Capítulo 20
Nueva York, 1999.
Abriéndose paso entre los demás coches como una aplanadora y sosteniendo un vaso plástico de café, Debra decidió que sería un buen momento para regañarme. Estábamos conduciendo hacia la galería un viernes por la mañana, día en el que, con una fuerza de voluntad asombrosa, el sol se había atrevido a mostrar su rostro luego de semanas de lluvia. Inocentemente, creí que esto pondría de buen humor a mi amiga, pero nada podría salvarme de sus sermones.
—¿No dice tu informe dónde vive? —insistí.
—Por supuesto que lo dice.
—¿Y por qué no me lo dices?
—¡Porque es poco ético! —exclamó, ejecutando una maniobra demasiado arriesgada para hacerse con una sola mano, pues uno de los conductores de adelante se le estaba cerrando.
—¿Investigar a una persona que apenas conoces no es poco ético?
—Escúchame bien, viejo malagradecido, eso lo hice por ti. —Me miró al detenerse en un semáforo y le dio otro sorbo a su café—. Y, de cualquier manera, ir a la casa de alguien es cruzar una línea. Sé que planeas dejarme hoy sola con todo el trabajo y tomar el autobús para acosar al pobre niño. No permitiré que lo hagas.
—Por favor, no voy a acosarlo —protesté.
—Si él no quiere verte se llama acoso —sentenció, terminando el contenido del vaso y arrojándolo por la ventanilla.
El semáforo dio luz verde y el pie de Debra aplastó el acelerador, alejándonos a toda velocidad de los gritos furiosos que venían del auto deportivo donde aterrizó el desecho.
—No es acoso, Debra. Solo tiene que escucharme una vez.
—¿Dónde dejé la bolsa con los croissants? —cuestionó, inspeccionando los alrededores mientras me ignoraba—. ¡Oh, en el asiento trasero! Dulzura, sé un buen chico y ayuda a mamá a alcanzarlos, ¿quieres?
Me desabroché el cinturón y estiré mi cuerpo hacia la parte trasera del vehículo. En lo que luchaba por llegar hasta la bolsa de papel y salía airoso, una versión chillona de Para Elisa comenzó a sonar. Regresé a mi puesto para encontrarme con Debra hablando efusivamente a través de su moderno teléfono móvil.
—Oh, pues no lo sé, dile que es un ser repugnante y que... Espera, no le digas eso. Espera, Daniel. Estoy atendiendo un asunto importante. —Sus ojos viraron en dirección a mí—. ¿Piensas que puedo conducir, hablar por teléfono y comer al mismo tiempo? No soy una súper-mujer. Pon esa cosa en mi boca. No, Daniel, no estoy hablando contigo. No te ilusiones.
Abrí la bolsa y extraje uno de los bizcochos grasientos.
—¿Quieres que mastique por ti? —bromeé.
No me respondió, estaba ocupada discutiendo algo sobre la galería con uno de los encargados. Sostuve el croissant cerca de su boca y lo dejé allí, para que pudiera darle mordidas ocasionales.
—No puedes dejarme solo en esto. Fue por esto que vine a Nueva York.
—¿Sabes qué? Olvídalo, Daniel. Pásame a Wendy o a quien sea.
—Llegamos tan lejos, ¿por qué parar ahora?
—Wendy, hola, cariño. ¿Cómo sigue Kevin?
—Debiste ver a sus amigos —bufé—. Nunca entenderé por qué Clark congenia con gente así. Son la definición de eternos adolescentes.
—Mira, querida, lo que sucede es que el señor Grimes se había comprometido a vendernos su colección a nosotros.
—Aunque supongo que él también se comportaba así... Bueno, al menos cuando lo conocí. No sé cómo se comportará ahora.
—Lo sé, pero ahora tengo este enorme vacío en el cronograma y necesito... —Estuvo a punto de morderme el índice y el pulgar cuando se percató de que el bizcocho se había terminado. Volvió a mirarme—. Dame otro, y que sea rápido. No, Wendy, no hablo contigo.
Le hice llegar otro croissant y ambos continuamos con nuestras conversaciones separadas.
—De todos modos siento que tengo que rescatarlo. No dudo que sean buenas personas, pero por las adicciones que Clark tuvo, quizás debería codearse con... ¿Me estás escuchando?
En un momento silencioso de su plática, negó con la cabeza.
—Está bien, llegaremos en veinte minutos, no te preocupes.
Cortó la llamada, guardó el teléfono y me arrebató la golosina. De nuevo tenía toda su atención.
—Mira, Gordon, estoy completamente en contra de lo que estás haciendo. Me conoces, pero por mucho que adore esta clase de historias, no voy a permitir que arruines la vida de una persona... dos veces. Dos veces, Gordon. Le pediste una segunda oportunidad y no te la dio; lo que te conviene es aceptarlo. Cometiste un error que no puedes reparar, ¿y eso qué? Yo ya perdí la cuenta de todos los que...
