Capítulo 31
Hollywood, 1962-1967.
La mañana siguiente al estreno de Esclavos de la vergüenza me despertó con martillazos en las sienes y mi cama convertida en un bote. No tenía idea de cómo había llegado a la habitación; solo recordaba haberme quedado dormido en la escalera de incendios mientras Debra cantaba.
Tratando de que la cabeza no se me cayera del cuello, me incorporé y mis pies descalzos buscaron las pantuflas. El reloj indicaba las once y cuarto. Me sorprendió que Maureen me dejase dormir hasta tan tarde.
La encontré sentada a la mesa de la cocina, el aroma de su café enviando alertas a mis ya de por sí exaltados sentidos. Aquella imagen de mi mujer, con el pelo recogido en una desordenada coleta y el camisón viejo y deshilachado que le había dado en nuestro primer aniversario, difería tanto de la superestrella que el mundo había conocido la noche anterior, que nadie hubiera creído que se trataban de la misma persona. Tenía el mentón apoyado en una mano, en tanto que la otra revolvía el contenido de la taza sin prisa ni afán, como la de un empleado público encargándose del papeleo del día.
Siguiendo ese mismo espíritu, me coloqué detrás de ella, acaricié sus hombros y le di un beso en la coronilla, inhalando el delicioso perfume de su champú. No le dio demasiada importancia.
Era increíble. El desayuno estaba allí, tan tentador y maravillosamente preparado como siempre. Había una pequeña flor rosa en el centro de mesa y mi periódico yacía junto a mi plato, detalles que desde que nos conocimos fascinaban a mi mujer. Pero mi mujer —mi Maureen— no estaba por ninguna parte.
Supuse que su apatía hacia mí podía significar que la estaba molestando, así que decidí tomar asiento y comer mis tostadas sin ofuscarla más. Con un trozo de pan en la boca, abrí el diario y fui directo a la sección de espectáculos.
Allí estaban los dos: Maureen y Russell, sonriendo en una gigantesca lámina en blanco y negro, glamorosos y atemporales, robándole a nuestra época una pequeña porción de infinito. Me pareció extraño que, de todas las fotografías grupales que se habían tomado, hubiesen elegido usar una en la que aparecían los dos solos. Esto, sin embargo, no me irritó tanto como lo que decía el reportaje.
—Muñeca, escucha esto —dije—: «Esclavos de la vergüenza ofrece una historia no solo correcta a nivel técnico, sino que también memorable gracias a la pasión de sus protagonistas, la cual no tardó en levantar la sospecha general de que podría existir más química entre sus actores de lo que el propio Russ Weatherby parece querer admitir.»
Maureen me miró por primera vez, los ojos completamente abiertos.
—Sabes cómo es la prensa. —Se encogió de hombros, dándole un sorbo a su café.
—Desde luego que lo sé, pero ¿no crees que se pasaron de la raya? Toma esta otra línea de ejemplo: «su servidor está ansioso por ver más de esta dupla bajo la mágica dirección de Costner, y espera de corazón que el señor Ship cuide muy bien a su esposa.» —Arrojé el periódico sobre la mesa—. ¡Repugnante!
Mi esposa dio un respingo, mas no dijo nada.
—¿No te parece repugnante? —la presioné.
—Sí, me indigna que en esto se haya convertido un oficio tan noble como solía ser el periodismo.
—Lo mismo pensé yo —coincidí, poniéndome de pie—, y se los voy a hacer saber.
—Espera, Gordie, ¿qué piensas hacer? —cuestionó, jadeante, cuando me vio acercarme al teléfono.
—Voy a llamar a ese periódico de poca monta y decirles que el señor Ship no tiene ningún motivo para cuidar mejor a su esposa.
Levanté el auricular y lo apoyé contra mi oreja. Era hora de reivindicar mi posición como hombre. Llevaba demasiado tiempo dudando, dejando que otras personas y cosas me pasaran por encima. Mis padres no habían criado a un debilucho y me lo iba a demostrar.
Sin embargo, ni siquiera pude comenzar a discar el número cuando Maureen se aproximó rápidamente y me arrebató el receptor, colgándolo.
—¡No puedes! —exclamó.
