Capítulo 24
Venice Beach, 1961.
Al llegar a nuestro destino, me sorprendió darme cuenta de cuánto difería de la imagen que yo tenía de él. Venice Beach ya no se parecía al tiradero de podredumbre por el que se la había tomado en los últimos años. A pesar de que todavía no recuperaba el esplendor ostentado en su época dorada, sin duda merecía cierto reconocimiento.
El día se había nublado de repente, por lo que la marea de transeúntes era baja. Imaginé que eso le vendría bien a Russell, pues significaba que menos gente lo reconocería. La forma en que miraba hacia afuera mientras mi coche se deslizaba por el bulevar a paso de tortuga, con la mano derecha acunando la curva de su rostro y los ojos somnolientos perdidos en el paisaje, me daba todos los indicios para creer que apreciaba la privacidad. Lo que fuera que estuviéramos tratando de hacer allí, era algo demasiado íntimo para atreverme a indagar en ello.
—¿A dónde debemos ir? —inquirí, cuando llevábamos quince minutos dando vueltas y Russell aún no había pronunciado palabra alguna.
Esperé un sobresalto. Él siempre se sobresaltaba por todo y, a estas alturas, ya no me sorprendía. Pero su reacción fue tranquila y calculada, como si hubiera estado aguardando a que yo le hiciera esa pregunta.
—Es aún muy temprano —murmuró—. Busquemos algo que hacer.
Estacioné en una especie de explanada que se abría ante la playa y nos apeamos. Sentado sobre el capó del coche y con la brisa marítima llenando amenamente mis pulmones, observé cómo se desperezaba, estirando los brazos, girando el cuello y dando ocasionales patadas para liberar las articulaciones de sus piernas.
—Vamos a caminar —me propuso cuando hubo terminado.
Caminamos. Vaya que caminamos. Caminamos tanto que pensé que mi cuerpo entero iba a desarmarse. Russell conocía toda clase de recovecos que se le escapaban al visitante estándar. Me llevó a través de callejas tan angostas que no podíamos andar uno al lado del otro, hasta una pequeña y descuidada cafetería donde nos hicimos con los bizcochos más grasientos que haya tenido la desgracia de degustar. Ese fue nuestro desayuno.
Después visitamos un mercado de pulgas y, mientras recorríamos los distintos puestos y cuestionábamos la naturaleza valiosa de ciertas «antigüedades», se lamentó del deterioro insalvable del distrito de los canales, que por aquel entonces seguía siendo un lugar de mala muerte. También examinó varios objetos a la venta, pero optó por no llevarse ninguno. Incluso cuando yo manifesté interés en comprar un broche de mariposa para Maureen, rechazó la idea y me dijo que no desperdiciara mi dinero. Dejé el accesorio donde lo había encontrado y me sentí culpable por mi mal gusto, porque para mí era bellísimo.
Almorzamos en un pub igual de insalubre que la confitería. Los enormes ventanales con vista al mar estaban polvorientos y había manchas resecas de pintalabios en el borde de mi vaso. Russell, sin embargo, no se quejó, y dejó una propina más que generosa. Solo pensar en el estado de los baños y la consistencia cartilaginosa de la carne me da escalofríos hasta el día de hoy.
Le eché un vistazo a mi reloj y descubrí que era la una de la tarde.
—¿No preferirías ir a hacer lo que tengas que hacer y...? —Traté de sugerir.
—Todo a su tiempo. Vamos a la playa.
Así lo hicimos. Regresamos a nuestro punto de partida y nos internamos en las dunas. Russell se quitó los zapatos y ni siquiera protestó cuando la arena del mediodía besó las plantas de sus pies. Se aproximó al agua sin ningún reparo y permitió que lo cubriera hasta los tobillos, unos centímetros por debajo de donde terminaban sus pantalones arremangados. Yo, por mi parte, decidí sentarme en uno de los montículos y observar.
Russell no hizo gran cosa. Simplemente se paró allí durante media hora y volvió a mí justo cuando empezaba a hartarme de esperar. No obstante, lo único que le interesaba era preguntarme si quería unirme.
—Es agradable —me garantizó.
