Capítulo 18
Los Ángeles, 1960-1961.
La mañana después de que Maureen destruyera el mural, nuestra casa parecía embrujada. Yo había logrado dormir muy poco la noche anterior, dedicándome esencialmente a dar vueltas en la cama y reaccionar de forma abrupta cada vez que la rama de un árbol tocaba el ventanal, por lo que amanecí más cansado de lo que estaba cuando me acosté.
Sin embargo, sabía que tenía bastante trabajo que hacer y no iba a permitir que un episodio aislado me desmoralizara. Incorporándome sobre mis codos y mirando hacia el cuerpo inconsciente de Maureen, me dije a mí mismo que era el momento de recuperar el control sobre mi propia vida.
Aquello fue una señal inconfundible de que tenía que ponerme los pantalones y el nuevo día llegó con el anuncio de que era mi última oportunidad. Ella no estaba dejando de amarme, solo pasaba por una experiencia que le generaba dudas. Hollywood la tenía engatusada y Russell era la personificación de eso, de modo que lo único que debía hacer era ofrecerle un punto de referencia mil veces mejor. Así la tendría a mi lado de nuevo.
Deseoso de empezar a cambiar el destino, me levanté y comencé a arreglarme. No quería despertar falsas expectativas sobre nuestra futura vida cotidiana; sencillamente tenía que demostrarle lo buena que podía llegar a ser. Con esto en mente, me di una larga ducha y me coloqué la camisa más mundana, el suéter más suave y los pantalones más limpios. Esa era la idea que debía transmitir. «Sí, Maureen, este es el perfecto chico norteamericano con el que te casaste. ¿No te alegra haberlo hecho?»
Cuando me sentí listo, caminé a paso veloz hasta la habitación profanada y cerré la puerta con llave. Ninguno de los dos volvería a pisar su suelo estropeado. Y acto seguido bajé al recibidor, levanté la caja de herramientas desparramada sobre él y la arrojé, sin el menor cuidado, por la escalera del sótano. Era el segundo lugar de la casa que clausuraba en un periodo de diez minutos.
Al llegar a la sala, noté esa aura espectral que llevaba envolviendo a mi hogar durante un buen rato. Todo parecía tan normal y a la vez tan enfermizo. Era como si aquel sector no se hubiera enterado de lo ocurrido con su dueña, y ahora estuviera tratando de preguntarme con discreción a qué se debió el alboroto de ayer. Como resultado, parecía la sala de espera de un hospital del que ningún paciente salía vivo, donde los médicos mantenían sentadas a las familias que aguardaban por una buena noticia que jamás llegaría.
No iba a dejar que eso me deprimiera. Incapaz de tolerar el silencio absoluto mientras intentaba dominar el impulso de volver la vista hacia el estante de licores, me dirigí al radio y lo encendí.
La canción más sonada del año no contribuía precisamente a animarme, pero prefería someterme a la fantasía de que estaba en un lugar de verano antes que enfrentar la nefasta realidad.
Tras subir el volumen al máximo, me encaminé en dirección a la cocina y abrí el refrigerador. Salvo por un cartón de huevos con apenas dos unidades y un par de latas con alimentos de fecha de vencimiento desconocida, estaba vacío.
Tendría que ir de compras.
-o-o-o-
Lloyd Price cantaba su Never let me go cuando Maureen finalmente despertó y bajó a la sala. Llevaba esperándola ya una hora, con los croissants y el té enfriándose sobre la mesa y los éxitos del año tornándose más y más dolorosos a medida que las canciones avanzaban. Aun así, sabía cuánto le encantaba aquel intérprete y me sentí aliviado de que, con su voz sensible y melodiosa, musicalizara el instante en que Maureen descubriera lo mucho que la amaba.
Su silueta se dibujó en el medio del cuarto. Tenía el pelo revuelto de tanto dormir y su delicado puño rascaba uno de los ojos. Profundas bolsas colgaban de sus párpados inferiores y pensé que jamás había visto a mi chica así de agotada. Los síntomas de la resaca eran evidentes y me golpeaban de una manera brutal.
No me vio de inmediato, pero cuando lo hizo, su mano cayó, su expresión cayó, mis ansias subconscientes de reprenderla por lo sucedido cayeron. Estaba asustada. Sus dedos comenzaron a jugar compulsivamente con el anillo y toda su actitud corporal se transformó en la de un cachorrito preparado para ser azotado por su dueño psicópata.
Buscando disipar estos temores, sonreí tan cálido como pude.
—Buenos días, muñeca. Por favor, siéntate, preparé el desayuno.
Maureen frunció el ceño, impactada.
—¿Preparaste el desayuno?
Su voz se oía tan rasposa y afectada que sentí ganas de golpear algo. No obstante, me contuve.
—Desde luego. Supuse que estarías cansada.
—Oh, de acuerdo. Gracias, Gordie.
De un modo lento y prudente, se acercó al comedor y tomó asiento en la silla más próxima a mí. Le alcancé un croissant que aceptó luego de una corta vacilación. Se conducía igual que quien atraviesa un campo minado. Mordió el dulce y se sorprendió de no encontrar veneno.
—¿Está bueno? —pregunté.
Se sobresaltó antes de asentir con demasiada efusividad. Había un entusiasmo sospechoso en la manera en que devoraba la comida y le daba pequeños sorbos de pájaro a su té. Soltaba sutiles espasmos cada vez que me veía hacer un movimiento.