—Lo que estoy tratando de hacer es repararlo. Quiero disculparme con él.
—Oh, condenado manipulador, te consta que no puedo resistirme a un buen drama. —Suspiró—. Hagamos un trato: voy a ayudarte para que tengas ocasión de disculparte, pero luego de eso, te despides y sigues con tu vida. Y no vas a acosar a Clark en su casa. Esta noche, te llevaré al antro de perdición donde toca su grupo y hablarás con él.
De pronto recordé algo.
—No es posible. Una amiga suya lo invitó a él y a sus amigos a un festival de poesía hoy.
—¿Festival de poesía? —inquirió. Se notaba que su cerebro trabajaba a toda velocidad—. ¿Cómo se llama su amiga?
—Era un nombre con H...
—¿Heather? ¿Hillary?
—¡Hattie!
—¿Son todos del mismo vecindario?
—No lo sé. Supongo que sí, porque el domingo todos irán a su apartamento para pintarlo. No pueden vivir muy lejos.
—Estupendo, deja que me encargue de todo.
Desechó lo poco que quedaba de su croissant —otra vez por la ventana—, tomó su teléfono de nuevo y marcó un número.
—Wendy, necesito tu ayuda para un nuevo trabajo.
-o-o-o-
Ignoro los mecanismos brillantes que el equipo de Debra utilizó para dar con el festival exacto al que Clark asistiría. Me contó un par de cosas, como que habían investigado todos los eventos artísticos de la zona y alguien fue a preguntarle a Arthur Bender si su dúo estrella había comentado algo.
Fuera cual fuera el método, ese mismo sábado por la noche Debra y yo asistimos a un sótano muy parecido al «antro de perdición», solo que con menos luces de neón y música de jazz suave manando de cada poro del establecimiento. Había sillas distribuidas frente al pequeño escenario como una suerte de teatro a la italiana.
Sobre el tablado, un hombre con apariencia de gorila leía un extraño poema que ni siquiera rimaba. Mi amiga y yo nos acomodamos cerca de la puerta, como para poder salir corriendo si la cosa se ponía muy extraña.
—El perro está muerto. El auto lo mató —leía el joven, ante un público sumamente conmovido—. Mi alma besa los pies del capitalismo y le hace sexo oral a la demencia. ¿Estaré volviéndome loco? El perro mueve una pata. Al final, el muerto soy yo y la demencia eyacula bilis sobre mi cadáver descompuesto.
Todos aplaudieron, a excepción de mí, que empezaba a sentirme enfermo. Las palmas de Debra se chocaron un par de veces y, con una sonrisa de oreja a oreja, me susurró:
—No entendí nada pero sonó profundo.
Una mujer igual de grande subió al escenario e introdujo al siguiente poeta. Se trataba de un muchacho llamado «Disentería», que resultó ser una chica disfrazada de dominatriz. Su presentación se trataba de la muerte de su hermana pequeña víctima de un terrible cáncer. Nunca comprendí qué tenía que ver con el sensual traje de cuero y la fusta.
—Estás llorando —comentó Debra en cierto punto del acto.
Me palpé el rostro con un par de dedos. Tenía razón.
-o-o-o-
A medida que la velada avanzaba, el ambiente iba tornándose más intenso. Uno a uno, los participantes daban todo de sí. Algunos eran literales, otros abstractos, otros grotescos y otros cursis, pero cada cual tenía algo que decir y, al final, se ganaba las ovaciones de un público que ya estaba demasiado histérico, demasiado borracho. Hasta el zumbido de una mosca podía despertar la susceptibilidad de alguien. Era como si un funcionario hubiese esparcido pólvora por el suelo del local, aguardando a que explotásemos en cualquier momento.
Tanto Debra como yo nos habíamos hecho a la idea de que estaríamos incómodos durante la noche entera, de que estábamos fuera de nuestro elemento y que éramos demasiado mayores para entender. Nada podía unirnos con las angustias vanales y las metáforas sin sentido de un grupo de perdedores como los que se reunían allí. Pero, con el transcurso del evento, nos dimos cuenta de que no distábamos tanto de ellos.
Aquellas alegorías estúpidas, aquellas pretensiones de profundidad, funcionaban como un espejo para nosotros. No había alguien lo bastante ridículo o desequilibrado para no generarnos una reacción. Incluso en una parte del espectáculo ella se vio obligada a abrir su bolso de mano y rescatar una toalla con la que secarse un par de lágrimas.
De repente, la presentadora tomó el micrófono e invocó el nombre que estaba esperando oír.
—¡Quiero que le den un gran aplauso a Hattie Burton! —anunció, extendiendo su brazo hacia la izquierda mientras se retiraba por el lado derecho del escenario.
Una chica de aproximadamente treinta años apareció. Era la persona más delgada que jamás hubiese visto, mucho más que Clark en sus mejores tiempos. El cabello rubio caía sobre un hombro, y tenía esa vibra descuidada que caracterizaba la moda de los noventa. Sus facciones me recordaban a las de Lynda Carroll, pero su poco interés en usar ropa que fuese de su talla rompía con esa estética. Toda ella era un insulto a la estética.