—No me atrae el concepto de mojarme y que se me pegue la arena a la piel —dije sin crueldad—. Ya de por sí me resulta incómodo sentir cómo se cuela en mis zapatos.
—Perfecto —concluyó, y retornó a la orilla para seguir con su extraña actividad.
Si fuera capaz de enojarme con él, este hubiera sido un excelente momento para hacerlo. Lo que hice, en cambio, fue ponerme de pie y volver, al cabo de unos minutos, con mi cuaderno de dibujo y un par de carboncillos.
Sin darle muchas vueltas a lo raro de la situación, comencé a dibujar. Valiéndome de los limitados recursos que tenía, con los que mejores artistas que yo podían lograr grandes cosas, construí un paisaje. El Océano Pacífico se extendía frente al espectador, con toda la cristalinidad que la escasa gama de colores permitía, tan sereno que intimidaba, y las nubes pendían sobre él, alargadas y perezosas, como mujeres recostadas sobre el diván de la esfera celeste, luchando por conservar la elegancia.
El plano parecía bastante armonioso y monótono, pero había algo en el centro que rompía ese equilibrio: la figura de un hombre. La figura de Russell Weatherby. De espaldas al mundo y de cara al mar, con los pies descalzos sumergidos en el agua y la brisa sacudiendo su ropa y las pequeñas porciones de su cabello que se habían rebelado. Sus brazos estaban ligeramente abiertos, las palmas de las manos apuntando hacia el horizonte, como si fuese una deidad emergida de las profundidades que retornaba al hogar tras una breve estancia entre los humanos, quizás para cumplir una misión.
La misión. Aquella promesa tan urgente que Russell había hecho, que nos había traído a ambos a Venice Beach, a sus calles olvidadas y sus canales clausurados, a que mis pies palpitaran dentro de mis Oxford y a que Maureen pasara su domingo sola. No sabía qué era lo que nos había envuelto en esta situación, pero, para entonces, su importancia era indiscutible.
Trabajé en ese dibujo toda la tarde, hasta que mis dedos se entumecieron. Fumé tantos cigarrillos que perdí la cuenta y deseché cerca de diez borradores antes de que todo quedase como yo esperaba. Tenía que probarme a mí mismo que podía hacerlo, que la belleza del mundo no se acababa en un mural. La gente veía cosas en Russell; cosas que los emocionaban hasta las lágrimas, que los empujaban hacia adelante, que los obligaban a suspirar. Era mi deber traducir esa magia al papel y, cuando lo logré, supe que ese era el trabajo de un verdadero artista.
Tras la muerte de los últimos rayos de sol, Russell regresó a mí, miró por encima de mi cabeza con un gesto solemne y murmuró:
—Ya es hora.
Supe que no era un buen momento para mostrarle mi obra; su lucha era mil veces más significativa. Así que, cuando empezó a caminar en dirección al bulevar por el que habíamos venido, lo seguí sin chistar.
—¿Qué haces? —me preguntó al ver que estaba a punto de subir al coche.
Lo miré sin comprender.
—Ya estamos aquí.
Apuntó su índice a la acera de enfrente, donde se alzaban un grupo de casas adosadas que recordaban a los barrios de Londres, la gran mayoría luciendo opacos tonos pastel en sus fachadas descoloridas. Algunas tenían comercios semi-abandonados en la planta baja, aunque Russell no se interesó en nada de eso.
En realidad, lo primero que hizo cuando cruzamos la avenida fue rodear el bloque de viviendas por completo hasta encontrarnos en la calle paralela. Las edificaciones de ahí eran similares a las anteriores, excepto porque no había ni amarillo ni azul ni rosa, sino paredes de ladrillos desnudos y algún que otro callejón entremedio.
Ahí nos metimos. Un espacio que se abría entre dos casas de apartamentos, esquivando cubos de basura y colchones improvisados por los indigentes de la zona. Entonces Russell se detuvo frente a una puerta a nuestra izquierda, con una ventana rectangular en el centro y la persiana bajada. Abrió sin vacilar ni un segundo.
Adentro: un minúsculo recibidor de no más de un metro cuadrado, con un perchero para colgar los abrigos y una escalera estrecha. Russell se volvió hacia mí.