—¿Qué quieres decir con que no puedo? ¿Acaso no escuchaste cómo se expresaban acerca de ti? ¿Acaso no estás molesta?
—Gordon, claro que escuché, claro que estoy molesta...
—Ajá.
—¡Es en serio! Estoy tan furiosa como tú. Pero si haces esto a la que destrozarán es a mí. No puedo permitirme que me odien tan pronto. Tengo contratos que debo cumplir, quiero seguir haciendo esto. Por favor, déjame manejarlo. Estás convencido de que sabes lo que es mejor para mí, pero te equivocas.
Sus últimas palabras me hirieron por todos los frentes. Maureen no estaba consciente de esto, todavía no lo comprendía, pero me había lastimado. Y yo estaba cansado de ser indulgente con quienes me lastimaban.
—Me equivoco —asentí con parquedad—. De acuerdo, me equivoco. ¿Qué es lo que planeas hacer, entonces?
—Debemos ignorarlos —contestó sin pensar.
—Oh, ignorarlos... y dejar que sigan diciendo estas cosas, ¿no es así?
—Nadie les tomará importancia, a nadie le interesa hasta tal punto. La gente está fascinada con la película y con mi trabajo; lo demás es secundario.
Sin decir nada, me dirigí a ella. Sus ojos estaban apenas por debajo del nivel de los míos y mientras yo buscaba en ellos respuestas a preguntas que no podía hacer en voz alta, ellos me confesaban todo lo que necesitaba saber. Solo que en ese momento no quise verlo.
—¿Yo soy secundario? —susurré.
—Gordon... —murmuró, negando con la cabeza—. Gordon, por favor. Debo enfocarme en la próxima película y en la gira publicitaria. ¿No es grandioso? Vamos a conocer Italia, Francia, Inglaterra...
—Encantador.
Puso sus manos en mis mejillas y sonrió. A pesar de que me hubiera gustado hacer lo mismo, no estaba de ánimos para eso. Ni para algo que se sentía como uno de esos sueños de futuro sobre los que mi novia de secundaria y yo solíamos tener largas charlas en mi coche. Recorrer Europa juntos, visitando lugares de interés, probando comida exquisita, haciendo el amor en todas partes.
Nadie nos había advertido cuál sería el precio. Ella se pasaría el día dando conferencias y entrevistas, mientras yo me pasearía por las solitarias calles de Roma o de París, contemplando a las parejas reales manteniendo conversaciones reales, yendo a citas reales, sabiéndome condenado a anhelar siempre el amor de dos extraños en una pantalla.
No era así como debía ser, pero así era. Cuando rememoro aquellos viajes, no puedo recordar nada que no esté envuelto en una neblina de sopor alcoholizado. Maureen y Russell caminando siempre delante del grupo, comentando las estatuas y las catedrales y los edificios históricos. Los dos saltando para no pisar la arena caliente de alguna cala desierta, remojándose los pies en el turquesa del agua; tumbados bajo el sol leyendo revistas, como dos esculturas clásicas, con sus formas redondeadas y esbeltas bañadas en oro.
Qué perfectos eran. Qué repulsivamente perfectos eran. Los reporteros de mala muerte habían hecho todo por alertarme y yo rechazaba sus consejos. Pero eso no significaba nada aún, y lo único que estaba a mi alcance ahora era una estúpida confirmación que no me diría más verdades que las mentiras de Maureen.
—¿Tienen razón? —consulté.
—¿A qué te refieres? —inquirió ella.
—¿Debería cuidarte mejor? ¿Cuento con motivos para preocuparme?
Quise sonreír para alivianar el peso de mi pregunta. No esperaba que su ceño se frunciera de tal forma, que su rostro se deformara en una expresión de desprecio tan puro.
—Por supuesto que no, Gordon —me dijo—. ¿Cómo te atreves a acusarme así? No he hecho nada malo, se llama actuación, y tal vez deberías aprender un poco. Hace ya un par de años que el papel de marido comprensivo y amoroso se te está dando fatal.
Eso fue la gota que colmó el vaso. No toleraría más insultos ni recriminaciones por hacer que se respetase mi matrimonio. De modo que le estampé un cachetazo en el rostro y le ordené que se condujera con un poco más de tacto.