A lo largo de diez minutos, comimos en un silencio desagradable, solo acompañados por las voces que provenían del otro lado de la habitación. Tan pronto como terminó, Maureen se dispuso a levantarse y yo sujeté su brazo, pidiéndole, suavemente, que regresara a su puesto. Ella obedeció, frotándose la frente.
—Cariño, ¿podrías apagar el radio? —me suplicó.
—¿Apagar el radio?
—Es que me duele mucho la cabeza. Por favor, querido, apágalo. Es todo lo que te pido.
Sonaba como si fuera a romper en llanto, así que fui rápido a la hora de ir hasta el aparato y girar la perilla. Volví a la mesa con pánico de que aprovechara la distracción para un nuevo intento de escape.
Más silencio. Maureen evitaba mirarme y yo no podía apartar la vista de ella. Había oído historias de mujeres que bebían de más; que al día siguiente se sentaban en camisón, despeinadas y llenas de ojeras y marcas de agotamiento. Nunca se me hubiera ocurrido que mi esposa, mi niña inmaculada, terminaría convirtiéndose en una más de esas anécdotas. En una más de esas mujeres.
—Gordon, yo... —trató de decir.
—No —la interrumpí—. No hace falta que...
—Pero siento que debo...
—No. No, muñeca, está bien. De verdad. No estoy enojado.
Su mirada se topó con la mía.
—¿No estás enojado?
—Ni siquiera un poco. —Forcé una pequeña risa.
—Pero hice una cosa espantosa. Gordon, era tu obra maestra. Estabas tan orgulloso de...
—Era solo una pintura. Nada más. —Apoyé una mano en su hombro—. Maureen, no puedo creer que pienses que voy a renunciar a una persona por un simple objeto inanimado. En especial si esa persona eres tú, que eres la mujer más maravillosa del mundo y a la que elegí para que me acompañe el resto de mi vida.
La última frase pareció descolocarla un poco, mas su asombro opacaba cualquier potencial desencantamiento.
—¿Y no te enfurece que haya bebido sin tu permiso?
Algo en las palabras «sin tu permiso» me chocó. Pese a ello, mantuve la compostura.
—Bueno, te confieso que no me fascina la idea de que bebas, pero entiendo que no fue tu intención causar ningún daño. Simplemente te dejaste llevar.
—Exacto —confirmó deprisa.
—¿Entonces por qué debería estar furioso? Mientras prometas que no se repetirá...
—Prometo que no se repetirá.
—En tal caso, estamos bien.
—Vaya, sí que me alegro.
Abandonó su silla de un salto, la gigante sonrisa estacionada en su rostro, y enfiló hacia la ventana.
—Hace un hermoso día —comentó—. Claro, el aire está un poco frío, pero supongo que eso es normal porque estamos en invierno. Será una buena ocasión para estrenar esa nueva chaqueta. Cielo, ¿hiciste las compras o solo te encargaste del desayuno?
—Maureen... —la llamé, sin moverme un milímetro.
—Aunque desde luego que no pienso molestarme si no compraste todo lo que necesitamos. Esa no es tu obligación, después de todo. Siempre me ha correspondido a mí, ¿no es cierto? Soy yo quien se encarga de...
—Maureen, sé que estás deprimida.
La frase la tomó por sorpresa y a mí también. Pude ver cómo su contorno se estremecía, recortado contra la luz del exterior. Mis deseos de consolarla eran casi irrefrenables, pero sabía que tenía que ser firme. Tras lo sucedido, no había otra opción aparte de hablar. No había forma de aplazar la conversación.
Me crucé de brazos y la observé darse vuelta, los ojos tres veces más grandes de lo que se creería naturalmente posible. Solo existían dos hipótesis: estaba impactada o esperaba que su expresión de pichón que se cayó de su nido me ablandase. Sin embargo, y a pesar de que imploraba por que fuese la primera opción, la actitud que tomó cuando vio que la mía no cambiaba delató que me equivoqué.
—Dijiste que no estabas enojado —reprochó, la voz quebrándose mientras ella imitaba mi postura.
—No estoy enojado, muñeca. —Me quité las gafas y comencé a limpiarlas con una servilleta, por el simple hecho de encontrar algo que hacer con las manos—. Pero sé que tú estás deprimida.
—Gordon, por favor —rio con cinismo—. No estoy deprimida, cariño, de verdad. ¿Por qué piensas eso?
—¿Lo que pasó anoche no te parece prueba suficiente? —acusé, volviendo a colocarme los anteojos.
—¡Creí que no teníamos que hablar de eso!
Se cubrió la boca con ambas manos cuando tomó conciencia del tono en que había dicho esa oración. Me había gritado y estaba asombrada de que yo no la estuviese arrastrando por el cabello a través de toda la casa. Estaba asombrada de que no fuese un hombre violento.
Maureen me miraba como preguntando «¿quién eres?» y «¿quién soy?» Jadeos incontrolables brotaban de sus labios y sus desenfocados ojos de resaca contemplaban sus manos, transformadas en garras monstruosas. Frustrada, cerró los párpados y los puños con tanta fuerza que pudo hacerse daño, y le propinó una rabiosa patada a la lámpara de pie junto a mi sillón, haciéndola tastabillar.
—¡Ya te pedí perdón, maldita sea!
