Capítulo 19
Los Ángeles, 1961.
Cuando más de la mitad de los invitados se habían ido y los rezagados ya no tenían cómo aplazar su partida, mi preocupación por qué tema urgente estaría tratando J. Martin Costner con Russell y mi esposa no hacía otra cosa que incrementarse. El grupo restante estaba tan afectado por el alcohol que no hubieran podido conducir y la perspectiva de echar colchones sobre el suelo de la sala era aterradora, pero solo podía pensar en que Maureen y aquellos dos hombres estaban encerrados en mi cocina, hablando de un asunto importante.
Mientras el último trago de sidra se deslizaba como un ardor por mi garganta y mis ojos viajaban ocasionalmente a la ventana, el ebrio asqueroso de Jack Barbet me contaba sobre el día en que sostuvo intimidad con su secretaria y la prima de su secretaria a la vez. Ponía mucha atención en los detalles y lo único que quería yo era que guardase silencio para que, afinando el oído, lograse resolver el acertijo tras la cortina.
—E... entonces Betty dijo algo como... ¿Sabes lo que dijo, amigo? ¿Quieres saber lo que dijo? —reía con la torpeza restregándose contra su lengua, escupiendo pequeñas gotas de apestosa saliva en mi rostro.
—Me muero por saber lo que dijo —contesté, girándome en dirección a la casa por quinta vez en dos minutos.
—Oh, vamos, sabes lo que dijo, amigo. ¡Lo sabes!
Sin dejar de tambalearse, se las arregló para abandonar la hamaca de jardín y enfilar hacia un par de jóvenes extras y sus igualmente intoxicadas esposas, que se encontraban charlando bajo un árbol.
—¡Ey! —les gritó— Ustedes sí saben lo que dijo Betty. Vamos, que lo saben...
Liberado de semejante bestia, decidí que no iba a esperar ni un segundo más. Me recordé a mí mismo mi promesa de ser asertivo, de tomar al toro por las astas y demostrarle a Maureen que podía ser el marido que ella necesitaba. Esta era la prueba final.
Estaba a punto de abrir la puerta trasera cuando el picaporte dio un giro y el señor Costner apareció.
—Gordon, qué suerte encontrarte —exclamó, lleno de una alegría sospechosa—. Estaba buscando al señor Barbet, ¿sabes? ¿Podrías pedirle que se una a nosotros? Tengo que hablar con él.
Me volví para escanear la oscuridad de mi jardín. Jack Barbet estaba tumbado en el suelo, extendiendo los brazos hacia arriba y riendo sin parar.
—No creo que esté en condiciones de conversar —respondí secamente—. Habla conmigo.
El exitoso artista pareció meditarlo. Sus ojos denotaban nerviosismo y estoy seguro de que vi un bulto descender por su tráquea. Instantes después, asintió.
—Entremos.
Así lo hicimos y el panorama con el que choqué sembró en mí toda clase de miedos estúpidos. Maureen estaba sentada en el medio de la cocina, sobre un banquillo que solo usábamos para alcanzar cosas de los estantes más altos. Russell se había parado cerca de la encimera, apoyando las manos en ella y echándose hacia atrás. Ella lucía contrariada, toqueteando su alianza como solía hacer cuando estaba alterada por algo, y el verdor de sus irises iba consumiéndose bajo la tiranía de unas pupilas demasiado grandes. La expresión de él era de alerta.
J. Martin Costner se ubicó en una silla. Tardó unos segundo en acomodarse, dejando las muletas en el suelo, y una vez listo, aquellos inquietos orbes grises se enterraron en mí.
—Me gustaría saber qué pasa —solté, cuando me cansé de esperar a que comenzara.
El hombre se concentró en Maureen.
—¿Quieres decírselo tú?
En ese momento, Costner pudo haberla acusado de intentar seducirlo o de haber matado a alguien y la respuesta emocional de ella habría sido la misma. Su cuerpo entero se endureció, su labio inferior se perdió tras sus dientes incisivos. Estaba tan tensa que quería abrazarla. Pocas cosas frustran más a alguien como yo que tener la revelación de que su enojo pesa más que las ganas de proteger a su esposa.
Maureen notó mi actitud y aflojó los músculos. Juntando ambas manos sobre el regazo, le sonrió a Costner de esa forma en que solo ella sabía hacerlo.
—Preferiría que tú lo hicieras.
Costner suspiró. Debía sentirse agotado de pelear las batallas de los demás por ellos, pero alrededor de eso giraba su profesión. Y ahora su mayor desafío profesional era hacer recapacitar a un marido celoso.
—Escucha, Gordon... —Tomó aire y lo largó despacio—. Acabo de ofrecerle a Russell y a tu esposa protagonizar un musical que yo escribí.
Mi mano aterrizó sobre mi pecho en un gesto de devastación absoluta. Los dedos siguieron el viaje hasta el cuello de mi suéter y empezaron a tironear de él. De repente hacía un calor sofocante y me estaba asfixiando. La cocina daba vueltas y la bombilla eléctrica que colgaba encima de nosotros, tan brillante y blanca que encandilaba, me ponía todavía peor. Iba a desmayarme.
—Es un proyecto en el que he estado pensando mucho tiempo —continuó Costner, ignorante de mi estado—. Hace bastante que quería producirlo, pero no conseguía dar con los actores correctos.
El oxígeno entraba y mis pulmones no podían procesarlo. No querían dejarlo salir.
—Hubiera seguido buscando por siempre —rio—, de no haber sido por lo que vi hoy. Ver a Russ y Maurie juntos, escucharlos cantar juntos... era todo lo que necesitaba. Ahora sé que ella no solo es una gran actriz; también es una cantante excepcional. Y la he visto bailar. Sería una gran estrella en un musical y quisiera que...
De algún modo y no sin una tremenda dificultad, conseguí tranquilizarme y evitar la crisis. Cuando interrumpí el discurso de Martin, mi voz sonó lo bastante suave y dócil para impactarme.
—No. Lo siento pero eso no puede pasar.
