Capítulo 32

Hollywood, 1967.

Supe que nuestro «hasta que la muerte nos separe» tenía fecha de vencimiento el día que Maureen habló de vender la casa. Me lo dijo como si tal cosa, cuando ambos estábamos sentados en nuestro sofá, ella hojeando una revista con los tobillos cruzados sobre el reposabrazos; yo tratando de enfocarme en la película antigua que había encontrado en la televisión.

Maureen acababa de regresar de uno de sus tantos viajes a los que yo me rehusaba a ir. Estúpidamente confiaba en que, sin mi compañía, pronto perdería las ganas de aceptar todas aquellas invitaciones, pero lo cierto era que parecía festejar el librarse de mí al menos por un par de semanas. Había pasado el último mes dando vueltas por Europa con Russell, Costner y otros más, y cuando retornó estaba tan cansada que apenas quiso contarme al respecto.

Era verano y el ventilador de techo estaba encendido, sus aspas emitiendo un zumbido amenazante. El calor me motivó a servirme una cerveza fría, cosa que mi mujer no aprobó en lo absoluto. Con los años sus ojos se habían vuelto exigentes y reprobatorios, muy alejados de la calidez que desprendían en sus días de adolescencia. Ella se lo atribuía a la edad; yo sospechaba que era debido a mí.

—Deberíamos vender la casa —soltó, humedeciéndose el pulgar para dar vuelta la página de su revista.

A pesar de que la escuché, no dije nada, no porque no quisiera, sino porque mis reacciones se habían tornado bastante más lentas de lo que ya de por sí solían ser.

—Gordie, ¿me oíste? —insistió, mirándome por encima del hombro.

—Perdóname, muñeca, ¿qué dijiste?

Maureen resopló.

—Que deberíamos considerar vender la casa —dijo una vez más. Acomodándose el peinado de colmena, cerró la revista y se puso en pie de un salto.

—Me temo que no te entiendo. ¿A qué te refieres con «vender la casa»? ¿De qué casa estás hablando?

—Pues de la nuestra, ¿de cuál otra?

Caminó hacia la cocina y yo la seguí, chocándome contra el sofá en el proceso. La vi detenerse frente a la ventana y mirar hacia el exterior, aun emparejándose el flequillo.

—No estarás hablando de la casa en los suburbios —reí incrédulo y mi sonrisa no tardó en desvanecerse—. Maureen, ¿la casa? ¿Nuestra casa? ¿La primera casa que...?

—Oh, vamos, ya ni siquiera vivimos allí. No hemos estado ahí desde que ellos... Tú sabes, aquella adorable pareja... ¿Los Sanderson?

—Los Sanford —la corregí.

—¡Sí, exactamente, los Sanford! Bueno, pues no hemos estado ahí desde que los Sanford se fueron.

No conseguía procesar lo que estaba pasando. ¿Maureen quería vender la casa? ¿Cómo podía ocurrírsele una locura de tan grueso calibre? ¿Acaso aquel pedacito de sueño americano que nos había visto crecer y transformarnos en lo que alguna vez fuimos ya no representaba más que un montón de paredes, puertas y ventanas para ella?

—Maureen, no piensas con claridad. Estás tomando una decisión precipitada.

—No estoy tomando una decisión; lo estoy conversando contigo.

—Ni siquiera deberíamos estar teniendo esta conversación —protesté—. Lo que propones es una barbaridad. ¿Cómo vamos a vender nuestra casa?

—No tuviste problemas con alquilarla...

—Para empezar, nunca estuve del todo de acuerdo con eso. La única razón por la que accedí a hacerlo fue porque pensé que eso te haría feliz.

Las cejas de Maureen se alzaron y su boca formó un pequeño círculo. Ni en su mejor actuación de sorpresa pudo haberse visto tan cinematográficamente impactada. Entonces apretó los labios con indignación.

—¿Podrías dejar de actuar como si supieras lo que hay que hacer para que esté feliz todo el tiempo? No necesito tu ayuda ni la de nadie para ser feliz; puedo serlo por mi cuenta. Y lo que me haría realmente feliz en este momento es que, en lugar de anteponer mi «felicidad», fueras honesto sobre lo que tú quieres.

—¡Está bien, lo seré! No quiero vender la casa, ¿de acuerdo? No quiero vender la maldita casa, y me ofende que siquiera me lo plantees. —Maureen bufó y volvió a darme la espalda—. ¿Sabes por qué me molesta tanto? Porque yo compré esa casa para ti. Yo puse el dinero y puse la voluntad. Elegí los muebles que a ti te gustaban y me aseguré de que tuvieras todas las comodidades. Esa casa no sería la misma sin nosotros, y si hubiéramos sido más inteligentes, jamás nos habríamos ido de allí.

Mi esposa hizo silencio. Su silueta de cabello inflado —casi alienígena— se mantenía inmóvil, recortada contra la luz del sol. Entonces llevó el mentón al hombro y sus labios rosáceos se tiñeron de un tenue color naranja.

—Si una casa que no hemos visitado en años es lo único que te queda de nuestro amor —habló, con la voz suave y quebradiza—, déjame ahora.

Acto seguido, se fue de la cocina.

Poco más de veinticuatro horas después, sería ella quien decidiera dejarme.

-o-o-o-

Tras el éxito de su más reciente estreno y para celebrar su retorno a América, Maureen ofreció la noche siguiente una cena a la que asistirían todos sus amigos. Entre ellos se contaban J. Martin Costner, su representante Jack Barbet, unos cuántos actores y músicos de renombre, Debra, y por supuesto, Russell. No obstante, ni siquiera la presencia de este último supo crisparme tanto como el hecho de que Jenna Wagner también estuviera invitada.

Debo ser sincero y confesar que, en los meses en los que Maureen estaba fuera de la ciudad, Jenna y yo construimos una suerte de amistad. Ella me resultaba terriblemente inspiradora a un nivel artístico que nunca me había permitido conectar con nadie más. Visité su taller y sus exposiciones unas cuántas veces, la escuché dar conferencias sobre sus más atrevidos proyectos y pasé horas recorriendo museos con su mano alrededor de mi brazo. Nos gustaba comentar la obra de otros pintores y escultores, desglosarla, sumergirnos en ella y burlarnos de aquellas que «carecían de alma.»

También tuve oportunidad de mostrarle mi propio trabajo. Sin disimular su sorpresa, me felicitó por lo honestas y viscerales que le parecían aquellas creaciones. Eso fue suficiente para que me cayera todavía mejor.

El problema fue cuando, en la primavera de ese mismo año, me invitó a su moderna casa en Santa Mónica —a sabiendas de que Maureen estaba de viaje— y yo acepté. No soy tan inocente, entendía a la perfección en dónde me estaba metiendo, pero una fotografía de mi mujer y Russell Weatherby asoleándose en las playas de Francia había circulado por todos los periódicos esa misma semana, un idiota que me reconoció en la calle se burló de mí y eso hirió mi orgullo. Necesitaba hacerme dueño de mi vida sexual, aunque fuera solo por un rato, y Jenna Wagner era una dama atractiva con la que tenía un vínculo espiritual. No lo pensé mucho, solo imaginé a mi padre diciéndome que debía hacerlo y repetí esa idea hasta que me la creí.