Me levanté por instinto, listo para salir corriendo y detener la caída de la lámpara, que recobró su estado original sin que se produjera ningún accidente al cabo de unos instantes de balanceo. Mi esposa brincó y se puso en guardia como si hubiera creído que mi intención era atacarla a ella.
—¡¿Qué quieres que haga, Gordon?! —exclamó. Su cuerpo se había doblado y sus dedos se enredaban en la base de su cabello—. Dime exactamente qué es lo que quieres que haga y lo haré. No puedo volver el tiempo atrás, no puedo cambiar lo que...
—Todo lo que quiero es que hables conmigo —contesté—. Maureen, es lo único que siempre he querido. Antes podíamos hablar, pero ahora... Es que no entiendo qué te ocurre. Actúas como si me odiaras.
Debí haber lanzado un hechizo que congeló el tiempo. Durante unos segundos que se eternizaron hasta volverme loco, Maureen detuvo cualquier espectáculo de pérdida de cordura y se quedó parada allí, despertándose de una hipnosis que había amenazado con destruirla. Entonces, cuando estaba a punto de preguntarle de nuevo qué sucedía, giró toda su presencia hacia mí. Se acercó tanto que nuestros alientos chocaban.
—Gordon... —murmuró—. Yo... yo no te odio. —Tomó mi rostro entre sus manos—. Tontito. ¿Cómo podría odiarte? Jamás podría odiarte. Jamás.
Depositó un beso en la punta de mi nariz y sentí que me elevaba.
—¿Y qué pasa, entonces? —insistí, atenuado—. ¿Qué pasa, mi amor? ¿Cómo puedo ayudarte?
Maureen bajó la vista y soltó mi cara. Anticipando una confesión, la tomé de la mano y la guíe hacia el sofá, donde ambos nos sentamos. Puse mi brazo alrededor de sus hombros y ella se recargó contra mí.
—Extraño a mis amigos —admitió.
Ladeé la cabeza, a lo que mi mujer se enderezó un poco para mirarme.
—Sé que ellos no te agradan mucho —continuó—, pero son mis amigos y los quiero. La pasaba bien con ellos. Me sentía un poco más lejos de... Bueno, de esto.
—¿Qué...? —Tosí—. ¿Qué es esto... preciosa?
—No lo sé, pero... me siento muy bien cuando estoy con ellos. Desearía que hubiese una forma de...
—Volver el tiempo atrás —completé automáticamente.
Maureen se sobresaltó por mi demasiado afortunada selección de palabras.
—Así es —dijo.
Aquel era un momento decisivo de mi matrimonio. Parecía que los espíritus de mis antepasados —todas aquellas fotografías de hombres fuertes, magnates poderosos, con sus esposas bien controladas, que colgaban en los pasillos de la casa de mis padres— habían bajado del Cielo para tomar posesión de mí, susurrándome al oído los conjuros necesarios.
Gordon Shipman ya no era el niño al que un partido de béisbol le había arrebatado el futuro. Ahora era un adulto que sabía a la perfección lo que tenía que hacer. Podía recomponer a Maureen, solo tenía que darle lo que quisiera en muy pequeñas dosis.
—He pensado que podríamos hacer algo en Año Nuevo —comenté como al pasar.
Así me gané su interés y, cuando pudo hablar, una nota de emoción vibraba en sus cuerdas vocales.
—¿A qué te refieres?
—Hablo de una pequeña reunión. Nada demasiado ostentoso, sabes que no me gusta, pero pienso que una cena estaría bien.
—Oh, supongo que... que sí.
—Pero no quiero invitar a Lonnie y a su mujer, ni a ninguna de las parejas raras que conocemos. Pensé que tal vez... ¿Crees que a tus amigos de Hollywood les gustaría venir, o te daría mucha vergüenza que vieran la pocilga que compramos?
La alegría se apoderó de ella y la hizo salir disparada, rebotando contra los muebles y las paredes como una pelota arrojada con demasiada potencia. Empezó a balbucear entre risas, repasando a la gente que tenía que llamar y la comida que había que comprar y no pensarás que vamos a recibirlos en una casa tan sucia, Gordon.
—¡Cielos, hay tanto por hacer! ¿Es en serio, querido? ¿Realmente vamos a hacer esto? ¡Oh, vaya, pero si tenemos que comunicarnos con todos! ¿También Lynda, cariño? ¿Lynda puede venir?
—Pueden venir todos los que quieras —reí tranquilo.
—¿Y Martin? ¿Qué me dices de Harry y Endora? Te acuerdas de Endora, ¿no es así?
—¿Cómo olvidarla? —No tenía idea de quién diablos era Endora.
—¡Y Russell, desde luego! Russell también, ¿verdad?
El nombre asesinó a la maravillosa sensación que era ver cómo Maureen se recuperaba. Me aclaré la garganta y me levanté, antes de caminar, con la más absoluta paciencia, hacia mi cónyuge.
—Muñeca... ¿recuerdas algo de lo que pasó anoche?
Sorprendida, detuvo sus preparativos y pensó una respuesta.
—Pues... sí, sé que me levantaste y me bañaste y me arropaste. Fue algo muy dulce y te lo agradezco muchísimo, sobre todo considerando lo mal que me porté contigo y...
—No. No, me refiero a si recuerdas algo que hayas dicho. ¿Puede ser?