O eso habría hecho si su audacia no me hubiese desmantelado por completo, dejándome petrificado y sin capacidad alguna de responder, ni siquiera cuando la vi marcharse con la cabeza en alto, desbordando dignidad y autosuficiencia.
Eso habría hecho si no la hubiese amado tanto.
-o-o-o-
Vi a Russell ese día. Al estarse negociando los términos para su próxima película junto a Maureen —un éxito comercial sobre un par de aventureros perdidos en la jungla que jamás se ganaría un lugar en la historia del cine— y con la gira publicitaria de Esclavos de la vergüenza a la vuelta de la esquina, las reuniones se habían vuelto algo frecuente.
Aun así, no teníamos mucha ocasión de charlar. Él era la clase de persona que llegaba temprano y se iba lo más pronto posible, no porque se sintiera incómodo en situaciones sociales, sino más bien porque su extrema y natural eficiencia no lo dejaba quedarse quieto. Perder el tiempo hablando conmigo era impensable.
Aquella tarde sería una de las pocas veces en que podría sacarle conversación en horas de trabajo. Barbet había convocado a Maureen para que ambos tuvieran un encuentro con Costner sobre su futuro, y yo me disponía a esperarla en la recepción de la oficina sin mucho con qué entretenerme, cuando noté a Russell en el otro extremo de la habitación, mirando por la ventana con aire pensativo.
Intentando actuar tan casual como mi nerviosismo me lo permitiera —es decir, encendiendo un cigarrillo y haciendo un vago esfuerzo por silbar—, me acerqué a él.
—¿Qué tal? —dije, en una voz masculina que bien pudo haberme desgarrado la garganta.
Russell me miró desde su altura inalcanzable, con esa expresión vacía y desdeñosa que, lejos de despertar rechazo, exigía ser respetada. Entonces me di cuenta de que sus ojos estaban puestos en el cigarro.
—Me encuentro muy bien —contestó—, ¿cómo estás tú?
El hecho de que quisiera saber cómo estaba, incluso en este punto de la historia, me parecía increíble. Pero tenía cosas más importantes de las que preocuparme ese día, así que enseguida fingí indiferencia y me encogí de hombros, metiendo una mano en el bolsillo de mi chaqueta.
—Bien, supongo —suspiré, exhalando un poco de humo.
Russell frunció el ceño, aunque no en señal de molestia. Más bien lucía alarmado.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté.
—Martin quiere hablar conmigo... Bueno, mejor dicho disculparse. Ya sabes, el desastre de Esclavos de la vergüenza.
—¿Desastre? Tanto la crítica como el público la alabaron hasta el cansancio. —Le di otra calada a mi cigarrillo y solté el aire lentamente—. «Química que traspasa la pantalla», «El señor Ship deberá cuidar muy bien a su mujer...» —Reí un poco—. Algunos son muy creativos.
Russell me miraba con sus grandes ojos de venado. La boca, redonda y rosada, parecía un chicle que alguien había pegado sobre una superficie blanca.
—No les tomes mayor importancia, Gordon. Es su medio de sustento. Les interesa más cambiar de coche cada año que decir la verdad.
—Es probable que tengas razón —coincidí—. De todas maneras, estoy preocupado por Maureen.
—¿Preocupado? —dijo alzando la ceja.
—Sí, y de eso quería hablarte. Sobre lo que pasó anoche durante la cena.
Las comisuras de sus labios se torcieron y lo escuché tragar.
—¿Ella te contó algo?
—Convengamos que sé lo suficiente.
—Escucha, Gordon, debes entender que Maureen está muy confundida y... —Se apresuró a explicar.
—Ya lo sé —lo interrumpí, desesperado—. Lo tengo espantosamente claro. Por eso necesito tu ayuda.
Russell entornó los párpados.
—Estoy consciente de que esto no tiene nada que ver contigo, pero comprenderás mi contrariedad al ver cómo la prensa trata la relación laboral que tienes con mi esposa. Sigo siendo un hombre, y como hombre estas cosas no me gustan. No puedo evitar sentir que la estoy perdiendo.
—Las personas no se pierden ni se ganan, Gordon. —Me paró en seco—. Las personas vienen y se van, y nadie puede hacer nada para obligar a alguien a quedarse.
