Capítulo 22

Nueva York, 1999.

Dada la violencia con que la nieve azotaba los ventanales de la terraza de Debra, debía sentirme afortunado de estar adentro, con una manta sobre mi regazo y el delicioso aroma a tocino acariciando mi nariz. Era una de esas mañanas invernales que yo tanto había anhelado en California, siempre esperando una sorpresa de Navidad, siempre decepcionado. Pero ahora que lo tenía, no podía siquiera probar mi desayuno, ni regocijarme en el paisaje que se abría ante la vista panorámica.

Debra me observaba con toda la intensidad de sus enormes ojos grises, mientras su mano revolvía el té de cada día con movimientos aletargados. Brando estaba acurrucado a mis pies, vistiendo una capa de cuadros escoceses. Era un milagro que me prefiriese a mí antes que a la chimenea en el otro extremo de la habitación.

—No sé qué me pasó —repetí por quinta vez, contemplando mis manos, hinchadas por el frío—. Estaba bien. Es decir, no me había sentido mal en todo el día. Pero fue cosa de tomar el pincel y...

—¿Disociación? —inquirió, dándole un sorbo a su té.

Negué con la cabeza de inmediato. Sí, lo que pasó en el apartamento de Clark fue una experiencia confusa que bien pudo haber desembocado en un episodio de esa clase, pero en todo momento —alucinaciones incluidas— me sentí dentro de mí mismo. No dudaba de la realidad de lo que estaba a mi alrededor, sino más bien lo contrario: me parecía tan real que me asustaba, y el hecho de que nadie mostrase intención de tomarme en serio era lo más aterrador.

—¿Ahora entiendes por qué no puedo volver a pintar? Es la primera vez que lo intento en años y sucede esto.

Debra asintió, pensativa, tratando de disimular su placer al darle el mordisco inicial a un macarrón.

—Tal vez... —Intentó empezar, dándose cuenta de que no podía decir aquello con la boca llena y tragando el bocado antes de seguir—. Tal vez deberías tratar de resolver esto.

Puse los ojos en blanco.

—Debra, te he dicho en infinidad de ocasiones que no pienso ir a un loquero. Medicarse no es estar bien, es estar en pausa.

—No me refiero a eso. Y no solo por el hecho de que soy prácticamente tu psicóloga no paga. Realmente creo en el poder que siempre has dicho tener sobre ti mismo. Creo que aún lo tienes en ti.

Solté una pequeña risa ante el comentario.

—Es la verdad —insistió—. Gordon, siempre has sido capaz de lidiar con tu mierda. Te he visto estar hasta el cuello en arenas movedizas y salir por tus propios medios un millón de veces. Incluso en las que te hizo falta ayuda, ese apoyo externo se sintió más como un trámite que algo que genuinamente necesitaras.

—Estás siendo sospechosamente amable —bromeé.

—Y tú estás donde debes estar —me tranquilizó, su voz baja y maternal—, con la gente que te quiere.

Situé mi mano libre sobre la suya y le di un afectuoso apretón. De pronto, Brando brincó sobre mis piernas y comenzó a lamerme la cara, obligándonos a soltarnos.

—¡Si me querrán! —exclamé divertido, tratando de esquivar los lengüetazos.

—Definitivamente te quieren —coincidió Debra, desternillándose.

El perro lanzó un ladrido de alegría, el muñón que tenía por rabo agitándose con frenesí. Sin embargo, su amor por mí no duró mucho. Tan pronto como la figura empequeñecida y tambaleante de Neville Peterson apareció, Brando se puso en posición de alerta y salió disparado de mi regazo, directo al encuentro de un hombre que ya no estaba para tanta efusividad.

—¡Tranquilo, tranquilo, tranquilo! —suplicó Neville, preparándose para el impacto.

—Brando, no mates a tu padre —ordenó Debra.

De algún modo, funcionó. Ante las palabras de su dueña, el can frenó en seco, quedando a pocos centímetros del recién llegado, que suspiró de alivio y le acarició la cabeza. Acto seguido, caminó hacia nosotros y se detuvo detrás de Debra, colocando las manos sobre sus hombros y plantándole un beso en la mejilla.

—Buenos días.

—Buen día —respondió ella, sonriendo como una colegiala.

—¿Cómo estás, Gordon?

—Sigo vivo —contesté yo.

Neville tomó asiento. Brando había decidido cambiarme por la chimenea, echándose en el reposapiés del sillón reclinable más cercano.