Se rascó el mentoncito encantador y negó con la cabeza.
—No, no lo creo... Tengo muchas lagunas respecto a eso. ¿Por qué? ¿Dije algo malo?
Me debatí entre traerlo a cuento o no, pero me di cuenta de que la vida me estaba dando una nueva oportunidad junto a la mujer que amaba y no iba a ponerla en peligro.
—Nada que yo sepa —mentí—. Descuida.
Maureen me obsequió una mirada extraña y, enseguida, la estupenda noticia de que una parte de su sueño se colaría en la cotidianeidad a la que estaba condenada pudo más que ella.
—¡Tengo que llamarlos a todos! —anunció, corriendo a la cocina—. Y... y pensar en una receta que realmente los sorprenda. ¿Qué opinas del pato a la naranja, Gordie? ¿O prefieres algo más clásico? ¿Pavo, quizás?
—Cazaré a todos los patos y pavos de California por ti, muñeca —me reí de nuevo, mientras tomaba un libro de uno de los estantes y me acomodaba en mi sillón.
Qué fácil es hacer magia cuando estás casado con un milagro.
-o-o-o-
El sábado treinta y uno de diciembre de 1960, aproximadamente a las siete de la tarde, los primeros coches se estacionaron frente a nuestra antigua casa. Yo estaba sentado en una de las sillas de la mesa, que se había alargado mediante una técnica de la que no tenía conocimiento, tratando de tolerar el suéter picoso que estaría molestándome toda la noche y luchando por no quedarme dormido.
En los días anteriores, Maureen no había parado un segundo. Desde que sugerí organizar una fiesta de Año Nuevo, una intensa vitalidad la inundó y su rutina consistía en un sinfín de actividades relacionadas con la preparación del evento.
Para comenzar, fue a la tienda de periódicos más cercana y compró todo un arsenal de revistas con recetas y consejos para decorar y ofrecer una velada inolvidable. Se internó en la cocina y ensayó todos los platos posibles, obligándome a probarlos para darle mi opinión. Yo estaba sinceramente feliz de ver que su talento para el arte culinario estaba regresando a nosotros.
Luego se puso manos a la obra con los adornos. Luces navideñas, arreglos florales y muchos de mis antiguos cuadros que hasta entonces habían permanecido ocultos en el sótano, eran solo algunas de las decisiones creativas que tomó. Sin ir más lejos, me suplicó que la ayudara a subir su antiguo piano que, si bien era pequeño, no dejaba de ser un instrumento bastante pesado.
—No es una verdadera sala de estar si no tiene un piano —argumentó.
Ahora, esperando a la llegada de nuestros invitados, no podía sino admirar el excelente trabajo que había hecho. La mesa estaba cubierta de artículos decorativos muy sofisticados, con nuestro mejor mantel y nuestra vajilla más reluciente. Incluso había un candelabro laminado en oro. Una oda al buen gusto que no iba a dejar ni a los más exigentes de Hollywood indiferentes.
El timbre sonó y Maureen gritó algo desde la cocina.
—Cariño, ¿te importa recibirlos tú? Estoy sacando el pavo del horno.
Sonaba tan ilusionada que no había forma de decirle que no. Resoplando, ansioso por terminar la que sería la noche más pesada de mi vida, me dirigí al recibidor y abrí la puerta. Ahí estaba, envuelta en un carísimo tapado de piel —para el que el clima de nuestra región nunca estaría preparado— y sujetando el brazo de un apuesto y cohibido caballero, la causa perdida de Debra Newman.
—Gordon, querido —dijo apenas mirándome, fingiendo que era la primera vez que venía a mi casa y tendiéndome la mano—, ¿cómo estás? Qué agradable sorpresa fue que me invitaras.
—Siempre es un placer tenerte por aquí —respondí prácticamente entre dientes—. Veo que trajiste un amigo.
—Oh, te refieres a...
—Angus Layton —completó su acompañante, olvidando toda timidez al estrechar mi mano con exagerada firmeza—. Es un placer.
—Sin duda alguna. —Mis dedos tardarían horas en recuperar la sensación.
Debra contempló al señor Layton, incapaz de camuflar cuánto la emocionaba estar con él. Había que reconocer su infinita esperanza.
—Muy bien, suficientes presentaciones —concluyó, quitándose el abrigo y dejándolo caer en mis brazos, que reaccionaron a gran velocidad para atraparlo—. Vamos, cariño —le ordenó con dulzura a su pareja.
Ambos entraron y, antes de que pudiese recuperarme del tambaleo que una prenda tan contundente provocaba en mi cuerpo mal desarrollado, descubrí que detrás venía la despampanante Lynda Carroll, con un sobretodo lo bastante parecido al anterior como para hacerme tragar saliva.
—Pero qué casa tan encantadora —exclamó con su voz sensual e hipócrita—. Buenas noches, Gordon —saludó fugazmente, arrojándome también su tapado mientras se adentraba en el recinto.
Detrás venían Harry Duncan y su bella aunque distante esposa, Clarissa.
—Mira, ángel, puedes dejar tu chaqueta por ahí —le informó, señalándome.
La mujer obedeció y ambos continuaron su camino, apenas acordándose de agradecerle al anfitrión.