—¿Por qué no? —sonrió, desconcertado—. La cadena lo permitirá. De hecho, ya he hablado de esto con algunos ejecutivos y...
—Maureen no es la persona que buscas. Lo lamento, pero nos haces esta propuesta en el peor momento posible. Estamos esperando poder adoptar un niño y además...
—Estoy seguro de que podremos llegar a un arreglo. Es la oportunidad de toda una vida.
—La última también lo fue y te lo agradecemos. Mi punto es que Maureen no es actriz, nunca lo ha sido. Ella misma puede decírtelo.
Casi al instante, Maureen se convirtió en el centro de atención, a pesar de que el debate se había tratado de ella desde el principio. El orgullo dentro de mí se hinchaba cada vez más al imaginarme lo que iba a pasar. Estaba confiado en que ella iba a ponerse en su papel de futura madre con los pies en la tierra, miraría a Costner a los ojos y, tan cálida que este se sentiría honrado de que lo despreciara, le diría que no pensaba volver.
—Mi vida está aquí —contestaría—. Quiero vivir y morir en esta casa, junto a mi esposo y el hijo que adoptaremos juntos. No más Hollywood para mí; nunca he querido eso en primer lugar. Espero que lo entiendas.
Se despediría de su exdirector, echaría a toda esa gente extraña de nuestro hogar, y estaríamos juntos hasta el fin de los tiempos.
Por desgracia, no fue así. Con las manos aún unidas y la cabeza gacha, Maureen no dejaba que nadie supiera lo que estaba pensando. La ansiedad regresó.
—Maureen... —supliqué con un hilo de voz—. Maureen, por favor díselo. Dile que no quieres hacer esto.
Ella se limitó a suspirar. Suspiró para luego levantar el rostro, con los ojos cerrados y una mueca de dolor, y destrozar mis esperanzas de una vida normal. El suéter me sofocaba de nuevo.
—Necesito hablar con Debra.
Me descolocó, no tanto por el hecho de que su angustia era evidente, como por lo que representaba en sí. Maureen hablando con Debra jamás auguraba nada bueno. Su confidente era experta en dar consejos de perseguir sueños infantiles y quería transformar a mi esposa en una copia de ella. Y si Maureen decía necesitar su asistencia para decidir algo, significaba que la decisión me ponía en peligro a mí y todo lo que habíamos construido.
—Muñeca —comencé, diplomático por fuera y agonizando por dentro—, eso no es posible...
—Necesito hablar con Debra —repitió.
—No puedes hablar con ella ahora.
—Tengo que discutir esto con ella. Es la única persona en la que confió. —Intentó ponerse en pie y salir al patio—. ¿Está afuera? Debo verla, debo...
—Debra ya se fue a su casa —anuncié, apretando los dientes y empujándola, con un toque de brusquedad mayor al que me hubiese gustado, a que volviera a sentarse—. Si quieres hablar con alguien, tendrá que ser conmigo. Habla conmigo.
Al notar la manera aterrada en que Maureen me observaba desde abajo y asumiendo que había presentado un espectáculo lamentable, le palmeé los hombros y retrocedí hasta mi posición original, lejos de ella.
Contemplé a los dos caballeros. Los ojos de Costner estaban abiertos cuan grandes eran y Russell se había enderezado, en una posición que dejaba entrever que estaba preparado para defender a Maureen si las cosas se ponían crudas.
—Está bien, puedes llamarla —resoplé, señalando al teléfono de pared—. Adelante.
Ella se puso de pie. Levanté las manos en un gesto sutil, cuidadoso; una señal de paz, y se acercó más a mí.
—¿Puedo hablar con ella en la alcoba?
Crucé los brazos.
—No veo por qué no podrías hacerlo aquí. Después de todo... —Me detuve cuando alcancé a ver, por el rabillo del ojo, las reacciones de Costner y Russell. Suspiré otra vez—. De acuerdo.
—Gracias.
Inclinó la cabeza, sumisa, y salió rápidamente de la cocina.
-o-o-o-
Me concentré en el arco que nos separaba de la sala, esperando que Maureen lo atravesara corriendo, me diera un abrazo y admitiera que nunca consideró ser actriz de verdad, que era solo un juego. A medida que pasaban los minutos, mi mente dibujaba toda clase de escenarios idílicos en los que ella se retractaba y volvíamos a la normalidad. Cuando ya no pude mentirme a mí mismo, cuando era dolorosamente obvio que eso no iba a pasar, apreté los puños, contuve las lágrimas y me retiré al patio, dando un portazo.
Visto de otro modo, fue un golpe de suerte que los invitados estuvieran tan idiotizados por el licor. Con la mayoría de ellos enfrascados en conversaciones absurdas, desmayados sobre el césped o al borde de la inconsciencia, la degradación de mi masculinidad pasaba desapercibida.
Entorpecido por un temblor incesante, tomé un cigarro y una caja de cerillos de mis pantalones. Fue complicado encenderlo con el viento, mis espasmos y mi de por sí limitada motricidad, pero recuerdo que, ni bien lo logré, di la calada más grande que jamás haya dado. Incluso tosí unos segundos al exhalar, excedido por la forma brutal en que el humo se metió dentro de mis pulmones.
Apenas estaba recuperándome, sentado en la hamaca, cuando percibí la presencia de la última persona a la que quería ver.
Mi primer instinto fue colocarme en la pose de hombría e indiferencia más natural que se me pudo haber ocurrido, prácticamente cayéndome del asiento, mirando al horizonte como si nada importase.
—Si no fuiste capaz de decir nada allá dentro, no me interesa lo que me digas ahora —mascullé antes de llevarme el cigarro de nuevo a la boca.
Mi voz sonó mucho más adolorida y traicionada de lo que hubiera deseado y un leve escozor me recorrió la garganta. Sin embargo, no llegó a transformarse en un sollozo o un nuevo ataque de tos.
Russell se sentó a mi lado.
—No iba a decir nada. Creo que no soy yo el que tiene que hablar. Así que... adelante.
—Pues yo tampoco tengo nada que decir —repliqué.
