la cama y caí de rodillas ante ella, apoyando la mejilla sobre el colchón desnudo y tanteando el suelo bajo el mueble, esperando que hubiera alguna sábana escondida.

No encontré ninguna. Ahora que lo pienso, fue bastante estúpido buscarla precisamente allí, cuando un leve esfuerzo de la memoria me indicó que todo estaba guardado en el armario, como siempre. Suspiré al acordarme, sabiendo que estaba demasiado agotado para dar un paso más, y estaba listo para dormir un sueño de los justos sin nada que me resguardara, cuando mis dedos se chocaron con un objeto duro y rectangular.

Presioné mis uñas contra él y su superficie pareció querer tragárselas por un momento. De inmediato reconocí la cubierta de un material similar al cuero e incluso sabiendo que solo me hundiría más, tomé el misterioso libro, me senté en la cama y lo abrí sobre mi regazo, apuntándole con la linterna.

Allí estábamos, en la primera página. Ella con su abundante tocado blanco, las mangas abultadas y el ramo de rosas entre las manos; yo no era más que un par de anteojos y una sonrisa que por poco alcanzaba mis orejas.

Di vuelta a la hoja. La siguiente fotografía nos mostraba con todos nuestros conocidos de aquellos tiempos. Tiempos antes de Debra, de la gente de cine y de Russell, donde nuestra mutua compañía y las pocas personas que se nos acercaban eran suficiente.

Otra página más. En esta solo aparecíamos con nuestras familias. La hermana de Maureen lucía un vestido por primera y última vez en su vida; mi padre lucía orgulloso de mí por primera y última vez en su vida.

Y otra carilla. Una imagen del parachoques trasero del Packard, con el cartel de «Recién Casados» pegado. El repiqueteo del centenar de latas que le habíamos atado contra el pavimento a medida que nos alejábamos hacia nuestro futuro, se grabó en mi cerebro con tal claridad, que hasta el día de hoy puedo oírlo en las circunstancias más insólitas, víctima de mi propia sugestión.

Pasé cada hoja con la misma reverencia que la anterior. Sentía que había transcurrido tanto tiempo entre nuestra boda y nuestro divorcio, que tenía miedo de que se desquebrajaran entre mis dedos si era demasiado brusco.

Despacio, fui testigo de cómo un Gordon mucho más joven —mucho más feliz— intentaba cargar a su esposa para atravesar la puerta de la iglesia, mientras ella se reía histéricamente; de cómo una Maureen también más joven —y tal vez no tan feliz— le lanzaba un beso a su padre, corriendo de la mano de su marido hacia su coche; de cómo él colocaba un brazo alrededor de sus hombros y picoteaba su mejilla, en tanto ella se concentraba en cortar el pastel, la lengua sobre la comisura de los labios, tratando de controlar la emoción para cumplir con su tarea.

Solo me detuve cuando un líquido se deslizó por la punta de mi nariz hasta aterrizar sobre la página, borroneando un poco del codo de Maureen en el proceso.

Liberando otro suspiro, cerré el álbum, apagué la linterna y los hice a un lado junto con mis gafas, para enseguida desplomarme sobre el colchón y limpiarme la nariz con la manga de la camisa.

De no haber estado tancansado, sé que no habría conseguido dormir en toda la noche.

-o-o-o-

Desperté temprano a la mañana siguiente, aunque, de nuevo, no de la manera más natural. Cuando mi reloj de pulsera indicaba las ocho y media, la frenética insistencia con que un invitado misterioso tocaba el timbre me arrancó de mi descanso.

Luego de notar que había dormido abrazando mi álbum de bodas y que esa postura no podía ser buena para mi espalda, busqué mis anteojos y me los coloqué, tomándome unos segundos para enfocar la vista. El timbre seguía sonando.

—¡Voy! —anuncié, precipitándome escaleras abajo a pesar de mi debilidad.

No debieron haberme oído, porque no tardaron en repetirse.

—¡Estoy yendo! —dije más alto, cuando ya estaba encima de la puerta.