Segundos después de que llamara a su puerta, ella me recibió con una sonrisa de labios color carmín y una bata de seda a juego, que me recordaba a los ropajes de las geishas. Sus rojos cabellos estaban apresados en un desprolijo moño, con rizos cayendo aquí y allá. Recargándose en el umbral, me contempló con diversión, quizás notando que mi mirada había descendido hacia sus pechos, tan enormes y blancos que parecían dos lunas llenas.

Me hizo pasar y solo cuando oí la puerta cerrándose detrás de mí comprendí la magnitud de la falta que estaba por cometer. Pero ya era demasiado tarde. Al sentirla presionándose contra mi espalda, me di cuenta de que no había marcha atrás. Sus manos de uñas largas apretaron mis hombros y me forzaron a darme la vuelta. Más temprano que tarde me estaba besando. Su lengua experta recorría mi boca, yendo a los lugares precisos, presionando los botones correctos. Era evidente que tenía muy en claro lo que hacía.

Se separó de mí y me empujó, provocando que cayera en uno de los sillones. Cuando quise acordarme la tenía encima de nuevo, marcándome el cuello y susurrando que ese era el asiento favorito de su más reciente exmarido. Aquello me excitó y horrorizó a partes iguales, aunque no hubiera podido explicar por qué. Pensé en todos los hombres con los que Jenna habría tenido sexo en ese mismo lugar, lo cual me plantó un nudo en el estómago que me dejó inutilizable durante el resto del encuentro.

Entonces ella volvió a levantarse, quedándose parada entre mis rodillas, y desató el cinturón de su bata. La seda se deslizó por sus hombros hasta desparramarse alrededor de los tobillos, revelando así que no llevaba nada abajo. Su cuerpo, pálido y voluptuoso, estaba expuesto ante mí. No era ninguna reina de belleza. La edad había sembrado algunos pliegues y aquellos kilos de más, agolpándose en su barriga y en el nacimiento de las piernas, no le obsequiarían una carrera como actriz. Aun así, la realidad de su carne, abundante y gelatinosa, me abrumaba de la mejor manera posible.

Toqué su piel y la noté cálida, como invitando a que le diera un mordisco. Ella seguía sonriéndome desde arriba. Tomó una de mis manos y la llevó hacia su busto, aplastándola sobre su seno izquierdo. Incluso con la palma extendida, no podía abarcarlo todo. Mis dedos envolvieron el pezón y la sentí estremecerse. Estaba erecto. Ella gimió y eso me sacó del trance.

—No puedo —susurré, apartando la mano.

Ella me sujetó la muñeca con más fuerza y volvió a colocarla en posición.

—¿A qué te refieres? —preguntó seductoramente.

Me alejé de nuevo.

—Discúlpame, pero no puedo hacer esto. Escucha, eres una mujer estupenda, pero realmente estoy enamorado de mi esposa y no me veo capaz de...

—Oh, por favor —se burló, cruzando los brazos—. Gordon, somos adultos. Ya estamos lo bastante crecidos para saber lo que queremos, y si estás aquí es porque quieres estar conmigo. Desde el principio dejé en claro que no te llamé para que vinieras a tomar el té.

—No quiero que te lo tomes a mal. Sé que no he sido el marido ejemplar y que no tengo la excusa de no haber sabido de antemano lo que pasaría si venía. Esto no tiene nada que ver contigo.

—Qué extraño, supuse que algo tendría que ver. Esta es mi casa, soy yo quien está desnuda...

—Fue una tontería —resolví, poniéndome de pie—. Un momento de debilidad. A muchos hombres les ocurre.

—¿Entonces por qué vivirlo como una cosa terrible? Tú mismo lo has dicho: eres un hombre, es natural que tengas urgencias. Adoro a Maurie, pero si ella no es capaz de atenderlas, no tiene nada de grave que busques en otra parte. —Y agregó por lo bajo—: ella también lo hace.

A esas alturas, yo ya estaba en camino a la salida. Sin embargo, aquellas palabras resonaron en mí de tal forma que no pude haberme ido después de escucharlas.

—¿Qué dijiste?

Jenna pareció complacida por mi vacilación. Ahorrándose toda respuesta verbal, tomó una revista que se encontraba sobre la mesa de café y me la mostró. La portada lucía la misma foto que me había estado molestando durante los últimos días.

—¿Crees que ella puede vivir tanto tiempo sin intimidad? ¿Incluso estando de viaje con alguien como Russ Weatherby?

Furioso, le arranqué el semanario de las manos y traté de hacerlo añicos. Su grosor no me permitió despedazar más que unas pocas páginas.

—Es evidente que no conoces a Maureen en lo absoluto —dije—, y tampoco a mí.

Su risa, grave y autosuficiente, me hizo rabiar todavía más.

—¿Sabe Maureen que vienes a casa de mujeres solitarias y les tocas los pechos?

Mis ojos se abrieron, impactados por su repentina malicia.

—Descuida —me tranquilizó, pasándome la punta de los dedos por el rostro—, no necesita saberlo. Y tampoco pienso obligarte a nada que, entre comillas, «no quieras.» Solo busco que seas un poco más consciente, Gordon. Porque, tal y como tú lo consideraste, siendo el hombre recto y enamorado que dices ser, no hay razón para que ella no lo considere también. Si buscamos franqueza, Russ es mucho más atractivo como hombre de lo que yo soy como mujer.

Un escozor en la garganta me ordenó que tragara saliva. Ella, al interpretar aquel gesto como nerviosismo, no se molestó en esconder su regodeo.

—No tiene nada de malo ceder a los impulsos de vez en cuando —prosiguió con voz de súcubo—. Es lo que nos hace humanos. Y no sé tú, pero yo me siento muy humana cuando estoy contigo.

Acortando la distancia entre nosotros, apoyó su mentón en mi hombro y el exagerado perfume de su desnudez me hipnotizó. Mi cuerpo flotó en un vapor de somnolencia moral de regreso al sillón, guiado por su seguro agarre, mas la barrera aún no se había derrumbado por completo. Con sus pupilas fijas en las mías, bajó mi cremallera y sacó mi miembro, cuya indiferencia debió haber sido suficiente para alejarla, si no me hubiese deseado tanto.

Lo humedeció y se lo calzó entre los pechos, pero el pobre muchacho se negaba a reaccionar. Estaba tan anestesiado como mi sentido de la decencia. Jenna dio todo de sí —la verdad es que tenía motivos para enorgullecerse— y ninguno de sus intentos alcanzó para despertarme.

Desesperada, me hizo pararme junto al sofá, se tumbó sobre él con las piernas abiertas y comenzó a masturbarse. Cualquier sujeto de mi edad en su sano juicio habría perdido la cabeza y, pese a ello, la separación de sus arrugas más profundas me recordaba más a un pavo de Día de Acción de Gracias que debía rellenar que a una mujer despampanante que quisiera poseer. Los pechos apetitosos se habían transformado en grotescas ubres, los tenues gemidos me parecían tan fuertes y fuera de lugar que sentí el impulso de pedirle que bajara la voz, y cada vez que un sonido húmedo se escapaba de su entrepierna al ritmo frenético de sus dedos, me daban ganas de vomitar.

—Por favor, detente —le rogué sin aliento.

Esta vez, eso alcanzó para frenarla. Tan pronto como aquella súplica surgió de mis labios, Jenna Wagner se levantó, volvió a colocarse la bata y me ordenó que me fuera.

