Capítulo 28

Hollywood, 1961.

Si bien Maureen había cosechado ya cierto renombre entre las personalidades del séptimo arte, su rostro no se volvió popular frente a las masas hasta que inició la promoción de su primera película. Luego fue imparable. Tan pronto como J. Martin Costner anunció formalmente que Maurie Ship protagonizaría Esclavos de la vergüenza, ya no hubo instante en el que pudiera respirar sin sentirse invadida.

Se había confirmado el milagro, el sueño de la chica sin nombre que se convierte en estrella de la noche a la mañana, y todos querían un trozo de ella. Todos querían salpicarse de su gloria antes de que surgiera el siguiente fenómeno de algún suburbio pobre o una granja del Medio Oeste.

Por mi parte, me encontraba indeciblemente confundido. Cada día recibía llamadas constantes de conocidos, muchos de los cuales ni siquiera recordaba. Tíos, primos, parientes de toda índole. Hasta mi padre se puso en contacto conmigo, indignadísimo porque no le había notificado acerca de mi nueva vida. La hermana de Maureen la acusó de haberle provocado a su padre un ataque al corazón —cosa que resultó ser falsa—.

Mis antiguos compañeros de trabajo y algún nombre borroneado de mi anuario de secundaria no tardaron en comunicarse. Lonnie mencionó que el señor Richards dijo que siempre habría lugar en la farmacia para mí, pero me pareció tan evidente que lo que buscaba era aprovecharse de la popularidad de mi esposa para aumentar las ventas que lo rechacé. De todos modos, no había posibilidad de regresar.

La cúspide del absurdo fue cuando Brad Doyle, el imbécil de la preparatoria que guardaba un gran parecido con John Garfield, el mismo que había intentado propasarse con Maureen, llamó para decirle que nunca olvidaría el tiempo que pasaron juntos. Estaba tan metido en personaje, que no se percató de que no era ella quien había contestado el teléfono.

—Soy su marido. Gordon Shipman.

—¡Gordon Shipman! —exclamó, sin disimular su asombro–. Es decir, lo siento, creí que... ¿Gordon Shipman? ¿La Pulga Shipman? ¿Gordon el enano? ¿Gordon el...?

—El mismo.

—¡Santo Dios, lo lograste!

—Sí, lo logré —dije orgulloso.

—Vaya, pues yo... respeto eso. Que la disfrutes, amigo.

—Espera, ¿cómo conseguiste nuestro número de...?

El tono de marcar me detuvo a mitad de frase.

Fuera de nuestro apartamento, la situación no era mucho mejor. Las antiguas cenas tranquilas los fines de semana habían quedado sepultadas bajo avalanchas de curiosos, aproximándose a nuestra mesa para preguntar si era ella, si era Maurie Ship. Las mujeres no lograban camuflar su admiración y envidia cuando se la cruzaban en la calle, no solo por el hecho de que le pagaban por besar a Russ Weatherby, sino porque su sola presencia era digna de mención.

Hacía mucho que Maureen había olvidado las prendas y los zapatos modestos que la vieron transformarse en el ama de casa perfecta, pero la elegancia con la que vestía ahora era la de una inconfundible figura del cine. Su cintura estrecha siempre acentuada por un vestido caro o los pantalones más ajustados que pudiese encontrar.

Sus blusas tenían más detalles que nunca y los botones de sus largos abrigos resplandecían bajo la luz del sol. La exigencia que le imponía el andar siempre de tacones agregaba un vaivén hipnótico a sus caderas y provocaba que casi me superase en estatura.

Con el cabello platinado cayéndole sobre los hombros o alzado en vertiginosos peinados, con sus gafas oscuras y su nariz respingada apuntando hacia arriba, no había forma de equivocarse. Cuando te encuentras a una mujer así por la calle, aunque su nombre no te sea familiar, sabes que estás presenciando el nacimiento de una leyenda.

Considerando esto, resulta natural que Maureen esperase cierto cambio en mí. Y es que, por mucho que me esforcé en negarlo en el momento, desentonábamos. Mis suéteres y mis chaquetas opacas podían estar bien para la quieta periferia de Los Ángeles, pero en Hollywood, sobre todo con la hermana perdida de Marilyn Monroe llamándome «querido», eran pecado. Así que, haciendo caso omiso a mi resistencia, me concertó una cita con un sastre.

Todavía hay un par de semanas en la línea del tiempo que percibo como una eternidad en la parte trasera de una tienda, siendo medido una y otra vez por costureras irrespetuosas, probando y descartando opciones, tratando de comprender la diferencia entre tantos colores con nombres de fruta que, a mi parecer, eran exactamente iguales.

Maureen no se enervaba por esto. Para ella todo era natural, y debo reconocer que al inicio me indigné, hasta que recordé que ya había pasado por esta etapa durante las pruebas de vestuario para sus dos películas. Tal vez lo que decía mi madre era verdad: las mujeres vinieron al mundo para sufrir. Era la única explicación para que la mía aceptara los insoportables martirios que había que pasar para gozar de la buena vida, manteniendo una sonrisa perpetua.