Al encontrarme frente a ella, sentí el impulso de mover la cortina que cubría la pequeña ventana y mirar hacia afuera. La ridícula esperanza de que Maureen decidiera regresar todavía estaba implantada en mí, y no sería fácil aceptar que eso no ocurriría. Así que me exigí compostura, descorrí el pasador y abrí sin pensarlo más.

La decepción debido a que Maureen, en efecto, no estaba ahí, se vio rápidamente opacada por la sorpresa ante lo que me esperaba.

Debra Newman, la diva frustrada, el intento de dama, la aspirante a estrella de cine que no soportaba la idea de no estar espléndida un solo momento, parada en mi pórtico con el pelo recogido en una desordenada coleta, una camisa a cuadros y pantalones de mezclilla que no llegaban a cubrir sus tobillos. Lo más impactante de todo: había cambiado los tacones por zapatillas y no llevaba puesto maquillaje.

—¿Aún no te has cambiado? —cuestionó, alzando una ceja.

No logré disimular mi estupor y, al intentar hablar, de mi garganta no salieron más que titubeos.

—Supongo que no puedo culparte —gruñó Debra—. Solo quiero que sepas que hice unas cuántas llamadas anoche. En estos días estarán restaurando la luz, el agua y el gas. No pude hacer mucho, no soy la titular, pero los dejé saber que estás indispuesto y fueron bastante comprensivos. Por ahora deberemos arreglárnoslas con lo que tenemos.

Me quedé callado, mirándola de arriba abajo, y ella se recargó en el marco de la puerta, ladeando la cabeza con preocupación.

—¿Seguro que no preferirías quedarte en mi casa un par de días?

El prospecto de irme de allí me estremeció.

—N-no, preferiría no hacerlo —balbuceé mientras me acomodaba las gafas—. Estaré bien. Todavía no tengo mucho apetito, de todos modos. Además, una radio con baterías es más que suficiente para... —Exhalé, resignado—. No puedo dejar esta casa, Debra. Es mi hogar. Yo comencé esto y... es aquí donde debería terminar todo.

Debra levantó la cabeza con aire pensativo, arrugando el entrecejo.

—¿Crees que eso será lo mejor?

Asentí tímidamente.

—Perfecto —concordó ella—. Entonces manos a la obra. Hay mucho por hacer.

Me rodeó y entró en el vestíbulo como si de su castillo se tratase, examinando los alrededores y haciendo gestos afirmativos. Ahí fue cuando noté la caja de herramientas que llevaba en una mano.

—¿A qué te refieres?

Debra se volvió hacia mí con una sonrisa conocedora y alzó un martillo, moviéndolo en el aire como quien sacude un juego de llaves delante de un bebé.

—Vamos a sacar a Maureen detu sistema.

-o-o-o-

Las dos semanas posteriores fueron una vorágine de esfuerzos por poner en orden mi vida y hacer lo que Debra denominaba «la purga». Ese primer día, me exigió que le señalara todo objeto en mi casa que me recordase a Maureen. Al principio fueron cosas sencillas: un par de adornos que a ella le fascinaban, unas cuántas fotografías de nuestros primeros años de casados, su adorada lavadora, etcétera. Luego se fueron tornando cada vez más extravagantes. El espejo donde solía mirarse cada mañana, el primer almohadón que compramos, un diván viejo que teníamos escondido en un armario —«¿cómo puede eso recordártela?», preguntó Debra, pero al ver mi expresión solo atinó a decir «olvídalo, no quiero saberlo»—.

Terminamos retirando prácticamente todos los muebles, amontonándolos en el jardín y atrayendo la atención de algunos vecinos, que se acercaron a consultar si había una venta de garaje. Aunque yo intenté responder que no —me parecía exagerado deshacernos de un mobiliario entero en tan buen estado—, Debra dijo que sí, y a media tarde ya teníamos los bolsillos llenos y la casa vacía.

Lo próximo que hicimos fue poner más presión para que volviesen a instalar la electricidad y los servicios básicos. Tuve que seguir bañándome con bidones y comiendo alimentos que no necesitaran cocción durante un par de días, pero pronto mi hogar cobraba vida de nuevo. Y cuando le vendí el apartamento a Debra de forma oficial, supe que el dinero no sería un problema para mí durante un buen rato.