—Te dije que no podía hacerlo —remarqué—. Lo lamento mucho.

La siguiente vez que habló, ya no se oía como la femme fatal que me había seducido minutos antes. Ahora sonaba afligida y avergonzada, casi al borde del llanto.

—Creí que nos gustábamos —dijo mientras me abría la puerta.

—Jenna, no fue mi intención herirte. Eres hermosa, es solo que... Nunca quise herir a nadie.

—Te recomiendo hacerle caso a los consejos de los periódicos —me advirtió con frialdad—. Si insistes en mantenerla, al menos vigílala bien.

Antes de que pudiera responderle —o al menos repetirle que no pretendía arruinar las cosas entre nosotros— oí el portazo. Conduje todo el camino a casa con los ojos inundados de lágrimas.

-o-o-o-

Dados estos acontecimientos, comprenderá el lector lo sobrecogedor e incómodo que sería tenerla sentada a mi mesa, justo frente a mí, con aquella mirada felina al acecho, jactándose de tener el poder de destruirme la vida.

Fuera del saludo protocolar, no tuve mayor contacto con ella, y traté de evitarla lo más posible. Una vez has visto a una mujer desnuda, poco pueden ofrecer las conversaciones banales y la amabilidad excesiva propia de cualquier evento social. «Hola» y «adiós» eran todo el intercambio que hacía falta.

Si Maureen notó algo extraño en mi trato con Jenna Wagner, se cercioró de no levantar sospechas. Todavía resentida conmigo por nuestra más reciente discusión, había optado por enfrascarse en pláticas con varios comensales, de las que yo no tenía ningún derecho a participar. Su atención iba de un lado a otro sin escuchar realmente a nadie. Toda charla que pudiese mantener se sentía artificiosa, superficial, parte de un acto. Le preguntaba a una cantante de ópera sobre su operación de garganta y, al instante siguiente, le estaba dando sus condolencias a un trompetista por su hermano fallecido, antes de que la primera hubiese terminado de hablar.

Pero de entre todas esas personas que daban la impresión de no importarle, había alguien que sí que se robaba su interés. Nadie podía negar los vistazos furtivos que mi esposa y Russell Weatherby se lanzaban. Ni siquiera yo.

Él se había mantenido a una distancia prudente de los debates desde el inicio de la velada, y se le veía tenso y apagado. Eso no era propio de su carácter. A pesar de que no acostumbrara a mostrarse pasional o bromista en las reuniones, nunca nadie lo había visto tan ansioso. Aquella era una emoción inconcebible viniendo de él, que presumía de ser lógico y honesto, siempre por encima de los esclavos de sus impulsos y los perdedores indecisos como Gordon Shipman. Y pese a todo ahí estaba, pegado a su silla, comiendo en silencio mientras medía cada ademán que realizaban sus mágicas manos.

Solo lo vi expresar convicción cuando sus ojos se toparon con los de Maureen. De un segundo a otro, los extremos de sus cejas estaban a punto de tocarse sobre su perfecta nariz, y en aquellos pozos oscuros nacía una nueva chispa de certeza, de seguridad absoluta en algo que nadie más sabía, pero en lo que él creía ciegamente. Asintió, en un movimiento casi imperceptible que, de no haber estado atento, me habría pasado inadvertido, y Maureen volvió a concentrarse en su plato, rechazando aquel contrato tácito, aquel secreto compartido que estaba fuera de mi comprensión.

Yo también resolví ignorarlos. Cada vez que permitía que sus interacciones me alterasen, acababa mal parado si tenía suerte, y arruinado por completo cuando no la tenía. Así que observé a Jenna, su voz aterciopelada zumbando en mis oídos igual que un mosquito, su rostro níveo encendido de triunfo. Entonces me percaté de que, incluso sin emitir sonido alguno, sus labios seguían hablando. Eran movimientos lentos y exagerados que, pronto descubrí, intentaban enviarme un mensaje. Me acomodé las gafas y entrecerré los párpados, buscando descifrarlo.

—Cuida a tu esposa...

En medio de la sorpresa y la frustración, los cubiertos se me resbalaron de las manos y cayeron sobre mi plato, provocando un estruendo. Las veinticinco personas en la mesa se volvieron hacia mí, pasmados. Maureen también me miraba, mas no como lo hubiese hecho años atrás. En aquellos días se habría preocupado, habría notado el sudor que me perlaba la frente y me habría preguntado si me ocurría algo, si necesitaba algo, si sería conveniente cancelar la cena. Pero ahora lucía hastiada, demandante, como si mi bienestar no fuera más urgente que mantener su buena reputación frente a sus amigos.

A lo mejor no tenía derecho a indignarme. Después de todo, yo había tratado de hacer algo imperdonable en su ausencia. Sin embargo, su expresión irritada, cercana a la cólera, no jugaba a su favor. Me sentí intimidado y molesto a la vez, con el terrible instinto de disculparme y el arrollador convencimiento de que no debía hacerlo, de que era ella quien estaba fallando.

Pensé que me daría un codazo, que me susurraría que tenía que controlarme, mas tampoco tomó esa actitud. Como quien desprecia una conversación que no le aporta nada, me lanzó un último vistazo y se enfocó otra vez en Russell. No para charlar con él —la verdad era que no se habían dirigido muchas palabras desde que llegó—, sino para retomar aquel juego en el que ella dudaba y él asentía, por fuera de las discusiones que divertían al resto del grupo.

Por algún motivo, mis ojos viajaron hacia Debra, quien estaba sentada al otro lado de la mesa, un par de asientos más allá. Ella correspondió el gesto. Y no me refiero a que se hubiera sentido observada. En realidad, yo fui el segundo en establecer contacto, porque ella ya llevaba un rato mirándome. Sus enormes orbes grises iban de la comida hacia mí, tan rápido como se moverían si estuviera soñando. La mano derecha sostenía un tenedor mientras la izquierda acariciaba el pendiente de su oreja, haciéndolo girar entre los dedos.

El rostro de mi amiga reflejaba una emoción que no sabría describir con exactitud. Parecía acorralada. Parecía estar pidiéndome perdón.

Cuando ya no pudo soportar la tensión que se había generado, su foco de atención cambió a Russell y Maureen. Esta última debió percibirlo, pues no tardó en devolverle la mirada. Tal y como lo había hecho Jenna Wagner minutos atrás, Debra gesticuló con los labios, pero el ángulo en el que estábamos sentados me impidió deducir qué decía. Maureen bajó la vista y se quedó así un rato, con los músculos tirantes.

Al notar su inesperado nerviosismo y queriendo darle algún tipo de lección —algo que dijera «¡así se trata a un esposo!»—, apoyé una mano entre sus omóplatos y dije:

—¿Ocurre algo?

Maureen brincó levemente, aunque no contestó.

—¿Te ocurre algo, muñeca? —repetí con suavidad.

El apodo cariñoso dio la impresión de haber roto el hechizo. Tan despacio que parecía quieta, Maureen giró el cuello hacia mí y me contempló. Sus labios temblaban.

—Estoy bien —dijo en un tono inquietante, sin vida.

Un espasmo consciente de sus hombros me obligó a retirar la mano y ella se preparó para seguir comiendo. A sabiendas de que no iba a resolver nada —al menos con la casa llena de gente—, me propuse hacer lo mismo.

