Capítulo 23

Hollywood, 1961.

Desperté una mañana con el apartamento y mi mente de cabeza. Por un minuto, olvidé que no estaba en casa y que unos extraños vivían allí, y la sensación de irrealidad fue vertiginosa. Desconocía este cubrecama blanco que envolvía mi cuerpo hasta debajo de las axilas, esta almohada que era demasiado blanda para mi gusto, este cielorraso gris y sin manchas. La cama estaba desordenada, el colchón sólido y fresco era cortesía del vende-colchones de Debra, y muchos de los muebles de la habitación seguían prácticamente embalados, con trozos de nylon forrando gran parte de ellos. Cajones abiertos y ropa tirada por doquier. Maureen no yacía a mi lado.

Escuché ruidos que venían del baño y olvidé cómo llegar. El apartamento no era grande, pero tampoco dejaba de ser confuso. Al tener un pasillo más o menos largo desde la sala de estar hasta el amplio dormitorio, nunca estaba seguro de qué puerta llevaba a qué sitio. Cuando las necesidades me llamaban por la noche, la mayoría de las ocasiones terminaba encerrado en un armario o abriendo el refrigerador.

Por fortuna, esta vez di con mi destino enseguida. Me urgía pararme frente al lavabo doble y mirar a los ojos a mi reflejo; así era cómo me recordaba a mí mismo que aquello no era un sueño, que de verdad estaba pasando.

Abrí la puerta y sentí ganas de vomitar al ver el diseño de aquel cuarto. Nunca me aclimataría a esta nueva moda, este insulto de azulejos marrones y anaranjados, con formas extrañas que repetían a gritos los ideales de la época. Además, Maureen recién había salido de la ducha, lo que daba como resultado un espantoso vapor que me hacía marear.

La vi ahí, mirándose al espejo, colocándose un poco de perfume detrás de las orejas. Con el sueldo ridículo que recibía, se encargó de abastecer nuestra casa de innumerables productos cosméticos. Ahora contaba con más maquillaje y fragancias sugerentes de lo que me gustaría y no vacilaba a la hora de comprar también colonias y artículos de higiene personal costosos para mí.

—Buenos días, tesoro —sonrió ella, concentrada en aplicarse un pintalabios rojo—. Hoy es el gran día, ¿eh?

Entonces todo me golpeó. En un par de horas comenzaba el rodaje de la segunda película de Maureen: El colibrí enjaulado. Luego de varios meses pesadillescos de planificación y discusiones creativas, el guion estaba terminado, los actores escogidos y la función lista para empezar.

Y he de admitir que yo fui el principal responsable de tantos conflictos de escritura. Aunque al principio había creído ser capaz de tolerarlo, la verdad era que el rumbo que iba a tomar la historia no me agradaba en lo absoluto. Me parecía una falta de respeto a la institución del matrimonio que se satanizara al marido de la protagonista solo para que ella pudiese tener otro interés romántico.

Defendí mis opiniones a capa y espada, con la excusa de que era un recurso narrativo muy perezoso asegurarse de que quien se interpusiera en la relación fuese un villano. Sin embargo, no se podía pretender que Hollywood tuviese grandes aspiraciones a la hora de desarrollar una trama.

La única persona que estuvo de acuerdo conmigo fue Russell, y no fue difícil convencerlo de dejarme solo. Uno de los escritores jugó con la posibilidad de hacer que Elizabeth se quedara con su esposo abusivo y él coincidió con que el final original era una mejor idea, a pesar de que ese no era el debate que yo había intentado poner sobre la mesa.

De vuelta en el presente, noté que Maureen me miraba con sus ojos de venado mientras se peinaba las cejas —¡yo ni siquiera sabía que las cejas se peinaban!— y me obligué a responder.

—Sí... el gran día.

Maureen exhaló una risita y volvió a girarse hacia el espejo.

—Asumo que vas a acompañarme, ¿no es así? El primer día no se hace gran cosa, así que no habrá problema si decides... quedarte por ahí.