Enseguida aparecieron J. Martin Costner y su señora; y la tal Endora —que resultó ser vestuarista—; y un tipo llamado Elliot; y media docena de personas más. Ninguno de ellos perdió el tiempo a la hora de elegirme como su perchero oficial. Pronto la casa estaba llena de gente y yo me sentía como el perdedor más grande del mundo. Me era difícil mantenerme en pie y ni siquiera me alcanzaban las manos para cerrar la puerta.
—Buenas noches —dijo una voz de repente.
Di un minúsculo salto y procedí a rezar por que no se hubiera dado cuenta. Conocía ese tono mundano e insensible.
—¿Estás ahí? —consultó, apoyando una mano sobre el montón de ropa y aplastándolo un poco, para ver la parte superior de mi cara.
El rostro imperturbable de Russell Weatherby flotó sobre mí. No me miraba con lástima ni con humor por la situación estúpida en la que estaba; solo era su expresión habitual. Esa coraza que había nacido con él y que lo acompañaba a donde iba. Me agradaba eso. Era reconfortante saber que no importaba lo que hiciera, porque nunca lo impresionaría y tampoco podría decepcionarlo.
Estaba frente a un hombre superior a mí en todos los aspectos, con las rodillas temblando de debilidad, y lo único que sentía era una infinita fe en él. La desilusión de que hubiese vuelto a caer en las garras de Lynda Carroll, la desconfianza que pudiese despertarme el comentario que mi esposa había hecho estando borracha... todo se diluía ante la soberana presencia del maldito dios griego.
—Adelante —suspiré resignado, al ver que su característico abrigo colgaba del ángulo de su brazo izquierdo—. Uno más...
Russell frunció el ceño y soltó una risa incrédula contenida, retrocediendo un poco. Entonces extendió sus manos hacia mí.
—Déjame ayudarte con eso. Dame un par.
Permití que sostuviera unas cinco gabardinas que, a pesar de hacer una diferencia, no eran suficientes para estabilizarme. Mi peso seguía bamboleándose cuando intentaba dar un paso. Russell rodó los ojos.
—Dámelas todas y lleva la mía.
Hicimos un cambio de cargamento y me asombró lo fácil que le era sujetarlo. Era increíble lo que un tipo de estatura respetable y fuerza promedio era capaz de soportar.
—¿Hacia dónde? —inquirió, examinando los alrededores en busca de un armario.
—A la habitación. Arriba.
Él se propuso liderar la marcha hacia las escaleras y yo lo seguí con pusilanimidad.
—Si es mucho... —empecé.
—Son muy livianas. No te preocupes. Guíame.
Así lo hice. Subimos y entramos en mi dormitorio, donde le pedí que colocara las prendas sobre la cama. Aunque dejé en claro que solo tenía que aventarlas hechas una bola y todo estaría bien, Russell se tomó la misión bastante a pecho y optó por depositar cada una delicadamente, tratando de doblarlas lo mejor que su falta de educación en tareas domésticas le permitía. Una vez que terminó, hice lo mismo con su gabán y lo invité a bajar y unirse a la fiesta.
—Lamento hacerte venir para trabajar —me disculpé mientras caminábamos.
—Salvaste una película —contestó—. Esto no es nada.
Sonreí para mis adentros, orgulloso de que aún lo recordase.
-o-o-o-
La cena transcurrió mejor de lo que esperaba. Maureen había cocinado toda clase de delicias, lucía su vestido más ostentoso y los cumplidos iban y venían sin piedad. Era como ver a una reina: sentada a la cabeza de la mesa, entre manjares perfumados y copas de cristal, rodeada por sus súbditos. Hacía demasiado tiempo que no la notaba así de radiante.
Debra presentó a su más reciente conquista. Angus Layton era un joven empresario, dueño de una pequeña tienda de colchones en uno de los distritos comerciales de Los Ángeles, y aspiraba a ampliar su negocio hasta alcanzar las estrellas. De hecho, hablaba como si ya tuviera en la bolsa al mayor imperio económico de la región, siendo ridículamente educado e intentando encajar en aquel grupo de gente exitosa.
Muchos pensábamos que era demasiado atractivo para fijarse en Debra, y Lynda Carroll no perdía oportunidad de hacerlo notar a través de su famoso don para escupir veneno.
—Debra, mi estimadísima, debes decirme dónde lo encontraste —reía elegantemente, y todos reíamos con ella, incluida Maureen, que hacía rato que solo se preocupaba por mantener su peinado en regla y agradecer los halagos que recibía.
El señor Layton estaba tan abochornado que daba pena, y Debra se enorgullecía de cada palabra que sus ídolos le obsequiaban, por ofensivas que fuesen en el fondo.
—Oh, fue una odisea dar con él —replicó, esmerándose en imitar las maneras de su no declarada oponente—. ¿Alguien recuerda a Harold? Era un abogado sumamente serio con el que salí hace un par de temporadas. Siempre estaba enfrascado en sus asuntos y yo me preguntaba qué hacía. Resulta que estaba metido en cuestiones de lo más reprochables y llevaba un buen tiempo escondiendo evidencia debajo de mi colchón. ¿Pueden creerlo?
Los atentos comensales contuvieron el aliento, alarmados por la revelación. A Debra no le avergonzaba pregonar que había mantenido relaciones carnales con un potencial estafador si eso le permitía otorgarle cierto dramatismo a sus anécdotas. Además, la cosa no había pasado a mayores. El tal Harold se quebró como una vara ante la menor acusación y salió de nuestras vidas para siempre. Ni siquiera coincidí con él y la principal damnificada tardó menos de un mes en reponerse de su traición.