La frialdad y racionalidad de su respuesta me crispó. No necesitaba la infinita sabiduría de Russell Weatherby en un momento como aquel; necesitaba el consuelo de un amigo. Caí en la cuenta de que no tenía ningún amigo real en el mundo. Al menos no uno con el que pudiera hablar de esto.
—Solo necesito que me digas si notaste algo extraño en la cena después de que me fui. No lo sé, alguna actitud o algún cambio en ella que te haya llamado la atención. Por favor, Maureen se ha estado comportando de manera muy sospechosa todo el día. Lo único que me interesa es ayudarla.
Esa fue una de las pocas veces en las que Russell realmente me miró a los ojos. Fue, también, la primera ocasión en que parecieron expresar algo más que protesta o determinación. Aquella era una mirada cargada de sinceridad, una elegante puerta que se abría de par en par para que yo entrase, que me tendía una alfombra roja y me preguntaba que podía hacer por mí. Me estaba invitando a pasar.
—Mira... —Trató de decir.
De pronto, sentí el calor de un cuerpo deteniéndose a mi lado y Russell cerró la boca.
—Hola —sonrió Maureen, tomando mi brazo y besando mi mejilla.
Los dos se observaron por un instante, al tiempo que la expresión afable de ella se desvanecía, mutando en una mueca de inquietud.
—¿Todo está en orden?
Russell y yo nos miramos. En sus intensas pupilas vibraba una turbiedad electrizante. Alcé mis cejas para indicarle que yo también esperaba una respuesta, y eso pareció darle el coraje necesario para soltar lo que fuera que tenía que decir, aunque solo se tratase de un automático «mejor que nunca».
Maureen estaba a punto de empezar una conversación trivial, obligando a su sonrisa a reaparecer, cuando el sonido de unos tacos golpeando el parqué nos advirtió de una nueva presencia; la de la secretaria de Costner.
—El señor Costner está listo para recibirlo —le informó a Russell.
—Formidable —asintió él, y luego se dirigió a nosotros—. Si me disculpan.
Con la encantadora funcionaria pisándole los talones, preguntándole si necesitaba algo como si esperase que él le propusiera pasar el resto de su vida juntos, Russell se evaporó tras la puerta de la oficina. Mi esposa y yo no nos movimos por unos instantes, consternados por la súbita ausencia de aquel superhombre, perplejos ante el milagro de su existencia.
Segundos después, entrelazamos nuestros brazos y nos fuimos. Algo en nosotros debió intuir que las cosas estaban a punto de cambiar, a un ritmo incluso más frenético que el que habían tomado en los años anteriores. Aunque los siguientes meses estuvieron colmados de viajes, fiestas y veladas llenas de él, ese día Russell y yo tuvimos nuestra última conversación real antes del fin del mundo.
Después todo se tornó negro.
-o-o-o-
Hasta el admirador más casual de la vasta filmografía de Maurie Ship junto a Russ Weatherby, sabe que los años sucesivos a aquel encuentro fueron una vorágine de estrenos, grabaciones y giras publicitarias muy difícil de seguir.
En el verano de 1962, inició el rodaje de En la jungla. La pareja más querida de América se calzó las botas de exploradores y se adentraron en las profundidades de la selva amazónica, donde descubrieron la verdadera fortaleza del otro entre encuentros con serpientes, arañas gigantes y tigres, en un entorno salvaje tan artificial que ofendió a zoólogos y ecologistas a partes iguales.
Doscientos cuarenta y ocho días después, El colibrí enjaulado llegó a la pantalla grande, con la historia de una mujer que conmovería a generaciones, poniendo a Maureen en la cima de su trayectoria actoral y dando inicio a la breve carrera musical de Russell, una espina clavada en su corazón que, breve y menospreciada como fue, terminó por consagrarse como su único fracaso.
Nadie podría jamás olvidar el pretencioso acento francés de la protagonista, quien, haciéndose cargo de su jardín con la delicadeza de un ángel, entonaba la hermosa melodía del Hymne à l'amour de Èdith Piaf, embelesando así al tímido profesor de piano de su hija. A lo largo de esas dos horas, armados con canciones pegajosas y elaborados números de baile, lucharon por su amor hasta ganarse la libertad, y cuando sus labios se tocaron elevados por el crescendo de los violines, la sala volvió a estallar en aplausos.