Sin embargo, la bomba no explotó hasta la fecha de la presentación oficial. La noche del dieciséis de diciembre de 1961, la productora ofreció una resplandeciente velada en el hotel Fishguard, donde hubo cena, baile y una rueda de prensa.

Esa fue una de las pocas veces en las que vi a Maureen legítimamente nerviosa. Sería su primer encuentro cara a cara con el público y, más importante aún, con la gente que se dedicaría a destrozarla en la sección cultural de cada periódico. Tratándose de una actriz principiante en un rol de tanta relevancia y con más proyectos en camino sin tomar en cuenta la recepción de los espectadores, casi podía leer las mentes de los periodistas, casi podía ver a través de las tapas de sus libretas, maquinando el final de su carrera antes de que siquiera empezara.

—No puedo hacerlo, Gordon —me confesó en el coche, haciendo un visible esfuerzo por no llorar. Salir con el maquillaje arruinado hubiera sido su último error en la industria.

—¿De qué hablas?

El coche se quejaba al subir por la pendiente que conducía a la explanada circular.

—No les voy a gustar —susurró, jugueteando con sus aretes—. Van a odiarme, van a hacer preguntas difíciles, van a ponerme en evidencia. Tenías razón, cariño. Gente como nosotros no está hecha para esto. Me equivoqué al...

No oculté mi asombro ante su discurso pesimista, sino que lo exageré. Aunque siguiera pensando que no teníamos cabida en ese lugar, no iba a permitir que Maureen se sintiera mal por ello.

—Muñeca, ¿de qué hablas? —dije, poniendo mi brazo alrededor de sus hombros desnudos—. Por supuesto que vas a gustarles. ¿Cómo podría alguien odiarte? Es decir, mírate.

Maureen bajó la vista y rio con pesar, pasándose la mano por los mechones sueltos de su moño, que caían enmarcándole la cara.

—No, hablo en serio, mírate. Mira ese vestido, mira tu cabello, mira todo el talento que tanta gente importante ha dicho que tienes. —Acuné la suavidad de su mentón en mi mano—. ¿Cómo podrían confundirte con alguien como yo? Ni siquiera sé vestir un traje de trescientos dólares.

La subsecuente risa fue un poco más alegre. Sus dedos se cerraron alrededor de mi muñeca mientras sus labios carmesí se abrían en una sonrisa sincera.

—No digas eso, Gordie. Estás muy guapo.

Le dediqué un gesto de galantería socarrona.

—Bueno, tengo que serlo —bromeé—, estoy casado con una actriz famosa.

Una carcajada se expandió a través de ella, provocando que se echara hacia atrás. Cuando el chiste perdió su efecto, permanecimos mirándonos en silencio mientras el coche se detenía y los gritos de la multitud nos impedían escuchar nuestros propios pensamientos.

—¿De veras crees que les agradaré? —murmuró.

Me di permiso de extraviarme en esos engrandecidos ojos verdes durante unos segundos. En el fondo de mi mente, comprendía que esta podía ser la última vez. Hoy Maureen emprendía viaje hacia un nuevo mundo, incluso más complejo e inexplorado que el que había sido nuestro hogar los meses anteriores. Un mundo que yo jamás habría soñado para nosotros, pero que se había convertido en su sueño. ¿Y qué teníamos en nuestro antiguo mundo? ¿Carencias, decepciones, pruebas de embarazo negativas? ¿Quién podría querer quedarse en un sitio así?

A final de cuentas, Maureen no quería, y mi sueño, desde que supe de su existencia, había sido estar donde ella estuviese. Si ella deseaba seguir adelante, lo menos que podía hacer era ir detrás.

—Les vas a encantar —murmuré antes de plantarle un beso fugaz que la hizo reír otra vez—. Ahora vamos.

Yo estaba a punto de abrir la portezuela cuando Maureen abrió la suya y, sin previo aviso, una estampida de flashes y micrófonos se abalanzó sobre ella.

—¡Señorita Ship, señorita Ship! —repetía una joven reportera.

—¡Maurie, por aquí, por aquí! —exclamó otro periodista, agitando el brazo.

—¿Una fotografía para...? —empezó un muchacho, aunque su palabra fue aplacada por los gritos de los demás.

Más temprano que tarde, a sabiendas de que podían aplastarme si querían, me apeé del Packard y le di la vuelta, empujando y arañando para abrirme paso a través de la muchedumbre e interponiéndome entre esta y mi esposa. Alcancé a verla antes de refugiarla detrás de mi espalda. La pobre estaba pálida, los ojos como platos y los hombros rígidos. Sentí mucha furia al verla así, indefensa, sometida ante el poco respeto que aquellos parásitos chupasangre sentían por una chica que apenas daba sus primeros pasos en la farándula.

—Por favor —hablé en voz alta, abriendo los brazos para abarcar el máximo espacio posible.