La verdad era que no tenía ningún plan. Habíamos mudado mis lienzos en blanco y mis pinceles resecos a una habitación extra, y nuestra escalera de incendios ofrecía un excelente sitio para pintar, pero sabía que no disfrutaría ninguna actividad relacionada por un buen rato. En un cuarto de mi amada casa, debajo de una superficie limpia y aburrida, se ocultaba el mural que Maureen había destrozado, y mi mente viajaba a ese lugar más de lo que debía.

Tratando de erradicar ese pensamiento, asentí. Un leve movimiento de cabeza carente de cualquier significado más allá de lo políticamente correcto, que mi esposa celebró como si fuese una caja azul de Tiffany's.

—¡Estupendo! Vas a ver lo bien que te la pasas. Nelson es un hombre de lo más encantador y no puedo esperar para presentarlos. ¿Y Stephanie? ¡La niña más adorable que haya conocido! Apenas nueve años y tiene más talento que muchos adultos juntos. «Gran futuro», se la pasa repitiendo Martin. Gran futuro, gran futuro, gran futuro —canturreó—. Nunca vi un hombre que pensara tanto en el futuro.

Maureen prosiguió con su monólogo, que se volvía más y más abstracto a medida que se alejaba de mi capacidad de entendimiento. Habló de la preparación actoral, de los ejercicios de confianza y la construcción de personajes. Me contó que estaba obsesionada con la idea de cantar una canción de Édith Piaf, aunque no creía del todo en su habilidad para hacerlo. ¿Qué pasaría si lo arruinaba? No lo harás, Maureen. ¡Oh, pero todo es tan complejo! Solías cantar todo el tiempo en la preparatoria. Ya no estamos en la preparatoria. Lo sé.

Cuando terminó dearreglarse, me persiguió por toda la casa en lo que yo escogía mi ropa, meduchaba y me peinaba, metiéndome prisas. Se quejó de que la raya de mi cabellohabía quedado torcida y se decidió a ayudarme. Luego de que estuvo satisfecha,tomamos nuestras chaquetas, bajamos a una velocidad sobrehumana —sus taconesapenas rozaban los escalones— y Maureen detuvo un taxi sin que yo tuviera queintervenir. La miré con orgullo mientras ella le indicaba al chófer ladirección del estudio, como una reina dictando un mandato.

-o-o-o-

Llegamos al set: la sala de estar de una familia de alta sociedad, con una escalera que ascendía a ninguna parte y puertas francesas a un patio conformado por apenas unas plantas y la fotografía de un jardín.

Debra estaba por ahí, con su enamorado. Se habían puesto a custodiar la mesa de bocadillos y ella charlaba efusivamente con unos empleados del estudio, intentando darles una carpeta que ambos rechazaban tan sutiles como podían.

J. Martin Costner me introdujo a Nelson Harney, el actor que interpretaría al marido de la protagonista. Un caballero grandote, de bigote espeso y gesto malhumorado. Todavía más extraño y distante que Russell, apenas se acordó de estrechar mi mano y quiso entablar una plática sobre la situación europea que me perdí casi por completo. No entendía por qué Maureen creería que me llevaría bien con él.

Y fue ella quien me salvó del opio que representaba aquel tipo. De pronto apareció con un elegante vestido verde, un moño a la altura de la nuca y el cuello resplandeciendo gracias a un collar de los que podían ser diamantes auténticos, y su mano cubierta se cerró alrededor de mi muñeca.

—Gordie, ven por favor. Debes conocer a Stephanie.

Ni siquiera esperó una respuesta antes de arrastrarme con su delicada fuerza bruta en la dirección desde la que había venido. Nelson se rio y sus labios modularon la palabra «mujeres.» Me aterraba saber que Maureen se estaba convirtiendo en la clase de esposa a la que los hombres como él se referían cuando decían eso.

Llegamos al extremo contrario del set, donde la enorme puerta de salida permanecía abierta. Afuera, el sol primaveral de las nueve de la mañana se alzaba por encima de los tejados rojizos y la brisa que recorría nuestro suelo, anunciando el día perfecto para que los niños salieran a jugar y los adultos fuésemos con cierta alegría al trabajo.

—Aquí está —dijo Maureen cuando ambos salimos del gigantesco galpón.