—Hola, bueno, gracias... —sonrió, los aparatos de ortodoncia resplandeciendo por la luz de los reflectores. Se apartó el flequillo del rostro armónico y, repentinamente, su expresión se tornó triste—. Hoy es un día un poco... difícil, para mí. —Soltó una risa apenada y miró hacia abajo—. Hoy se cumple un año desde que el amor de mi vida falleció y... Bueno, voy a leerles algo que escribí sobre él.
Abrió una pequeña libreta azul que tenía en la mano y empezó a recitar.
Se trataba de un soneto. Al principio, yo estaba distraído, buscando con la mirada el grupo con el que ella estaba antes de salir a escena. Hattie hablaba de los veranos que pasó en un pueblo de nombre musical, incluso pronunciado por su voz gangosa. Contaba cómo solían jugar en el agua y hacer el amor y arrojar muebles de mimbre a una fogata solo porque era divertido. Nada demasiado movilizante, más allá de la ternura que pudiese infundir en algunos.
Después, el asunto empezó a tocarme más de cerca y me hizo aprender a escucharla. Habló de un rechazo que había ocurrido hacía años, pero que aún dolía. Nos contó cómo lo veía destruirse a sí mismo, víctima de su propia humanidad y su incapacidad para sobrellevar al mundo. Narró la historia de cómo había suplicado igual que una necia y jamás consiguió nada de él. Reconfortó nuestros corazones hambrientos al revelarnos que ningún sacrificio fue inútil. Y, por último, la batalla final. La batalla que ambos perdieron.
Él ya no estaba cuando ella lo necesitaba. No estaba en lo absoluto. Ella sabía que, cuando muriera, se iría con él. Era un extraño presentimiento. Él se fue para siempre y ella tuvo que recordar lo que era estar sola. Se dio cuenta de que nunca había tenido compañía en lo absoluto.
La ovación del público se elevó hasta el techo. Hubo gritos y silbidos y cánticos de victoria. Todos respondieron de algún modo, excepto una persona.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Debra, ofendida porque no estaba celebrando.
Hattie agradeció de nuevo y se marchó, a lo que la maestra de ceremonias dio paso a un breve intermedio. Yo seguía sin poder decir nada. Solo atiné a hacer una cosa: levantarme y caminar, como un autómata, en dirección a la poetisa.
—¡Gordon, no puedes hacer eso! —protestó mi acompañante, adivinando mi plan y confundiendo mis motivos—. ¿Quieres ir a prisión? ¡Deja en paz a estas personas! Voy a...
No escuché lo subsecuente; ya estaba demasiado lejos. Vi que varios de los espectadores se acercaban a quienes habían participado y les felicitaban por sus escritos. Abrirse camino allí era una tarea complicada, en especial considerando lo escasos que eran los parroquianos sobrios. Pedir permiso en un sitio como ese sobraba.
La imagen con la que me topé una vez que encontré a Hattie Burton fue desgarradora. En una mesa apartada, bastante lejos de la acción, estaban todos sus amigos. El sujeto alto, otro más y, como era de esperarse, Clark y Lucy. Clark había sentado a Hattie sobre su regazo y la abrazaba mientras ella lloraba sobre su hombro, empapando el cuello de la camisa, aferrándose a la tela. Entretanto, la otra mujer frotaba su espalda con cariño, la mirada llena de condolencia. El hombre tarareaba una dulce melodía folklórica que recordaba haberle oído cantar antes.
Por fin en control sobre mi cuerpo, me aclaré la garganta para llamar su atención.
—No sé si es un buen momento —dije, preocupado.
La simpatía ante un potencial admirador se hizo humo cuando me reconocieron. El entrecejo de Lucy se frunció tanto como sería posible para un ser humano.
—Dios mío... —se quejó Clark, por lo bajo.
—No —respondió fríamente Lucy—. En realidad no es un buen momento. ¿Nos permites?
Tragué saliva y me negué a dar el brazo a torcer.
—Sepan disculparme, por favor. Solo quería felicitar a Hattie por su poema.
—Estoy segura de que ella te lo agradece. Ahora...
—En mi opinión fue una de las mejores presentaciones de la noche. Realmente me llegó.
Justo cuando Lucy estaba lista para lanzar otra contestación, Hattie se separó del pecho de Clark y me miró con sus enormes ojos verdes. Una ternura paternal me invadió al notar cuánto se parecía a Maureen en nuestra época más próspera.
—¿Ha pasado por algo similar? —inquirió.
—Lo estoy viviendo.
Un pequeño «oh» brotó de sus labios y no dejaba de azorarme. Era diminuta y encantadora y débil. Parecía que mi exesposa y yo hubiésemos tenido una hija sin darnos cuenta. Estoy seguro de que un poco del mar de emociones que provocaba ese pensamiento en mí se filtró en mi semblante. Aun así, la suspicacia de Lucy no iba a darme un respiro.