—¿Seguro? Estaba convencido de que querrías hablar del despliegue de autoridad irracional de hace un momento.
No lo dijo en un tono acusador, pero para mí fue el insulto más denigrante. Ofendido, arrojé la colilla al suelo y la aplasté con el zapato.
—No sé de qué hablas.
Russell me miró y yo lo correspondí. Había algo extraño en su mirada que hasta hoy no he podido precisar. Sus ojos eran de un color café ordinario, sus pestañas eran la envidia de muchas mujeres y detrás de sus agudas pupilas se ocultaba un velo de intolerancia hacia la estupidez de nuestros contemporáneos.
Aun así, debido a la frialdad con que se dirigía al mundo exterior, el hecho de que se detuviera a observarte te ponía en un compromiso. Russell Weatherby te daba un voto de confianza, asignándote esta misión ultra-secreta que solo podía expresarse viéndote fijamente. Y los simples mortales queríamos hacerlo sentir orgulloso, queríamos probarle que estábamos a su altura. Todo se trataba de ser aprobado.
Ahora, por el contrario, saltaba a la vista que su intención no era aprobarme, sino darme una reprimenda.
—Es que... —empecé.
No podía sostenerle la mirada. Era imposible en un momento así. De modo que giré la cabeza hacia el festival de libertinaje que se llevaba a cabo en la oscuridad frente a nosotros. Muchos se habían marchado y los que quedaban llenaban la cortante brisa invernal con sus ronquidos, quejas y comentarios incoherentes.
La autocompasión se hizo más poderosa. Derrotado, descrucé las piernas, recargué los codos sobre las rodillas y me entregué al llanto. No mentiré, me daba una tremenda vergüenza llorar frente a otro hombre —sobre todo teniendo en cuenta que llevaba más de un año haciéndolo en secreto, incluso a espaldas de mi propia familia—, pero no podía detenerme.
De alguna manera, creí que esa vulnerabilidad sería recompensada con una palmadita en la espalda o una palabra de aliento. Russell debía entender lo difícil que era para una persona como yo exponerse de esa forma.
—¿Esperabas un abrazo? —lanzó, y al instante vio que había sido demasiado tosco, pues dejó caer una mano conciliadora en mi hombro—. ¿Qué es lo que pasa, Gordon?
¿Qué es lo que pasa, Gordon?, repetí en mi mente. Ni yo mismo lo sabía.
—Sé que es difícil de entender para ti, Russell —reconocí sin una gota de cinismo—. Sé que desde tu punto de vista no tiene el menor sentido, pero... —Mis manos recorrieron mi cabello, despeinándolo—. Si tan solo pudieras ver las cosas como yo las veo. Si tan solo cualquier persona pudiera ver las cosas de la misma forma. Nadie entiende cómo esto hace sentir a alguien de mi naturaleza.
—Por supuesto que lo entiendo —alegó—. Tú y yo no tenemos nada en común, e incluso diferimos en aspectos que a mi modo de ver son principios básicos, pero he conocido a un montón de hombres como tú y puedo entender exactamente lo mal que te sientes.
—¿Ah, sí? —Me incorporé.
—Así es. Mi padre solía ser pastor en una iglesia evangélica del vecindario donde crecí, y siempre estaba buscando ayudar a la comunidad. Su congregación confiaba mucho en él y acostumbraban a contarle sus problemas. ¿Sabes cuántos hombres similares a ti se le acercaban? Parecían producidos en serie.
»Estás convencido de que eres el dueño de Maureen; no te molestes en negarlo. Crees que es necesario que respondas por ella, que tomes sus decisiones y que pelees sus batallas. Eso es tan poco saludable como el americano promedio que obliga a su mujer a encargarse de todo y que no la deja hablar de política, economía o cualquier cuestión importante. Te sientes terrible porque Maureen está pasando por un momento de duda y eso te hace pensar que no la cuidaste lo suficiente, que era tu responsabilidad evitarlo.
—Pero, en cierto modo, era mi responsabilidad evitarlo —discrepé—. Si hubiese sido capaz de darle a Maureen todo lo que quería, nunca habría deseado nada de esto.
—Pues, según mi perspectiva, la salvaste de una vida mediocre sin aspiraciones ni futuro —remató, abandonando el asiento y mirando su reloj de pulsera—. Es tarde y debería irme.
Asentí. Acto seguido, me puse en pie, estreché su mano y le di las gracias.
—Recuerda que, decida lo que decida Maureen, tu única obligación es respetarla —me aconsejó—. Iré a buscar un taxi.
—Por cierto —dije antes de que desapareciera de mi vista—, tú también serías un gran pastor.
Entonces hizo esta extraña mueca, con una media sonrisa y una risita incrédula, que derretía a su público femenino y que yo nunca había visto fuera del útero helado de la ficción.
—Usted no me conoce en lo absoluto, ¿estoy en lo cierto? —bromeó, haciendo referencia a, por lo que me enteré después, la frase célebre de uno de sus personajes.
Dicho esto, entró en la casa.
Yo opté por permanecer en el jardín un rato más. No hubiera soportado regresar a la cocina y encontrarme frente a frente con las memorias de lo ocurrido. Prefería rescatar el discurso de Russell, quizás lo único rescatable de la velada.
Encendí otro cigarrillo y, mientras lo fumaba, me pregunté si en verdad era posible una vida en la que no me sintiera responsable por Maureen.
-o-o-o-
Cerca de las dos de la madrugada, J. Martin Costner se acercó a disculparse por tener que irse. Se había comprometido a almorzar con su familia política al día siguiente y ya debía haberse acostado.
—Dile a Maurie que se comunique conmigo por sí o por no —imploró, sosteniendo mi mano en medio de un saludo protocolar.
—Se lo diré, aunque la respuesta está bastante clara.
Solo después de que el coche de los Costner se hubiera alejado de mi casa me atreví a entrar y dejarme caer en el sofá. Maureen debía llevar dos horas hablando por teléfono y, más allá de la factura, no podía mitigar los nervios sobre lo que su amiga podría estarle recomendando. Cada consejo suyo añadía un clavo más a mi ataúd.