En medio del bullicio, alejada del camino de asfalto y directamente sobre el césped de un cantero con apenas dos palmeras en él, se encontraba una niña. Estaba caracterizada como su personaje, de eso no había duda. Se notaba en la ropa cara que lucía, a pesar de haberse quitado los zapatos de charol para que no se manchasen de tierra. Tenía el bronceado típico de California y abundantes rizos castaños. Un tanto pequeña para su edad, era la máxima expresión del ideal de salud norteamericano.

Parecía estar concentrada en algo que demandaba una gran disciplina, moviendo sus pies con torpeza bajo las indicaciones de alguien que tomaba su mano. Tuve que improvisar una visera con mis dedos para que los rayos solares me permitieran distinguirlo.

—No, mira, observa lo que hago —decía Russell Weatherby, alternando entre señalarse los ojos y los pies—. Son seis tiempos, ¿está bien? Tú empiezas con el pie derecho y yo con el izquierdo. Pero tú. —Apuntó hacia ella—. Empiezas con el derecho, ¿está bien? Vamos de nuevo. Seis tiempos, recuérdalo.

Contó hasta tres y empezaron a bailar. Stephanie se esforzaba por seguirle el paso, pero saltaba a la vista que no tenía mucha idea. Él entonaba la melodía de Let's twist again, combinando partes de la letra con tarareos sin sentido y breves instrucciones sobre la postura. Era enternecedor verlos porque, si bien se mostraba metódico, no ejercía ninguna presión sobre ella para que lo hiciera mejor.

—Russ la trata como si fuera su hija —me comentó Maureen en voz baja.

No pude contener la sonrisa ante eso.

—El gran final —anunció él, levantándola en brazos y dando una vuelta, ambos muriéndose de la risa.

En cuestión de segundos, Stephanie aterrizó limpiamente y Russell por fin advirtió nuestra presencia. La muchachita se le colgaba como una garrapata mientras él luchaba por aproximarse a nosotros y saludarnos.

—¿Qué tal? —dijo, estrechando mi mano.

Asentí hasta que me soltó —luego de tres segundos contados— y se dirigió a Maureen, rozando su mejilla con la de ella. Pese a que se me seguía antojando como un gesto fuera de lugar, no tuve ocasión de darle demasiada importancia, pues Stephanie se había parado frente a nosotros y me observaba, expectante.

Quise actuar como un adulto simpático —como Russell, para qué mentir— y me dejó congelado con su madurez. Pasando de mi forzosa amabilidad, me tendió la mano tan solemne como nunca había visto a niña alguna.

—Es un placer —expresó, y se concentró en mi esposa.

Estaría engañando al lector si dijera que no me hirvió la sangre —aunque sea un poco— al ver que Maureen le hablaba de la misma forma en que yo había intentado abordarla y, por el contrario a mi caso, recibía una respuesta de lo más esperada.

—¿Cómo te sientes, preciosa? ¿Lista para grabar?

—Nací lista.

—¡Ese es el espíritu! —exclamó Russell, con un entusiasmo que jamás hubiese esperado de él—. No olvides tus zapatos.

La niña salió corriendo —casi tropezando— a buscarlos y regresó saltando sobre un solo pie, tratando de meter el talón en uno de ellos.

—Será mejor que nos apresuremos —apremió Maureen.

Stephanie terminó con lo que hacía y propuso una carrera. Era hasta cómico ver a mi mujer trotar con ese atuendo. Nada superaba el sonido de su risa alejándose de mí.

Quedé hipnotizado por un instante y solo salí de mi trance cuando oí a Russell aclararse la garganta.

—Deberíamos ir también.

—Sí, deberíamos.

—¿Estarás con nosotros un buen tiempo?

—Solo por hoy, me imagino.

—Ah, tiene sentido. En el primer día no se hace gran cosa. Más que nada pruebas y alguna que otra toma.

—Sí, Maureen dijo lo mismo.

—¿El qué?

—Lo de que el primer día no hacen mucho.

—Es realmente lista.

—Lo sé —reí un poco—. Por eso me casé con ella.

—Se los ve felices.

—Mucho.

—Me alegro por los dos.

—Gracias.

Hicimos silencio un segundo, adentrándonos en la bulla que era el estudio a pocos minutos de comenzar a trabajar.