—De acuerdo —asintió—, ¿puedes irte ahora?
Hattie la miró como si hubiese dicho una grosería atroz.
—¡Ey, deberías ser más amable! Discúlpela, señor...
—Shipman —aclaró Clark, tan serio que parecía un adulto—. Gordon Shipman.
—¿Lo conoces?
Lucy se esforzó en hacerle señas para alertarla sobre cómo no debía tocar el tema, pero ella no podía verla. De un instante a otro, Clark se había convertido en el centro del mundo. Todo su círculo —incluyéndome a mí— estaba esperando una respuesta. En los segundos posteriores, abrió y cerró la boca un par de veces, buscando la mejor forma de definir nuestra relación.
—Fue un amigo cercano en los ochenta —confesó, sin mirar a nadie, con los ojos secos.
—Sí, lo fue —confirmó Lucy, de mala gana.
—¿Se pelearon o algo así?
Los otros dos actuaron como si no formaran parte de la conversación. A estas alturas, era obvio quiénes estaban al tanto de lo que había pasado. Hattie no era una de ellos.
Clark se preparó para dar una explicación que Lucy le robó de los labios.
—Gordon tuvo que mudarse. —Me clavó las pupilas—. ¿No es cierto?
—Sí, no iba a quedarme mucho tiempo.
La cara de Hattie se iluminó.
—¿O sea que está de paso?
Clark entrecerró los párpados y levantó ligeramente la barbilla, atento a lo que yo diría a continuación.
—No esta vez. Planeo quedarme el mayor tiempo posible. Pronto traeré mis cosas de San Francisco, solo tengo que buscar un lugar para vivir.
Él volvió a rodar los ojos y los de Hattie se tornaron todavía más ilusionados.
—Entonces es una mudanza definitiva. —Tomó una enorme jarra de cerveza que reposaba sobre la mesa y le dio un sorbo—. ¿Dónde está viviendo ahora?
—En Long Island. Una amiga tiene una casa allí y me está dejando quedarme con ella.
—Una vieja amiga de Hollywood, supongo —murmuró Lucy.
—Debra —completó Clark, aunque me parece que nadie lo oyó.
Hattie se limitó a mover la cabeza y reír.
—Vaya, sí que es extraño...
—¿Qué cosa? —quise saber.
—Está bastante lejos de Brooklyn. ¿Qué lo trajo hasta aquí?
—De hecho esperaba poder hablar con Clark.
La joven pestañeó un par de veces, echándose un poco para atrás. Al instante, le sonrió a su amigo y se puso de pie.
—Y bien, ¿qué esperas?
Clark no demostró ninguna intención de levantarse y Lucy tiró suavemente de la muñeca de Hattie, indicándole que podía sentarse en sus piernas si quería. Si no hubiesen estado tan cerca en materia de edad, un observador ajeno a la historia creería que eran una madre y una hija, la primera tratando de desglosarle a la segunda algo que escabullía de su inmadura lógica.
—Por favor, vino desde Long Island —insistió Hattie—. No puedes dejarlo así.
Él resopló, se rascó una de las chocantes entradas y se paró de su asiento, tomando la chaqueta que estaba sobre el respaldo. Rodeó la mesa y pasó junto a mí señalando la escalera del sótano, sin siquiera mirarme.
Lo seguí a través del local, deteniéndome en mi silla para recoger mi abrigo también, no olvidándome de hacerle un gesto a Debra. Ella replicó con un ademán de aprobación y, tras unos cuantos pasos y una docena de escalones, Clark y yo nos encontramos en la entrada del club, donde el aire invernal cortaba la piel y algunos rezagados se reunían a fumar.
Me enfundé en mi sobretodo, distinguiendo cómo él olvidaba que traía el suyo y recargaba la espalda contra una pared. Visto así, alumbrado apenas por las luces de la calle y los carteles de neón de algunos negocios cercanos, era igual que si el tiempo no hubiese avanzado jamás. Parecía el viejo Clark de veintipocos y yo sentía que el pasado podía hallarse en el bar más sórdido y en la poesía más indescifrable. Era una lucha constante por seguir en movimiento contra todo lo que me empujaba hacia atrás.
Esperé a que dijera algo, pero no sucedió. Pasó alrededor de dos minutos en total silencio y lo único que se me ocurrió fue imitarlo. Me uní a él en esa postura absorta e informal, sabiendo que podía írsenos la noche entera de esa forma sin que nadie enunciara una palabra. Lo miré tantear dentro de su bolsillo y colocarse un cigarro en la boca.
El encendedor estuvo a punto de escaparse de su mano cuando intentó activarlo. Y vaya que lo intentó. El viento seguía apagando la llama y sus dedos entumecidos seguían esmerándose en salvarla. Tras la cuarta tentativa, lo noté desesperado y me ofrecí a ayudarle.