El ambiente cargado se prolongó durante el resto de la noche.

-o-o-o-

Maureen se dejó caer en el sofá y soltó un suspiro. Eran las doce y media y acabábamos de despedir al último de los invitados, un viejo escritor que aparentaba no saber que ya había agotado su bienvenida. Yo aún estaba sentado a la mesa, dispuesto a acabarme mi última copa de licor así mi cansancio quisiera impedírmelo. La habitación estaba en penumbra y había un silencio casi absoluto, roto por la estática del televisor.

—Te he dicho muchas veces que no me agrada ese apodo —comentó Maureen con voz de empacho.

Tan decaído como ella, me giré lentamente hacia su asiento. No llegaba a ver más que el costado del sillón y su cuerpo resbalándose sobre los cojines en una postura que no podía ser saludable para su espalda. Tenía el cabello desordenado.

—¿Qué dijiste? —bufé, mi lengua torpe apenas dejándome hablar.

Maureen me contempló solo con su cabeza, el rostro iluminado por la luz blanca de la pantalla.

—Ya no sé cómo decirte que no me gusta que me llames muñeca —insistió—. Estoy harta de eso.

Ofuscado, me quité las gafas y me masajeé las sienes. Mi esposa siguió hablando.

—Tú quieres... quieres... —Un bostezo la interrumpió—. Quieres volver a la preparatoria y... y al principio. Quieres llevarme de regreso al pasado todo el tiempo. Arrastrarme contigo. Conservando esa vieja casa y poniéndome ese apodo que ya no me agrada. Quieres obligarme a ser la de antes y ya no... no lo soy.

—Maureen, hemos... hemos bebido mucho.

—No he bebido tanto, Gordon. Y no siempre bebemos. No hemos estado bebidos las últimas cuarenta ocasiones en que tuvimos esta conversación.

Me tomé unos segundos antes de responder, levantándome con parsimonia y bamboleándome hacia el sofá. Cuando llegué allí, tuve que sujetarme al respaldo. No esperaba que caminar unos cuantos pasos fuera un ejercicio tan intenso.

Pensé en lo que iba a decir. Sabía que era serio, que no había forma de remontar la situación después de soltar una bomba así y que no estaba en posición de hacerlo tras todo lo que había sucedido, pero de todas maneras me atreví. Era mi recurso más desesperado.

—Pues he notado que esta conversación siempre te interesa más luego de... —empecé, y tarde me di cuenta de que no tenía las agallas para continuar.

Maureen arrugó el entrecejo.

—¿Luego de qué?

—Olvídalo.

—No. —Se paró de su asiento, cualquier sombra de soñolencia completamente desvanecida—. Si vas a decir algo, termínalo. Es una señal de madurez.

Aquella última frase me alteró todavía más. Otra frase que no era suya, que había escuchado de otra persona.

—Luego de tus viajes —finalicé, cruzando los brazos con firmeza—. Luego de tus viajes con Russell.

Por el más breve de los instantes, fui testigo de cómo sus ojos se abrían a más no poder, en una expresión de niña a la que su padre encuentra con la mano en el recipiente de las galletas impresionante. Aun así, no dejó que sus emociones la pusieran en evidencia.

—¿Qué estás tratando de decir?

—Creo haber sido lo bastante claro.

—Esto es increíble —se rio, meneando la cabeza y dirigiéndose a la cocina, igual que lo había hecho en nuestra pelea anterior.

Fui tras ella.

—¡Sí, Maureen, es increíble! —grité—. Es increíble que tenga que tolerar todo esto.

—¿De qué diablos estás hablando?

—Hablo del hecho de que te vayas durante meses y me dejes aquí, hablo del hecho de que estés deseando vender nuestra casa y me consultes por mera formalidad. Hablo de que los imbéciles de tus amigos los periodistas no se cansan de decir que debo cuidarte mejor, y de que no puedo ni salir a la calle sin que algún idiota me suelte la misma estupidez. Hablo de que esta maldita ciudad y esta maldita gente parecen listos para echar a perder nuestra relación y tú, lejos de ponerles un alto, pareces estar de su lado.

—Pues no es como si no te hubiera invitado a los viajes. Eres tú el que decide no ir, eres tú el que decide dejarme sola en esto. Y no te culpo, sé que estás agotado de... de no hacer nada, supongo, pero no puedes reclamarme por algo que surge de tus propias elecciones.

—¿Que no hago nada?

—Gordon, por favor... —suspiró, queriendo dejar la cocina.

—No, no te vas a librar de esto. No te vas a librar de esto como siempre consigues librarte de todo lo que me lastime. —La agarré del brazo—. ¿Qué quieres decir con que no hago nada? ¿Cómo te atreves? ¡Te di todo durante años! Antes de que toda esta locura comenzara, yo tenía un trabajo estable. Y es cierto, lo odiaba, la pasaba mal, pero estaba dispuesto a invertir ocho horas diarias en esa maldita farmacia con tal de darte una vida digna. Mientras tú te quedabas en casa todo el día, disfrutando de las cosas que yo conseguí para ti.

—¿Así que ahora estás diciendo que yo no hacía nada? ¿En serio vas a echarme en cara que no tuviese un empleo formal, cuando eras tú el que no quería que buscase uno, y ahora protestas porque lo tengo? ¡Eres un desvergonzado! Lo que yo hacía en casa también era importante. La labor de una mujer en su hogar también es...

—¡Basta ya! —bramé—. Tú no pensaste esa frase, tú no pensaste en nada de lo que estás diciendo. Y sé perfectamente quién te enseñó. Sé de quién has sacado todos estos desplantes.

—¡No metas a Russ en esto!

—Además —agregué con desdén—, claro que la labor de una mujer en su hogar es importante. Es importantísima. Y no es nada fácil, deben esforzarse mucho... pero eso solo sucede cuando tienen hijos de los que ocuparse.

Comprendí la gravedad de lo que había hecho cuando retractarse había dejado de ser una opción. No pude terminar de asimilar el rostro de Maureen desfigurándose por el dolor y la impotencia, cuando ella ya había salido corriendo de la cocina. La seguí desesperado por disculparme, por consolarla, pero ella no se detuvo hasta llegar a la puerta del apartamento. Pensé que se iría de allí, que me abandonaría y que jamás la volvería a ver. Pensé que ese sería el fin. No obstante, ella no tuvo fuerzas para abrirla. Se quedó parada en ese mismo lugar, con la frente y los puños apretados recargándose contra la superficie de madera, el llanto arruinando su maquillaje, arrastrando el rímel por las mejillas y el mentón.

—Maureen, perdóname —supliqué—. No pensé en lo que decía. Por supuesto que no creo que tu trabajo fuese fácil o inútil. Sé que te esforzabas por mantener nuestra casa a flote y sé que te esfuerzas por hacer bien lo que haces ahora. Tú tienes razón y... y yo soy un imbécil.

Maureen se dio la vuelta, apoyándose en la puerta. Sus ojos estaban grotescamente hinchados.

Con suma cautela, como si fuera un animalito del bosque al que tenía miedo de asustar, saqué una caja de cigarrillos del bolsillo de mi chaqueta, tomé uno y se lo extendí.

—Vamos, has pasado por mucho. Necesitas relajarte.