Ocasionalmente, huéspedes de todas formas, colores y niveles de alcohol en sangre acudían a mi encuentro, divulgando que había llegado la hora de despedirse. Yo les decía que lamentaba no poder conseguirles un taxi, que la línea estaba ocupada y que podían subir a buscar sus abrigos.
Tal vez era una tontería darles una tarea tan simple a un montón de borrachos. El caso era que no estaba listo para visitar el piso de arriba. La segunda planta de mi hogar se había convertido en el símbolo de una maldad que me acechaba hacía un buen tiempo.
Sin embargo, en cuanto tuve que admitir que mi esposa no iba a bajar pronto y la curiosidad empezó a carcomerme, no logré resistir la tentación de espiar. Me sentí observado por el fantasma de un decepcionadísimo Russell Weatherby, respaldado por la encimera de la cocina y negando con la cabeza desde la penumbra, cuando mis dedos aprisionaron el receptor del teléfono, arrancándolo de su base, y lo llevaron hasta mi oído con tanta fuerza que me golpeó el rostro.
Reprimí un quejido tapándome la boca tan rápido como pude. Lo que estaba haciendo era imperdonable. Era, al pie de la letra, lo que Russell me advirtió que no debía hacer: tomar control sobre Maureen. Pero ahora había entendido que mis acciones no giraban alrededor de ella. Todo se trataba de un bien mayor, de una reivindación a cada matrimonio al que las falsas expectativas sobre Hollywood sepultaron. Los Shipman iban a derrotarlo. Gordon Shipman iba a pelear hasta verlo caer.
Guardé silencio y esperé. No se oía nada. No había ningún sonido más que el tono de marcar, constante y sin vida. La plática no había durado dos horas.
Una docena de polillas inquietas y confundidas comenzó a revolotear dentro de mi pecho, lastimándome con los azotes de sus alas. El auricular se me resbaló de la mano y se estrelló contra el suelo, mas eso no me importó. El espantoso presentimiento del episodio de la pintura había vuelto y lo único en lo que conseguía enfocarme era en qué podía haber destrozado Maureen ahora. Quizás se había hecho daño a sí misma.
—¡Maureen! —grité, galopando a través de la sala y, una vez más, a punto de rodar por la escalera.
Al chocarme con la puerta del dormitorio, la empujé con todo mi peso y medio caí dentro del cuarto. El pánico me hizo recuperar el equilibro al instante y de inmediato me encontré mirando los alrededores, analizando cada punto de la alcoba, buscando señales. Para mi alivio y preocupación, todo estaba en su lugar.
Incluso ella estaba donde correspondía. No podía ver su cara, pero un suspiro atronador se escurrió entre mis labios cuando noté la figura de Maureen, semi de espaldas, sentada frente a su tocador. Se había puesto el camisón y el salto de cama, y parecía más un espejismo vestido de rosa pálido que una persona real. Entonces me percaté del perfume limpio que flotaba en el aire y el ligero vapor que se asomaba desde la puerta del baño. ¿Se había dado una ducha?
Tomé asiento a los pies de la cama y la contemplé desde atrás. Gracias al ángulo y el enorme espejo, alcancé a divisar su expresión ausente. Estaba tan concentrada en cepillarse el cabello que dudé que supiera que estaba allí.
—Maureen...
Me ignoró. Últimamente siempre me ignoraba.
Ansiosos por encontrar una forma de llamarle la atención, mis ojos viajaron hacia el teléfono.
—Hablaste con Debra —dije.
Esta vez asintió, pero no dejó de lado su misión de arreglarse el pelo.
—¿Qué opina?
La mirada de Maureen se cruzó con la mía a través de nuestro reflejo, penetrándola.
—Sabes lo que opina —acusó tranquilamente, prosiguiendo con el cepillado.
No tenía idea de cómo continuar. Aunque parecía que estábamos iniciando una discusión, ella no daba indicios de perder los estribos.
—Oh, pues... ¿qué opinas tú?
Maureen colocó el cepillo sobre la mesa del tocador y se apartó el flequillo de la frente, al tiempo que resoplaba con tristeza. Se estaba rindiendo, iba a abrirse. Hizo girar su asiento y, por primera vez desde la escena de la cocina, nos miramos directamente. Sus esmeraldas enrojecidas confesaban una angustia indecible.
—Quiero hacerlo —admitió con voz débil.
Por un segundo olvidé de qué estábamos hablando.
—¿A qué te refieres?
—Quiero hacer esta película. No me importa de qué se trate, solo quiero hacerla. Quiero... quiero volver al cine.
La pesada bota del miedo cayó sobre mi espalda con toda su potencia. Habíamos cruzado tantos infiernos arrastrando esta carga, cooperando para llevar una cruz que en realidad solo me pertenecía a mí, viendo siempre el paraíso reposando sobre el horizonte e incapaces de acelerar el paso. Habíamos peleado con tanta fuerza. Nuestro sueño estaba a la vuelta de la esquina, llorando en una cama metálica porque sus padres murieron en un accidente o atrapado en una cuna sin un pecho del que succionar el néctar del cariño incondicional, y Maureen era el villano que sostenía nuestra propia correa. Era ella quien no quería que lo alcanzáramos.
Ahora ese sueño volaba lejos de mis brazos y ambos teníamos claro que jamás lo recuperaríamos. Se iba, llevándose nuestra juventud y, por qué no, el amor que alguna vez nos profesamos. Durante una fracción de un microsegundo, yo dejé de amarla.
Fue la sensación más horrible. De un momento a otro, ya no estaba enamorado de ella y solo la veía como una transición a la paternidad, como una materialización de cada manual de la esposa perfecta que se hubiera escrito. «Muñeca»; así la había llamado desde que éramos dos noviecitos de preparatoria. El apodo, nacido como algo tierno, adquiría una connotación pavorosa. Eso era ella para mí; una muñeca, un juguete, un objeto. Quería vestirla, alimentarla y llevarla a todas partes. Quería venderle un producto que no existía.