—¿Vas a desayunar? —le preguntó Debra a su marido—. ¿Quieres que le pida a Chelsea que te traiga una taza?

Como si la sola mención de su nombre la hubiese invocado, Chelsea, la mucama, entró en la habitación.

—Chelsea, querida, ¿te importaría traer otra taza de...?

—No, gracias, estoy bien. —Neville la detuvo—. No tengo mucha hambre el día de hoy.

Su mujer lo miró por unos instantes, vagamente preocupada, para enseguida olvidarse del asunto. Pese a ello, Chelsea no se fue.

—Disculpe la interrupción —dijo—. Hay alguien en el teléfono que pide hablar con el señor Shipman.

Fruncí el ceño.

—¿Conmigo?

—Sí, se presentó como Clark. Le pregunté su apellido pero insistió en que usted reconocería el nombre. ¿Debería decirle que está indispuesto o...?

Le lancé una mirada de asombro a Debra, la cual ella correspondió.

—No, ya voy.

Chelsea me guio fuera de la terraza, a través del comedor y rumbo a la sala de estar, donde el teléfono aguardaba descolgado. Estuve a punto de caer cuando me precipité hacia él y tomé el auricular, aterrizando sobre el canapé mientras me lo llevaba la oreja.

—Aquí estoy.

La voz de Clark llegó a mis oídos como una dulce canción del sur. Sonaba contenida y llena de ansiedad.

—Uhm, Gordon, hola, ¿qué tal?

—Bien —respondí, asintiendo a pesar de que no podía verme—. ¿Y tú?

—Bien, sí... bien.

—Es bueno saberlo.

—Te llamaba porque... Bueno, porque quería saber cómo estabas.

Su franqueza fue un latigazo en el rostro. Una amenaza de muerte hubiese sido menos chocante.

—Pues... yo diría que bien. Bastante bien, en realidad. Tal vez hace un poco de frío, pero no es importante. Sabes que soy de California y allá el invierno es mucho más...

—Sí, mucho más suave —concordó, incómodo—. En realidad quería saber cómo estabas porque ayer... ayer parecías...

—Me siento mejor que ayer, no te preocupes.

—Oh, genial entonces. Es que con todo... Quería asegurarme de que estuvieras bien de inmediato, pero Lucy dijo que no era necesario y como que no le di muchas vueltas. Y después Dion y Becca te llevaron a tu casa y...

—Fueron muy amables —afirmé.

—Sí, lo sé, son súper amables. Todos lo son.

—Estoy bien. —Volví a hacerle saber.

—Increíble, Gordon. Me alegro.

Exhaló una de sus adorables risas nerviosas.

—¿Por eso llamaste?

—Creo que sí, uhm... Por eso y porque... —Le oí suspirar—. Porque quería disculparme si he sido muy... tú sabes, muy mierda. Contigo y todo eso. No era mi intención. Estaba enojado y...

—No hay problema, sé que te lastimé.

Y era cierto. Sabía que lo había herido más que cualquier otra persona. Ni siquiera Ned podría haberle hecho tanto daño, porque, si bien Clark solía verlo como una fuente de confianza y seguridad, alguna parte de él debió haber intuido que no era suyo, al punto de jamás despertarle esos sentimientos.

Yo, por otro lado, también me pronunciaba de otro, pero me llené la boca de promesas de cambio, de liberación. No me regocijaba en ser de Russell; quería dejar de serlo. Clark creía en ese impulso hacia la independencia y yo no hice nada por desmentirlo. Ambos creíamos. Cuando asumí mi destino, no fui el único al que decepcioné.

En definitiva, había lastimado a Clark más que cualquier insulto que Ned pudo haberle escupido durante aquel reencuentro en la cárcel. No me sorprendía que estuviese enojado.

—Supongo que fue mi error pedirte demasiado —razonó, afligido.

—Los dos tenemos cosas por las que arrepentirnos —murmuré.

Clark resopló.

—Gordon, cuando tomas a una persona que está en el fondo de un pozo y le dices que vas a sacarla, no puedes soltarla a medio camino y esperar que trepe sola.

Recordé lo que había dicho Debra hacía unos minutos: yo tenía poder sobre mí mismo. Incluso cuando mi primer instinto era salir corriendo, me levantaba con la menor ayuda posible.

Clark, por el contrario, era de los que necesitaban ese empuje extra. La vida lo había arrastrado a un punto sin retorno donde no sabía defenderse; donde no tenía las armas para hacerlo. Y ni por un segundo las había tenido, sin importar cuánta fortaleza hubiera demostrado en el pasado.