Luego nos dispusimos a continuar con la remodelación emocional. Por ridículo que fuese, cuanto menos posesiones materiales tenía, más detalles que me hacían pensar en Maureen detectaba.

Una ligera rasgadura en el papel tapiz que se produjo cuando decidimos cambiar una cómoda de lugar en el cincuenta y siete, hizo que desempapeláramos todas las habitaciones. Una mancha de rímel seca en el borde del lavamanos exigió un cambio drástico en el cuarto de baño. Un minúsculo resto de grasa en el horno —que, ahora que lo pienso, pudo haber sido obra de Patti Sanford— fue la excusa perfecta para hacer de nuevo la cocina.

La semana subsecuente bajamos a explorar el sótano, sabiendo que todavía había una fuerte dosis de memoria en ese lugar. Encontramos un árbol de navidad, sintético y majestuoso, aún sobrecargado por las decoraciones que Maureen solía adorar, y aún con ellas doblando sus ramas lo abandonamos en un vertedero —los rostros de los siete niños del encargado al vernos aparecer con semejante atrapa-Santas fueron impagables—.

Tras esa breve parada, nos esperaba una misión difícil: decidir qué hacer con mis pinturas. Había tantos retratos de Maureen que perdí la cuenta después de veintiséis. Ella en diferentes estilos, posturas y técnicas. Sonriendo, pensando, bailando. Óleos, carboncillos, acuarelas. Era más que suficiente para construir un museo, de haber sido yo un artista más talentoso y reconocido. Y Debra estaba en una encrucijada. Sabía que mantener todo aquello a mi alcance no ayudaría, pero tampoco deseaba tirarlos.

Acabamos organizando una nueva venta de garaje, esta vez con el único fin de deshacernos de los dibujos y unas pocas curiosidades más regadas por allí. No puedo decir que no tuvimos éxito. Para el final del día, todos los cuadros habían desaparecido, e incluso un par de compradores se acercaron a preguntar quién era el artista. Si bien Debra me alentó a contestar con la verdad, me dio tanta vergüenza que preferí quedarme en el anonimato y contarles, a cada uno de ellos, fantásticas y ridículas historias sobre aquel personaje inventado. Era así cómo debía ser.

Siempre recordaré con cariño el momento en que, luego de haber escrito «$10» en la caja donde se exponían un puñado de mis pinturas más ambiciosas, Debra me quitó el rotulador, pegó un nuevo trozo de cinta adhesiva blanca sobre la etiqueta y escribió «$15».

Acto seguido, reunimos todo lo que habíamos recaudado y volvimos a amueblar la casa. Optamos por un estilo más clásico que moderno, pues no quería pensar en lo vanguardista que se veía aquel departamento maldito, aunque llegó un punto en el que ya no me importaba cómo quedase, y Debra tomó las decisiones estilísticas pertinentes. Hiciera lo que hiciera, aquel sitio no volvería a ser ni la sombra de lo que alguna vez fue.

Mi amiga también me convenció de devolver todos mis materiales a la habitación vacía, donde el hijo que nunca tuve estaba destinado a hospedarse. Me dolió regresar allí, pero una vez comenzamos a tirar el muro abajo solo para construirlo desde cero, despedazándolo con nuestros mazos como Maureen había hecho años atrás, comprendí que era lo mejor que podía hacer. Ese era mi estudio, mi rincón donde podía jugar a ser artista, donde podía fingir que valía la pena, y jamás me perdonaría haber dejado que me lo arrebataran.

Maureen me había arrebatado tantas cosas y, aun así, cuando Debra me dijo que íbamos a «podar» sus queridos rosales, sus palabras me sonaron a sacrilegio. No tenía el estómago para cometer una falta así. Quizás era estúpido que, después de todo lo que pasó, después de incluso intentar engañarla, quisiera respetarla en algo tan insignificante. Sin embargo, no podía evitar pensar en lo orgullosa que ella se sentía de su jardín, y lo orgulloso que estaba yo de ella. Solíamos ser la envidia de nuestros vecinos. Éramos la envidia de todos.

—No te veo decapitando flores —me criticó Debra, al ver que yo seguía quieto, tijeras de podar en mano, cuando ella ya había iniciado la faena.