Hubiese sido una epifanía espeluznante en aquella situación, pero tampoco me siento afortunado de haberlo pasado por alto y provocar que la charla tomara el curso que acabó por tomar.
—No lo estás pensando bien —dije yo.
—He tenido muchísimo tiempo para pensarlo —dijo ella.
—Te hicieron esa propuesta hace dos horas —dije un poco más alto.
—Pero quiero hacerlo —dijo ella, bastante más alto.
—¿Cómo puedes decir que quieres esto? —estallé—. No tienes idea de lo que quieres, Maureen. Y lamento si crees que esto es decirte cómo pensar, pero es cierto. ¿Te parece que no será lo suficientemente molesto tener al país entero reconociéndote por Esclavos de la vergüenza? ¿Quieres agregar más a la fórmula? Estás siendo irracional. Si continúas con esto, la gente pensará que vas a hacerlo eternamente, y nunca fue nada definitivo.
Maureen suspiró y se puso de pie, manteniendo el salto de cama cerrado con las manos cruzadas sobre su pecho. Otra vez me daba la espalda.
—Quizás quiero que sea algo definitivo —comentó por lo bajo.
—¿Qué? —Me levanté de la cama, exasperado—. ¿Cómo que quieres que sea definitivo? ¿Qué cosa quieres que sea definitiva?
—El asunto del cine.
—Dios mío... —mascullé.
—Esta no es la única película que Martin ha sugerido. Antes de que entraras a la cocina, también mencionó otros proyectos.
—¿Otros proyectos?
—Sí. Uno sobre el Viejo Oeste y otro sobre una pareja de aventureros que se pierden en la jungla. Ambos son muy interesantes y los estoy considerando también.
—Oh, ¿y cuándo planeabas decírmelo?
—Me hicieron esta propuesta hace dos horas.
—¿Y eso es lo que quieres? Maureen, escúchate por un momento. ¿En verdad quieres ser una actriz de Hollywood? ¿Es eso lo que soñabas para tu vida?
Debí haber movido o incluso roto algo en su interior. Cuando se volvió hacia mí, su máscara de pestañas se había corrido y ennegrecido gran parte de sus mejillas.
—Tú no lo entiendes, Gordon —lloriqueó—. Tú no sabes lo que es sentirse atrapada, sofocada...
—¡Así es cómo me siento en cada momento que paso contigo! —chillé sin pensar.
Ni siquiera lo que le hice años más tarde podría superar la crueldad de aquellas palabras. Aún creo que la Maureen a quien yo conocía murió al final de esa frase. Después de pronunciarla, un ser resentido y malintencionado tomó su lugar, y ya no hubo día feliz que pudiera opacar a nuestro peor día antes de ese punto de quiebre.
—No quise decir eso. —Intenté suavizar el golpe—. ¿Por qué siempre tengo que ser el villano? Por amor de Dios, lo siento, sabes que no fue mi intención. Yo solo... Maureen, los meses que pasamos separados durante el rodaje fueron una tortura. ¿En serio vas a abandonarme de nuevo?
—No tengo deseos de abandonarte —contestó, lastimada—. Debe haber una solución. De hecho, estoy pensando que vengas conmigo...
—¿Ir contigo?
—Con lo que me pagaron por Esclavos de la vergüenza y lo que me pagarán por estos trabajos si llegan a concretarse, podríamos costear un bonito lugar. Además, estoy segura de que Debra querrá ayudarnos, y también, alquilando la casa...
—¿Alquilar nuestra casa? ¿Dejar que unos extraños vivan aquí mientras jugamos a ser famosos? ¿Has perdido la cabeza?
—Es una opción, Gordon, y no deberíamos descartarla.
—¿Y qué me dices de mi trabajo? ¿Debería tirarlo por el retrete?
—El sueldo por protagonizar una película con Russell Weatherby es suficiente para...
—No. No quiero escuchar más. Tú eres mi esposa y no vas a mantenerme.
Maureen rodó los ojos.
—No tengo por qué mantenerte, Gordon. Puedes conseguir un nuevo empleo allá. Tú odias trabajar en la farmacia, siempre lo has dicho. Podrías dedicarte a pintar y vender tus cuadros allí. Los comprarán. Tus sueños se cumplirían también.
Era un ofrecimiento atractivo y poco convincente. Me seducía el concepto de poder vivir del arte pero, simultáneamente, me constaba que no tenía el talento para eso. En adición, las condiciones de tener que alquilar la casa y a Maureen no eran negociables. Nada de eso era negociable, y era hora de recordárselo.
—¿Y qué pasa con la adopción? —musité. Sus cejas se levantaron con miedo y asombro ni bien lo dije—. Nadie trae a un niño al mundo para esto. La exposición, la prensa, ver a su madre en el cine besando a alguien que no es su padre. Ninguno de los dos tendría tiempo para él. ¿Cómo podríamos sacar a una criatura de un orfanatorio para arrastrarlo a esta clase de vida por mero egoísmo? ¿Estarías dispuesta a que un hijo nuestro pasara por algo así?
Maureen se envolvió con sus brazos y miró hacia otro sitio, mordiéndose el labio. Los ojos se le humedecían más a cada segundo.
—De todos modos no sería un hijo nuestro...
Lo dijo tan para sí misma que debió pensar que no la oí. Debió pensar que podría llevarse esa idea a la tumba y mantener la burbuja en la que me tenía encerrado, jamás enfrentando ninguna consecuencia. Desearía no haber escuchado.
—Por favor, sé honesta, ¿esa mujer tenía razón?
Ella me observó.
—La señorita Murphy —recordé con un nudo en la garganta—. La bruja del orfanato. ¿Tenía razón? Tú... ¿te avergüenzas de adoptar? ¿Crees que es indigno?
No dijo nada. Sus manos frotaban sus brazos como si se estuviera muriendo de frío y el contacto visual era exigirle demasiado.
—Maureen... —insistí—. ¿Es cierto?
Seguía sin responder y me dolía la existencia. Me dolía haberla defraudado y me dolía no ser capaz de pedir disculpas. Me sentía traicionado por ella y por mí mismo, por lo que no habíamos podido darnos.