Moví el cigarro frente a su rostro, quizás usándolo como señuelo o quizás buscando hacerla reaccionar. Sentía que le estaba proponiendo matrimonio otra vez. De repente aquel minúsculo asesino se había transformado en un símbolo, en un anillo de compromiso que reiniciaría nuestras vidas para mejor. Si ella lo aceptaba, me estaría aceptando a mí. Si lo rechazaba, la perdería para siempre.

Su mano se estiró hacia el cigarrillo y amagó con tomarlo. Tan cerca. Iba a hacerlo. Sabía que lo haría. Aún me amaba. Aún no era tarde para nosotros. Nunca es tarde, nunca es tarde, nunca es tarde...

Pero se detuvo. Se detuvo y, en lugar de eso, alzó la cabeza con orgullo y usó sus puños para secarse las lágrimas.

—Lo estoy dejando.

Me quedé de piedra, con el brazo congelado, todavía esperando que se arrepintiera. Sin conmoverse por mi corazón destrozado, ella me rodeó y se dirigió al dormitorio con la frente en alto. En cuanto pude moverme, la perseguí con la mirada, permitiendo que los segundos murieran como si aún hubiese oportunidad de resucitarnos. Cuando la vi a punto de desaparecer en la alcoba, lo entendí todo.

Fue una epifanía, y no hay otra palabra para describirlo. En ese momento, todo en lo que pude pensar fue Russell. Millones de imágenes me atravesaron la mente a la velocidad de la luz y de algún modo conseguí decodificarlas. La forma en que su nariz se arrugaba cuando era alcanzada por el humo. Me molesta la gente que fuma en general. Sus miradas desaprobadoras, siempre pendientes de mi cigarrillo. Me molesta la gente que fuma en general. La forma en que salía de la habitación cuando alguien hablaba de tabaco. Me molesta la gente que fuma en general.

—Dormiste con él, ¿no es así? —acusó mi voz, sin que mi cerebro se lo ordenara.

Mi esposa frenó en seco.

—Maureen, ¿dormiste con él?

Se giró despacio, los ojos a punto de salirse de sus órbitas. Vi cómo pasaba saliva mientras se llevaba una mano temblorosa al pecho.

—Dime si dormiste con él.

No aguantó más. Por segunda vez aquella noche, rompió en llanto. Un llanto tan visceral, tan repentino, que sacudió todo su cuerpo en un espasmo que amenazó con hacerla caer. Al principio incluso pareció que estaba por vomitar.

—¿Cuántas veces? —sollocé.

Ella escondió el rostro tras sus manos, negando con la cabeza.

—Maureen... ¿cuántas veces te acostaste con él?

Aún entre estremecimientos, Maureen se descubrió la faz. Verla así aún despertaba algo de ternura y empatía en mí, pero mi angustia no iba a dejarme actuar en consecuencia.

—C-cuatro... —tartamudeó ella.

Sentí las cuatro puñaladas en el estómago de manera tan real, que me pregunté si aquello no sería una pesadilla muy vívida.

—¡¿Cuatro?! —Exploté—. ¿Cuatro veces? ¿Cuatro veces, Maureen?

—¡Te lo iba a decir! —gimió.

—¿Y cuándo planeabas decírmelo? ¿Cuándo planeabas decirme que has estado durmiendo con otro hombre?

—¡No lo sé, pero iba a hacerlo! Gordie, te juro que iba a hacerlo...

—No me llames así.

—Gordon, te juro que no fue nada. Fue... fue solo una estupidez. Un momento de debilidad.

—Cuatro, Maureen. —Mostré cuatro dedos—. Cuatro momentos de debilidad.

—¡Los que fueran, no importa! Tú... sabes que las cosas no andaban bien entre nosotros. No estábamos como antes.

—¡Pues no gracias a mí! Las cosas pudieron haber seguido como antes si por mí hubiera sido. Yo no quería hacer esto. Yo no quería que hicieras esa audición, yo no quería que estuvieras en esa película, yo no quería mudarme aquí. Si hay un culpable aquí eres tú.

—Gordon, lo siento tanto...

—No, no lo sientes. Sientes que te haya atrapado.

Comencé a acercarme a ella.

—Y tienes el descaro de traerlo aquí...

Ella retrocedió.

—Tienes el descaro de invitarlo a nuestro hogar...

Me acerqué más.

—Como si estuvieras orgullosa.

Intentó alejarse de nuevo, mas ya no tenía a donde huir. Se había topado con el final del corredor: la puerta de nuestro dormitorio.

—No lo estoy...

—¡Mentirosa! —escupí.

Una ira ciega se apoderó de mí y me obligó a tomarla por los tirantes del vestido y acorralarla contra la puerta. No quería lastimarla. El sonido que hizo su espalda al chocar con la superficie sólida tenía otras ideas.

Maureen se limitó a llorar más fuerte y apretar los párpados, como esperando su fin. Como si se estuviera preparando para que yo la golpeara. Ni bien comprendí esto, la solté y me pasé los dedos por el cabello con desesperación, soltando disculpas que no tenían mucho sentido.

Ya era demasiado tarde. Aterrorizada, Maureen se metió al cuarto y no tuve tiempo de hacer nada cuando oí el pasador cerrarse.

—¡Muñeca, perdón! —rogué, dando puñetazos que, lejos de abrir la puerta, solo servían para alarmar más a mi mujer—. No iba a hacerte daño. No iba a... ¡Maureen, por favor!

Tomé carrera y arremetí contra la barrera que nos separaba. No funcionó, como era obvio. Yo no tenía las condiciones para que algo así ocurriese. Sin embargo, mi capacidad de raciocinio estaba nublada por los lloriqueos de Maureen. Iba a hacer lo que fuera con tal de derrumbar aquella defensa, así me costaste a mí mismo un viaje al hospital.

—¡Por favor! —seguí suplicando, azotando la puerta—. Por favor, Maureen. Por favor...

No recuerdo cuánto tiempo estuve así. Solo sé que seguí golpeando y gritando hasta que me sangraron los nudillos y la voz me abandonó.

Al día siguiente, desperté sentado en el suelo, cansado y adolorido, las articulaciones crujiendo. La puerta de la habitación estaba abierta, pero Maureen no estaba por ninguna parte.

-o-o-o-

Debra apareció a eso de las dos de la tarde. Según me contó, Maureen la llamó en la mañana, aparentemente fuera de sus cabales, y su preocupación por ella la hizo visitar nuestro apartamento, esperando encontrarla allí.

Desconozco lo que pasó en todas esas horas. Al parecer, me halló en el suelo, entre el sueño y la lucidez, medio desmayado. Haciendo uso de una fuerza sobrehumana, se las arregló para levantarme, llevarme al sofá y obligarme a comer unos precarios huevos revueltos que se había tomado el trabajo de cocinar.

Ahora nos sentábamos en la escalera de incendios, botellas de refresco en mano, con el atardecer desplegándose frente a nosotros. Su brazo reposaba alrededor de mis hombros y yo ni siquiera podía llorar.

—¿Lo sabías? —inquirí de repente.

—Sí, lo sabía —confirmó.

De no ser porque el dolor de la infidelidad de Maureen eclipsaba todo, aquello me habría mortificado.

—¿Por qué no me dijiste nada?