—No, olvídalo —contestó, alejando el objeto de mi alcance. Frustrado, atrapó el cigarrillo y lo arrojó al suelo—. No sé ni para qué quería fumar. Fue una estupidez. Lo había dejado. Es solo que...
Refunfuñó un par de frases y volvió a guardar el encendedor.
Cada vez que lo observaba me sentía más desconcertado. Recordaba los años ochenta como una época vertiginosa y extravagante, una palabra vulgar escrita en la marquesina más ostentosa. La pereza sofisticada de las décadas anteriores había quedado atrás, para heredarle el trono a un exceso grandilocuente, un hambre de poder y diversión que nada tenía que ver con nuestra oxidada paciencia. Todos querían todo, aunque no lo necesitaran.
En los ochenta, Clark era la mejor representación de su tiempo. Un niño perdido en Nueva York, el parque de diversiones más grande del mundo. Ese cachorro ansioso al que sus dueños llevan a un lugar desconocido y solo puede mirar los alrededores con los ojos desorbitados y la lengua afuera, buscando algo nuevo que intentar o un juego emocionante.
¿Cómo se había convertido en este ser consumido? Encorvado hasta no parecer mucho más alto que yo, perdiendo cabello, obeso y desnutrido al mismo tiempo, con la cara llena de líneas y marcas y abatimiento. Era una persona gris. El sentido del humor, el pesimismo optimista, la sorprendente energía sexual que solía emerger de su piel aunque no estuviese haciendo nada con esa connotación... todo había desaparecido.
Una ridícula piedad me obligó a extender un tímido brazo para tocar el suyo, en un amague de consuelo. No me dio la oportunidad. Ni bien la punta de mis dedos temblorosos rozó la tela de su camisa, apartó el codo bruscamente.
—¿Qué pasa? —cuestioné.
Casi de espaldas a mí, se colocó el abrigo y se abrazó a sí mismo. A pesar de que ambos tiritábamos y podíamos ver nuestros propios alientos, mi conciencia susurraba que no se había puesto la prenda por el frío, sino que trataba de cubrirse o protegerse de algo. Ese algo era yo.
—¿Por qué no puedes dejarme en paz, Gordon?
Me impactó un poco el desapego de su voz. Antes era habitual que Clark cediera ante la menor señal de que alguien podría empezar a llorar, más aun si se trataba de mí. Un labio inferior temblante o una mirada particularmente desvalida era capaz de doblegarlo y transformarlo en una masa gelatinosa de abrazos y palabras de aliento.
Ahora parecía ser él quien necesitaba ayuda.
—¿Qué fue lo que hiciste? ¿Contrataste a un detective privado para que investigara en qué festival de poesía estaríamos? Porque eso es jodidamente enfermo.
—Tenía que hacerlo —suspiré—. Era la única manera de...
—Y ya que estamos en el caso, ¿qué mierda quieres? —Se giró de nuevo para mirarme—. Es que... Mierda, Gordon, en serio no te entiendo. ¿Qué esperas sacar de todo esto? ¿Exponerme con mis amigos? ¿Decirles lo que solía hacer?
Retrocedí un par de pasos y Clark se dio cuenta de que, de haber sido yo un mal hombre, habría acabado de cavar su propia tumba. Se pasó una mano llena de frustración por el rostro.
—¿Tus... tus amigos no lo saben?
—Solo Lucy lo sabe, ¿bien? Es la única a la que se lo conté. Bueno, no es que tampoco hiciera falta contárselo... No importa. Los demás no lo saben.
Estaba perplejo.
—Pero... se supone que son tus amigos. Deberían...
—Oye, no me darían una patada en el culo e irían corriendo a la iglesia a rezar por mí si a eso te refieres. Mira... todos estamos jodidos de una u otra forma. No son el tipo de gente que margina a alguien por algo así. Pero no quiero que me traten como a una... víctima, supongo. Ya tuve suficiente con cómo se portaron por el tema de las drogas.
—¿Saben lo de las drogas?
—Todo el planeta Tierra sabe lo de las drogas. Es decir, acababa de salir de rehabilitación por primera vez cuando Lucy me los presentó. A lo que me refiero es que no quiero que se porten como si estuviera traumatizado. Sé que para algunas personas es una cosa horrible que las marca de por vida, pero yo no lo viví de ese modo.
»Fue hasta difícil dejarlo, ¿sabes? —Se rio y movió la cabeza—. Disfrutaba lo que hacía. A ver, claro que en ocasiones los tipos eran asquerosos y las mujeres todavía más, pero siempre había un plato sobre la mesa y alguien que se preocupaba por que estuviera saludable y bien vestido.
Apartó la mirada hacia la calle, como si el buen samaritano responsable de su bienestar estuviese saludándolo desde la acera contraria. Sin embargo, este desapareció detrás de un coche que pasó a toda velocidad, pues Clark no tardó mucho en bajar los ojos —demasiado acuosos como para decir que estaba controlándose— y humedecerse los labios.