—Pasa.
Él lideró el descenso. Al cerrar la puerta, me percaté de que el aire estaba grotescamente viciado y la escalera no me hacía sentir muy seguro. Las paredes de material se agolpaban alrededor de ella, como si quisieran tragársela, y el techo, lejos de mantenerse a una altura coherente, se cerraba sobre nosotros a medida que bajábamos por los escalones irregulares. No había barandilla de ninguna clase; lo único que podía hacer era sujetarme de las paredes, y llegamos a un punto en que hasta yo debía agachar la cabeza. Parecíamos exploradores recorriendo un templo ancestral.
Cuando alcanzamos el último peldaño —bastante más lejano al suelo de lo que debería estar— Russell bajó de una zancada y giró a la derecha. Lo imité y enseguida nos topamos con un pub subterráneo que trasmitía toda la impresión de haber sido un speakeasy en los años veinte.
A diferencia de la escalera, no era nada pequeño. Se trataba de un sector amplio, apenas alumbrado por un par de bombillas incandescentes que pendían del techo. Las mesas eran de madera oscura, con bancos estilo Chicago forrados de cuero esparciéndose en cada rincón. Había también un escenario y, en un espacio apartado, una pared de ladrillo llena de fotografías.
Pero, sin dudas, lo que más llamaba la atención era la barra. Una monstruosidad de caoba que dominaba por completo uno de los muros, resplandeciendo como si las luces estuvieran estratégicamente ubicadas para atraer a los visitantes en su dirección. Tenía un enorme espejo detrás que me incomodaba un poco y la impresionante colección de bebidas alcohólicas recordaba a un vitral, centelleando en los estantes con sus variados colores, fascinándome por completo.
No era un lugar que me tranquilizara, o que siquiera me resultara agradable, pero había algo atrayente en él. Esa sobrecarga de recuerdos que parecen tener las casas abandonadas. Se respiraba tanta memoria ahí que mis entrañas ardían.
Russell, una vez más, se ahorró los titubeos y me guió hacia la barra, donde el cantinero secaba un vaso recién lavado y miraba una televisión que colgaba de una esquina. Russell hizo notar su presencia con una tos sobreactuada.
—¡Eh, miren quién está aquí! —exclamó el hombre—. ¡La superestrella!
No había sarcasmo en su tono. Era evidente que se alegraba de ver a Russell tanto como Russell se alegraba de verlo a él.
—Supongo que ese soy yo —sonrió con humildad, encogiéndose de hombros.
—¿Cómo va Hollywood, eh? No se te ha visto por aquí en un buen tiempo.
—Bien, pero era hora de dar una visita.
—Claro, claro —se rio. Tenía la voz rasposa y estridente—. Oye, ¿y quién es tu amigo?
Russell se acordó entonces de que traía compañía y, poniendo una mano debajo de mi nuca, me hizo dar un paso al frente y salir de su sombra.
—Oh, este es Gordon Shipman —explicó—. Me trajo hasta aquí. Gordon, te presentó a Dwayne Wesley.
Nos estrechamos las manos y pensé que, en un mundo lleno de hombres imponentes que irradiaban rudeza allá donde fuesen, era reconfortante encontrar a alguien que pudiese saludarme sin quebrar ninguno de mis dedos.
Todo acerca de Dwayne Wesley era gentil. Con sesenta años aproximadamente, su expresión arrugada se había suavizado y su espalda describía una curva sutil que le daba una apariencia de debilidad. Podía imaginarlo como un héroe de guerra en su juventud; un caballero apuesto y fuerte capaz de rescatar a la damisela en apuros y llevarla en sus brazos. Pero ahora no quedaba rastro de ese hipotético pasado, más que una alegría que trascendía a la edad y unos vibrantes ojos azules llenos de eterna fe en el prójimo.
Russell tomó asiento en un taburete y, si bien me instó a hacer lo mismo, no me veía en condiciones de descansar. Un despilfarro de energía teñía el ambiente de una expectativa que solo podría sobrellevar de pie.