—Se te dan bien los niños, ¿no? —dije solo por decir.

—¿Los niños?

—Sí. Te vi con Stephanie. Daban la impresión de divertirse mucho.

—Ah, supongo que sí. Parezco un tipo bastante... tibio, eso dicen, pero soy un poco niño, también. Si veo un niño jugando, tengo que jugar con él.

—¿Y no has pensado en tener hijos?

—¿Propios? Soy muchas cosas, Gordon. Puedo ser padrino o tío o hermano mayor. ¿Padre? Jamás.

—Jugarás mucho con tu hermano.

—¿Mi hermano? Oh, sí, cuando lo veo. Cuando lo veo juego mucho con él. No suelen permitirle jugar, pero lo hacemos de todos modos.

—Suena como un gran chico.

Tan pronto como esas palabras flotaron entre nosotros, algo cambió dentro de Russell. Una energía diferente, incomprensible para mí, emanó de él. Su mirada se cargó de un respeto y una camaradería asombrosos, tan fuertes que le dieron el impulso de propinarme una afectuosa palmada en el hombro. Era una expresión de amistad tan pura, sencilla, ordinaria. La esperaba de gente como mi antiguo compañero de mostrador, o Harry Duncan, incluso el incomparable Ernie Sanford y su tremenda dignidad, pero de Russell... era diferente.

Parecía que me dijera que yo era ahora su mejor y más apreciado amigo. Y yo le creía. Mierda, le creía. Dime que vaya a sacar a tu hermano de donde sea que esté ahora, le susurré con los ojos. Dímelo y lo haré de inmediato. Luchemos contra el sistema, empecemos una revolución, ganemos la carrera espacial. Lo que sea, Russell. Lo que sea si esto significa que te parezco una persona respetable.

—Lo es —confirmó, y por un momento miró hacia atrás, hacia el exterior, entrecerrando los párpados encandilados por la luz, antes de centrarse otra vez en mí, y bajar la vista, y asentir de nuevo—. Es un chico formidable.

Me dio un nuevo golpe. Uno mucho más suave y desganado, como un oso que reposa junto al río a punto de morir de hambre, tratando, con las fuerzas que le quedan, de atrapar un último salmón de un zarpazo. Y se le escapa.

El roce pasó casi desapercibido mientras yo lo contemplaba al alejarse. Pero aún tenía algo que decirle.

—Yo no te considero «tibio», Russell.

Él se giró.

—Lo que dijiste —expliqué—. Lo que dijiste sobre que puedes parecer bastante tibio, o eso dicen... No es verdad. Nadie lo cree. Eres una de las más grandes estrellas y todo el mundo te adora. El país entero sabe que eres enorme y que siempre haces todo por los que no pueden defenderse y hay miles de personas allá afuera que morirían por gritar tu nombre y que los escuches. Ninguno de ellos diría que eres tibio.

Russell lucía descolocado y, para ser sincero, yo también lo estaba. No sabía de dónde había salido aquel desfile de sinsentidos, solo me sacudió la urgencia de soltarlo y así lo hice. Sin embargo, tenía la sensación de que era mucho más importante para él haberlo escuchado que para mí haberlo dicho.

—Oh, pues... —vaciló. Nunca lo había visto tan perplejo—. ¿Y tú qué...? ¿Tú que piensas?

Quería confesarle que era la persona más audaz y fascinante que conocía. Que no había otro hombre en el mundo capaz de ganarse mi admiración con palabras y no con apariencias, dinero o éxitos profesionales. Que, a pesar de no estar en posición de acompañarlo en sus batallas, era un testigo silencioso de cada una de ellas. Escucharlo hablar de todas las veces en las que se oponía a lo que lo indignaba; haberlo visto, yo mismo, levantarse contra las injusticias en más de una ocasión; oír las peleas que acostumbraba a tener con su representante cuando sentía que le estaba pidiendo dejar de ser fiel a sí mismo...

¿Cómo podría alguien pensar que «tibio» era un adjetivo que lo definía? ¿Acaso tiene un hombre que sacar los puños a la primera frase enunciada con malicia para considerarse «de sangre caliente»? ¿Tenía esta persona con una sensibilidad fuera de época que recurrir a la violencia para que sus ideales no quedaran como un discurso vacío?