—Ir a testificar en contra de Ned fue uno de los momentos más duros por los que tuve que pasar.
—¿Fue llevado a juicio? ¿Y testificaste en su contra? Santo cielo...
—No, no, Gordon —sonrió, apenado—. No lo hice. No me alcanzaron los huevos para hacerlo.
La decepción en mi rostro lo sentenció a explayarse.
—Es que la cosa era muy complicada, muy... a gran escala. Se descubrió que el caso era mucho más serio de lo que parecía. Había menores involucrados y toda la prensa de Nueva York estaba esperando para saltar a la yugular del hijo de puta.
»No puedo imaginar lo que habría pasado si mis padres hubiesen abierto el periódico y leído que Clark Osborne confesaba haber trabajado para un proxeneta frente a todo el país. Así que ni siquiera llegué a entrar al edificio cuando le dije a Lucy que no podía hacerlo. Fuimos a hablar con las autoridades, nos suplicaron, nos disculpamos y nos fuimos a casa.
Aunque algunas personas hubiesen dicho que fue un tremendo acto de cobardía, yo podía comprenderlo. En lo personal, habría preferido morir a que mi padre se enterara de mi orientación sexual. Hay miles de torturas que un hombre es capaz de soportar, y la desaprobación paterna rara vez es una de ellas sin dejar cicatrices profundas. Haber descubierto al mismo tiempo que el resto del mundo que mi hijo ejercía la prostitución, era un escenario tan terrorífico y humillante que solo me hacía compadecerme de Clark y su mala suerte.
—De todos modos, salió bastante bien al final —continuó—. Hubo muchos chicos y chicas que se atrevieron a contar historias sobre él. Y claro que el juez lo mandó a la cárcel.
»Lo curioso es que, un año y medio más tarde, después de que yo saliera de rehabilitación porque supuestamente había mejorado, fui a visitarlo. Te juro que el tipo estaba irreconocible. No solo ya no era guapo, sino que era un monstruo. Una especie de ameba escuálida y paliducha que no podía parar de temblar. Las ojeras más grandes que haya visto y casi sin pelo. Tenía «tricolomanía» o algo así. Es como cuando te arrancas el cabello.
»Al principio no quería hablar conmigo. Me acusó de haber traicionado su confianza y dijo que debí haberme puesto de su parte, pero estaba demasiado cagado para hacerlo. Yo insistí y me contó que la vida allí era un infierno... Su primer compañero de celda... Vamos, todo el mundo sabe lo que le pasa a la gente como Ned en la cárcel.
Creo que me puse verde hasta el cuello.
—Lo cambiaron de celda enseguida, aunque los guardias no se lo tomaron muy a pecho. A nadie le importa que se aprovechen de alguien que ya se aprovechó de miles. Pero Ned cambió después de eso. Empezó a tener ataques de pánico. Fui a verlo justo en su peor momento. No sé si puedo culparlo por las cosas que me dijo.
Sentí un vacío en el estómago.
—¿Las cosas que te dijo? ¿Cómo...? ¿Qué cosas te dijo?
—Pues... lo usual. Que era una puta y siempre lo sería, que no podía cambiar lo que era. Dijo que él podía ser una basura, pero que si ni siquiera alguien como él podía llegar a quererme, nadie me querría jamás. También que iba a lamentar haberlo entregado, que algún día iba a salir y, cuando lo hiciera, iba a asegurarse de que mis padres supieran la clase de hijo que tenían.
Mi sangre empezó a arder. Había coincidido con Ned un par de veces hacía años y, a pesar de que encendía toda clase de alarmas en mi sistema, el modo en que Clark me garantizaba que era diferente y que era su mejor amigo supo convencerme de que lo dejara estar. Ahora solo anhelaba golpearlo, sin importar que mi estado físico no estuviera de acuerdo.
—Que eso no te estrese —dijo afligido, queriendo restarle trascendencia al encogerse de hombros—. Ya debe haber salido de prisión hace años y no he vuelto a saber de él. No creo que vaya a acusarme.
—Bueno, debo decir que eso me tranquiliza —comenté—. Pero, aun así, debe haber sido doloroso. Confiabas mucho en él y muy ciegamente.
Clark se llevó las manos a los bolsillos y exhaló una risita nostálgica.
—Sí... Rompió mi corazón. —Levantó la vista y sonrió como si nada anduviese mal—. De todas maneras está superado. Salí adelante. Es que no quiero que los chicos sepan de eso porque van a pensar muchas tonterías. No quiero que me traten como a un niño que creció de repente. Siempre supe en lo que estaba metido.
No oculté mi sorpresa ante semejante declaración.
—Eso es increíble —murmuré.
—¿Qué cosa es increíble?
—Que todavía no puedas admitir que lo que pasó fue terrible. Nadie escoge ese camino.
—Yo sí —respondió a la defensiva.
—Entiendo que no tuviste otra opción y no te culpo por eso, pero tienes que empezar a reconocer que no creciste soñando con dedicarte a la prostitución. La vida te puso en esa situación, no tu propia voluntad.