No éramos tan distintos: ambos estábamos rotos y debilitados; ambos buscábamos siempre una ruta de escape. La diferencia era que yo podía correr hacia ella si me la señalaban, cuando Clark necesitaba que lo llevaran en brazos.

Por supuesto, no soy tan cínico como para echarle la culpa, pero había algo que, desde que lo conocí, me distanciaba de él e impulsaba hacia Russell. Un rechazo natural, una condescendencia involuntaria: el fuerte nunca sostiene al débil; se deshace de él.

Clark estaba esperando mi respuesta y no podía defraudarlo. Le debía honestidad. Así que tomé aire, conté hasta tres y apreté el gatillo.

—No puedo ser un héroe.

Lo escuché tragar saliva.

—¿Disculpa?

Apenas podía oírlo. Su voz llevaba un buen rato sonando rota; ahora lo que parecía roto era la misma palabra.

—Lo siento, Clark. No puedo. Yo no puedo sacarte y... y, francamente, no sé si deba. Yo... No puedo ser un héroe.

Una eternidad pasó ante mí. El único indicio de que no se había interrumpido la llamada era su respiración al otro lado de la línea. Mientras tanto, yo moría por dentro.

—No necesitaba un héroe, Gordon —dijo en tono inexpresivo—, necesitaba un amigo.

Eso fue todo. Me dejó de piedra como si Medusa me hubiese mirado, y el encantamiento no se rompió hasta que escuché el tono de marcar.

Con la mayor de las tranquilidades, colgué el auricular y me levanté. Las piernas me temblaban tanto que tuve que aferrarme al brazo del canapé para mantener el equilibrio. Miré hacia el arco que conducía al comedor y allí estaba Debra, observándome.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí?

—El suficiente para considerar ir a comprar palomitas —contestó sin humor, envolviéndome con sus brazos.

Me quedé ahí, aceptando el cariño. No me preguntó nada.

-o-o-o-

Pese a nuestra accidentada entrevista, esa no fue la última vez que hablé con Clark. Días después y sin hacer ninguna alusión a lo ocurrido, él volvió a ponerse en contacto conmigo para invitarme a dar un paseo por el Central Park.

Nos encontramos en Wollman Rink frente a la pista de patinaje, que a las tres de la tarde de un domingo, estaba tan abarrotada de niños y turistas como cabría esperar. El frío era tremendo y daba la impresión de colarse dentro de la ropa.

Clark no parecía afectado por esto. Llevaba puesto el abrigo rojo que usaba desde mucho antes de que nos conociéramos, solo que ahora ya no lucía embolsado, sino que se ajustaba a su cuerpo a la perfección.

—Vamos —apremió, entrelazando su brazo con el mío.

Cruzamos el Gapstow Bridge y para cuando alcanzamos el zoológico, tuve que pedirle que descansáramos. Nos sentamos en un banco a pocos metros de la entrada y cuando el agotamiento de la caminata cedió, noté que su mano enguantada sostenía la mía dentro de su bolsillo.

Durante los veinte minutos que estuvimos allí, lo percibí inquieto, en constante insinuación de querer decir algo y decidir guardárselo. Al final tuve que ser yo el responsable de iniciar la charla.

—¿Cómo estuvo tu cita?

—¿Qué cita?

—Pues... hace unas dos semanas mencionaste que Lucy te había invitado a salir y que tenías pensado aceptar. Creí que...

–Ah, esa cita —asintió con una sonrisa de reconocimiento—. Bueno, sí que acepté, pero... Mira, no era tan una cita, ¿sabes? Ninguno de los dos quería hacerlo incómodo. Es decir...

Me di cuenta de que enfrentaba problemas para explicarse y resolví ayudarlo.

—Oh, comprendo perfectamente. Las primeras citas suelen ser toda una experiencia. Recuerdo que cuando llevé a Maureen al cine por primera vez, me puse tan nervioso que le derramé la soda encima y cuando intenté abrazarla, el botón de la manga de mi camisa se enredó en su cabello y...

—Quiero pensar que no fui tan desastroso —se rio—. No recuerdo haber tenido citas antes. La única relación oficial que tuve fue con una chica llamada Tara, en Louisville. Se sentó en mi regazo un par de veces, me dio un beso y anunció que era mi novia. No creo que hayamos tenido una verdadera cita jamás. Salíamos con nuestros amigos, venía a cenar a casa y a veces... Bueno, tú me entiendes. Yo no tuve la experiencia del noviazgo cristiano y todo eso.