Ella miró hacia el horizonte, donde el anaranjado y el azul celeste se fundían y las nubes, finas y estiradas, se deslizaban con lentitud. Dio un sorbo a su bebida y pensó su respuesta por unos segundos. Luego se dirigió a mí otra vez.

—No era yo quién debía decírtelo.

Resoplando, me desplomé contra ella, apoyando la cabeza en la curva de su cuello.

—¿Qué voy a hacer ahora? —musité.

Debra colocó el mentón sobre mi coronilla.

—Irte con dignidad... antes de que te echen.

La simpleza de su razonamiento fue un baldazo de agua fría. Había estado tan cegado por el hecho de que Maureen se había acostado con otro hombre, que jamás me detuve a pensar en el camino que tomaría nuestro matrimonio. Su juego había terminado. La atrapé. Estaba hecho. Las normas sociales dictaban que las únicas consecuencias viables eran barrer el polvo bajo la alfombra, empezar a controlarla más o divorciarme. Ninguna medida contemplaba la posibilidad de que aquello no hubiera significado nada, de que yo la siguiera amando y de que ella me amara a mí. Volver el tiempo atrás no era una alternativa.

—¿Crees que lo ama?

Debra pareció confundida al principio, rompiendo nuestro abrazo y observándome con desconcierto. Pero tan pronto como lo entendió, solo pudo sonreír con tristeza y entrelazar nuestros dedos.

—Creo que eso es lo de menos, ¿no?

Había una incongruencia atroz en su forma de hablar. Por un lado, el tono era el de una madre que busca consolar a su hijo, incluso diciéndole lo que quiere oír. Y por el otro, las palabras en sí eran de una honestidad despiadada. Sabía que ella quería lo mejor para mí, e iba a quemarme vivo y obligarme a renacer de mis cenizas si era necesario.

—Debra —le dije—, si Maureen me deja... tendrás que estar de su lado.

—Maureen no va a dejarte —contestó sin dudarlo—, tú lo harás. Pero aún si lo hiciera, estoy del lado de la verdad.

Una punzada de culpa me estremeció el corazón.

—No soy quien crees que soy. No estoy tan libre de pecado como todos piensan.

—¿Dormiste con Wagner? —sonrió.

En ese momento quedé blanco como la leche. Debra espetó una risa corta.

—Te estuvo lanzando miraditas toda la noche. Era evidente.

—¿Y te parece bien?

—En lo absoluto. Solo incrementa mi deseo de cortarte los testículos.

Tragué saliva. Ella volvió a reírse y me abrazó. Aunque Debra daba la impresión de estarse divirtiendo con mi dilema moral, yo me sentía la peor escoria del mundo.

—No soy una buena persona —susurré—. Sé que no lo soy. Y quiero pensar que es por culpa de mis padres y la educación que recibí..., pero lo cierto es que soy el único responsable. Haces mal en tomar partido. Estar conmigo es estar en el bando perdedor.

—Gordon —empezó—, eres un... pésimo marido. Quizás no el peor que he visto, pero bastante terrible dentro de lo que cabe. Sin embargo, discrepo de tu opinión. No eres una mala persona. Y entiendo que no me creas, entiendo que mi palabra no tenga ningún valor para ti... pero, confía en mí, si fueras una mala persona, no estaría aquí sentada.

Me quedé callado mientras ella se ponía en pie, arreglándose la falda del vestido.

—Un divorcio no es el fin del mundo, Gordon. Un matrimonio sin amor... eso sí que lo es.

Se inclinó y me dio un beso en la sien antes de marcharse.

-o-o-o-

Tampoco tengo idea de cuánto tiempo estuve sentado en aquella escalera antes de que Maureen volviese. Se manifestó cuando ya había oscurecido, cerró la puerta despacio y caminó en puntas de pie, tratando de no ser detectada. Tenía el cabello enmarañado y, por primera vez en años, no olía a perfume. Su rostro estaba poblado por profundas ojeras.

—¿No vas a hablarme? —dije, con el hombro contra el marco de la puerta de nuestro dormitorio.

Maureen recorría la habitación a toda velocidad, buscando. Rápidamente sacó una maleta del armario empotrado y la abrió sobre la cama.

—¿Te vas de viaje?

Se detuvo, de espaldas a mí.

—Me voy para siempre, Gordon.

Entonces caminó de nuevo hacia el armario y empezó a vaciarlo de toda su ropa, colocándola también encima del colchón.

—¿Cómo que te vas para siempre? —cuestioné, yendo a su encuentro y apresándole el brazo en un esfuerzo por obstaculizar aquella locura.

—Te estoy dejando —respondió, soltándose.

—¿Dejándome?

—Así es.

Maureen no es así, repetía una voz en mi cabeza. Maureen no es así. No me hablaría así. Estaría destrozada, estaría llorando en mis brazos y pidiéndome perdón. Habló con alguien. Alguien estuvo dándole ideas. Maureen no es así. No me engañaría. Habló con alguien... Estuvo con él.

Era innegable. Maureen no se había escapado a cualquier sitio durante todo el día. Alterada por nuestra discusión, se había refugiado en la casa de Russell. Y él, como de costumbre, le llenó la mente de promesas de liberación e independencia. El único precio que debía pagar, el único sacrificio que tenía que hacer, era renunciar a mí, y quizás eso ya ni siquiera era un problema para ella. Quizás estaba deseando hacerlo.

Maureen quería dejarme. Ella de verdad quería dejarme. Pero no todo estaba perdido. Sabía que había sobrerreaccionado la noche anterior, poniéndome violento y asustándola más de la cuenta. Esta era mi oportunidad de redimirme, de recordarle que el hombre dulce y considerado del que se había enamorado aún existía, y que la chica que aceptó casarse conmigo aún vivía en su interior. Tenía que demostrarle lo buen marido que podía ser.

—Tal vez deberías pensarlo un poco —sugerí—. Sé que la forma en que me conduje anoche fue deplorable y quiero disculparme por eso. No soy perfecto, pero prometo trabajar cada día para mejorar y hacer tu vida más feliz de lo que jamás soñaste.

—Ya todo está pensado, Gordon —me contestó fríamente, esculcando en el cajón de su mesa de luz en busca de las pertenencias que aún no había empacado.

—Podemos vender la casa si quieres. Lo he pensado, y la realidad es que una casa no debería ser el símbolo de nuestro amor. Nosotros somos el símbolo de nuestro amor. Nosotros y nada más que nosotros.

—Escúchame —imploró, frenando su mudanza improvisada para mirarme a los ojos—, Gordon, yo no siento lo mismo que sentía hace quince años. No siento lo mismo que sentí en esa iglesia cuando acepté ser tu esposa. Esa chica... esa chica ya no existe. Y no estoy diciendo que sea tu culpa. Cambiamos, queremos cosas distintas en la vida, somos incompatibles. Pero por el mismo hecho de que no es tu culpa, es que no hay nada que puedas hacer para remediarlo.

—Estoy seguro de que sí lo hay.

—No, no lo hay. Somos diferentes.

—Yo sigo siendo el mismo.

Maureen bufó, frustrada, y sacudió la cabeza.

—Entonces dejémoslo en que la que cambió fui yo.

Siguió introduciendo blusas, vestidos y pantalones en la maleta; ni un solo rastro del ama de casa dedicada que no podía permitir que la ropa se arrugase. Hice lo que pude por detenerla, quitando lo que metía, solo para que ella me arrancase las prendas de las manos y las enterrase con más ímpetu dentro del contenedor de equipaje.