También en el sesenta y tres se produjo una nueva gira por Europa, a la que yo me opuse desde el principio y a la que Maureen terminó asistiendo sola. Los periodistas siguieron hablando de ella y preguntándose dónde estaría su marido, pero él había perdido toda capacidad de indignación a este punto. Pasé el otoño vagando por nuestro apartamento embrujado y escoltando a Debra a eventos de la alta sociedad, aburriéndome como una ostra mientras la escuchaba parlotear sobre su última conquista. Nos acostumbramos a sentarnos en la escalera de incendios todas las noches y, cuando sus enamorados inevitablemente le fallaban, yo estuve ahí para secar sus lágrimas y asegurarle que pronto lo superaría y le volverían a fallar.
Debra probó ser una compañía bastante agradable. A menudo éramos condescendientes con el otro y no parecíamos vernos como potenciales amigos. Su entusiasmo y dramatismo me irritaban, y a ella la exasperaban mi silencio y mi sarcasmo. Aun así, actuábamos como una vieja pareja de casados que, aunque no se soportaran el uno al otro, sabían que no tenían a nadie más en el mundo.
Creo que no la asimilé como un ser humano por completo hasta 1964, cuando se filmó El primer y último amor de Barry Baker; una típica historia de mafiosos sobre un gánster que, deslumbrado por el carisma e inocencia de una cantante de jazz, ponía en peligro su vida y la de sus compinches con tal de proteger a la mujer que amaba.
Maureen tuvo que dejarse el cabello tan corto como el de un muchacho. Además, la sometieron a un tremendo régimen para perder peso, pues sus curvas, tan atractivas para los estándares de nuestra época, no se correspondían con los cánones de los años veinte. Se pesaba cada mañana en una balanza que su hermana le había enviado, y lloraba en mis brazos al notar que no había bajado un solo kilo. Un médico de Hollywood que yo no conocía le había recetado unas pastillas y, cada cierto tiempo, le recomendaba hacerse un enema.
Mi disgusto al descubrir que los platos que me preparaba se tornaban cada vez más minimalistas, no me permitió ver que algo andaba mal. Maureen se encontraba cansada la mayor parte del día, pero jamás se sentaba a recuperarse. Iba caminando a todos lados y más de una vez se desmayó en plena calle. Cuando le pedíamos explicaciones al doctor, decía que no se estaba cuidando lo suficiente y le daba otra dieta, todavía más exigente que la anterior.
Comenzó a perder el apetito. En sus peores días, solo comía una manzana y bebía litros de agua. Algunas de sus píldoras le causaban náuseas y una diarrea terrible, aunque el experto nos tranquilizaba informándonos que eran simples efectos secundarios y que el cuerpo ya se acostumbraría. Para cuando sus hábitos alimenticios se redujeron a agua y cigarrillos y su cabello se empezó a caer, se me ocurrió leer los componentes de las benditas pastillas y le prohibí seguir tomándolas.
Al principio se enfureció conmigo. Lloró, gritó, pataleó y yo me mantuve inflexible. Juró que no me volvería a hablar nunca, que yo no tenía ninguna autoridad sobre su cuerpo. La acusé de no haber pensado esa frase, de que alguien más se la había enseñado. Lo negó y lloró con más fuerza.
Entonces perdió el conocimiento y la internaron esa misma tarde. Los nutricionistas del hospital confirmaron que, en efecto, aquel tratamiento no debía continuar. Le recetaron nuevas pastillas y la forzaron a comer. Durante las primeras semanas, no podía digerir ni el puré de patatas. Devolvía todo. Estoy seguro de que habría desobedecido a las nuevas órdenes y hubiera seguido matándose de hambre tan pronto como le dieron el alta, de no haber sido porque, luego de meses viviendo así, los productores de la película concluyeron que su cuerpo era perfecto para el papel.
Fue una experiencia que puso a nuestro matrimonio al borde del colapso. Sobrevivimos, mas no sin secuelas. El respeto que Maureen alguna vez me había profesado se extinguió por completo. Yo ya no era una autoridad en mi propia casa, existía una enorme posibilidad de que nunca lo hubiera sido, y ella había dejado de confiar ciegamente en mí. Ahora ambos sabíamos que podía desafiarme. El miedo a perderla me volvió rígido, distante, la clase de marido que nunca quise ser. Estábamos en la antesala de la catástrofe.