Estuvimos así un rato. Russell sentado, jugando con los ceniceros y los mondadientes y todo lo que tuviera al alcance, y yo a un costado, como su fiel escudero. El señor Wesley contó algunas historias de su vida, que parecían entretenidas y que, bajo otras circunstancias, me habría sentido ansioso por escuchar. Pero el silencio cortante a su alrededor me impedía descifrar cualquier palabra. Tenía la sensación de que Russell escondía una anécdota mucho más enigmática.
Fue difícil rechazar una cerveza. Sabía que conducir hasta Hollywood con alcohol en sangre no era una idea prudente, aunque ya había perdido la noción del tiempo y ni siquiera estaba seguro de que fuéramos a regresar esa misma noche. Cuando el señor Wesley le preguntó a Russell cuánto tiempo planeábamos quedarnos, él mismo no tenía la respuesta.
Abrumado, decidí recorrer las instalaciones. Los otros dos caballeros se quedaron donde estaban, mirando la televisión sin mirarla realmente. Pasé junto al escenario y caminé hasta la zona del tocadiscos. Moví mis dedos por la estantería, eligiendo discos al azar y analizando su contenido. Había de todo, pero el género que más se repetía era el jazz. Algunos títulos ya habían pasado de moda cuando yo era un niño. De todas maneras, no quise tocar ninguno. Hubiera sido un sacrilegio en un momento como aquel.
Finalmente, llegué a la pared de las fotografías. Todas ellas en blanco y negro —algunas amarillentas por el paso de los años—, demostraban ser muy personales. La más antigua databa de 1926, y estaba protagonizada por quien parecía ser un joven Dwayne Wesley, detrás de aquella inmensa barra de caoba. Su mirada gritaba «gran inauguración». Las demás imágenes de más o menos la misma época, no variaban demasiado del paisaje de la calle repleta de coches o los canales de la ciudad cuando aún permanecían abiertos.
Sin embargo, lo que más me atrajo de aquel museo de la nostalgia fueron las fotografías de gente. Varios de ellos eran parroquianos del bar. Al parecer, aquel escenario olvidado había sido el hogar de muchos conciertos en una mejor época, cuando el recinto se inundaba de humo de tabaco y las mesas estaban repletas de comensales.
Entre todos estos rostros anónimos, había unos cuántos que reaparecían una y otra vez. Debían tratarse de clientes habituales, pues se repetían en tantos cuadros que perdí la cuenta. Uno de ellos era Russell.
Entendía que no debía sorprenderme verlo allí. Tomando en cuenta la cercanía de su trato con el cantinero, no era extraño que le echase visitas constantes en los buenos tiempos. Aun así, había algo raro que no pude precisar hasta toparme con una fotografía en particular.
Un grupo de seis o siete personas —entre las que se contaban algunas mujeres— sentado en un sofá rinconero que aún permanecía en la misma esquina, sujetando sus botellas de alcohol y sus cigarrillos a medio consumir. Y Russell junto a ellos.
Estudié la imagen rápidamente. Boinas, ropa negra, gafas de sol en interiores. La mesa frente a sus rodillas estaba llena de hojas de papel arrugadas y escritas con pésima caligrafía. Uno de los sujetos llevaba una barba de chivo y, con las piernas cruzadas, movía su mano derecha en teatrales gestos, como si quisiera alcanzar algo que se desvanecía en el aire, mientras le explicaba un concepto profundo a la chica que tenía al lado. El hombre junto a Russell sostenía una espumosa jarra de cerveza y miraba por encima del plano, directo a los ojos del fotógrafo, quizás cuestionándole quién se creía que era para tomarles fotos.
Eran beatniks, beatniks con todas las letras. La clase de gente que consideraba que drogarse y escribir poesía era la forma de cambiar el mundo. La clase de gente que Russell debía aborrecer más que a nadie sobre la faz de la Tierra.
No obstante, esa mirada no lo dejaba mentir. Estaba entre ellos, sentado con el tobillo apoyado sobre la rodilla y ese sutil levantamiento de la comisura de los labios que algunos interpretábamos como sonrisa. Ambas manos alrededor de su pantorrilla elevada, los ojos puestos en el lente sin el menor disgusto por el hecho de ser inmortalizado.