Me ignoraron.

—Por favor, mi mujer necesita... —Intenté de nuevo.

Me ignoraron más.

La cabeza de Maureen asomó entre mi costado y el marco de la puerta, tímida como una tortuga.

—Son ustedes muy amables —dijo en tono suave y, milagrosamente, se callaron para escucharla—. Sin lugar a dudas aprecio que estén aquí, pero necesito bajar del coche. Me aseguraré de dar respuesta a todas sus preguntas en la rueda de prensa si pueden esperar solo un...

—¡Russ está aquí! —Alguien a quien que no podía ver dio la voz de alarma.

Ya fuere por la diplomacia de Maureen o por la llegada de Russell —más por lo segundo que por lo primero—, la turba de reporteros corrió hacia un lujoso automóvil que había estacionado a pocos metros de nosotros. Antes de que lo rodearan por completo, logré ver a Russell bajarse, protegido por lo que parecía ser un guardaespaldas, con una sonrisa forzada y el pelo brillante.

Suspirando de alivio, me di la vuelta y le tendí la mano a Maureen para ayudarla a salir. Seguía un poco asustada —sus tacones tastabillaron ligeramente al apoyarse en el asfalto—, pero no tardó en hacer eso a un lado para agradecerme y hasta emocionarse ante la efusividad de los periodistas.

Y dado que no se puede mencionar la palabra «efusividad» sin invocarla a ella, Debra Newman apareció dando pequeños brincos de cabra de la montaña, entubada en un vestido de coctel azul donde no cabía ni el aire. Corrió hacia nosotros en actitud de abrazar y yo di un largo paso al costado, dejando que Maureen fuese la única víctima de su avasallante cariño.

—¡Oh, Dios mío, querida! —chilló, apretándole el rostro contra su pecho—. ¡Estoy absoluta y positivamente extasiada! Si así me siento ahora, no quiero imaginar lo que sentiré en la premier. ¡Oh, la premier! Casi no puedo esperar. Esto es sencillamente delicioso. Estoy tan...

—Sí, yo también estoy contenta —sonrió Maureen, liberándose del agarre.

—¡Deberías estarlo! —la reprendió con alegría—. Estás viviendo el sueño, querida, ¿entiendes? A partir de ahora serás recordada como la chica común y corriente que terminó siendo la mejor actriz de nuestro siglo. A partir de ahora eres una inspiración para... —Se detuvo al advertir mi presencia—. Buenas noches, Gordon —dijo sin mirarme, y siguió—: ¡Una inspiración para este país! Eres como... ¡como Jackie Kennedy! Solo que rubia, y si hay algo que Marilyn Monroe nos ha enseñado es que...

—Deberíamos entrar —interrumpí—. Russell no podrá mantenerlos ocupados por siempre. —Señalé a la aglomeración de gente junto a su auto.

—¡¿Russell ya está aquí?! ¡Dios mío, debemos ir a saludarlo!

—¿Qué te parece si entramos primero? —sugirió Maureen—. Está haciendo un poco de frío y de todos modos le veremos en un rato. No quisiera perderme la rueda de prensa.

—Por supuesto que no. No puedo creer que voy a estar ahí en tu primera rueda de prensa. Esta es la clase de cosas que una les cuenta a sus nietos.

—Tendrías que encontrar marido primero —sonreí.

Maureen me dio un codazo.

—Encontrarlo es fácil, lo difícil es hacer que caiga en la trampa —respondió Debra.

—¿No estabas viendo a un agradable empresario? —inquirió Maureen—. ¿Cómo se llamaba? ¿Angus?

—Así era, pero luego me enteré de que tiene una deuda que pagar si no quiere que le rompan las piernas —aclaró, sorprendentemente simple para estar refiriéndose a un tema tan espinoso—. ¿Alguien quiere un cigarrillo?

Le agradecimos y nos negamos, ya caminando hacia el interior del hotel. Ni bien las puertas giratorias nos recibieron, descubrimos que el majestuoso vestíbulo se había transformado en un salón digno de cualquier castillo cinematográfico, donde una princesa se presentaría en sociedad. Y era la dama que me estaba sujetando el brazo.

Un delicioso aroma flotaba hacia nosotros desde el restaurant, amainado solo cuando chocaba con el de las gardenias, blancas y radiantes, colocadas en macetas que colgaban de las paredes. Estas, a su vez, luchaban con los cigarrillos encendidos de los presentes, que creaban una suave capa de niebla en la gigantesca habitación.

Aquí y allá, rostros conocidos surgían desde las profundidades de ese mar blancuzco, como si flotaran, como si fuesen fantasmas. Los espíritus formaban pequeños grupos y se reían mientras hablaban en voz baja. Todos estaban felices de estar allí, y no hacía falta adivinarlo, porque se aseguraban de gritarlo a los cuatro vientos siempre que podían, quizás tratando de convencerse de algo.