—¿En serio lo amas? —cuestioné—. ¿En serio te ves capaz de iniciar una nueva vida a su lado? Russell ni siquiera cree en el matrimonio.

—¿Ah, sí? Qué extraño. Me dijo que se casará conmigo tan pronto como me divorcie.

—¿Divorciarte?

—Así es.

Al cabo de pocos minutos, terminó de guardar lo necesario y arrastró la pesada maleta hacia la puerta del apartamento, lista para partir.

—Volveré por el resto luego.

Yo la miraba desde el otro extremo de la sala, con las manos en los bolsillos y una expresión suplicante en el rostro. En una suerte de ensoñación desesperada, me vi a mí mismo como Danny Silver, irrumpiendo en el cuarto de hotel donde se hospedaba su esposa, esperando un milagro, demandando su derecho a una segunda oportunidad de comprobar, a través de un beso, que la llama entre ellos no se había apagado. Pero aquello no era una de las exitosas películas románticas de Russ Weatherby y Maurie Ship. O más bien, era exactamente eso, y Gordon Shipman interpretaba al villano.

Nunca me sentí tan parecido a un villano como cuando, esa noche, decidí usar mi as bajo la manga.

—Se necesitan dos personas para divorciarse.

Maureen se dio la vuelta y me contempló, azorada.

—Jamás te daré el divorcio.

En el mejor de los casos, aquello disiparía toda duda sobre lo bien que sabía imponerme como hombre, y mi mano dura la impresionaría y la convencería de quedarse junto a mí. En el peor de los casos, ella se ofuscaría y haría un vago intento de rebelarse, solo para redescubrir la razón por la que nos habíamos amado en primer lugar y aprender a amarme de nuevo después de un tiempo. En cualquier caso, ella seguiría conmigo.

Jamás imaginé lo que Maureen me diría a continuación, con la lengua cargada de ponzoña y los ojos ardiendo de odio.

—No cuentes con eso.

Y se fue de aquel apartamento al que yo nunca quise mudarme, al que convertí en un hogar para ella. Y nunca regresó más que para llevarse lo que quedaba de su presencia en mi vida.

-o-o-o-

Los días subsecuentes fluyeron de forma extraña. Maureen se fue a un hotel y no a casa de Russell como hubiera sospechado en un principio —Debra me lo contó— y la soledad para mí era insostenible. Me enloquecía saber que ella estaba a apenas unas quince cuadras y aun así fuera de mi alcance. No había nada que anhelase más que su cercanía, que conducir hasta aquel sitio y abrazarla con todas mis fuerzas, reconquistarla. Sabía que podía arreglar aquel desastre y, a fin de cuentas, era ella quien se oponía a hacerlo. Tenía la capacidad de volver todo a la normalidad, mas no su permiso.

Pese a esto, el mundo aún nos veía como pareja. Solo existíamos cuatro personas que de verdad comprendían lo que estaba pasando y con el rodaje de la próxima película de Maureen y Russell en curso, era imperativo mantener las apariencias. Cada día me presentaba en el set de filmación y ella me besaba con desgano e incomodidad. No había forma de defender aquello. Maureen me despreciaba.

En cuanto a Russell, no podíamos ni mirarnos. Lo único que me apetecía hacer cada vez que aparecía en el estudio era gritarle «¡ey, idiota!» y partirle la cara de un puñetazo. Simultáneamente, una parte de mí seguía confiando en él, seguía creyendo que todo era un gran malentendido y él estaba por encima de la situación, a pesar de ser uno de los principales involucrados. A lo largo de los años, Russell se había transformado para mí en sinónimo de franqueza, respeto e integridad. Si Roma no se construyó en un día, sus dioses no pudieron haber caído en un día tampoco.

Con frecuencia los sorprendía cuchicheando en lugares apartados de la gente. Nunca los atrapé en una actitud indecorosa ni mucho menos, sino que solo los veía hablar por lo bajo, pendientes siempre de que nadie los escuchase, callándose cuando se cruzaban conmigo. Yo no era ningún tonto. Me constaba que estaban complotando contra mí.

Cierto día, mientras recorría los pasillos de la productora tratando de distraerme, oí algo que secuestró mi atención. Una voz femenina, aguda y demandante, que venía de atrás de una puerta. Era el camerino de Maureen. Estaba discutiendo con alguien.

—¡Siempre has estado celosa de mí! —chillaba ella—. Desde que nos conocimos, desde que me ofrecieron el papel, desde siempre.

—Maurie... —respondió una voz significativamente más baja, en tono sumiso—. ¿Cómo puedes decir eso? Yo jamás...

—¡Eres una hipócrita! ¿Ahora vas a decirme que no querías ser Claire Alvis, que no soñabas con estar en mi lugar? No te creo. No te creo nada. Y esto lo confirma.

—Maurie, esto no tiene ningún sentido. Siempre te he apoyado. Incluso... incluso te alenté a aceptar. Estuve de tu lado todos estos años, hasta cuando tomabas decisiones terribles.

—Oh, ¿decisiones terribles?

—¡Sí! —gimoteó la mujer—. Y jamás te critiqué, jamás te juzgué, jamás te eché nada en cara...

—¿Y qué es lo que estás haciendo ahora?

—Ahora te pido que recapacites. Lo que haces es injusto.

—¿Lo que yo hago te parece injusto? ¿Por qué no hablas también de lo que hace él? ¡Negarme el divorcio por capricho! ¿Eso no te parece injusto?

—Por supuesto que lo es, Maurie, pero hay otras maneras. Si sigues adelante con esta locura... él no se repondrá. Sé que no podrá superarlo.

Hubo una pausa. Cuando Maureen habló de nuevo, ya no sonaba furiosa. Por el contrario, sonaba tan lejana como lo había hecho en nuestra última discusión.

—¿De qué lado estás?

—No estoy del lado de nadie. Solo creo que debe haber... debe haber otra forma de hacer esto sin lastimar a Gordon.

—¿Lastimar a Gordon? —se burló mi esposa—. ¿De veras es Gordon quien te preocupa? Pues lamento ser yo quien te lo diga, pero a él no le importas en lo absoluto. Gordon siempre te ha detestado, desde el momento en que atravesaste la puerta de nuestra casa. Siempre te trató de forma condescendiente, siempre te rechazó. ¿No te das cuenta?

—Claro que me doy cuenta. ¿Crees que no sé cómo me ven todos? Como una tonta, como si no fuera otra cosa que la más fea del baile...

—Pero yo nunca te vi así. Para mí nunca hubo diferencias entre tú y yo. Ahora entiendo que sí las hay... y son grandes.

—Eso parece.

—No puedes ser amiga de los dos.

La otra voz guardó silencio.

—Tendrás que elegir.

Un sollozo ahogado emanó de su garganta irritada.

—No puedo hacerlo.

Maureen suspiró.

—Entonces ya elegiste.

—Por favor...

—Lárgate.

—Maureen...

—A partir de hoy, en lo que a mí concierne estás muerta.