—No quiero hacer esto.

—Tampoco querías remodelar la casa —observó ella—, pero te ha hecho bien. Y esto te hará bien del mismo modo. En el fondo, quieres hacerlo.

Negué con la cabeza.

—Yo no quiero vengarme de Maureen —repliqué—. Tú... ¿tú quieres hacerlo? Debra, estás... ¿estás tratando de...?

Me miró durante unos segundos como si no me reconociera. No obstante, se repuso antes de que pudiera acusarla de algo.

—Esto no es sobre Maurie, Gordon —dijo, regresando al trabajo—. Esto es por ti. Ahora empieza a decapitar flores.

Suspiré, acariciando los delicados pétalos de una de las rosas.

—Me da algo de pena...

—Pues imagínate que es Russell —sonrió, y agregó en un susurro—: nótese que te permito elegir cuál cabeza.

Con sed de sangre renovada,capturé el tallo entre las dos cuchillas y lo corté. No se sintió nada mal, enespecial cuando descubrí que, desde el otro lado de la calle, la señoraSanderson —la vecina que solía estar celosa de nuestros rosales— presenciaba elespectáculo con los ojos llenos de horror. Toma eso, pensé. Tendrás que vivircon la vista grotesca de en lo que se ha convertido mi patio delantero justo enfrente de ti. Todos tendrán que vivir con lo que soy ahora.

-o-o-o-

Lo que vino después fueron arreglos técnicos necesarios. Debra me llevó con un médico que me recetó una amplia variedad de vitaminas y medicamentos que iban a balancear mi organismo, y que, por supuesto, me ordenó que dejara de beber.

Volver a la farmacia a pedir que me devolvieran mi trabajo no fue tan terrible como hubiese creído. El señor Richards había envejecido muchísimo en los últimos años, Lonnie y su esposa se habían mudado a Utah, y los chicos jóvenes recién salidos de la universidad que había contratado no tenían el temple que hacía falta para sobrevivir al competitivo mundo de vender condones y jarabes para la tos. Mi jefe estaba tan desesperado que ni siquiera me echó en cara mi ausencia o mencionó el curso que las cosas habían tomado para mí. Solo se alegraba de tenerme en su tropa de nuevo.

Al fin y al cabo todo acabó siendo como antes. Me levantaba temprano, pasaba ocho horas en ese calabozo y retornaba al hogar. A veces, en el trayecto, mi mirada buscaba el desafiante anuncio de Coca-Cola que solía atormentarme, pero ya lo habían quitado. Salió de mi vida como aquel terrible programa de televisión que solía mirar, como Ernie Sanford y su inconfesable secreto, como Maureen y el niño que nunca pudimos tener. Salió de mi vida como lo hizo el hombre que yo quería ser, y toda posibilidad de algún día transformarme en él.

Sí, todo era como antes, salvo que no podía ser más diferente. Mi casa ya no era mi casa. Los viejos muebles, las fotografías, los recuerdos, nada de eso estaba ahí. Hasta le habíamos cambiado el color a la fachada. Inocentemente pensé que podía arrancarme el dolor y la memoria, como si de una muela del juicio se tratasen. Pensé que podía arrancarla a ella y a lo que vivimos juntos.

No era tan sencillo. Y aunque Debra cenara conmigo y me llamase casi a diario, incluso su constante presencia en mi vida tenía sabor a Maureen. Debra se presentaba sin aviso, con su alegría exacerbada y su inamovible complicidad, igual que lo había hecho la noche que me condenó para siempre, cuando Liz Taylor rechazó aquel papel, sin tener idea del embrollo que causaría.

Hay quien se imagina a los fantasmas del pasado como almas en pena que pululan por los alrededores, llorando y acechando a sus víctimas. Yo, por otra parte, sé que en realidad son un grupo de niños revoltosos. Les gusta hacerse notar, saltar en tu cama y abalanzarse sobre ti cuando intentas dormir, enterrándote codazos en el pecho y el estómago; reírse en voz alta en el asiento trasero de tu coche cuando conduces, tal vez burlándose del sonido del motor cuando está a punto de dejar de funcionar; masticar sonoramente cuando tratas de ver una película, burlarse a los gritos de las escenas románticas, asqueados e insolentes.