Alzando sus copas de champaña, proponiendo brindis por cualquier tontería, anunciaban a viva voz sus planes de veraneo y los contratos que grandes productores de cine les ofrecían. Recibían con placer a cualquiera que desease unirse a la conversación, pero uno podía ver claramente en sus ojos, cálidos e impersonales, si esa persona les parecía a la altura de las circunstancias o no.

Cada tanto, una de esas mujeres se unía a las islas particulares de los semidioses. Una de esas mujeres a las que uno no puede dejar de mirar, con sus rizos resbalándose y las curvas a punto de hacer estallar los botones del vestido. Una de esas mujeres a las que nadie es capaz de resistirse. Y se reconocían entre ellas, y se buscaban, y era un espectáculo que demandaba admiración.

Entonces uno de los hombres de frac, quitándose el puro de la boca, le tomaba la mano y besaba la tibieza de sus nudillos. Ella —quien fuera, porque todas se parecían—, miraba hacia arriba y dejaba caer una risa encantadora, antes de que su brazo fuese levantado para hacerla girar. Las capas de tul se alzaban en el aire cargado, revoloteando como si fueran a desvanecerse en una nube de mariposas. Incluso el humo parecía darle espacio para que se produjera la magia.

Estando yo absorto en ese despliegue de poesía en movimiento, rezando por que sucediera una vez más, pendiente de todo y de todos, sentí cómo Maureen se movía a mi lado. Cuando me volví para observarla, noté que uno de los caballeros que había estado contemplando se le acercaba para darle un beso en el dorso de la mano, y así me golpeó la revelación. Maureen era una de esas mujeres que yo codiciaba de forma netamente platónica. La diferencia era que ella llevaba una alianza igual a la mía en la mano izquierda.

Comprendí entonces la magnitud de la sorpresa que se llevó Brad Doyle cuando llamó a casa, y se enteró de que Maureen me había elegido a mí. Pero no lo recordé con orgullo, sino con confusión, con incertidumbre, con paranoia. Una espantosa sensación de desmerecimiento colocó su garra perversa en torno a mi garganta. De repente cualquiera de los hombres que estaban allí podía ser mi competencia, y sabía que no estaba en posición de competir.

—Buenas noches —dijo Russell Weatherby, que acababa de entrar.

Fue algo al pasar; resultaba obvio que no tenía tiempo para detenerse. Apenas mirándonos, se abrió paso entre nosotros, primero con el hombro y luego con el resto del cuerpo. Durante un segundo, no pude ver a Maureen. La figura enorme y soberana de Russell lo cubría todo, interponiéndose, eclipsándome. Me desesperé. Me dio pánico.

Él siguió su camino hacia el auditorio donde tendría lugar la rueda de prensa, manos en los bolsillos de la chaqueta y el pelo negro resplandeciendo bajo la luz artificial de una araña. Mi primer instinto fue mirar a mi esposa. Tenía que asegurarme de que siguiera allí.

—Gordie, ¿te sientes bien? —preguntó, preocupada—. Estás pálido.

No recuerdo qué pasó después, aunque supongo que habré inventado una excusa patética y la aparición de su agente, Jack Barbet, la distrajo lo suficiente para que no tuviera que explayarme más.

—Mi queridísima Maurie —sonrió emocionado, también besándole la mano—. Gordon, señorita Newman. —Nos saludó con un breve movimiento de cabeza—. ¿Cómo se siente mi superestrella el día de hoy?

—Oh, más que bien —contestó Debra, que no estaba lo bastante metida en la plática para reconocer que la pregunta no iba dirigida a ella.

—Se refiere a Maureen —le avisé, girándome por completo en su dirección.

No tuvo sentido. Lo único que le interesaba era que tal o cual actriz estaba ahí mismo, charlando con Fulano de Tal. ¿Que no sabes quién es Fulano de Tal? ¡Uno de los mejores guionistas de Hollywood! ¿Cómo podría alguien no saber de él? ¿Acaso vives debajo de una roca, Gordon? Y este corto regaño fue tan largo que, cuando me quise dar la vuelta, Maureen ya estaba siendo arrastrada a la sala de prensa por su representante, agitando la mano en señal de despedida.

Instantes más tarde, cuando ya todos parecíamos preparados para entrar, Lynda Carroll y su grupo de amigas hicieron acto de presencia. Se la veía despampanante, con el pelo recogido y un sensual vestido de terciopelo que dejaba ver la mitad de la espalda. Al pasar junto a nosotros sin darnos mayor importancia, creí que me salvaría de tener que hablar con ella, pero la propia Debra se encargó de correr hacia donde las mujeres se habían detenido.

No alcancé a oír lo que decían. Tanto estrellas como periodistas comenzaban a llenar el auditorio, y era hora de que nosotros nos uniéramos. Distinguí, eso sí, que Lynda y sus secuaces reían y cuchicheaban, no junto a Debra, sino que probablemente a costa de ella. Si bien no planeaba acudir a su rescate, me sentí un poco mal.