—¿Lucy se sentó en tu regazo? —sonreí, medio bromeando y medio en serio.

–¡No, qué va! —exclamó entre carcajadas—. Lucy no haría eso aunque lleváramos veinte años de casados. No es su estilo. Y ya te dije que tampoco fue tan una cita. La invitación fue básicamente «hay que salir sin los demás un día de estos», y de todos modos es algo que hacemos todo el tiempo, solo que esta vez lo puso en palabras y yo quería hacerte sentir mal... —Entonces se percató de lo que había dicho y rectificó—: Exageré un poco porque no quería que pensaras que era un perdedor. Lo único que hicimos fue ir a un cine que se estaba cayendo a pedazos y, pues eso, algo que solemos hacer. No comimos espagueti como en La Dama y el Vagabundo ni nada.

Si tenía derecho a estar enojado por esa mentira a medias, lo cierto era que más bien me enternecía. Después de todo, seguía siendo un vestigio del antiguo Clark, lleno de malicia infantil intercalada con buenas intenciones.

—Creo que Lucy siente algo por ti —comenté, pensativo, al recordar las suposiciones de Hattie.

Sus ojos se abrieron a más no poder, aunque enseguida se relajaron, recobrando esa expresión apesadumbrada que ya era su marca personal.

—Sí, me lo dijo hace tiempo —resopló—. El alcohol le suelta la lengua.

Lo miré en silencio y no tardó en continuar.

—No volvimos a sacar el tema. Solo se lo pregunté al día siguiente y dijo que lo olvidara, que lo que importaba era que me recuperase.

Desconfiaba de la sencillez con la que parecían haber arreglado las cosas, pero me tranquilicé diciéndome que era así cómo su generación solucionaba los problemas. Los llantos desconsolados y los griteríos quedaban en las películas.

Aun así, ignorando por completo el hecho de que no me incumbía, había una duda mucho más interesante que plantear.

—¿Y tú estás enamorado de ella?

Por la forma en que su rostro se vació de sangre y se llenó de asombro, cualquiera hubiese creído que ni él mismo se había hecho esa pregunta hasta la fecha. Tal vez era hora de que empezara a hacerlo.

—Mira... —inició—, le debo mucho a Lucy.

—Bueno, una vez Debra me compró una soda y nunca le devolví el dinero, pero no estoy enamorado de ella.

Clark rio levemente, negando con la cabeza.

—Es diferente. Ella me sacó de un pozo del que no creí que podría salir. —No señalé que estaba usando la metáfora del pozo otra vez—. Cuando Lucy me encontró, yo estuve a punto de vomitarle encima. Cualquier mujer habría gritado y salido corriendo, pero ella no. Ella me preguntó si necesitaba un vaso de agua. Yo le dije que estaría jodido si Ned me veía así e intenté levantarme...

»No creo que haga falta contarte todo. El punto es que comenzamos a hablar y ella me dijo que tenía que salir de ahí, que tenía que ir a rehabilitación. En ese momento ella era una «niña bien» y aún tenía el apoyo de sus padres. Me prometió que iba a ayudarme, que no tenía por qué decirle nada a Ned, que solo tenía que irme. Sus padres eran... Bueno, son psicólogos, así que supongo que ellos entendían a la gente como yo. Nunca hablé con ellos, pero sé que estuvieron involucrados.

—Lucy nunca menciona a sus padres —comenté.

—Ahora no están en buenos términos. Lucy quería ser independiente de ellos, dedicarse a la música... un poco como yo, ¿sabes? Ellos esperaban mucho de ella, siempre la presionaron. Recuerdo que su pelea más fuerte fue porque le dijeron algo de... algo de que tenía complejo de Green Peace.

—¿Complejo de Green Peace? —me reí.

—Sí, como que quería adoptar a todos los animales callejeros de Nueva York. Obviamente, por «animales callejeros» se referían a mí.

—¿El resto de tus amigos también son «adoptados»?

—Algo así. —Se encogió de hombros—. Podríamos decir que todos estamos jodidos, aunque de diferentes formas. Dion, por ejemplo... ¿Te acuerdas de Dion?

—Desde luego.