—No se preocupen, todo salió bien al final —tranquilizó a la concurrencia—. Sin embargo, yo estaba absoluta y positivamente devastada, y mi colchón se había malogrado mucho. De modo que conduje a la tienda más cercana para reemplazarlo y... —Observó a su cita con una sonrisa tonta y lo tomó de la mano—. Ahí estaba él.
Muchos exhalaron un enternecido «ah...», exceptuando a quienes ya conocíamos la historia, a la propia Lynda y a Russell. Él estaba sentado del lado contrario de la mesa, a un par de puestos de mí, con lo cual ni siquiera estuvimos enfrentados. Aun así, se lo notaba concentrado en su plato y aislado de la conversación cuando esta no refería a nada vinculado con el cine. Llegué a pensar que debía estar aburridísimo.
Quise cerciorarme de que no mirase a Maureen en ningún momento y, para mi alivio y secreta indignación —mi hombría necesitaba motivos para criticarlo—, su vista rara vez se acercó a ella.
Fue después de que terminara la cena cuando las cosas realmente se desbarrancaron. Eran apenas las diez de la noche y siendo aquella una fiesta de Año Nuevo, los invitados planeaban quedarse hasta las doce campanadas. Como consecuencia —y a falta de mayores opciones para pasar el rato—, todos nos sentamos en la sala a pretender que nos caíamos bien.
Muy pocos rechazaron el licor. Maureen, por fortuna, fue una de ellos. Sabía que yo no se lo perdonaría si daba lugar a otra escena como la de la noche de los murales rotos, y necesitaba estar en sus cinco sentidos para ser la anfitriona perfecta. Su forma de amenizar el ambiente consistió en tocar el piano, topándose con que era igual de talentosa luego de años descuidando al instrumento, y pronto nos encontramos jugando a una absurda competencia de adivinar canciones.
—¡Over the rainbow! —gritó Debra, sentada en el brazo del sofá, tras pocos segundos de la conocida tonada.
—Muy bien, Deb —celebró mi esposa—. ¿Cómo va el marcador, Fred?
Fred —un extra vagamente guapo de Esclavos de la vergüenza—, revisando la libreta que se le había asignado con haragana indiferencia, contestó:
—Debra, veintitrés; todos los demás, cero.
Algunos soltaron un sarcástico y aburrido festejo y Debra se aplaudió a sí misma.
—De acuerdo, continuemos —dijo, ebria de poder.
Maureen no llegó a tocar tres acordes del próximo desafío antes de que su amiga lanzara la respuesta.
—¡Singin' in the rain!
—Muy bien, Deb —repitió la pianista—. ¿Marcador?
—Debra, veinticuatro; todos los demás, cero.
—¡Juguemos a otra cosa! —sugirió una muchacha llamada Vicky, brincando de su asiento en un gesto de optimismo teatral.
Pero su propuesta no fue bien acogida del todo y nos limitamos a permanecer echados en nuestras respectivas ubicaciones, como leones hambrientos en un día caluroso, demasiado agotados para cazar a la presa más lenta, mientras Maureen seguía interpretando melodías clásicas y cada universo individual se encerraba en su propia conversación.
Miré al reloj de péndulo instalado en un rincón, sin moverme, virando los ojos. Aunque se me daban mal los números romanos, podía decir que la manecilla pequeña estaba en el diez y la grande se acercaba lánguidamente al siete. Todavía era temprano y yo no veía la hora de que esa gente saliera de mi casa.
En un momento dado —apenas pasadas las once de la noche— la champaña y el whisky surtieron efecto y los invasores se sentían mucho más animados. Lo que inició con Frank Guiddons entonando alegres canciones folklóricas irlandesas —su bisabuelo provenía de la tierra de los duendes, según tengo entendido—, alcanzó su punto máximo cuando Debra y la mismísima Lynda Carroll terminaron interpretando —coreografía incluida— Two Little Girls from Little Rock, ganándose los aplausos de una multitud que estaba demasiado bebida para criticar a la primera o maravillarse del talento de la segunda.
De pronto, la velada se había transformado en un concurso de canto y baile, y todos aquellos extraños anhelaban ser nuestros amigos. Observé a Maureen, que no se separaba del piano ni un minuto y se ajustaba a las exigencias musicales de cada participante como si fuese una artista nata. Se la veía luminosa, con su peinado a la moda y su vestido caro y esos ojos verdes donde se proyectaban los deseos no cumplidos, los que dudaba que se fueran a realizar algún día.
Sin embargo, nada importaba hoy, porque esas personas se habían transformado en su hogar, y mientras estuviera con ellos, por mucho que me doliera, Maureen no volvería a sufrir.
¿Por qué no puede ser así siempre?, me pregunté a mí mismo, y entendí la respuesta. No podía ser así siempre porque su marido se interponía.
—¡Que cante Russell! —estalló una voz aguda e insoportable cuyo origen no pude identificar.
Nuestras miradas buscaron al aludido. Él era uno de los pocos que todavía estábamos sobrios y había permanecido callado por horas. No le agradaban los encuentros sociales del todo, me explicó una vez. Ahora estaba parado junto a la chimenea, examinando los lomos de mi biblioteca con desprecio, y se sobresaltó, como de costumbre, al oír su nombre.