Russell me miraba. Russell estaba aguardando que dijera algo trascendental que le cambiara la vida. Pero nunca me he jactado de ser un orador brillante y esta no sería la excepción.

—Bueno, yo... —empecé. Las sílabas se me escapaban en un balbuceo penoso—. Creo que no eres una persona tibia. Más bien, yo soy tibio. Tú no. No eres alguien, uh... precisamente tibio...

Su entrecejo se arrugó con desconfianza. Mis inseguridades se revolvieron en mi estómago como una bandada de aves salvajes.

—Nos vemos luego —se despidió Russell.

Acto seguido, continuó caminando hacia su director, a la espera de las primeras instrucciones del rodaje.

Sintiéndome un tanto avergonzado por mi conducta, decidí ahogar mis penas en el delicioso banquete que me esperaba al otro lado del galpón. Debra seguía allí, llenándose la boca de comida. Su novio no estaba por ninguna parte.

Me ubiqué junto a ella y me enfoqué en cómo Maureen, Russell, Stephanie y el tal Nelson mantenían una charla con Costner. Un suspiro inconsciente abandonó mis labios.

—¿Y ese suspiro? —rio Debra, después de tragar su quinto croissant de la mañana.

La miré como si me hubiera dicho el peor de los insultos.

—¿Qué suspiro?

—El tuyo.

—No he suspirado.

—Gordon, acabas de soltar un suspiro más grande que Francia y pretendes que...

No llegó a terminar la oración. A medio camino, la interrumpí diciéndole «tienes un poco de crema aquí» y colocándole una servilleta en la boca, lo que la hizo callar. Sonreí cuando sus ojos se abrieron imposiblemente y me marché justo antes de que se convirtiera en un manojo de gritos amordazados.

—¡Si me arruinas el maquillaje, estás perdido! —La escuché berrear cuando ya me encontraba a un par de metros de ella.

Estaba segurísimo de que nohabía suspirado.

-o-o-o-

Para sorpresa de pocos, Russell Weatherby y yo no interactuamos demasiado. Yo no me aparecía mucho por el set de filmación y los límites de nuestra afinidad se dibujaban mediante impersonales saludos cuando nos cruzábamos en algún pasillo, o cuando acompañaba a Maureen a uno de los ensayos de sus complejos números musicales, siempre quedándome respetuosamente sentado afuera.

Mi círculo de amistades, de hecho, no abarcaba a gran parte de Hollywood, sino que se concentraba más bien en los Sanford. Ernie no bromeaba cuando dijo que le gustaría reunirse con nosotros algún que otro día, así que, aparte de ser su casero a distancia, solía juntarme con él alguna tarde libre para conversar.

Hubiera jurado que su permanente sonrisa y su chispeante sentido del humor no eran más que una fachada, pero pronto me di cuenta de que se trataba de su verdadera forma de ser. Cada vez que veía algo que le parecía «irónico» —nadie sabe a ciencia cierta el sentido que le daba a esa palabra—, me asentaba un pequeño codazo y decía «¡eh, mira, Gordon! ¿No es irónico?» Me sonreía de soslayo, aguardando mi aprobación, y yo forzaba una risa nerviosa y murmuraba «muy irónico», a lo que él respondía con una carcajada que hacía temblar el suelo bajo nosotros.

Puedo contar con los dedos de una mano la cantidad de veces en las que se puso realmente serio. Todas fueron al hablar de Brent, su hijo hospitalizado. El pobre niño sufría de leucemia y su vida se desmoronaba a su alrededor. Los doctores estaban convencidos de que no le quedaba mucho tiempo.

—Sí, es triste —resopló su padre, como leyéndome el pensamiento—, pero está bien, siempre debemos mantener una sonrisa, ¿no es así?

Aunque intenté persuadirlo de que estaba bien sentirse triste, nunca me creyó. Decía que tenía que pensar en el hijo que llegaba, no en el que se iba, y parecía que el no hacerlo representaba, para él, una traición a la vida. Confesó que esperaba que fuera una niña y creo saber por qué. Su mayor miedo era que alguien reemplazara a Brent.