La puerta estuvo a punto de llevarse mi nariz cuando se abrió de golpe. Por suerte, logré hacerme a un lado y ocultarme tras ella antes de que Debra saliera corriendo, con el rostro enterrado entre las manos, llorando desconsoladamente. Maureen volvió a cerrar el camerino y me fui con una sensación opresiva en el pecho a la que ya me había acostumbrado. De inmediato la reconocí como culpa.

-o-o-o-

La semana que le siguió a aquel episodio fue una pesadilla de tal magnitud, que apenas puedo recordarla. Comenzó con una primicia por la que cualquier reportero sería capaz de matar:

«Maurie Ship y Russ Weatherby sorprendidos saliendo de un hotel»

Salió en todos los periódicos y semanarios de chismes. Había un pequeño sector de la población que estaba indignadísimo, y usaron el titular para respaldar su hipótesis de que no había buenas personas en el mundo del espectáculo, que todo estaba corrompido y que la tentación de Satanás acechaba en cada esquina. Pero a la mayoría le resultó precioso, la romántica historia de dos amantes incomprendidos, ocultándose en las sombras, deseándose en secreto.

Pronto Maureen y Russell se transformaron en dos personajes más de sus películas; imprudentes, alocados y entregados por completo el uno al otro, y sus declaraciones a la prensa no hicieron más que reforzar esta imagen.

—Nos amamos profundamente —explicó Russell ante un sinnúmero de micrófonos, su brazo alrededor de ella—. Ya no podemos esconderlo más. Amo a Maurie Ship y quiero que sea mi esposa.

Conociendo a Russell, no había forma de que alguien se creyera eso. Sin embargo, no era él quien estaba hablando en realidad, sino la figura pública, la fantasía, el sueño de miles de mujeres y el modelo a seguir de miles de hombres. Nadie podía enojarse con ellos ni ponerlos en tela de juicio.

Si antes habían sido íconos culturales de su época, acababan de pasar a la historia. Eran mártires del amor, como Romeo y Julieta, y su leyenda sería transmitida de generación en generación durante siglos. Porque si ellos podían renunciar a todo y poner su carrera en peligro con tal de estar juntos, eso significaba que había esperanza para el resto de los mortales.

—Dales una buena película y te recordarán por un rato —dijo J. Martin Costner en una entrevista allá por el cincuenta y seis—; dales esperanza y no van a olvidarte nunca.

Eso fue justo lo que pasó. Pero a mí no podían engañarme. Aquello no calificaba ni siquiera como estrategia publicitaria. Aquello era un enorme dedo medio solamente para mí. Un desafío. Debra tenía razón; su plan era humillarme. Querían dejarme sin otra alternativa, acorralarme contra el divorcio hasta que este fuera la única forma de preservar mi orgullo.

¿Qué voy a hacer ahora? Irte con dignidad... antes de que te echen. ¡Por supuesto! Ella lo sabía. Había querido advertirme sin exponer a Maureen, porque aún la consideraba su amiga. No podía ser amiga de los dos.

Bueno, pensé al comienzo, si creen que van a sacarme del juego tan fácilmente, se equivocan. Aunque en el fondo sabía que el equivocado era yo. No tenía manera de ganarle a un gigante como Russell. Su equipo de abogados, su inteligencia y la presión de sus fanáticos hacían de él un enemigo imbatible. Me habían puesto en evidencia frente a una sala con millones de espectadores que querían su final feliz. Al menos ante ellos, yo era el antagonista que los separaba del beso de amor verdadero.

De cualquier modo, no quise rendirme. Maureen y Russell siguieron expresando su anhelo de unirse en matrimonio —lo mencionaban en cada entrevista y rueda de prensa, mirándose como un par de tórtolos— y llegaron al extremo de decir que el divorcio de ella ya se estaba tramitando, cosa que, desde luego, era mentira. Las personas que se cruzaban conmigo en la calle murmuraban, riendo con sutileza si eran tímidos y recordándome que me habían puesto los cuernos si eran más osados. Ni siquiera en el bar al que solía ir estaba a salvo de sus ataques.

Con el paso de los días, me recluí en mi solitario apartamento con la televisión, la radio y las luces apagadas, dejando que el correo y los periódicos se amontonaran en la puerta, bebiendo hasta caer rendido sobre charcos de mi propio vómito. Hubiera sido tan sencillo ponerle un punto final a esa tortura, pero yo me rehusaba a dar el brazo a torcer. Así no era como me habían enseñado a actuar en casa, y ni la intervención divina me hubiese disuadido.

Lo que yo ignoraba era que había algo más poderoso que la intervención divina: la desaprobación de mi padre. No debí haber contestado el teléfono esa mañana.

—¿Podrías explicarme por qué tu esposa está en televisión diciendo que quiere casarse con otro tipo? —me increpó.

—Está haciendo un berrinche, eso es todo —respondí, agotado.

—¿Eso es todo? ¡Claro, tú como siempre dejándote pisotear! ¿Cuándo vas a aprender? Esto es lo que pasa cuando las dejas hacer lo que quieren. A veces se requiere mano dura, Gordon, y tú siempre has sido demasiado flojo con ella. No me sorprende que se haya buscado a un hombre de verdad.

—Padre, por favor, trata de entenderme. Lo que pasó entre ellos...

—Sí, los medios lo venden como la gran historia de amor, ya oí eso. Ahora entiéndeme tú: no me interesa si ese sujeto es el amor de la vida de tu esposa o si solo la folla mejor que tú, sea lo que sea te está humillando. Y tú eres un Shipman. Si te humillan a ti, humillan a toda la familia. Los vecinos ya se han enterado del escándalo y llevan toda la semana atormentándonos a tu pobre madre y a mí. Mis amigos no paran de reírse del hijo patético que he criado. Yo no crío hijos patéticos, ¿o sí?

—Por supuesto que no, padre.

—¡Entonces empieza a enorgullecerme! Tienes treinta y ocho años, maldición.

—Tengo treinta y seis.

—¡Es igual! Sigues estando grande para permitir que te pasen por encima.

—Pero no dejé que lo hicieran, padre. Le dije claramente que no iba a concederle el divorcio. Es por eso que está haciendo todo esto. Quiere dejarme en ridículo hasta que...

—¡Pues será hora de cambiar de estrategia! Divórciate de esa... mujer. De inmediato.

—Pero...

—No te lo estoy preguntando. Hazlo antes de que el daño sea irreparable.

Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas.

—¿Cuál es el punto de estar casado, de todos modos? —concluyó mi padre—. Ni siquiera puedes darme nietos.

La llamada se cortó.

En unos pocos meses, Maureen y Russell volvían a aparecer en todos los diarios, esta vez como una pareja de recién casados en su luna de miel.

CONTINUARÁ...

N/A: Por fin ha sucedido. El matrimonio de Gordon y Maureen se desintegró. Todos sabíamos que pasaría (simplemente tenía que pasar), pero no deja de ser intenso volverlo a leer para corregirlo (y no solo porque son casi diez mil palabras). Espero que la lectura haya sido igual de movilizante para ustedes y me dejen saber lo que sintieron en los comentarios (¡ya pasamos los mil!). Como siempre, agradecida por su interés, recordándoles que estoy en Instagram, Facebook y Youtube como Nicky la de Wattpad, que en Facebook también tenemos un grupo llamado Lectores de Mi amigo Russell y que en casi todos esos lugares pueden encontrar formas de apoyarme si así lo desean. ¡Nos vemos el miércoles que viene!

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