—¿Alguna vez tuviste intención de adoptar... o solo tratabas de complacerme?
—¡La tenía al comienzo! —gimoteó, la cara deformada por el llanto—. Realmente pensé que podía, pero...
—¿Pero qué?
—¡No lo sé! ¿Tienes alguna noción de lo que es pasar por esto para una mujer? No se trata de ir a comprar una mascota y ponerle nombre. Un hijo debería ser mucho más que eso.
—¡Un hijo es mucho más que eso! Incluso si es adoptado, es mucho más que eso.
Nunca imaginé que tendría que hablarle así a Maureen. Llegué a creer que me estaba transformando en un monstruo cuando ella, en un tono mucho más tranquilo e inquietante, se puso a hablar en una lengua que yo no podía traducir y que, simultáneamente, había nacido practicando.
—Todo lo que quería era sentir sus pataditas dentro de mi vientre, escuchar al doctor exclamar «¡es un niño!», alimentarlo, que la gente dijera «se parece a su padre» o «tiene tus ojos.» Lo que todas las mujeres tienen. Lo veo cada día, en todas partes. No puedo ir al supermercado sin ver algo que me lo recuerde. Y es lo único que siempre he anhelado. Pero nunca va a cumplirse, Gordon, porque la vida decidió ser así de injusta.
Se desplomó boca abajo sobre la cama. Con la nariz sumergida en la almohada y los quejidos llenando la habitación, Maureen descargó todo lo que sentía. Todo ese sufrimiento que había sido el subtexto de nuestra convivencia desde mucho antes de lo que me gustaría admitir.
—Perdóname por no ser lo que esperabas —me disculpé, sentándome en el espacio que se formaba entre su cuerpo y el borde del colchón.
—¿Y a mí de qué me sirven tus disculpas? —gritó, fuera de sí, mirándome por encima del hombro—. Que te disculpes no va a cambiar nada. Yo nunca te pedí nada, tú lo ofreciste. Aquella noche, bajo el farol de nuestro primer beso, ¿te acuerdas? Prometiste que nunca me faltaría nada, que me lo darías todo. Y al final resultó que no eras diferente de todos esos chicos que me aseguraban el mundo para llevarme a un motel.
—Nunca fui como esos chicos y tú lo sabes, Maureen. Siempre fui sincero contigo y te di todo lo que deseaste. Querías una casa en los suburbios, una buena cocina, una lavadora y un marido trabajador y cariñoso. Mira a tu alrededor. ¡Tienes absolutamente todo, menos una cosa! ¿Vas a castigarme por lo único que no puedo dar e ignorar todo lo que sí te di?
Maureen se acomodó, de modo que ahora estaba sentada, abrazando sus piernas.
—Pero tú nunca fuiste sincero —continuó—. Nunca. Porque cuando caminas hacia el altar con una chica, estás comprometiéndote a mucho más que usar un anillo. Te comprometes a hacerla feliz, a cumplir sus sueños, y no eres capaz de sobrellevar esa responsabilidad.
—¿Entonces no debería tener derecho a casarme por ser estéril? —vociferé, bajando de la cama—. ¿Qué clase de estupidez es esta? ¿Tengo que arrodillarme y suplicarte perdón por haber tenido un accidente, por haber fracasado como hombre? ¡Solo dímelo y lo haré! Dime qué es lo que tengo que hacer para que volvamos a ser los de antes, para recuperar a mi esposa, y lo haré. Sea lo que sea. Es una promesa. Es...
Me detuve porque mi corazón me lo ordenó. No hablo de una metáfora absurda; literalmente sentía un malestar tan físico que, como ya era costumbre en mí, pensé que iba a sufrir un ataque cardíaco. Maureen apoyó la cabeza en sus rodillas y me contempló, aguardando a que terminase. Luego pareció darse cuenta de que ya no podía proseguir, así que sus ojos vidriosos siguieron posados en los míos, como implorando. Era un gesto tan suyo, tan característico de las personas que solíamos ser... El mensaje era claro.
—Muñeca —resoplé, acomodándome a su lado y tocándole el hombro—, si esto te hace feliz, si esto te hace olvidar un poco del daño que te causo... no voy a detenerte. Estaré contigo.
—¿En serio? —preguntó, una sonrisa tímida escapándose de su tristeza.
Me costó asentir. Hasta creo que mi cuello se quejó cuando lo hice. Pero estaba dispuesto a tolerar cualquier cambio que me ayudase a recobrar a mi esposa.
El resto de la noche estuvo colmada de lágrimas, besos y palabras de arrepentimiento visceral. Volvimos a hacer el amor porque no se nos ocurría hacer nada más. Era el único momento en que estábamos en paz con nosotros mismos.
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Las llamadas, las reuniones y el papeleo estuvieron listos tan rápido que apenas tuve tiempo de parpadear. El dos de enero del sesenta y uno, nos pusimos en contacto con Jack Barbet para concertar una cita con Martin Costner y negociar el nuevo trabajo de Maureen.
Antes de eso, mi mujer se había mostrado nerviosa y arrepentida. El primer día del año se lo pasó acurrucada sobre mi regazo en el sillón de siempre, abrazándome y dándome las gracias por todo lo que había hecho. También lució uno de sus clásicos vestidos —a pesar del frío que hacía— y preparó una especie de banquete lleno de mis platos preferidos. Se lo agradecí insistentemente y respondió que era ella la que debía estar agradecida. Si bien sabía que era la verdad, le dije que no era cierto.
Luego de que hablamos con Costner, las cosas se movieron deprisa. El director nos recibió en su propia casa y, teniéndonos sentados en su majestuosa sala de estar, relató con asombrosa pasión la emotiva historia que había creado.
—Es algo controversial —nos advirtió al principio—, pero confío en que me darán carta blanca después de todo lo que he hecho por esos parásitos. Elizabeth Milton, nuestra protagonista, es una mujer bella y sensible, atrapada en un matrimonio que le impide florecer. Su marido, el terrible Rick Milton, es un empresario desalmado, con potenciales tendencias violentas, que pretende tenerla bajo control a ella y a su hija: Rebecca.