Desentonaba, con el traje elegante, la corbata sobria y la barba prolija. Pero nadie podía negar que se sentía como un pez en el agua. Nada parecido a lo que me encontré al apartar la vista de la pared y concentrarme de nuevo en el bar.
Allí estaba. Encorvado sobre la barra, como si quisiera protegerse de algo o evitar que alguien lo reconociera. La punta del zapato dando golpecitos apenas audibles en el suelo. El cabello empezando a descontrolarse después de haber recibido tantas caricias impacientes de su mano.
Era la viva imagen de la desilusión y cuando vi la hora y me percaté de que eran más de las diez, me resigné a ser una más de sus decepciones.
—Russell —le dije, poniendo una mano en su hombro.
Como era habitual en él, dio un respingo y me preguntó qué sucedía.
—Lo siento, se me ha hecho tarde y le dije a Maureen que solo estaría aquí hasta el final del día. Creo que llegó la hora de marcharnos.
Esperaba un poco más de pelea por su parte. Sin embargo, lo único que hizo fue dar un último vistazo a los alrededores y asentir. Abandonamos el pub; él con la cabeza gacha y yo con una mano conciliadora entre sus omóplatos.
—No tienes que explicarme nada —le dije cuando nos subimos al coche.
Se limitó a mirarme a los ojos por unos instantes, en silencio. Esta vez asentí yo, porque necesitaba que, por encima de todas las cosas, estuviera seguro de mí. Me tomó la palabra y optó por callar durante todo el viaje.
Encendí el radio, esperando que nos encontráramos con una canción de Elvis, con algo que pudiera sacarlo de ese estado. Lo primero ocurrió cuando nos faltaban pocos minutos de trayecto. El Rey decidió dar un concierto más para cerrar nuestra excursión, con una voz suave, perfecta para la seriedad de la pieza que interpretaba. Y por un momento, percibí cómo la mano de Russell se levantaba en el aire, temblorosa, en busca de un piano imaginario que supiera hacerle compañía.
Hazlo, supliqué para mis adentros. Tienes al mundo esperando que toques ese piano.
De algún modo, tal vez creía que la humanidad se quedaría sin un motivo para seguir creando y moviéndose hacia adelante si Russell lo perdía también.
Estuvo tan cerca, pero las yemas de sus dedos no llegaron a rozar ni una sola tecla. Su mano se desplomó, y quiso disimularlo fingiendo que iba a acomodarse los pantalones.
Suspiró, mirando por la ventana, y yo suspiré también. Algo se apagó dentro de Russell esa noche en que no ocurrió lo que esperaba, en la que algo o alguien no permitió que cumpliera su promesa, fuera cual fuera. Una época iba difuminándose en su pecho, hundiéndose en ese mar negro e insondable al que denominamos memoria. Una época en la que había sido mucho más feliz de lo que Maureen, o yo, o incluso su propia pasión por el cine podría hacerlo. Intuí que por fin había entendido que no podría recuperarla.
Lloramos sin lágrimas, sin sonido, sin la más leve alteración en nuestros rostros. Porque éramos hombres y ese era el único llanto aceptable para nosotros. Porque si dos hombres lloran juntos en un auto, en una carretera en mitad de la noche, cosas terribles pueden pasar.
Ninguno quería arriesgarse.
Llegamos a su casa y se apeó del coche sin darme las gracias. Habíamos perdido toda capacidad de hablar. O más bien, de maravillarnos. Sí, esa era la palabra perfecta. Y si Russell me hubiera mirado a los ojos de nuevo y hubiera dicho algo tan simple como «gracias por lo de hoy», me hubiese maravillado tanto que la solemnidad del día se habría echado a perder.
Sería igual que una declaración de amor en un funeral.
Russell desapareció en la oscuridad de su pórtico y yo arranqué el automóvil. Me fui a casa pensando en lo ocurrido. El dueto de Russell y Elvis, el broche de mariposa que no le compré a Maureen, el dibujo que no pude mostrarle a Russell, la soledad del bar, los beatniks y ese piano imaginario que mi amigo no alcanzó a tocar.
No conseguí pegar un ojo entoda la noche.
CONTINUARÁ...
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