—Pues tiene TDAH. —Decidió explayarse al notar mi confusión—. Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad, o algo así. Era un paciente de su padre y, cuando se conocieron, se hicieron amigos y Lucy lo ayudó a descubrir qué era lo que quería hacer. Pues eso, la actuación, y realmente le sirvió para canalizar su energía y todo. Ahora es bastante bueno y se redujeron los síntomas, aunque todavía le es difícil quedarse quieto.

—Sí, me di cuenta de eso —asentí.

—Y Jeff...

—¿Qué pasa con Jeff?

—Tiene problemas para dormir. Pero problemas serios. Es por algo que le pasó hace muchos años. Lucy lo sabe, pero ninguno de los dos quiere decirlo, y eso está bien. No nos interesa si a él no le interesa contarlo.

—Me parece muy bien que lo respeten.

—También hay alguien más... —continuó—. No lo conoces, su nombre es Moe, pero su caso es bastante parecido al mío... No por el asunto de las drogas o mi antiguo trabajo, no te asustes. Es solo que come sus sentimientos. Pero mal, ¿sabes? No podría detenerse si quisiera.

Aquello me impactó. Por supuesto que me había dado cuenta de que Clark no estaba tan delgado como antes, que distaba bastante de estarlo, pero nunca me había imaginado que se debiera a algo patológico. Recordé la pizza hawaiana que devoró él solo cuando pintamos su departamento.

—La diferencia es que él siempre fue así —siguió diciendo, ya con cierta angustia en su tono.

—¿Tú... tú no? —me atreví a preguntar.

Me lanzó una sonrisa irónica.

—Gordon, sabes que no.

Bajó la vista hacia sus pies, contemplando cómo se movían el uno contra el otro. Su nariz goteaba, así que se la limpió con el puño del abrigo.

—La abstinencia es una mierda.

Traté de soltarle la mano, dispuesto a frotarle la espalda para animarlo. Él no me lo permitió, apretando el agarre como si fuera lo único que lo mantenía anclado a tierra.

—¿Cuánto tiempo llevas limpio? —inquirí cautelosamente.

Clark se aclaró la garganta y me miró a los ojos. Estaban húmedos.

—El suficiente, Gordon. El suficiente para que ya no tenga que soportar toda esta basura. El suficiente para haberme recuperado.

No resistió más y se desplomó sobre mí. Abrí los brazos para amortiguar la caída, y más temprano que tarde lo tuve aferrado a mi chaqueta, sollozando en mi hombro. Descolocado, me dediqué a acariciarle el escaso cabello que le quedaba en la parte trasera de la cabeza.

—Está bien.

—¡No, no está bien! —vociferó, separándose de mí—. No soporto esto. No soporto vivir en una permanente montaña rusa. No soporto ver a la gente que me quiere preocupada, comiéndose las uñas, esperando que el controlador la detenga para que pueda bajar. Y yo solo... solo puedo sentarme ahí, con la cara verde, viendo cómo arruino la vida de todos.

Abrí la boca para hablar y él frunció el ceño.

—Ni se te ocurra decir que sabes cómo me siento —me advirtió.

—No iba a decirlo —mentí.

Él rompió definitivamente el abrazo y volvió a su posición original, ahora sin sostener mi mano.

—Lamento si te he tratado mal. Es que no puedo evitarlo. A veces estoy tan, pero tan molesto. No tienes que ser un héroe, ni siquiera un amigo. No tienes que ser nada que no quieras.

Sin pensarlo dos veces, apoyé la mano en su rodilla.

—Sé que no tengo que serlo —aclaré—, pero quiero. Te ayudaré a bajar de la montaña rusa.

Clark soltó otra risa incrédula.

—No puedes hacer eso.

—Entonces me subiré contigo. Ya no es 1987; estamos juntos en esto.

—¿Qué cambió?

Me humedecí los labios, pues entendía la magnitud de lo que estaba a punto de decir. Era una sentencia de por vida, al Cielo o al Infierno, pero jamás a California, jamás a Maureen... jamás a Russell.

—Cambiamos los dos.

Tendí mi mano hacia él, esperando que la aceptara. Clark se tomó un momento, alternando entre observarla y mirarme a los ojos, y por fin lo hizo. La estrechó. Creía en mí.

Entrelazando nuestros brazos de nuevo, nos pusimos de pie y emprendimos marcha. Nubes tormentosas flotaban sobre la ciudad, listas para comérsela viva, pero nuestros pasos no se aceleraron. No nos preocupaba. Por primera vez desde que nos conocimos, estábamos juntos.

CONTINUARÁ...

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