—¡Tú no creciste soñando con ser un marica y sin embargo lo aceptaste! —me espetó—. ¿Por qué mierda yo no tendría que aceptar que fui una zorra?
—Aceptarlo no es lo mismo que vivir con ello sin hablarlo jamás con nadie.
Furioso, cruzó los brazos sobre su pecho y me dio la espalda. Más allá de no querer lastimarlo, era consciente de cuánto necesitaba que alguien lo hiciera.
—No voy a contárselo a tus amigos, si eso es lo que te da miedo. Vine aquí para disculparme, no para hacerte sufrir más.
—Bien, te perdono, ahora puedes irte.
Resoplé.
—Clark, si hubiese un modo de...
—¿Interrumpo algo? —dijo Lucy, asomándose a la puerta del bar.
Clark se dio la vuelta y fingió retirar una basura de su ojo, tan relajado como podía aparentar estar.
—Ya estábamos terminando —mintió. Ambos sabíamos que aquello apenas iniciaba.
Lucy se mostró reacia a creerle y me contempló en busca de algún indicio de acoso. No encontró ninguno, de modo que regresó su atención al hombre.
—Oye, te estamos esperando.
Hizo un gesto de cabeza para señalar hacia adentro.
—Voy enseguida.
La desconfiada joven asintió y desapareció en el interior del edificio. Clark se preparó para seguirla y, segundos antes de hacer lo mismo, me observó por última vez.
—Te vas a morir de frío aquí afuera —me advirtió.
—De algo hay que morirse —bromeé—. Tienes buenos amigos. Realmente me alegro por ti.
—Gracias.
—Ya era hora de que la vida te recompensara.
—Sí, lo sé.
Estaba al borde de entrar cuando vio, por el rabillo del ojo, que yo no me había movido un centímetro.
—¿De verdad no tienes nada mejor que hacer?
—Debra me está esperando, pero no me apetece escucharla hablando sola ahora mismo.
Clark se frotó la cara con una mano y emitió algo similar a un gruñido.
—Carajo, está bien. Conseguiste despertar mi lástima y, aparentemente, le agradas a Hattie, así que felicitaciones, puedes sentarte con nosotros. Vamos.
Ingresó al local y, de nuevo, acepté su guía.
—No estaba intentando que me invitaras —dije mientras bajábamos las escaleras.
—Claro que no, Gordon.
Ni bien llegamos a la mesa, sentí que Lucy y el sujeto alto me condenaban con la mirada. Clark se dispuso a tomar una silla cercana para mí. Se lo agradecí, sentándome.
—Bien, presentaciones formales —comenzó sin ánimos—: ya conoces a Lucy y Hattie. Él es Jeff —Señaló a un treintañero anémico y desinteresado, con las ojeras de Nosferatu y los ojos azules más grandes y tristes— y Dion —Apuntó hacia el hombre alto y rubio—. Chicos, Gordon Shipman: jubilado, mil doscientos años y el concepto de romance más retorcido del mundo.
Temí no ganarme la aprobación del grupo tras semejante introducción, pero, luego de unos breves instantes de silencio, el tal Jeff se animó a hacer un chiste.
—Pues no más retorcido que el mío.
Todos reímos, inclusive yo, que no captaba la gracia.
—Ey, es en serio. Soy el hijo de perra que se para bajo la ventana de su exnovia con una grabadora a las tres de la mañana de un jueves.
Más risas.
—Dice la verdad —confirmó Dion—, lo certifico.
—Él era mi segunda voz.
—Clark no quiso acompañarnos con la guitarra. —Simuló entristecerse.
El resto de los comensales estallaron en carcajadas que yo compartí tímidamente.
—¿Bebe cerveza, señor Shipman? —consultó Hattie, trayendo un vaso extra y sentándose a mi lado.
—Solo medio vaso, por favor.
Miré cómo vertía el líquido ambarino y espumoso dentro del recipiente y pellizqué la piel de mi brazo con discreción, para recordarme lo importante que era ser moderado. La batalla se renovaba cada día, por muchas veces que la ganara.
-o-o-o-
Más temprano que tarde, me sentí parte del club. Pese a las constantes bromas de doble sentido y el humor negro que manejaban, los amigos de Clark me resultaban agradables. La brecha generacional no me impedía conectar con ellos, en especial con Hattie, quien había revelado ser una señorita muy inteligente y divertida.
En tono bajo —para separar nuestra conversación privada de la general—, me interrogó sobre mi vida y cómo había conocido a Clark. Pude ver el pánico de él cuando, por accidente, alcanzaba a oír cuál era el tema de la charla, por lo que me las arreglé para no divulgar nada de su pasado que no deseara publicar.
A su vez, Hattie me habló sobre Trevor, a quien ella se refería como su único amor. Dijo que se habían encontrado en el momento preciso, que su relación no pasaba tanto por los besos, las citas y los osos de peluche como lo hacía por los sentimientos intensos de dos personas opuestas decidiendo disfrutar del mejor de los ratos y retroalimentarse.