Maureen parecía fascinada por la trama, pero yo, en lo personal, tenía una crisis de pánico interna cada vez que se usaba la palabra «marido.»
—Rick Milton quiere convertir a su niña en la señorita ideal y, como es una persona pudiente, decide contratar a un profesor de piano para ella. ¡Aquí entras tú, Russell! —Señaló al aludido, que también estaba presente, aunque no muy participativo—. Anthony Rogers es un excelente músico. Uno de los mejores del país, podría decirse, pero sus limitaciones económicas no permiten que el mundo descubra su talento. Cuando conoce a la madre de su estudiante, se queda prendado de ella inmediatamente, y al escucharla cantar en voz baja mientras arregla su jardín, se da cuenta de que, junto a Elizabeth, podría tener el éxito que ha estado esperando toda su vida.
En el sillón más cercano a nosotros, el representante de Maureen aplaudía eufóricamente.
—¡Sensacional, sublime! —De haber tenido un sombrero en ese momento, se lo habría quitado.
La visita acabó por transformarse en una lluvia de ideas entre Costner y Barbet, que se interrumpían a cada rato para celebrar las ideas del otro y nos miraban como si no tuviéramos derecho a no estar saltando de nuestros asientos por la emoción.
El concepto fue establecido. Elizabeth y Anthony iban a enamorarse. A nadie le importó la cantidad de veces que Rick expresó su descontento de todas las maneras posibles —«no es una decisión muy acertada», «ya está muy visto», «el estudio no va a permitirlo»—. Sus críticas fueron silenciadas hasta que se cansó de intervenir y, para la llegada de la primavera, había un contrato firmado y dos boletos de autobús de regreso a Hollywood.
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Alquilar la casa fue lo más difícil. Apenas se confirmó el viaje, Maureen comenzó a buscar apartamentos agradables cerca del mundo cinematográfico y se hizo con el contacto de una agencia de limpieza destinada a dejar nuestra vida compartida como nueva.
Durante una semana infernal, eran miles las mujeres de delantales blancos y rostros abatidos que entraban por la puerta principal con bolsas de basura vacías y salían con las mismas bolsas llenas. Hacían toda clase de preguntas acerca de dónde guardábamos los detergentes y trapeadores, se dirigían a nosotros como «monsieur» y «madame», y yo me veía tentado a echarlas por cualquier estupidez.
Se fueron después de dejar todo reluciente y el cuarto maldito de un color tan puro como sus uniformes. Habían subido una cama de hierro del sótano y colocaron algunas decoraciones impersonales que lo hacían lucir como una habitación de hospital. Tendría que servir.
El mes subsecuente no fue mejor. Algo en mí siempre me había advertido que no podríamos vivir allí eternamente, pero nunca pensé que mis últimos días en ese sitio encantado serían como acampar en un museo. No podíamos tocar nada, ya que la más mínima alteración de lo que nuestro agente inmobiliario había tasado podría afectar el valor de la propiedad y arruinar el proyecto.
Maureen y yo estábamos obligados a desayunar y merendar en bares anónimos y a almorzar y cenar en restaurantes extraños, para no ensuciar la cocina. A la hora de dormir, nos metíamos en la cama como si intentáramos desactivar una bomba, pues había que levantarse temprano y dejarla meticulosamente tendida a una gran velocidad.
A pesar de que la empresa de bienes raíces recomendó que no estuviéramos presentes al llegar los interesados, optamos por participar de las muestras, lo cual fue un error colosal. Cada día libre que yo podía tomarme del trabajo, me quedaba a presenciar el desfile de parejas recién casadas o matrimonios y sus hijos, que esperaban encontrar en nuestra humilde morada su propia versión de lo que sus padres habían soñado para ellos.
Sin embargo, ninguno quería cerrar el trato. El agente, Maureen y yo los acompañábamos en el recorrido y seguíamos cada consejo al pie de la letra: resaltar las virtudes de la casa, contribuir a que se visualizaran viviendo en ella y un larguísimo etcétera. Y de veras parecían entusiasmados pero, al final de la cita, se disculpaban confesando que no era lo que buscaban y se iban.
Estábamos desesperados. La fecha se nos venía encima y sabíamos que era demasiado arriesgado entregarnos al impulso de abandonar la farmacia e irnos sin haber alquilado nuestro único cable a tierra. No había motivos para que alguien no quisiera mudarse a aquel precioso edificio. Estaba en perfecto estado y tenía esa aura de nido de amor de la que toda casa suburbana debía jactarse en la época.
Una noche, Maureen comprendió que era el momento de explicarme el porqué del fracaso.
—Gordie —dijo con suavidad—, el señor Anderson cree que... ¿podrías estar espantando a los potenciales inquilinos?
—¿Espantándolos? —cuestioné mientras me arropaba.
—Uh... sí, eso es lo que él cree.
—¿Y qué lo hace pensar eso?
Maureen me miró como si acabara de hacer un chiste de mal gusto.
—En estas últimas visitas todo lo que has hecho ha sido mencionar una y otra vez las cosas negativas de la casa —señaló, cruzando los brazos—. ¿O se te olvidaron los Meek? Cuando la señora Meek estaba diciendo que el sótano era ideal para guardar sus telas, mencionaste al pasar que era demasiado húmedo, pero podía arreglarse. ¿Y los Jefferson? Él no paraba de alabar el dormitorio principal y tú comentaste que era un poco frío en invierno, pero un oasis en verano. ¿Debo continuar?
Nunca me hubiese creído si hubiera dicho que no era mi intención asustar a la clientela. En verdad era una actitud accidental, inconsciente. Aquellas personas venían porque esperaban mucho de un lugar que significaba algo para mí, y sentía que no iban a disfrutarlo ni a escribir su historia en él si no estaban al tanto de sus contras tanto como de sus pros.
—El sótano es absolutamente húmedo —me defendí—. Y por supuesto que hace frío aquí. Estamos cerca de la primavera y todavía me estoy helando.
—Pues ellos no tienen por qué saberlo todo.