Si bien su rostro perdió la lozanía y salud que en otro tiempo había tenido, el maquillaje supo ocultar sus ojeras y sus mejillas hundidas. Con los pómulos sonrojados y la punta del pelo pegándose contra ellos; con las rodillas rosadas y las plumas ocultando sus huesudos hombros; con los ojos agigantados por el delineador y el cuello cubierto de joyas, nadie la hubiese descripto con otro adjetivo que no fuera «deslumbrante.»
Después de todo, la gente que fuese a ver el filme no sabría lo desolador que era abrazarla por las noches. Aferrarse a ella en busca de calor y encontrarse con la dureza y frialdad de aquella piel. Sus pechos se habían consumido, sus labios se habían vuelto azules, sus párpados caían con extenuación. Era como estar casado con un fantasma.
Pero para el resto del mundo, Maurie Ship aún era lo más alegre y deseable que pudiesen imaginar. Así que no debía sorprenderme encontrarla sonriendo en su camerino, jugando a los disfraces con Debra mientras se preparaba para grabar la escena del día. Nada más verme, vino hacia mí con pasos pequeños y rápidos y yo envolví su cintura indefinida.
—¿Cómo estás, querido? —me saludó con el acento grave y femenino que Lynda Carroll le había pegado.
—Estupendamente —dije, un tanto decaído—. Estás preciosa.
Rompió el abrazo para sujetar la falda de su vestido con ambas manos y observar a lo que me refería. Dio una vuelta, haciendo levitar las capas de chiffon, y soltó una risita halagada. Pronto la imagen de ella, con el cabello a la altura de los oídos y un collar de perlas, abrazando a un imponente Russell Weatherby sosteniendo una ametralladora, empapelaría al país entero.
No obstante, la apariencia de Maureen no fue lo que más captó mi atención esa mañana. En el instante en que ella terminaba de hacer una chistosa reverencia, un asistente de producción anunció que la necesitaban en el set y debía darse prisa.
—¡Oh, debemos irnos! —exclamó ella—. Vamos, Deb.
Debra no contestó. Maureen arrugó el entrecejo y volvió a llamarla, esta vez girándose en su dirección. Tampoco hubo respuesta.
Alcancé a divisarla por encima del hombro de mi mujer. Debra estaba parada frente al espejo, inmóvil. Tenía puesto el vestido que el departamento de vestuario le había prestado, los flecos de la parte inferior cayendo despreocupados sobre las piernas de grisín. Su mano de dedos largos jugaba con las cuentas de sus collares y los ojos estaban abiertos a más no poder. Nunca la había visto tan ensimismada.
Maureen caminó hacia ella, cautelosa, y yo la seguí de mala gana. Nos paramos uno a cada lado de Debra y mi esposa le tocó el hombro. Ella no se movió.
—Debra, por favor, debemos irnos —rogué exasperado.
Maureen chistó y volvió a insistir. Esta vez, recibimos un leve pestañeo. Estaba despertando.
Sus grotescos labios rojos se separaron un poco y el único sonido que pudimos escuchar fue el aire escapándose de ellos y entrando otra vez. Dentro, fuera, dentro, fuera.
Maureen estaba por intentar llamarla de nuevo, cuando por fin habló. Apenas un susurro que fue suficiente para descolocarnos.
—Madre...
Mi pareja y yo nos miramos, atónitos. Las pupilas de Debra seguían clavadas en su propio reflejo. La vimos humedecerse los labios y la sentimos tragar saliva. Todo cuanto podíamos hacer era observarla a través del espejo, como si esa representación ilusoria de ella fuese más real que su cuerpo mismo.
—¿Soy bonita? —murmuró.
A pesar de que aquellas palabras no tenían ningún significado para mí, Maureen pareció entenderlas perfectamente. Ni bien su expresión de sorpresa al oírlas cedió, lo único que atinó a hacer fue envolverla con sus brazos escuálidos y pegarse a ella.
—Eres hermosa —dijo, besándole el rostro.