El público lo aclamaba.
—¡Vamos, Russ!
—¡Tú sabes cantar!
—¡Por favor, has actuado en musicales!
Intentó negarse.
—No tengo ganas de cantar.
Algunos liberaron bufidos de desencanto y los menos respetuosos insistieron. Llegué a la conclusión de que no lo dejarían en paz hasta que cediera. El tipo tenía fanáticos entre los mismos dioses.
—No tienes que hacerlo si no quieres —le aseguró Maureen, entre empática y desilusionada.
Russell vaciló, unos cuantos empezaron a aplaudir a pesar de su incertidumbre y yo solo quería que los demás dejaran morir el asunto. Pero eso no iba a pasar, y ambos lo sabíamos. Así que la aparente reencarnación de Enrico Caruso se apiadó de los sencillos mortales y dio su veredicto.
—Maureen —llamó, apuntando hacia ella con su estúpida y atractiva nariz—, me haces sentir tan joven.
Con cada célula de mi cuerpo indignándose, estuve a punto de levantarme del sofá y cruzar el salón para darle un bien merecido puñetazo, pero Debra —quien estaba tumbada junto a mí, con la cabeza en el regazo de su amante— atrapó la manga de mi suéter e hizo que volviera a sentarme, justo a tiempo para que comprendiera el error que pude haber cometido.
—¿Sinatra? —preguntó mi esposa, haciendo acuerdo.
—Sí —confirmó Russell, yendo hacia el piano mientras le agradecía a Martin que, al pasar, le alcanzara su fedora—. ¿Podrías?
Maureen presionó un par de teclas y asintió, orgullosa de su latente habilidad. El actor sonrió, mostrando una hilera de dientes blancos que hizo rechinar los míos con envidia, colocándose el sombrero. Entonces se detuvo junto al piano, apoyó el brazo izquierdo sobre la caja y, tan en personaje que se ganó más de un suspiro femenino, chasqueó los dedos e inauguró la función.
Me gustaría pedirle al lector más sensible que se imagine la experiencia de escuchar a Russell Weatherby cantar por primera vez. No, mucho más lejos: pedirle que se imagine oírlo cantar por primera vez en vivo. Porque, después de años sentándome en silenciosas salas de cine para que su voz llegase a través de un sistema de parlantes de primera calidad, me di cuenta de que ser testigo de lo suave que en realidad podía llegar a ser, de la forma en que podía acariciar los tímpanos y deslizarse como una serpiente hasta el centro mismo de una persona, era una sensación absolutamente distinta.
Hay hombres que pueden lograr efectos asombrosos con sus cuerdas vocales. En mi época teníamos a los caballeros que, en tono profundo y grave, conquistaban a las mujeres y pasaban a protagonizar sus fantasías románticas, dejándolas para siempre fuera del alcance de los jóvenes como yo. También estaban los ídolos de secundaria, los chicos que se reunían con tres o cuatro amigos y generaban armonías fabulosas, haciendo parecer el sueño del éxito en la música tan cercano que daba vértigo. Y los talentos de Nueva Orleans, Chicago y Nueva York, rasposos e imponentes, tomando la misma melodía de jazz una y otra vez y transformándola en algo nuevo con cada interpretación.
Pero Russell no se parecía a ninguno de ellos. Su voz era demasiado aguda como para compararla con el clásico cantante de swing, demasiado madura para el Doo Wop adolescente —aunque no lo bastante para producir una buena línea de bajo— y tan comercial que hubiera sido ridículo ponerla en la misma categoría que Louis Armstrong, por ejemplo.
La totalidad de Russell difería de todos nuestros cánones. Era un niño de formas leves y redondeadas sumergido en un mundo de mandíbulas rectangulares, músculos grotescos y cigarrillos colgando de la comisura de los labios. Y su voz también emitía esta impresión. Conmovía porque era algo diferente, porque estábamos acostumbrados a otra cosa y no sabíamos dónde encasillarlo.
No se podía clasificar a Russell Weatherby. Era una contradicción ambulante, con sus trajes y fedoras y gomina en el pelo por un lado, y sus ojos inquietos y preguntas confusas y vibra distraída por el otro. Al escuchar la forma en que hacía suya aquella pieza de Sinatra, guiándola con las subidas y bajadas de su voz hasta un clímax irresistible, me volví consciente de su encanto. Lo había descifrado y, lejos de tranquilizarme, me ponía peor.
Russell cambió de posición en una intervención instrumental del tema, y ahora se ubicaba en el banquillo del piano, tan cerca de Maureen que sus codos se tocaban. Estaba brindándonos un show exclusivo al que mi esposa iba a unirse también cuando, prisionera del espiral al que él arrastraba a todas las mujeres, se dejó contagiar por la energía y cantó.
Yo no estaba habituado a escucharla cantar. Sí, a veces tarareaba algunas composiciones para sí misma, pero era extraño verla hacerlo en alto, frente a tanta gente con la que no fraternizábamos a menudo. Me sorprendió. Su voz tampoco se parecía en nada a los susurros sugerentes de Marilyn Monroe, o a los coros agudos de The Andrew Sisters, sino que se trataba de algo mucho más placentero, puesto que no se esforzaba en ser atrayente; era natural en ella.