Las harpías ingresaron a la sala, separándose de nosotros por una simple cortina entreabierta que, a su vez, parecía una barrera insalvable. Me acerqué a Debra, que se había quedado parada ahí, de seguro emocionándose por haber intercambiado palabras con una de sus más grandes referentes. Como seguía sintiéndome mal, concluí que alguien tenía que hacérselo saber.

—Debra —la llamé.

El único sonido eran los murmullos amortiguados que provenían de la habitación contigua. La joven me lanzó una mirada impaciente, cruzándose de brazos.

—Debra, no la persigas más. Se burlan de ti.

Sus largos miembros superiores cayeron, al igual que su expresión. Pensé que podría estar desorientada. Después de todo, ella había idolatrado a la gente como Lynda Carroll desde que tenía memoria. Si apareciera una correspondencia perdida entre Salvador Dalí y García Lorca donde hicieran chistes crueles sobre el tamaño de mi nariz, yo también me sentiría cuanto menos desencantado. Pero ya había tomado la decisión y no podía dar marcha atrás.

—Lo ha estado haciendo desde que la conocimos —proseguí—. Para ella eres... eres una broma recurrente. —Me encogí de hombros—. Lo siento.

Debra se limitó a observarme con ojos acuosos.

—Sé que no nos llevamos bien, pero... al menos podemos decírnoslo a la cara. Me pareció que... que era hora de que te enterases.

Suspiró. Eso era todo. Había cometido un terrible error. Si lo que quería era ahorrarle el mal trago, solo logré hacérselo más difícil de digerir. ¿Quién me mandaba a darle consejos de vida social a mi némesis? Para rematar siendo hombre. Un hombre —en especial un hombre como yo—, resolviendo los problemas de corazón de las mujeres. ¡Qué iluso había sido!

Estaba considerando disculparme otra vez, cuando ocurrió lo impensable. Lentamente, las comisuras de sus labios se alzaron en una sonrisa cerrada, conocedora. La primera sonrisa honesta que compartiría conmigo.

—¿Crees que nací ayer? —dijo levantando una ceja.

Me quedé perplejo. Incluso di un par de pasos hacia atrás mientras mi boca se colmaba de balbuceos incoherentes.

—Sé perfectamente que no le agrado —explicó—. Despreocúpate, lo he sabido desde el primer día. Bueno, quizás desde la primera o segunda semana, ¿quién los cuenta?

—Entonces, ¿por qué...? —quise cuestionar, mas me interrumpió.

—Tal vez Lynda no me quiera, pero yo quiero mucho a Maurie. Y si esto la hace feliz, ¿quién soy yo para oponerme?

Estaba atónito. Así que Debra era más lista de lo que aparentaba. Yo estaba casado con una actriz de Hollywood y había algo más que aire en la cabeza de Debra Newman. ¿En qué clase de pesadilla de Luis Buñuel se había transformado el mundo real?

—No voy a ser yo quien llueva en su desfile —finalizó ella—, todo lo que puedo hacer es aceptarlo. Si realmente la quieres, estarás de acuerdo en que esta es la opción más inteligente.

Asentí porque no sabía qué más podía hacer. Tenía ganas de salir corriendo a la calle y confirmar que el edificio no estuviera de cabeza.

Debra se me acercó.

—Gracias por intentar advertirme. Ciertamente lo aprecio.

Sin decir nada más, giró sobre sus propios pies y enfiló hacia la sala. Tras unos segundos de trance, la imité.

-o-o-o-

Pocos honores hay en esta vida tan grandes como entrar a un auditorio donde se hará historia y toparte con un cartel con tu nombre en un asiento de la primera fila. Al principio creí que mi lugar en todo aquello sería quedarme parado cerca de la puerta, junto a un montón de personas que no conocía, haciendo estallar los flashes de sus cámaras cerca de mi oído y cuchicheando sobre cómo tergiversarían las palabras de algún famoso en los periódicos de mañana. Pero a medida que avanzaba a través del mar de periodistas —sentados o de pie, siempre gritando, siempre dando vergüenza ajena— y lo veía transformarse en una ensenada casi privada de relojes resplandecientes y capas de seda, supe que me correspondía estar ahí.

Llegué a mi puesto y vi que Debra ya estaba acomodada en la butaca de al lado. Aunque yo me sentía incómodo por el bullicio y las luces, ella parecía estar en el Cielo. Sus manos minadas de anillos acariciaban el terciopelo de su asiento como si nunca hubiera sentido algo así antes, y sus ojos, lejos de reflejar el desánimo y seriedad que los habían invadido hacía apenas cinco minutos, bebían entusiasmados el espectáculo.

Me encontré viéndola de forma diferente, con cierto grado de admiración. Había heredado el dinero suficiente para atiborrarse de lujos toda la vida, pero todos los tesoros y bienes materiales que pudiese adquirir, nunca llegarían a llenarla tanto como el contacto directo con su sueño.