Fuera de aquello, seguía siendo un caballero ameno, con quien resultaba agradable pasar el rato. Acostumbraba a organizar barbacoas en la casa y a pesar de que Maureen rara vez podía asistir debido a la exigencia de los ensayos, yo iba a cada una. Me gustaba rodearme de personas como los Sanford, que hablaban de sus hijos y de sus jardines y de sus trabajos de nueve a cinco. Me proporcionaban esa dosis de normalidad que con tanta desesperación necesitaba.

Cuando no me relacionaba con nadie, me dedicaba a pintar. Ya superado el trauma del mural destruido —o al menos en vías de superarlo—, empezaba a reencontrar mi pasión por el arte. Maureen me había recomendado que comenzara a buscar medios para vivir de él, pero no me imaginaba siendo la clase de dibujante que se sienta en un parque a cobrar por hacer caricaturas, y vender mis trabajos ya hechos era como un aborto para mí.

Tampoco le mostraba mis obras a Maureen. Algo que sí había perdido era mi confianza en ella a la hora de revelar mi faceta artística. Era una locura, pero la sentía capaz de incendiar un paisaje cuyo tratamiento del color no le gustara, o partir a la mitad un retrato donde la mirada no trasmitiera lo que debía. De modo que me gustaba sentarme en la ventana de nuestra sala o en un lugar apartado dentro del estudio, llenarme los dedos de carbonilla y modelar las escenas más elaboradas.

Lo que me lleva a lasiguiente historia: aquel viaje que, de haber prestado suficiente atención,pudo haberme revelado más de Russell de lo que jamás llegaría a conocer.

-o-o-o-

Estaba yo sentado en el borde del cantero afuera del estudio. Era una de esas tardes de verano que hacían que el sudor pendiera de las frentes y las puntas de las narices, solo para evaporarse en cuanto una brisa lo bastante embriagadora soplaba. Mi cuaderno de dibujo se recostaba sobre mis rodillas y el sol me daba justo en la espalda. Había una botella de refresco medio vacía junto a mí, pero ya debía haberse calentado y no me apetecía terminarla.

Me disponía a empezar a trabajar en mi próximo bodegón, cuando la voz de Russell y sus crujientes pasos entraron por la izquierda, haciéndome levantar la vista del papel. El señor Berry, su representante, iba con él, y estaban atravesando una de sus clásicas discusiones. Si bien todos en el set estábamos familiarizados con sus peleas, esta parecía ser grave. Algo que afectaba a Russell de una manera más visceral que de costumbre.

—¡No puedes impedirme hacer lo que quiera! —vociferaba, acompañando cada palabra con un gesto de sus manos—. No eres mi dueño.

—Es cierto, no soy tu dueño; soy tu agente y tu amigo, y eso debería darme la potestad para informarte que lo que pretendes hacer es una locura.

Se detuvieron justo en frente de mí, ignorando mi presencia. Aunque me sentía como un espía de la peor calaña, no podía evitar contemplar el teatro.

—Para ti todo es una locura —protestó Russell—. Todo lo que yo quiera es una locura. Pasar tiempo con mi familia es una locura, negarme a hacer cosas que no considere correctas es una locura, ¡todo es una maldita locura!

—Esto es diferente, Russ. Es diferente y te consta. No puedo permitir que te desaparezcas.

—¿En mi día libre?

—¡Sí, Russell, en tu día libre! Tú no eres una persona normal con un trabajo normal. Estamos en el medio del rodaje de un proyecto importante. Hay personas y cosas que dependen de ti. Deberías estar enfocado en esto y no en una ridícula promesa, de hacer un viaje a ninguna parte, para...

—En todos estos años, ¿alguna vez me he perdido un ensayo? ¿Alguna vez he tenido que grabar la misma escena más de dos veces? ¿Alguna vez hice algo para que no confíes en mí? Lo lamento, soy un adulto y puedo hacer lo que me apetezca, con o sin tu permiso.

—¡Entonces lo harás sin mi permiso! —exclamó—. Y sin mi ayuda, también. Espero que pases un rato divertido esperando el autobús.