Y, en ocasiones, se esconden. Intuyen que estás por llegar, así que elaboran un plan rápido para ocultarse y jugarte una broma. Abres la puerta de entrada, enciendes la luz y te alivias al notar que no están por ninguna parte. Por fin se fueron, te dices. Por fin me dejaron en paz. Te regodeas en el hecho de que vas a pasar una noche agradable y te dejas caer en tu sillón, agotado, listo para comenzar. Cuando de repente, escuchas las risitas nerviosas y cómo se chistan entre ellos, porque arruinarán la sorpresa.

Haces como que no los oyes, esperando que su insistencia en prolongar el juego te dé unos segundos de tranquilidad. Pero ya es tarde. Les consta que te consta. Ahí es cuando atacan, y es tan súbita la tristeza que te invade, la desesperación que se apodera de tu cuerpo, que no puedes responder o pedirles que se sosieguen. Eso, lejos de calmarlos, los pone más frenéticos. La gracia del juego es generarte una reacción para la que ya no tienes fuerzas. Nunca se detendrán.

Pese a esto, con el tiempo llegué a la conclusión que el alcohol parece ser un excelente método para acallarlos. Ya no consumía las cantidades desorbitadas con las que me insensibilizaba escasos meses atrás —mi médico no lo habría permitido—, sino que me limitaba a tomarme una copa de vez en cuando, advirtiendo que las risas infantiles de aquellas apariciones se alejaban más y más con dada sorbo, acariciando la ilusión de que, quizás, me abandonaban para ir a perseguir a su desamorada madre.

Quizás viajaban a través de la brisa y las ráfagas producidas por los veloces coches modernos, directo hacia la casa de los Weatherby, donde la pareja dorada descansaba entre sábanas de seda. Quizás se posaban junto a Maureen mientras ella dormía, y le susurraban al oído que aún no me había olvidado, que éramos todavía lo bastante jóvenes e insensatos para dedicarnos una última locura, que aún había espacio para ella en mi palacio encantado. Quizás eso podía convencerla de volver a mí.

Pero no sucedía. Los días pasaban de la misma forma monótona y despiadada, yo me tornaba cada vez más callado y ausente, y Maureen seguía sin asomar la nariz. Continué con mi letargo, obedeciendo lo mejor que podía las estrictas instrucciones de mi doctor, las del señor Richards, las de Debra, todos ellos obsesionados con solucionar cada uno de mis problemas.

Había progresado, eso era cierto. Sin embargo, difícilmente podía llamar a aquello «vida». Se sentía más bien como una etapa transitoria, una prueba a superar, un proceso que debía llevarse a cabo para que el destino me ofreciese algo más acorde a lo que siempre había soñado para mí mismo. Y como por aquel entonces no pensaba que hubiese nada en el mundo que yo desease más que tener una familia, la espantosa perspectiva de que eso nunca iba a cumplirse me aterrorizaba. Las bebidas alcohólicas también son buen remedio para el terror.

No me enorgullezco de haber tenido tan excelentes habilidades para ocultarlo. Si hubiese sido un poco más abierto, más desvergonzado, sé que me habrían dado la ayuda que realmente necesitaba. Pero en ese tiempo lo único que creía necesitar era inalcanzable y nadie podría haberme ayudado, aunque hubiesen querido.

De manera que me entregué, en silencio, con cautela, mordiéndome la lengua cada vez que quería gritar. Había tenido un buen maestro. Mi padre, el honorable Wilbur Shipman, también gozaba de una predisposición natural para esconder su miseria, sobre todo cuando sus idilios con las botellas y las jovencitas eran traídos a colación.

Así iban a ser las cosas a partir de ahora. Los amoríos no estaban reservados para las estrellas de cine, y pronto me di cuenta de que el whisky y el vino podían ofrecer aventuras más placenteras.

No fue difícil de bailar una vez asimilé el ritmo. Podría haber seguido así hasta el final, oculto y expuesto, jactancioso y abochornado. Demonios, por supuesto que pude haberlo hecho.

Y el día menos pensado...ella regresó.

CONTINUARÁ...

N/A: :oooooo

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