Maureen y yo nunca habíamos sido acaudalados. Si bien durante nuestra infancia gozamos de una buena posición económica, independizarnos nos había arrebatado gran parte del favor de nuestras familias. Nos unimos con amor contra la adversidad, contra las limitaciones, sin jamás desmayarnos ante la idea de arremangarnos para trabajar duro o tener que racionar alimentos. Y, sin embargo, no éramos felices ni hacíamos realmente nada por serlo.

El pobre es honrado y el rico no conoce la felicidad real, eso dicen. Pero Debra tenía millones en el banco y acciones a su nombre, y se le iluminaba el rostro al pensar en acompañar a su mejor amiga a vivir el destino que le pertenecía a ella. No se quejaba; al contrario, agradecía la oportunidad. Su sueño era incorruptible y jamás se mancharía de envidia o resentimiento. Sigue siendo la única persona que he conocido que fue sinceramente capaz de amar lo que hacía, sabiendo que nunca podría hacerlo.

Miré hacia adelante. Ante nosotros, sobre el escenario, había una mesa alargada con sillas de cara al público. Frente a cada asiento había una tarjeta con el nombre de quien debía estar ahí. Maurie Ship iba en el centro, justo en medio de J. Martin Costner y Russell Weatherby. Estaba pasando.

No mucho después, un hombre de traje subió al escenario. Hablaba como el Ciudadano Kane y tenía una sonrisa ganadora.

—Buenas noches, damas y caballeros, muchas gracias por venir. Estamos emocionados por presentar, en esta amena velada, una producción que promete revolucionar a los cines este 1962: Esclavos de la vergüenza. Manifestamos, como siempre, nuestro agradecimiento al Hotel Fishguard, por disponernos de esta magnífica sala, y el mayor de los respetos tanto al difunto señor Waylon Melville como a su familia, por hacer esta película posible. Sin más dilación, les presento al señor J. Martin Costner y su excelente equipo.

Entonces Ciudadano Kane se bajó —nunca supe su nombre y Debra me hubiese matado si preguntaba— y ellos aparecieron. Un asistente ayudó a Costner a llegar a su silla, aunque no le presté demasiada atención. Mis ojos estaban clavados en Maureen. Lucía tan hermosa bajo reflectores, que no me sorprendía la insistencia con la que muchas agencias de publicidad la solicitaban como modelo.

Russell venía detrás de ella y los aplausos y gritos se tornaron frenéticos al verlo. También había emoción respecto a Lynda Carrol, Harry Duncan y los otros miembros del reparto, pero ninguno arrancó reacciones tan desproporcionadas como Russell Weatherby, quien parecía bastante enfocado en aquella ocasión.

Se dio inicio a las preguntas. La mayoría eran para el director y estaban cargadas con un tinte nostálgico acerca del autor de la obra original y su fallecimiento. También se les cuestionaron cosas a los actores, mas ninguna era particularmente personal o trascendente. Los periodistas daban la impresión de estar más interesados en las espectaculares piernas de Lynda o el precioso vestido de Maureen que en el trabajo que habían hecho para construir a sus personajes.

Maureen comenzaba a ganar confianza. Durante los primeros minutos, su mirada no se movió de la mía. Luego se liberó. Comprendió que no tenía nada por qué estar nerviosa. La película se encargaría de hablar por ella y, además, la gente la quería. Contaba con un encanto de «chica-de-al-lado» que inspiraba a los demás, y la contradicción entre esta actitud y su nueva imagen era simplemente encantadora.

Russell, por otro lado, no parecía él mismo. Estaba tan impecable como siempre —tal vez incluso más, dada la naturaleza del evento— y el mismo halo de misticismo lo rodeaba, pero su constante abstracción no fluía de forma natural. Hasta se podría decir que estaba concentrado en permanecer ausente, que el no reaccionar ya suponía un esfuerzo extra. Cada tanto, Lynda le susurraba algo al oído, y él rechazaba la conversación, por mucho que ella se esmerase en dejar en claro que estaba siendo divertida.

Era como un fantasma que alguien había vestido, peinado y obligado a estar ahí, alejado de la comodidad del Más Allá, forzado a interactuar con humanos y fingir que no sentía desprecio por nosotros. Y vaya que sí lo sentía. Lo veía en su rostro. Miraba a los alrededores como si tratase de convencerse de que nada de aquello era real, que nosotros éramos imaginarios y todo volvería a la normalidad cuando se despertase al día siguiente en su cama.

En algunos momentos cruzábamos miradas, y llegué a entenderlo de tal forma, que aún me asombra que nadie más se hubiera dado cuenta.

A veinte minutos de terminar la conferencia, empezaron las verdaderas preguntas.

—Siendo una actriz principiante con apenas un mínimo de entrenamiento, ¿cómo te sientes al interpretar un rol tan icónico?

—Señor Costner, habiendo tantas actrices de renombre, ¿qué lo impulsó a elegir a una aficionada?

—Maurie, ¿no te preocupa que tu interpretación pueda verse eclipsada por la magistral técnica de tus compañeros?