Con puños y dientes apretados, Berry dio media vuelta y se marchó por donde había venido. Russell, en cambio, se quedó parado allí, como un niño enfurruñado porque sus padres no firmaron la autorización para un viaje escolar. Podía ver claramente el ritmo de su pecho al subir y bajar, delatando la furia que debía estar conteniendo en ese momento.

—¡Russell! —lo llamé, asentando mi cuaderno junto a la botella y siguiéndolo.

Él ya estaba en camino a salir de mi vista y ocultarse en su camerino, pero me las arreglé para alcanzarlo. Cuando se volvió a mirarme, se lo notaba harto de tener que tratar con personas que no lo comprendían. La diferencia era que yo sí quería comprenderlo y, más que nada, quería ayudar.

—Diablos, no pensé que escucharías eso —empezó a disculparse, pasándose la mano por el rostro.

—No, está bien —le dije—. Es solo que... eso se veía como una discusión fuerte, y quise venir a asegurarme de que todo estuviera bien.

—Nosotros... él y yo no tenemos la mejor relación. Nunca la tuvimos. Pero no hay que darle importancia a estas cosas, ¿cierto? A final de cuentas, nadie debería necesitar a nadie más que a sí mismo.

—Pero todos necesitamos a otras personas a veces —opiné, temeroso de ofenderlo.

—Bueno, yo no. —Vi cómo su figura se ensanchaba de orgullo por un instante, mas enseguida se relajó de nuevo—. Se me da bastante bien arreglármelas solo. Puedo con esto. Ahora, si me disculpas...

Estuvo a punto de volver a emprender la marcha y yo me apresuré a detenerlo.

—¡Espera!

—¿Qué?

—Escuché que tienes que hacer un viaje mañana y que tu agente espera que tomes el autobús. —Comencé a rascarme la nuca con nerviosismo—. No sé a dónde tengas que ir, pero yo tengo un coche y...

—Eres muy amable, pero me temo que no tengo licencia. Nunca me interesó eso de conducir. Me pone los nervios de punta. Mi padrastro intentó enseñarme muchas veces y nunca llegó a buen puerto. Así que...

—No me refería a prestarte mi coche. Quería decir que podía llevarte yo.

Pareció desorientado por mi propuesta.

—¿Llevarme tú?

—Si no te importa. Entiendo que hay gente a la que no le gusta eso de...

—Oh, no sería un problema. Me refiero a que no quisiera aprovecharme de ti.

—Entiendo que sea una aventura personal o algo por el estilo.

—Te aseguro que eso no tiene nada que ver. Sí es algo personal, pero no me siento bien aceptando caridad y...

—No es caridad; se llama favor.

La palabra lo desorientó aún más. Se frotó las manos sudorosas y movió sutilmente la cabeza, como tratando de pronunciar ese sustantivo tan extraño que quizás nunca había oído antes.

—¿Esperas algún tipo de remuneración? —Sus cejas se arquearon en un gesto de ansiedad.

—En lo absoluto. Nada más que camaradería desinteresada.

Asintió de nuevo. Le sonreí para demostrarle que hablaba en serio, por contradictorio que eso suene.

—Perfecto —concordó—. Tengo que ir a Venice Beach, ¿te parece bien?

Una pesada masa de saliva descendió por mi garganta al escuchar su destino. A pesar de que aquella zona se encontraba renaciendo de las cenizas, todas las historias que había escuchado sobre ella en los años cincuenta seguían teniendo un fuerte impacto emocional sobre mí. Y Russell se dio cuenta.

—Si te incomodan los suburbios...

—No, para nada —aclaré enseguida. Sí me incomodaban—. Es que... ¿Sabes qué? Olvídalo. Por supuesto que voy a llevarte.

—¿En serio?

Sentí un dolor moral en todas mis articulaciones al forzar un gesto afirmativo.

—Pues me alegro, entonces. Muchas gracias.

—Ni lo menciones.

—¿A las ocho de la mañana está bien?

—Desde luego. ¿Cuánto tiempo planeas quedarte allí?

—Todo el día, más o menos.

—Todo el día... —repetí.

—¿Algún problema?

—Ninguno.

—Te veré entonces.

—Sí, nos vemos.