Ella se rio y asintió. Esa era la señal de que todo estaba bien. Más temprano que tarde Maureen la había soltado y los tres nos dirigíamos al estudio de grabación, mareados y confusos, aunque sobre todo aliviados.
Debra se mantuvo callada el resto del día. Su teatralidad solo regresó a la hora de tomarse aquella divertida foto junto a su mejor amiga, que ahora había regresado a las manos de su legítima dueña.
-o-o-o-
Unos cuantos musicales siguieron a esa película. En el sesenta y cinco se rodó Niebla en el desierto, un western lleno de drama, romance y persecuciones. Ese fue también el año en que se filmó Nadie entiende a Bessie, una comedia que supo arrancarle una risotada al espectador más reticente, y El vestido de seda, la historia de misterio que a muchos no dejaría dormir por la noche.
Maureen recibía propuestas de todas las productoras importantes. Para el sesenta y seis sus curvas naturales se habían restaurado por completo, lo que también provocó que varias agencias de modelaje se interesaran en ella. Llegó un momento en que no podía salir de casa sin toparme con su rostro sonriéndome desde algún anuncio de ropa o licor, o en las primeras planas de los periódicos.
Resultaba chistoso, porque la verdad era que rara vez coincidíamos en nuestro propio hogar. Ella pasaba gran parte de su tiempo fuera, trabajando, dando entrevistas y posando para los fotógrafos. Yo no era más que un accesorio que llevaba a las fiestas y que tenía que fingir simpatía cuando algún reportero insistía con el mismo chiste de siempre: debía cuidarla muy bien.
Aprendí a dejar de irritarme, de darle trascendencia a las cosas. Oía a Maureen sin escucharla realmente, y de todos modos ella estaba demasiado agotada para hablar sola. Existíamos en el mismo espacio y nos despedíamos cuando alguno de los dos se iba, pero sabíamos que nos estábamos convirtiendo en víctimas de la inercia y nuestros «te amo» se volvían cada vez más superficiales.
Cuando los besos y diálogos azucarados en las películas empezaban a molestarme, anestesiaba mis inseguridades con alcohol. Cuando las gracias de la prensa me marcaban las venas del cuello, hacía lo mismo. Los viajes de Maureen al extranjero podían olvidarse con una buena lata de cerveza o una copa de vino. Las recriminaciones telefónicas de mis padres no eran nada que un poco de whisky no pudiese borrar. Todo tenía arreglo.
Incluso cuando Maureen me acusaba de haberme comportado incorrectamente en una cena, ya fuese por una actitud egoísta o un comentario inapropiado, gritándome que si seguía así me iba a dejar, yo aún conseguía quedarme sentado con los ojos en la televisión, demasiado alejado de la realidad como para siquiera sospechar que sus amenazas eran ciertas.
Entonces ella se cansaba de discutir con la pared y tomaba asiento a mi lado, encendiendo un cigarrillo y expulsando el humo por el costado de la boca.
Qué curioso es ahora pensar que también un cigarrillo, uno de esos nocivos aliados que la ayudaban a sobrellevar el infierno de nuestra vida marital, terminaría siendo el que me susurrara, apenas un año después, que para ese momento ella ya me había traicionado.
CONTINUARÁ...
N/A: Nos acercamos, poco a poco, a lo que todos estamos esperando. Su paciencia será recompensada con lo que vinieron a buscar 7u7
Quisiera aprovechar esta ocasión para anunciarles que he postulado Mi amigo Russell a la recepción de manuscritos de Nova Casa Editorial de este año. Son más de 3000 los candidatos y la convocatoria solo lleva abierta un día, así que las posibilidades son muy pequeñas. Necesito toda la ayuda que puedan darme.
Si Mi amigo Russell les gusta y sueñan, tal y como yo, con tenerla en sus manos, necesitamos hacerle saber eso a Nova Casa. Por Twitter, Facebook, Instagram; todos lados. En mi perfil también les dejé el formulario mediante el cual ustedes también pueden enviarles Mi amigo Russell para que la consideren.
He querido ser escritora profesional desde que era niña y significaría demasiado que esto se cumpliera. Pero, incluso si no pasa, estaré siempre agradecida de tenerlxs como lectores. Amo a cada uno de ustedes y sus comentarios me hacen el día <3
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top