Eran unos zánganos y me arrepentí de cada vez que quise excusarlos. No solo trataban de hacer sentir inferior a Maureen o causar que perdiera los estribos —esa no habría sido una motivación noble en lo absoluto—, sino que lo hacían por el mero show mediático. A ninguno de ellos le interesaba la historia detrás de la selección del elenco, o detrás de la actriz principal, o la fuerte carga que debía representar llevar adelante una película de tan grueso calibre sin la preparación adecuada. A ninguno de ellos le iba a quitar el sueño si Maureen merecía o no estar allí, o si se sentía bien o mal, o qué pensaban los demás con respecto a eso. Lo único que querían era arrojarla a los leones para garantizar el placer del consumidor.

Costner hizo todo por defenderla, alegando que la había elegido porque era especial y se había asegurado de que aprendiera con los mejores profesionales del rubro, pero incluso viniendo de él se traslucía la intención de salvar el propio pellejo. El hombre había hecho una apuesta descomunal y sabía que se jugaba toda su carrera. Costner creía en Maureen porque necesitaba creer en sí mismo.

Lynda Carroll también luchó por su honor, lo cual no era nada del otro mundo considerando que solo le incumbía mantener su imagen y ridiculizarla, disfrazando insultos de cumplidos.

—Me gustaría darle un gran aplauso no solo a Maurie, por el excelente trabajo que está haciendo, sino también al señor Costner. Se requiere de verdadero valor y amor al arte para atreverse a contratar a una actriz que jamás ha demostrado aptitud o conocimiento alguno para un rol protagónico. Un enorme aplauso para ellos.

Fue como activar un detonador. El auditorio se llenó de vitoreos, aclamando a Lynda por su discurso colmado de falso respeto. Ella sonrió, satisfecha consigo misma, y yo sentí mucho asco al aplaudir también. Miré a Debra por el rabillo del ojo y noté que estaba haciendo lo mismo, como si nuestra charla anterior no hubiese existido.

Maureen se veía extasiada. El gesto de crueldad de Lynda Carroll había ayudado en cierto sentido. Las preguntas bajaron considerablemente su tono y ya sonaban más como interés legítimo que ataques caprichosos. La única que estuvo fuera de lugar después de eso fue la que todo el mundo —en particular los encargados de la publicidad— esperaba que hicieran.

—¿Algo del romance entre Claire y Danny ha traspasado la pantalla?

Los ojos de Maureen se abrieron de par en par. Me observó de manera rápida y avergonzada y yo asentí, tranquilo, para hacerle saber que no era su culpa. Luego su vista viajó hacia Debra, quien, igual que una madre que asiste a la obra escolar de su hijo, modulaba las palabras que debía decir sin pronunciar ninguna. Habían ensayado aquello, sabían que era una posibilidad, y ninguna de sus lecciones sirvió de nada. Todo se escapó de su mente.

—Bueno —comenzó, humedeciéndose los labios—, lo cierto es que...

Los dos estábamos a punto de llorar. Quería correr al escenario y secuestrarla, llevármela a la cima del Empire States Building y nunca bajar. Los leones seguían hambrientos y la cristiana colgaba del borde de la fosa con un solo dedo.

De repente, como uno de los héroes de sus películas, él intervino.

—Absolutamente no —dijo Russell Weatherby, tajante. Comprendí que esto era lo que lo había tenido preocupado desde el principio—. En primer lugar, Maurie está felizmente casada con un hombre al que adora, y al que conozco y respeto. Jamás tendría la falta de decoro para interponerme entre una pareja de casados, en especial cuando la esposa en cuestión es una compañera de trabajo.

La sala entera contuvo el aliento. No se había alterado, no había alzado la voz, no dio una sola señal de la inmensa furia que los que lo conocíamos sabíamos que debía tener dentro. Su manera de expresarse fue sumamente diplomática, sin el menor ánimo de ofender. Y, por sobre todas las cosas, era la forma en que hablaba un hombre que no tenía una sombra de duda sobre lo que decía. Russell no nos había compartido una mera postura o su brújula moral; nos estaba confesando su religión.

Todavía alarmado por lo del respeto —¡me respetaba!—, me giré para observar al periodista que había hecho la pregunta. Toda la atención estaba puesta sobre él, parado un par de filas más atrás, sosteniendo su libreta con manos temblorosas mientras los demás se apresuraban a tomar nota de lo ocurrido. Él no podía mover un dedo y yo me alegré, en secreto, de su desgracia. Eso le enseñaría a conducirse con más escrúpulo.

Por suerte, Russell decidió que no había terminado con él.

—Además, señor...

—W-Wallace —tartamudeó el caballero.

—Señor Wallace, me gustaría hacerle una pregunta yo a usted. ¿Se me permite?

—Russ... —Intentó frenarlo Costner, en un susurro amplificado por los micrófonos.

—Dios mío... —Escuché murmurar a Jack Barbet, a unos pocos asientos de distancia.