-o-o-o-

Cuando le hablé a Maureen de mi excursión con Russell, quedó encantada. Estábamos compartiendo una tranquila cena en un restaurante italiano —su entusiasmo por salir a comer seguido no había cambiado— y el vino nos dejó lo suficientemente relajados para sacar el tema.

En un principio, asumí que se decepcionaría. Después de todo, era su día libre también. Nuestros paseos dominicales eran una tradición que respetábamos de manera estricta. Una vez a la semana, me arrastraba por las calles, su brazo dorado rodeando el mío mientras se maravillaba por todo cuanto veíamos. Me hacía probar platos de los que jamás había oído hablar y entrar a tiendas de curiosidades que se escapaban del glamour de la ciudad del entretenimiento.

No esperaba que fuese a reaccionar bien cuando le dijera que pensaba cancelar para ir a Venice Beach con un amigo que, al comienzo, le pertenecía a ella. Sin embargo, apenas terminé de pronunciar las palabras, su semblante entero se encendió de júbilo.

—¡Gordie, eso es estupendo!

—¿Estás segura de que no te molesta? —le pregunté, pasándome una servilleta por la comisura de la boca.

—Desde luego que no me molesta. Me alegro de que por fin estés haciendo amigos aquí. Últimamente te he notado bastante apagado y creo que será bueno para ti convivir con otras personas.

Así que a la mañana siguiente, cinco minutos antes de que mi reloj de pulsera anunciara las ocho, estacioné el desgarbado Packard en la entrada de la casa de Russell y esperé por él.

No tardó demasiado. Probablemente estaba tan ansioso por el viaje como yo, porque ni bien me había estacionado, un leve movimiento en las cortinas de la sala fue el único aviso antes de que saliera disparado por la puerta. Russell no era una persona a la que le gustara correr. Lo que él hacía era caminar rápido, con los puños cerrados balanceándose a cada lado del cuerpo y la mirada en el piso, casi sin flexionar las piernas al andar.

Una vez se sentó a mi lado, el coche se llenó de un olor a colonia tan potente que me hizo marear. Sabía que él acostumbraba a perfumarse y que eso era parte de su encanto, pero jamás había exagerado hasta el punto de obligarme a abrir la ventana.

—Buenos días —me saludó.

Su presencia en mi automóvil me desencajaba, produciéndome una sensación similar a la que se tiene al reconocer un rostro famoso en la calle. Todavía no me habituaba a tenerlo pululando por los alrededores y me era imposible creer que hubiese gente que pudiera tomárselo como algo natural. Pensar que íbamos a pasar el día juntos en Venice Beach tenía un tinte onírico.

Por si fuera poco, se lo notaba más inquieto de lo normal. Se removía en su asiento, miraba por la ventana, suspiraba, se acomodaba el cuello de la camisa, se pasaba la mano por el pelo y volvía a suspirar. No hubiera sido descabellado imaginárselo como un niño que preguntaría «¿ya llegamos?» cada cinco minutos.

—¿Puedo encender la radio? —me consultó.

Le di mi permiso, deseando que eso lo calmara. Elvis empezó a cantar su Are you lonesome tonight? y no pasaron ni treinta segundos antes de que Russell, en voz baja, intentase cantar con él. No era más que un susurro fantasmagórico, de esos que te hacen cuestionarte si te los estás imaginando. Pronto sus manos decidieron acompañarle, poniéndose en posición de tocar una guitarra que no estaba allí, punteando y rasgando el aire perfumado. Era hipnótica la forma en que fruncía el ceño y se frustraba cuando, dentro de los pasillos insondables de su mente, pulsaba el acorde equivocado.

Una sonrisa alcanzó mis ojos sin que ellos se despegaran del camino.

—¿Te estoy molestando? —dijo con repentina preocupación.

Absorbido como estaba por el momento, di un respingo.

—Para nada.

Y siguió con lo suyo.

Elvis terminó su canción y Rosie Hamlin tomóla escena, con el sonido poco pulido de AngelBaby, pero Russell no quiso cantar a su lado. Russell no quiso cantar connadie más en todo el trayecto.

CONTINUARÁ...

https://youtu.be/9XVdtX7uSnk

https://youtu.be/62i4-WAHePc

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