—Él era un artista —me decía con los ojos brillantes— y yo también. Nos inspirábamos, podíamos hablar durante horas. Nunca nos decíamos «te amo» ni nos besábamos cuando alguno de los dos se iba. No hacía falta. Sabíamos que nos adorábamos y que siempre íbamos a volver, aunque pasáramos años sin vernos.
—Sé a lo que te refieres —suspiré.
Hattie me lanzó una mirada extraña y se inclinó hacia mí para hablarme en secreto.
—Puede decírmelo, ¿estaba usted enamorado de Clark? —susurró.
—No —dije, casi sin dudarlo.
—Porque creo que Clark está enamorado de usted.
—¿Qué? En lo absoluto.
—Quizás es solo idea mía. —Observó a la otra mujer—. Me da pena por Lucy. Ella sí que está enamorada.
—Eres muy intuitiva, ¿no es así?
—Estudié psicología y he hecho un par de viajes astrales.
Me dio vergüenza preguntar qué significaba aquello y me alivió que cambiara el tópico.
—Entonces, ¿quién es su gran amor? Asumo que tiene uno. ¿Falleció? ¿Logró decirle lo que sentía? ¿La conoció en la guerra?
Nunca dejan de asombrarme las imágenes que los jóvenes se dibujan de los viejos.
—No serví en ninguna guerra. Lo conocí en un set de filmación.
—¿Camarógrafo? ¿Vestuarista? ¿Escritor?
—Actor.
—Diablos, ¿cómo no se me ocurrió antes? ¿Extra o secundario?
—Principal.
—¿Película?
—Esclavos de la vergüenza.
Hattie reconoció el título y su valor cultural, como la mayoría de los estadounidenses que vivieron para ver la película o escuchar anécdotas de sus padres sobre ella. Era un drama de culto que incluso consiguió catapultar a la fama a un par de secundarios, mas no había alcanzado el estatus suficiente para que una chica como ella conociera su ficha técnica.
—¡Dion! —llamó a los gritos—. ¿Cómo se llamaba Danny en la vida real?
El grupo entero respondió al llamado y yo tuve ganas de desaparecer bajo la mesa.
—¿Cuál Danny? —inquirió Dion, arrugando la nariz.
—Sabes de qué Danny hablo. El de Esclavos de la vergüenza.
—¡Ah! Ese es Russ Weatherby.
El nombre retumbó en mis oídos y en los de Clark también. En la vida de cualquier persona, por joven que sea o muera, hay cosas que se convierten en recuerdos fotográficos. Uno de los más nítidos de los últimos tiempos siempre será la forma en que me miró, como si fuera Ned, encogido y miserable y lleno de resentimiento, llamándolo puta y colgando el auricular sin darle oportunidad de responder.
Hattie estaba boquiabierta.
—¿Es en serio?
Asentí solemnemente.
Miró a sus amigos y me miró a mí. Clark y Lucy habían estado platicando hasta entonces, pero acababan de callarse y ahora me inspeccionaban, esperando que hiciera algo incorrecto.
—No quiero ser metiche —se disculpó Hattie—. No tiene que contarme nada.
—Puedes hacer todas las preguntas que quieras —la apacigüé.
Su rostro se iluminó.
—Vaya, muchas gracias...
—Es una lástima que mañana haya que levantarse temprano —interrumpió Lucy, poniéndose en pie. Las miradas cayeron sobre ella—. ¿No se acuerdan? Íbamos a pintar.
Un «ah...» generalizado sonó y todos comenzaron a recoger sus cosas, excepto Hattie, que no quería dejar la charla sin terminar.
—A lo mejor el señor Shipman puede ayudarnos.
Lucy frunció el ceño.
—Porque él fue pintor, ¿saben? —persistió la menor—. Estuvo contándomelo. Y debe ser súper talentoso, así que sería bueno que nos ayude.
—Bueno, nena —la desalentó Lucy—, pero no queremos molestarlo.
—Lo cierto es que no sería ninguna molestia —dije. Ella no me agradaba del todo y anhelaba la ocasión para llevarle la contraria—. Llevo una vida muy aburrida y mi doctor dice que tener actividades es bueno para mi salud.
—¿Ya ves? —sonrió Hattie con aire triunfal—. Le encanta la idea. Por favor, será divertido. El señor Shipman es genial.
Los ojos de Lucy rastrearon a los de Clark. Era evidente que su opinión le importaba más que la propia. Él alzó los hombros, resignado.
—Supongo que puedes venir —bufó su compañera de piso.
Alguien escribió la dirección en un trozo de servilleta y, acto seguido, se marcharon, despidiéndose de mí.
Fui a buscar a Debra, que estaba a punto de quedarse dormida.
—Mañana a las nueve pintaré su apartamento con ellos —anuncié.
—Diviértete tomando el autobús —bostezó.
CONTINUARÁ...
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