Hasta Lynda Carroll se daba cuenta de que la situación estaba demasiado tensa y trató de persuadirlo, apoyando una mano en su hombro. Él la ignoró.

—D-desde luego, señor Weatherby —aprobó el aterrado señor Wallace.

Russell se enderezó más en su silla, colocando las manos sobre la mesa como los jueces en las películas cuando interrogan a un acusado que saben culpable. Solo le faltaba el martillo.

—¿A qué se refiere exactamente con «el romance entre Claire y Danny»? ¿Podría explicármelo, por favor?

—Yo creo que... —quiso decir su director, ya desesperado por dejar atrás el conflicto.

—Martin, por favor, el señor Wallace hizo esta pregunta y creo que entender su concepto de romance me ayudaría a ofrecerle una mejor respuesta. Es lo menos que puedo hacer después de que todos tuvieran la amabilidad de acompañarnos esta noche, ¿no es así?

Hizo un gesto de político, abriendo los brazos, y el público enloqueció. Podía hacer lo que quisiera y nada le quitaría el cariño de la gente.

—Entonces —dijo, dirigiéndose a Wallace—, ¿puede?

El periodista tragó saliva y examinó los alrededores. No tenía escapatoria.

—B-bueno, creo que la forma en que Danny busca a Claire y se esfuerza por enmendar sus errores del pasado es lo que hace que sea una historia tan especial e identificable. El espectador puede encariñarse con ellos porque se sienten como seres humanos y, particularmente con respecto a Danny, puede entender su necesidad de arreglar las cosas. Es un hombre que cometió una equivocación y tiene que resolverla. ¿Quién no se ve reflejado en algo así?

Russell asintió, pensativo, y volvió a inclinarse hacia adelante. Wallace esbozaba una sonrisa nerviosa.

—Dígame, señor Wallace —continuó el actor—, y perdone mi intromisión... ¿alguna vez ha abusado de una mujer?

Los presentes no pudimos ocultar nuestra conmoción. Observábamos a Russell, rogando por una señal de que realmente no había querido decir eso, pero su expresión podía incluso interpretarse como deleite. Wallace estaba petrificado. Una brisa lo bastante fuerte pudo haberlo hecho caer en seco.

—¡P-por supuesto que no! —exclamó, escandalizado, cuando pudo reaccionar.

—Yo tampoco —replicó Russell con tranquilidad—. Pero imagino que conoce a alguna víctima de abuso.

El reportero pareció dudar.

—La verdad es que no lo sé. Creo que no. Jamás he tenido oportunidad de hablar con ninguna.

Las cejas de Russell se alzaron levemente como muestra de sorpresa.

—Bueno, eso es extraño, señor Wallace, hubiera jurado que era usted un experto. Me refiero a que, por la forma en que defiende la «historia de amor» de Claire y Danny, no es difícil imaginárselo como un estupendo profesional. ¿Cuándo obtuvo su diploma en psicología?

Wallace estaba al borde de las lágrimas.

—N-no... no estudié psicología, señor Weatherby. Solo soy un simple reportero, señor Weatherby.

—Qué coincidencia, yo solo soy un simple actor. Pero creo que todos, sea cual sea nuestro oficio, podríamos estar de acuerdo en que una relación que empieza con abuso no debería idealizarse en lo más mínimo, ¿me equivoco?

—Creo que... creo que tiene usted toda la razón, señor Weatherby.

—Gracias, me alegro de que nos hayamos entendido. No tengo más preguntas.

Wallace volvió a sentarse, aunque yo me hubiera ido corriendo de haber sido él. Para terminar, el juez Weatherby lanzó su último veredicto, esta vez mirando a todos con una decisión que hacía bajar la vista:

—En caso de que no haya quedado claro, no considero que Esclavos de la vergüenza sea un modelo a seguir en cuanto a relaciones o una campaña a favor de perdonar a un agresor sexual. No es la idea detrás del libro y no es la idea detrás de la película a estrenarse, y si alguno de ustedes desea darle esa interpretación, voy a pedir amablemente que se retire mi nombre de la cinta. Muchas gracias.

La respuesta fue un aplauso tirante e incómodo. Era una época diferente que no estaba preparada para Russell Weatherby, en especial cuando tomaba la ruta de la sinceridad indiscriminada. Tuvimos suerte de haberlo conocido, de haber contado con él en nuestra generación de leyendas.

Aunque no obtuvo las ovaciones que merecía, Russell estaba más que orgulloso de lo que había hecho, y yo también. Cuando la conferencia terminó y fui a felicitarlo, todo lo que hizo fue estrecharme la mano.

—Gracias por decir lo que necesitábamos escuchar —dije, sintiéndome raro al pronunciar las palabras.

No sonrió, mas lo que contestó dejó entrever que deseaba hacerlo.

—No, gracias a ti por ser el primero en oírlo.

Cambiaría todas las nochesen cuartos de hoteles por que volviera a existir ese instante.

CONTINUARÁ...

Capítulo dedicado a ersantana, por siempre llenarme de comentarios <3

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