Miré a los demás, para asegurarme de que no era el único hechizado, y noté que el resto de los presentes estaban tan boquiabiertos como yo. Russell y Maureen tenían una química explosiva que, aparte de ponerme celoso, enternecía y emocionaba. Eran dos estrellas alumbrándonos desde el cielo, jugando la una con la otra, despertándonos de la ensoñación que era una vida sin luz, sin significado hasta que ellos aparecían.
—Esto es oro puro —escuché a J. Martin Costner susurrar detrás de mí.
Si tan solo no hubiese estado tan ciego. Si hubiera anticipado lo que aquello insinuaba...
-o-o-o-
Más tarde, cuando las doce de la noche estaban a minutos de distancia, salimos al patio trasero a esperar los fuegos artificiales. Maureen y yo nos sentamos en nuestra hamaca de jardín y nuestro séquito de amistades falsas se estancó a nuestro alrededor. Sentí cómo ella se acurrucaba a mi lado, coloqué un brazo en torno a sus hombros y le eché un vistazo a mi reloj de pulsera. Faltaba tan poco y, de algún modo inexplicable, me parecía que algo más que el año se iría con este último instante de 1960.
Martin se acomodó en una silla junto a la hamaca. Desde la breve y electrizante presentación de Maureen y Russell, lo había notado pensativo, y a cada segundo que pasaba era más y más evidente que no podía dejar de mirarlos. Por un momento me pregunté qué diablos querría ahora, pero no tuve demasiado tiempo para pensar en eso, pues lo único que necesitaba era disfrutar esta pequeña victoria.
La fiesta había consistido en todos celebrando a Maureen por un sinfín de razones. Su excelente decoración, la exquisita comida, lo bien que tocaba el piano y la dulzura y carisma de su voz. Aunque a mí no me interesaba en lo absoluto, sabía lo importante que era la aprobación para ella. Eso era algo que teníamos en común: siempre estábamos buscando la aprobación.
Tuvo que reprimir mucho por causa de su padre y, para qué negarlo, por mi causa también. Fueron años sometida a la tiranía de un hombre que solo deseaba un heredero varón y nunca se habría conformado con menos. Debió haber creído que casarse la liberaría, que por fin podría tener la vida con la que había soñado desde que dejó los pañales, y cometió la imprudencia de elegir al peor de los candidatos.
La tenía sometida, y me constaba. No obstante, aquel treinta y uno de diciembre eso no tenía el menor peso. Esas personas elegantes y huecas eran sus amigos. Hollywood la aceptaba y ella merecía saborearlo.
La expectativa ya estaba en su máximo esplendor cuando Martin, ayudado por su esposa, se incorporó.
—Russ, Maurie, ¿puedo hablar con ustedes?
Russell, que estaba no muy lejos de allí, arrugó el entrecejo en señal de confusión.
—¿Ahora?
Maureen también estaba impactada. Sentí sus movimientos contra mi cuerpo, su lucha por zafarse.
—Por favor, ¿les importa si vamos adentro? —insistió el cineasta—. Es importante y no quiero dejarlo enfriar.
Demonios, pensé. Desconocía a dónde iba aquello y todas mis voces interiores estaban de acuerdo en que no me gustaba.
Maureen me miró.
—¿Te importa, Gordie?
—Muñeca, faltan segundos para el Año Nuevo... —protesté, desganado.
La mirada que me lanzaron la muchacha y su antiguo director era indescriptible y, para mi desgracia, despertó la lástima paternalista que buscaban.
—Que sea rápido —advertí.
Maureen se levantó y tanto ella como Russell partieron detrás de Martin, cuya urgencia de aprovechar la supuesta inspiración era tan intensa que ni la pérdida de su pierna podía retrasarlo.
Los vi entrar en la casa por encima de mi hombro y me quedé congelado. A través de la ventana de la cocina, más allá de las finas cortinas que nos separaban, podía divisar las siluetas de los tres. Estaban charlando con una calma sospechosa y a pesar de saber que era imposible, me mataba la necesidad de distinguir sus palabras.
Estaba yo absorto en la tarea cuando los demás anunciaron la cuenta regresiva. Cinco, cuatro... No podía moverme. Tres, dos... Mis párpados se entrecerraban como si eso fuera la clave para espiar la conversación. Uno...
—¡Feliz Año Nuevo! —exclamaron más de una docena de voces eufóricas.
Me puse en pie por inercia mientras el cielo se teñía de colores brillantes y estruendosas explosiones. Mi cabeza permanecía girada en dirección a la casa, a esa ventana macabra tras la cual la mujer de mi vida reescribía su historia sin mí. Los individuos a mi alrededor se felicitaban los unos a los otros, se abrazaban y saludaban, pero yo no tenía nadie a quien desearle lo mejor. Estaba comenzando el año solo.
Un par de manos me dieron palmaditas amistosas en los omóplatos —la de Harry Duncan aterrizó en mi mejilla—, y yo las ignoré. La sombra de Maureen dio un salto de sorpresa al escuchar los fuegos artificiales combinados con las doce campanadas, y abrazó a la de Russell en un gesto de júbilo desbordante. Mi corazón dio un brinco y dejé de mirar.
A pesar de mi renuncia a loque ocurría adentro, no estaba afuera tampoco. No me sentía parte de ningúnlugar. El primero de enero del sesenta y uno, Gordon Shipman era el últimohombre sobre la Tierra.
CONTINUARÁ...
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