Mis oídos debían estar jugándome una broma. ¿Maureen me había pedido que fuera deshonesto?
—Solo ayúdame un poco, ¿sí? —suplicó más cariñosa, rodeándome el cuello con los brazos y besando mi mejilla—. De veras quiero salir de esto.
Me soltó, apagó la lámpara y se acomodó para dormir. En cuanto a mí, pasé la noche mirando el techo. Las frases como la que mi mujer acababa de pronunciar empezaban a sustituir a los «que descanses» y «dulces sueños» con más y más frecuencia, y sabía que eso era mi culpa. No estaba esforzándome lo suficiente.
Decidí esa madrugada que iba a dar todo de mí con tal de que las expectativas de Maureen se cumplieran. Ya la había desilusionado y no planeaba hacerlo de nuevo. Por suerte, aparecieron el señor Sanford y su esposa, justo a tiempo para facilitarme el trabajo a un nivel insoportable.
Cuando Anderson nos describió a Ernest y Patti Sanford, no los hizo sonar como algo fuera de lo común. Dijo que él era contador y ella estaba embarazada. Tenían ya un hijo de nueve años llamado Brent que estaba hospitalizado por alguna razón y querían conseguir una casa cómoda cerca de la clínica sin tener que vender la suya. Así que rentar la nuestra les parecía la mejor opción y estarían ahí un jueves a las cuatro.
Llegaron diez minutos antes de la hora pactada. Abrí la puerta porque Maureen aún no estaba lista y Anderson estaba ocupado haciéndose un sándwich de pollo en la cocina. Me costó trabajo ajustar mis ojos a la luz del exterior, ya que era uno de esos extraños días de invierno en los que el sol brillaba y era difícil acostumbrarse. Al conseguirlo, me encontré cara a cara con Norteamérica.
Era imponente, como si aquel anuncio que me atormentaba, el protagonista de mi programa favorito y todas las historias sobre lo que un hombre debía ser que mi padre me contaba se hubieran fusionado. Su esposa estaba ahí también, con una expresión modesta y un pequeño bulto en su barriga, mas lo único que yo podía ver, lo único que me interesaba, era la salvaje madurez y realización de aquel sujeto.
Reunía todas las condiciones. La estatura que me ganaba por veinte centímetros, el cabello perfectamente acomodado mediante lo que presumía ser una tonelada de gel, el brazo posesivo alrededor de los delgados hombros de la muchacha. Una pipa colgaba de su amena sonrisa y tenía facciones tan angulosas y bien proporcionadas que hasta el propio Rock Hudson habría sentido envidia de él. En resumidas cuentas, no entendía por qué un tipo así estaría pensando en alquilar mi casa y no comprando una mansión en Beverly Hills.
Su gesto afable se amplió al verme y sus cejas se levantaron un poco, apenas. Todo en él era sutil.
—Mucho gusto —dijo con su voz de tenor, liberando a la señora Sanford para poder retirar la pipa de su boca y darme un seguro apretón de manos—, mi nombre es Ernie Sanford y ella es mi esposa, Patti. Teníamos una cita para ver la casa. Usted debe ser el señor Anderson, ¿no es así?
Balbuceé por un momento antes de responder.
—Oh, no, el señor Anderson está preparándose un sándwich —expliqué, y de inmediato me sentí estúpido por haberlo hecho—. Yo soy Gordon Shipman, el dueño de la casa.
Los invité a entrar y me dispuse a mostrarles nuestra sala de estar, resaltando las virtudes. Ernie —como me exigió que lo llamara— apoyaba la mano en la espalda de su mujer como si temiera que se extraviara, aunque no duró mucho así, pues cada cierto tiempo captaba algo que le llamaba la atención y hacía que toda la visita girara alrededor de eso. El sorprendente poder de un verdadero caballero.
—¿Béisbol? —preguntó, acercándose a la chimenea para admirar el trofeo.
—Sí, solía jugar, pero sufrí una lesión a los doce años y lo dejé.
El futuro ocupante pareció entristecerse también, y yo me sentí mal por haber traído aquello a cuento.
—Es una pena, Gordon —se compadeció de mí, otorgándome una palmadita en el hombro. No era uno de esos manotazos que Lonnie acostumbraba a dar; era una genuina demostración de empatía—. Yo jugué al fútbol en preparatoria. —Cambió el tono de la conversación, sonriendo.
—Mariscal de campo, ¿me equivoco?
Fue una tontería asumirlo. Simplemente me parecía que Ernie Sanford era fuerte y decidido y podía imaginármelo siendo el mariscal de campo y el más popular de la clase.
—Te equivocas —replicó, desenfadado—. Receptor.
Luego de unos instantes Maureen y Anderson se nos unieron. Ella enseguida hizo buenas migas con Patti, quien no tardó mucho en proponer que le mostrase la cocina.
—Mujeres, ¿eh? —se rio Ernie, no sin propinarme un codazo suave para respaldar la broma.
Pensé en lo desencantado que estaría Russell si hubiera festejado ese comentario, así que no imité su humor. No obstante, aquella familia seguía agradándome y con cada habitación que les mostraba y que ellos alababan de suelo a techo, me convencía más de que eran lo que mi casa necesitaba para alcanzar su máximo potencial. Eran los elegidos y ya no me cabía ninguna duda.
Insistieron en firmar el contrato cuando antes, rechazando cualquier plazo de espera para analizarlo, y dejamos nuestro antiguo hogar con la promesa de volver para alguna que otra cena cuando los Sanford quisieran invitarnos. Abandoné también mi trabajo con una sensación de victoria ante mi antiguo compañero y el desagradable señor Richards, jurándome a mí mismo que jamás me rebajaría así otra vez.
A pesar de que nuestro nuevo apartamento era pequeño, moderno y poco tradicional, logré sentirme cómodo en él casi de inmediato. Maureen estaba radiante, tenía un nuevo amigo y, en esta ocasión, tanto la ciudad de las estrellas como yo no estábamos dispuestos a decepcionarnos. No podíamos decepcionarla a ella.
CONTINUARÁ...
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